La
tarde acudía fiel y puntual a su cita, aunque esta
vez con bastante menos frío que en días anteriores. Los
rayos de sol empezaban
a ceder terreno a un cielo raso y estrellado, sin rastro de nubes que
entorpecieran el espectáculo de un anochecer pausado, perezoso. Las
calles, vestidas por los destellos de luz de las farolas, se abrían al paso
de los pocos transeúntes que a esas horas poblaban la Plaza Mayor y
las calles adyacentes. La ocasión era especial, tanto como lo fue
aquella otra de mediados de los años 80 del pasado siglo, cuando -si la
memoria no me juega una mala pasada, rememorando aquello que nunca pasó pero que bien pudo haber sucedido- Don Camilo José Cela nos honró con su presencia para asistir como testigo de excepción al cambio de ubicación
de la biblioteca de Malpartida de Cáceres desde la Plazuela del Sol a su actual emplazamiento; biblioteca que, con toda justicia y reconocimiento, lleva el nombre de María Ignacia Castela Mogollón. Y es
que esta ilustre malpartideña deleitó a dos generaciones de niños
en la apasionante tarea de inculcarnos el placer por la lectura,
despertando en nuestra imaginación el afán
de revivir las aventuras de las que daban fe las novelas, cuentos y
relatos que que
caían en nuestras manos gracias al inapreciable consejo y sabiduría de
nuestra querida y añorada “Nacha”. Que se lo pregunten si no, entre
otros, a un tal Juan José Manzano, en cuya compañía solía acudir
casi cada tarde para solicitar el préstamo de los cómics de
Tintín, Lucky Luke, Ásterix y Obélix, o para devorar las historias
de misterio de “Alfred Hictchcock y los tres investigadores”. En
aquellas estanterías comenzó mi idilio con la lectura... y eso
es algo que nunca se olvida.

El
momento álgido llegó cuando Lorenzo Silva se acercó al atril y se
dirigió a los presentes para agradecerles que hubieran contado con
él para ser partícipe de la noble tarea para la que había sido
llamado. Y entre esos presentes andaba yo, contemplando con mis
propios ojos, a escasos pasos de distancia, a uno de los escritores
que más admiro. Hay quien dice que es mejor no conocer a tus ídolos
porque la terca realidad puede tirar al traste con la imagen que nos
formamos de las personas a las que, por un motivo u otro, veneramos.
En mi caso no fue así. Tuve la suerte de ver
y oír a alguien cercano, humilde, simpático... Todo lo contrario de lo que podría
esperarse de un autor de éxito cuya sencillez en su quehacer cotidiano supera
a su talento en lo literario, que ya es mucho decir. Esa es la grata
impresión que a mí me dio, la cual se vio reforzada cuando
accedió amablemente a firmar los ejemplares de sus novelas que llevábamos la
mayoría de los que allí estábamos. Es de agradecer que haya escritores
de su talla que aún no se hayan dejado contaminar por el veneno de
la soberbia. Así que, a partir de ahora, cada vez que tenga una
obra de Lorenzo Silva entre mis manos -especialmente las de la
serie Bevilacqua y
Chamorro, por aquello
de que uno sigue manteniendo estrechos lazos con el Benemérito
Cuerpo-, me acordaré inevitablemente de aquella tarde de invierno en
la que un famoso escritor venido de la capital tuvo a bien hacer una
parada en un pueblecito de provincias para dar solera a un acto en
el que no se inauguraba una simple biblioteca, sino que implicaba algo mucho más trascendental, tanto como lo pueda significar una
puerta abierta para que la cultura entre a raudales en las vidas
de quienes son asiduos del saber que encierran estanterías repletas de
libros con los que mitigar la ignorancia, el miedo y el
desconocimiento, principales males de esta aldea global en la que se
ha convertido la sociedad que nos contempla.