jueves, 13 de febrero de 2020

Siempre se van los mejores




Despierto de este largo letargo abrumado por la repentina e inesperada muerte de David Gistau. El domingo por la noche, después de dos meses en coma, dejaba de latir el corazón de, a pesar de su insultante juventud, uno de los mejores columnistas de las dos últimas décadas. Un accidente cerebrovascular acababa con la vida de una de las voces indispensables para entender, desde la contundencia e ironía de sus artículos, esta absurda realidad que nos machaca sin contemplaciones. Escribía como sentía, sin artificios, con apasionamiento, a quemarropa, volcando en cada frase el ardor y la vehemencia de quien no teme ni a represalias ni a críticas interesadas, con una prosa sublime que destilaba pureza y verdad, diseccionando como nadie al ser humano y a sus circunstancias. Lo mismo nos embelesaba con  crónicas sobre el Real Madrid, los años gloriosos de la selección española de fútbol o la última sesión parlamentaria, que disertaba con absoluta erudición sobre una película de Garci, un concierto de Loquillo, una novela de Pérez Reverte o una serie de mafiosos. Era un escritor total, carente de las ridículas afectaciones que tanto se estilan en su oficio. Se enfrentaba al folio en blanco con la despreocupación propia de quien ya sabía que no sería el próximo Balzac, y por eso mismo, por aceptar de buen grado sus limitaciones, por domeñar sus ambiciones y arrinconar ese omnímodo ego que acompaña a los autores pretenciosos, ha terminado por convertirse en digno sucesor de Larra, Mariano de Cavia, Camba, González Ruano, Umbral y Alcántara; un parnaso al que sólo tienen acceso los elegidos, y Gistau, sin pretenderlo, lo era por derecho propio.



   Y si a sus cualidades como escultor de la palabra añadimos la más inusual de la bonhomía, no resulta muy difícil comprender la pena tan honda reflejada en los rostros de quienes acudieron al tanatorio para presentar sus respetos a la familia y dar el último adiós a uno de los suyos, en una procesión de figuras desencajadas por el dolor, tratando de entender el porqué de una pérdida tan injusta, tan a destiempo. Allí estaban, entre otros, Carlos Herrera, Jorge Bustos, Raúl del Pozo, Manuel Jabois, Ignacio Camacho, Alfonso Ussía, Luís Herrero…, maestros de una tribu en la que acaba de quedar vacante la silla de uno de sus miembros más notables. Todos ellos, sin excepción, se han despedido de él publicando en sus respectivos medios de comunicación efusivas odas a la amistad, valorando, más allá de sus dotes como autor, la calidad humana de un tipo íntegro, honesto. 
 



   El fallecimiento de David Gistau ha puesto de manifiesto una desacostumbrada unanimidad en los círculos periodísticos, donde abundan los émulos de Cervantes, Góngora o Quevedo en busca de una gloria que nunca alcanzarán. A diferencia de éstos, gustosos de envolverse en una falsa apariencia de intelectualidad y que, para marcar el territorio, te sueltan a las primeras de cambio latinajos de Marco Aurelio, versos de Borges o citas de Churchill, Gistau escribía sin darse importancia, con naturalidad innata, despojado de engolamientos y barroquismos. No pretendía dar al mundo una obra de arte con cada una de sus columnas; por contra, su objetivo era hacerse entender entre el lector medio, alejado de los cánones impuestos por los popes de la profesión. Y lo consiguió hasta el punto de que sus mayores detractores -que también los tuvo- dejaron de lado la envidia para terminar rindiéndose a su talento. Paseó su sabiduría por las rotativas de los periódicos, los platós de televisión y los estudios de radio, ajeno a la admiración que despertaba. Siempre se lamentó por no tener el tiempo necesario que dedicarle a ese proyecto tan anhelado de enfrascarse en el proceso de creación de una novela gruesa, de peso, concienzuda, sin ser consciente de que él hacía pura literatura en cada una de sus piezas periodísticas. Con esa pinta de rudo vikingo, de boxeador incansable, de leñador norteño, quién podía imaginar que bajo esa apariencia se ocultaba un escritor como la copa de un pino. Qué putada, David, que nos hayas dejado tan pronto. Te has bajado del ring, pero tu legado permanecerá a salvo del olvido.





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