miércoles, 26 de febrero de 2020

Psicosis colectiva







    Cualquiera que durante la última semana haya seguido la actualidad informativa a pies juntillas, se estará pensando muy seriamente lo de salir de casa para ir a trabajar, llevar los niños al colegio, hacer running, pasarse por la multitienda a por una baguette o acercarse hasta el chino a comprar una funda para el móvil. Y es que esto de la globalización tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Entre las buenas, por decir algo, Netflix y HBO -con los de Amazon ya ajustaré cuentas después de la última subida de precios-; y entre las malas, claro está, ocupa un lugar destacado lo que hasta hace unos días era conocido como coronavirus y que ha mutado, por obra de los ímprobos expertos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), en COVID-19. Al parecer, desde que apareciera el brote en la ciudad china de Whuan, sobrevuela en el ambiente un bichito que le ha cogido gusto a eso de cruzar fronteras sin pedir permiso y que trae de cabeza a la comunidad científica internacional.




- Oiga, todo lo malo viene de China. Hago memoria, y recuerdo que aquello de la fiebre aviar también tuvo su origen en aquella apartada región.
- No exagere usted, hombre de Dios. No haga usted de Donald Trump. Los chinos son nuestros amigos. Marco Polo trajo de allí cosas extraordinarias, ¿no cree usted? Además, ¿qué sería de nosotros sin AliExpress?


    Dirá alguno que esto es obra de Pedro Sánchez -más bien, de Iván Redondo, que es quien habla dentro del presidente-, aunque sólo sea para que nos olvidemos por un rato del Dalcygate, de Cataluña y de las pretensiones de Pablo Iglesias de convertirse en espía de Su Majestad Católica. Pero no se apuren: por muy retorcida que sea la mente de este tándem que nos gobierna -que lo es-, estos dos sujetos podrán hacer sus diabluras, pero nada que ver en lo tocante al asunto que nos atañe. Que se sepa, ni Sánchez ni Iglesias tienen influencias a ese nivel. Para disipar dudas, la tal OMS ha lanzado ya su tranquilizadora alerta de que nos encontramos, con toda probabilidad, ante una pandemia.
   

- Pero, ¿en qué grado de probabilidad nos tenemos que situar?
- Pues mire usted, igual de probable que lo de la alerta mundial por lo de la gripe aviar. ¿Se acuerda usted, verdad? Recuerde que la tele nos pintó un panorama terrorífico, animando a los pobres conejillos de indias -o sea, a nosotros- a acudir prestos a los centros de salud a que nos recetaran el antídoto salvífico.
- ¿Y cree usted que la cosa no fue para tanto?
- A los hechos me remito. Por aquello no estiraron la pata ni medio centenar de congéneres, que, en comparación con los finados que provoca al año una simple gripe común, pues eso: peccata minuta.
- Dicha así la cosa, es como para darle vueltas al caletre.
- No le dé usted muchas, no vaya a ser que lo tachen de conspiranóico o, peor aún, de facha, que esto último está muy en boga. Por menos de nada lo hacen a uno militante de Falange.




    Ante esta nueva alerta sanitaria del COVID-19, los medios de comunicación, siempre dispuestos a echar una mano, se afanan en transmitir el acostumbrado mensaje de pánico, al tiempo que nos afean el gesto por no hacer alarde de la fortaleza de espíritu que sería menester en esta delicada coyuntura. Y es que, al parecer, la histeria colectiva no le viene bien a estos momentos de zozobra e incertidumbre porque, por lo visto, tenemos la dichosa manía de perder los nervios en cuanto nos ponen encima de la mesa unos cuantos centenares de fiambres. Así que, más que vacunas, lo que nos deberían administrar sería sentido común a bocanadas. ¿Qué es eso de poner el grito en el cielo a las primeras de cambio?
     


-Ya, pero es que la cosa empieza a ponerse fea, ¿no le parece?
- Pamplinas, mi buen amigo. Hágame caso y acuda usted la farmacia más cercana a por una mascarilla, verá como con ese simple gesto no correrá usted el menor riesgo.
- Entonces, ¿exageran los buenos de Ana Blanco y Vicente Vallés cuando poco menos que nos dan el minuto y resultado de esta crisis venida de Asia?
- Ya sabe usted que soy más de don Federico, y el de Orihuela del Tremedal le está dedicando al asunto, si acaso, no más de cinco minutos diarios… Más que nada porque no digan que en su programa no se informa de las cosas. Así que, hágame caso: póngase usted a ver los Simpsons y déjese de coronavirus. Su salud se lo agradecerá. Esto no deja de ser una fake news de mal gusto.
- ¿Acaso insinúa usted la falta de objetividad de los medios?
- Desde que se nos fue Tico Medina, todo es decadencia en el periodismo. Ahora solo puede uno fiarse de Lorenzo Milá y de pocos más.



    Con lo cual, señores míos, preparémonos para resistir con nuestras mejores armas el bombardeo mediático al que nos van a someter por todos los frentes. No caigamos en el alarmismo injustificado. Permanezcamos expectantes ante los acontecimientos, pero sin dramatismos. Tengamos en cuenta que en España, cada año, casi 800.000 personas padecen gripe común; de ellas, se ingresa a unas 50.000 y mueren alrededor de 15.000. A nivel mundial, la tasa de mortandad se sitúa en unas 650.000 personas. Actualmente, según datos de la OMS, hay confirmados unos 78.000 casos de coronavirus y 2.400 fallecidos. Cifras enormes y dramáticas, cierto es, pero ni mucho menos apocalípticas. No le hagamos el juego a la industria farmacéutica. Cuando alcancemos los números de la llamada gripe española de 1918-1920, causante de más de 40 millones de muertes, ya tendremos tiempo de llevarnos las manos a la cabeza. No caigamos en la tentación de mirar con recelo a esas entrañables excursiones de chinos -o de coreanos, o de taiwaneses o de lo que quiera que sean- ni de acechar con mirada asesina al que, de repente, sufre un acceso de tos y echa mano de clínex con la diligencia propia de Billy el Niño para que el asunto no pase a mayores.



