lunes, 20 de marzo de 2017

La lideresa que surgió de la nada

   
   ¿Quién es Susana Díaz? ¿Quién es esta señora que aspira a liderar al PSOE a nivel nacional y, así, unir su nombre a los del descerebrado de Pedro Sánchez, al del taimado Rubalcaba, al del planetario Zapatero o al del estratega Felipe González? ¿De dónde ha salido la actual presidenta de la Junta de Andalucía? ¿Quién es la mujer que ansía medir sus fuerzas junto a las del mencionado Pedro Sánchez y a las del desagradecido Patxi López - ese cuyo único hito en política es ser hijo de su padre, el histórico Eduardo López Albizu “Lalo”, y que cada sillón institucional logrado se lo debe a terceros- en una guerra sin cuartel en la carrera hacia la secretaría general del PSOE? ¿Qué virtudes posee la que, según todas las encuestas y opiniones autorizadas, puede llegar a ser la primera mujer presidenta de España? Demasiadas incógnitas las que se ciernen sobre esta trianera que, de cumplirse los pronósticos, puede convertirse en la candidata que le dispute a Mariano Rajoy el inquilinato de la Moncloa. Analicemos, pues, los méritos, de una criatura que tardó la friolera de diez años en sacarse la carrera de Derecho - se cree que el amigo Pepiño Blanco sigue en ello; es de esperar que el día menos pensado obtenga también su título universitario- y que no ha cotizado a la Seguridad Social como trabajadora por cuenta ajena o propia ni un solo día de su vida, entretenida como estaba en coleccionar a toda costa cargos políticos.


   Susana Díaz era un personaje anónimo para el gran público, uno de esos politiquillos de medio pelo que se sienten más a gusto en un discreto segundo plano, alejados del foco mediático pero con igual o mayor capacidad de decisión que los que se matan por figurar en primera fila, hasta que llegó el imputado Griñán y le confió las riendas de la Consejería de Presidencia e Igualdad de la Junta de Andalucía en mayo de 2012. Hasta ese momento su carrera había sido meteórica a la par que desconocida. En 1999, a la tierna edad de 26 años, es nombrada concejala del ayuntamiento de Sevilla, cargo en el que se mantiene hasta el 14 de marzo de 2004, fecha en la que consigue el acta de diputada en las elecciones que gana el inefable ZP. En la Carrera de San Jerónimo se tira cuatro años sin que se le recuerde intervención alguna digna de mención. A principios de 2008 deja los madriles y pone rumbo al parlamento andaluz: entre ese año y el 2012 calienta el escaño, sin más, y encima -supongo que como premio al trabajo bien hecho, a su valía y dedicación- también tiene tiempo para que la nombren senadora, cargo efímero que ocupa entre el 21 de diciembre de 2011 y el 6 de mayo de 2012. Al día siguiente de este cese, el 7 de mayo, Griñán le concede la cartera de Presidencia e Igualdad en el gobierno de coalición que forma junto con IU-Andalucía. Finalmente, tras la renuncia de su mentor político, accede a la presidencia de la Junta el 7 de septiembre de 2013. Por lo tanto, he aquí a un portento de mujer que se ha dedicado a rodearse de los afectos e influencias necesarios para concatenar la retahíla de cargos públicos que han terminado por encumbrarla a la primera línea de la política. Esta señora, de la que prácticamente no sabíamos nada hace escasos cuatro años, es la que parte el bacalao en el PSOE. Ésta es la figura de relumbrón, el pilar sobre el que se pretende reconstruir un partido que ha perdido el norte, que anda a navajazos entre las distintas banderías que lo conforman y en el que una parte importante de su electorado ha abandonado su ideario socialdemócrata para echarse en brazos de la más deleznable demagogia populista. 
   
Un partido político como el PSOE, absolutamente necesario para garantizar la estabilidad de una democracia que está siendo vilmente hostigada por la desvergüenza de una extrema izquierda digna de épocas pretéritas, corre el serio riesgo de elegir a los líderes equivocados para afrontar su imperiosa regeneración. No es cuestión de decantarse por lo menos malo, que de aídos pajines estamos ya escarmentados, sino de tener la suficiente altura de miras como para otorgar el bastón de mando a quien demuestre la preparación necesaria para encarar con probabilidades de éxito los retos que se avecinan. La desgracia del PSOE, entre otras muchas, es que no se atisba en el horizonte inmediato ninguna figura de renombre que les saque del atolladero en el que les ha metido -con la inestimable anuencia de sus dirigentes, simpatizantes, afiliados y votantes- uno de los políticos más nefastos que ha dado este país: Pedro Sánchez, ese encantador de serpientes al que sus propios compañeros de siglas tuvieron que apear del camino ante los insospechados derroteros que tomaba la cosa. Susana Díaz no es el remedio a todo este embrollo; al contrario, se va a erigir en un error más dentro de ese fracaso colectivo en el que anda enfrascado el principal partido de la oposición, tan falto de ideario como sobrado de escándalos. Si lo mejor que tiene el PSOE para oponer al Partido Popular es la campeona del paro de una Comunidad Autónoma corrompida hasta la entrañas por el escándalo de los ERE, entonces el PSOE -y, por extensión, España- tiene un grave problema. Que sigan buscando porque esa no es la solución. Podrá serlo a corto plazo, a modo de remiendo transitorio, pero ni mucho menos servirá para reparar la crisis interna que amenaza con llevar al socialismo a su mínima expresión.

viernes, 10 de marzo de 2017

Casa Suárez

   

   Hacía demasiado tiempo que no veía a Carrachi, por eso me alegré enormemente cuando, a principios del mes pasado, me propuso que quedáramos con otros amigos para cenar el sábado que mejor nos conviniera a todos. La fecha elegida fue hace una semana, en el Manómetro, en el céntrico Paseo de Cánovas. Para la ocasión creamos, cómo no, el consabido grupo de whatsapp para dejar constancia de las incidencias que se fueran produciendo hasta que se acercase el momento. Llegado el día, cuando me presenté en el local acompañado de Jorge -Barquero se unió a nosotros un poco más tarde-, en cuanto vi a Juanma nos fundimos en un sincero y emotivo abrazo, de esos en los que no hay duda de que te alegras de verdad de ver a esa persona. Después de las palmadas en la espalda y de los saludos protocolarios, de interesarnos por la familia y por el trabajo, y antes incluso de pedir la primera cerveza de la noche, Juanma me dio una noticia que me tuvo paralizado durante unos instantes, incrédulo ante lo que acababa de escuchar. “¿No sabes que ha cerrado Suárez?” Inesperadas palabras que sacudieron con violencia una parte de mi ser. Me lo quedé mirando fijamente, inquisitivo, sopesando su significado y trascendencia. 


   Casa Suárez es un emblema en Malpartida de Cáceres. Situado en la plaza mayor, sus puertas han permanecido abiertas durante casi treinta y cinco años, tiempo más que suficiente para que los malpartideños hayan disfrutado de uno de los establecimientos con más solera del pueblo. Su típica fachada, con el escudo de armas dándote la bienvenida bajo un dintel coronado por un pequeño tejado a modo de ornamento, es lo primero con lo que se encontraba la clientela. Una vez dentro, te topabas con la imponente estampa de Alonso y su enorme sonrisa, su amabilidad, su educación; siempre alegre, siempre dicharachero, sirviendo copas y poniendo tapas con la eficiencia que dan los años y la pasión por lo que haces. Si tenía un mal día, que los habrá tenido, los parroquianos no se lo notábamos, y eso es muy de agradecer porque muchos acuden a acodarse a la barra de un bar precisamente para olvidarse por un momento de sus problemas. Apurabas tu consumición a pequeños sorbos -que es como mejor saben las cosas, como las caladas de un cigarro-, dabas cuenta de la tapita de rigor, cambiabas impresiones sobre la caza, la pesca, el fútbol, la política y demás zarandajas y te ibas para casa reconfortado por haber pasado un rato agradable en buena compañía.