- Entonces, supongo que las cosas por el III Milenio estarán tranquilas, ¿no es así? Lo veo a usted con el aplomo suficiente como para afrontar los rigores de la situación cuando vengan mal dadas.
- Pues mire usted, deseando que se produzca el primer caso para que nos manden a todos a casita y nos tengan en cuarentena hasta que escampe el temporal… Las cosas como son.
- ¿Ya han hecho acopio de mascarillas?
- Figúrese usted que no tenemos ni para gomas, así que prepárese para una catarata de bajas masivas. Espero que se haga cargo de la situación. Es sabido que los funcionarios somos gente imprescindible.
- No tema, sobreviviremos.

jueves, 13 de febrero de 2020

Siempre se van los mejores




Despierto de este largo letargo abrumado por la repentina e inesperada muerte de David Gistau. El domingo por la noche, después de dos meses en coma, dejaba de latir el corazón de, a pesar de su insultante juventud, uno de los mejores columnistas de las dos últimas décadas. Un accidente cerebrovascular acababa con la vida de una de las voces indispensables para entender, desde la contundencia e ironía de sus artículos, esta absurda realidad que nos machaca sin contemplaciones. Escribía como sentía, sin artificios, con apasionamiento, a quemarropa, volcando en cada frase el ardor y la vehemencia de quien no teme ni a represalias ni a críticas interesadas, con una prosa sublime que destilaba pureza y verdad, diseccionando como nadie al ser humano y a sus circunstancias. Lo mismo nos embelesaba con  crónicas sobre el Real Madrid, los años gloriosos de la selección española de fútbol o la última sesión parlamentaria, que disertaba con absoluta erudición sobre una película de Garci, un concierto de Loquillo, una novela de Pérez Reverte o una serie de mafiosos. Era un escritor total, carente de las ridículas afectaciones que tanto se estilan en su oficio. Se enfrentaba al folio en blanco con la despreocupación propia de quien ya sabía que no sería el próximo Balzac, y por eso mismo, por aceptar de buen grado sus limitaciones, por domeñar sus ambiciones y arrinconar ese omnímodo ego que acompaña a los autores pretenciosos, ha terminado por convertirse en digno sucesor de Larra, Mariano de Cavia, Camba, González Ruano, Umbral y Alcántara; un parnaso al que sólo tienen acceso los elegidos, y Gistau, sin pretenderlo, lo era por derecho propio.



   Y si a sus cualidades como escultor de la palabra añadimos la más inusual de la bonhomía, no resulta muy difícil comprender la pena tan honda reflejada en los rostros de quienes acudieron al tanatorio para presentar sus respetos a la familia y dar el último adiós a uno de los suyos, en una procesión de figuras desencajadas por el dolor, tratando de entender el porqué de una pérdida tan injusta, tan a destiempo. Allí estaban, entre otros, Carlos Herrera, Jorge Bustos, Raúl del Pozo, Manuel Jabois, Ignacio Camacho, Alfonso Ussía, Luís Herrero…, maestros de una tribu en la que acaba de quedar vacante la silla de uno de sus miembros más notables. Todos ellos, sin excepción, se han despedido de él publicando en sus respectivos medios de comunicación efusivas odas a la amistad, valorando, más allá de sus dotes como autor, la calidad humana de un tipo íntegro, honesto. 
 



   El fallecimiento de David Gistau ha puesto de manifiesto una desacostumbrada unanimidad en los círculos periodísticos, donde abundan los émulos de Cervantes, Góngora o Quevedo en busca de una gloria que nunca alcanzarán. A diferencia de éstos, gustosos de envolverse en una falsa apariencia de intelectualidad y que, para marcar el territorio, te sueltan a las primeras de cambio latinajos de Marco Aurelio, versos de Borges o citas de Churchill, Gistau escribía sin darse importancia, con naturalidad innata, despojado de engolamientos y barroquismos. No pretendía dar al mundo una obra de arte con cada una de sus columnas; por contra, su objetivo era hacerse entender entre el lector medio, alejado de los cánones impuestos por los popes de la profesión. Y lo consiguió hasta el punto de que sus mayores detractores -que también los tuvo- dejaron de lado la envidia para terminar rindiéndose a su talento. Paseó su sabiduría por las rotativas de los periódicos, los platós de televisión y los estudios de radio, ajeno a la admiración que despertaba. Siempre se lamentó por no tener el tiempo necesario que dedicarle a ese proyecto tan anhelado de enfrascarse en el proceso de creación de una novela gruesa, de peso, concienzuda, sin ser consciente de que él hacía pura literatura en cada una de sus piezas periodísticas. Con esa pinta de rudo vikingo, de boxeador incansable, de leñador norteño, quién podía imaginar que bajo esa apariencia se ocultaba un escritor como la copa de un pino. Qué putada, David, que nos hayas dejado tan pronto. Te has bajado del ring, pero tu legado permanecerá a salvo del olvido.