   Con mi mala memoria sería un milagro por mi parte que me acordara de la primera vez que entré en Casa Suárez. Por aquel entonces, mediados de los ochenta, Alonso no estaba solo; contaba con la compañía del involvidable Pablín, su hermano del alma: su imagen aparece algo difuminada en mi memoria, aunque su recuerdo es imborrable. Formaban un tándem que marcó época. Como digo, no sabría precisar esa primera vez en que mi escuálida figura cruzó aquél umbral, aunque no iría muy desencaminado si afirmara que sería un domingo cualquiera, previo paso a oír misa. Después de los sermones de don Román no existía nada mejor que bajar correteando hasta la plaza, hacer un rodeo hasta la confitería de Choni -a la que, por cierto, no se le ha rendido el reconocimiento que merece- para pertrecharnos de un buen puñado de chucherías, y acercarse luego hasta Suárez para pedir un refresco con el que saciar el gaznate. No sé por qué, pero Suárez siempre era el primer bar de la plaza en el que hacíamos parada y fonda. Y allí nos sentábamos con nuestros padres el tiempo justo para bebernos compulsivamente la primera coca-cola y salir pitando a subirnos en la fuente o comenzar a dar patadas a la pelota bajo un cielo que aún no estaba anegado por una ristra de paraguas multicolor. Cuando nos aburríamos de eso, acudíamos raudos en procura del segundo refrigerio y ya, de paso, le echábamos una moneda de cinco duros a la maquinita de los videojuegos. Eran gloriosas las partidas del Out Run o del Ghosts'nGoblins. Más de uno nos dejábamos allí la paga de varias semanas: conducir un coche de carreras, con su volante, su acelerador -el freno no lo utilizábamos tanto- y su cambio de marchas provocaba las delicias y supuso una auténtica revolución para los niños de entonces; y no menos emocionante nos parecía ir  dando saltos por mitad de un cementerio con un caballero ataviado de armadura, disparando lanzas y esquivando a muertos vivientes. Arcade representó para mi generación lo que la playstation para los jóvenes de ahora. Qué paciencia demostraron Alonso y PablínPablín y Alonso -que tanto monta, monta tanto-, sobre todo cuando no nos cansábamos de pedirles vasos de agua mientras aporreábamos como posesos los botones de la máquina recreativa.


   Pues bien, parece ser que el bueno de Alonso ha puesto el punto y final a su periplo de detrás de la barra, y con ello se echa el cierre a un tiempo -ni mejor ni peor que éste, pero sí distinto, bastante distinto- que, por qué no decirlo, me gusta recordar con nostalgia. Bien ganado se tiene el descanso. En lo que a mí respecta, no tengo más que palabras de agradecimiento, puesto que en todo momento y ocasión me trató con exquisita corrección. Cuando trasladaron a mi padre a Cáceres, cada vez que me pasaba por allí me preguntaba por él, así que hoy no me quedará más remedio que contarle que Alonso, el de Casa Suárez, ha colgado los hábitos, y estoy seguro de que se le escapará alguna que otra anécdota acaecida mientras se tomaba un vinito entre aquellas cuatro paredes convertidas en testigo de una época de la que cada vez van quedando menos huellas, pero que aquellos que la vivimos no nos resignamos a olvidar sin más. No sé si dentro de cincuenta años alguien se acordará de que en Malpartida de Cáceres se rodaron escenas de Juego de Tronos, o de que en 2015 Los Barruecos resultó elegido el mejor rincón de España por la guía Repsol; de lo que sí estoy seguro es de que siempre habrá alguien que, cada vez que pase por la plaza, extenderá el brazo señalando con emoción: “Mira, ahí es donde estaba Casa Suárez”. Buena suerte, Alonso. Los malpartideños estamos en deuda contigo.