viernes, 5 de febrero de 2016

Más Borgen y menos Juego de Tronos


 La repulsión hacia ciertas situaciones inexplicables, unida a la consiguiente indignación ante los efectos perniciosos provocados por esa coyuntura, son sensaciones que desaconsejan a uno ponerse delante de la pantalla del ordenador para soltar las barbaridades propias de alguien que está hasta los mismísimos de esta caterva de  politiquillos que tenemos la desgracia de padecer: el ejercicio supremo de contención que tendría que haber hecho para no plasmar en el folio la bilis que me corroe por el cuerpo desde hace un mes y medio habría sido tan superior a mis fuerzas que lo redactado en esas deplorables condiciones hubiera quedado totalmente desnaturalizado. De ahí que, durante este tiempo de asueto intelectual haya decidido claudicar y darme un respiro hasta que se me pasase el estado de cabreo en el que me hallaba. Y parece ser que, una vez recobrado la templanza del espíritu crítico de todo buen observador de la realidad, hoy es el día propicio en el que han desaparecido esos lastres emocionales que me impedían, por mi exaltación, atender con el sosiego debido a los últimos acontecimientos políticos de esta España nuestra. Ese es, básicamente, el motivo por el que llevo desatendiendo el blog desde las elecciones generales del pasado 20 de diciembre. He preferido curarme en salud y vetarme a mí mismo con amplias dosis de autocensura antes que arrepentirme de los exabruptos que a buen seguro, sin dudarlo, habrían brotado de mi acerada pluma para referirme al lastimoso espectáculo ofrecido por aquellos que se dicen representantes de la soberanía nacional.

    Resumiendo mucho la situación actual, en esta nueva página que se escribe en el libro de nuestra democracia aparecen una serie de personajes que correrán desigual fortuna, algunos con una larga trayectoria a sus espaldas -me atrevería a decir que incluso demasiado larga para los méritos que les contemplan-. En primer lugar, tenemos a un presidente del gobierno en funciones que, en una cabriola arriesgada e inesperada para sujeto tan apocado, no ha tenido mejor ocurrencia que declinar la oferta de Su Majestad el Rey para someterse a la sesión de investidura en el Congreso de los Diputados. A Rajoy le cabrá el honor de decir que ha sido el primero y, hasta la fecha, el único candidato a la presidencia que se ha negado a atender el encargo constitucional del monarca para formar gobierno. Un hito más en su dilatada, aunque no sé si fructífera, carrera política. Por otro lado, tenemos a un jefe de la oposición que, lumbrera donde los haya, está como loco por ganarse a pulso el título de expresidente del gobierno, porque no otro destino le espera al codicioso de Pedro Sánchez más que pasar a engrosar esa nómina en la que figuran sus admirados Felipe González y Rodríguez Zapatero, aunque me consta que esa admiración no es mutua por parte de uno de ellos. En tercer lugar, cómo no, es obligado mencionar al subidito y maleducado de Pablo Iglesias, autoproclamado vicepresidente de un ejecutivo fantasma, producto de un trastorno mental transitorio provocado por esos aires de grandeza más propios de un pequeño Nicolás que de un líder político que va repartiendo por ahí carteras ministeriales sin ton ni son. Y, por último, otro de los personajes que cuenta con un papel destacado en todo este drama es Albert Rivera, cuya imagen de niño pijo y un poco repelente no debe desviar el foco de atención que, con todo derecho y por méritos propios, acapara este joven al que muchos comparan con Adolfo Suárez y que está llamado a alcanzar metas de mayor envergadura. De momento, es el único que ejerce de mediador para tratar de convencer al resto de participantes en esta ceremonia de la confusión para que dejen a un lado sus ridículas disputas personales e ideológicas y se arremanguen ante la inédita e histórica tarea que tenemos por delante.

Sea como fuere, el caso es que llevamos mes y medio mareando la perdiz sin que de momento se atisbe la luz que alumbre una solución viable y duradera a este entuerto al que nos han llevado los resultados electorales. Ni el Partido Popular ni el PSOE disponen de los escaños necesarios para formar un gobierno monocolor, con lo cual, si no queremos ir a unas nuevas elecciones, se impone la necesidad de buscar una política de pactos. A esta nueva etapa, a la que algunos denominan segunda Transición, le falta el espíritu de concordia, consenso y tolerancia que caracterizó a la originaria. Lo que ahora se pone de manifiesto es la nula capacidad de diálogo de una clase política incapaz de superar sus atávicos rencores, más preocupados por enaltecer las siglas de su partido que por coadyuvar en la tarea de ceder a determinados ideales para encauzar esta crítica situación institucional por la que atraviesa nuestro país. Ya no quedan hombres de Estado; ahora lo que tenemos son gerifaltes de segunda fila que se contentan con el prurito de asistir a la mesa de un consejo de ministros al precio que sea, incluso el de poner en peligro la unidad territorial. Estamos en manos de gentes movidas por ansias de poder, dispuestas a pactar con el mismísimo diablo con tal de seguir manteniendo sus pequeños reinos de taifa. Salvo sorpresa de última hora, España no será un ejemplo más en el que gobierne una coalición entre socialdemócratas y democristianos, lo cual resultaría bastante más lógico que los planes de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias de formar lo que ellos denominan “las fuerzas del progreso”, una cursilería de perdedores a la altura de aquella otra gilipollez de Zapatero de que “la Tierra no pertenece a nadie, salvo al viento...”. Esa cohabitación entre el PSOE y Podemos tendría los mismos efectos que encamarse con una boa constrictor, así que a ver si el kamikace de Sánchez se da cuenta -por sí sólo o por los buenos oficios de sus compañeros de partido, que lo dudo- de que los reptilianos podemitas se van a dar un frugal festín a su costa.

   Pero no todo es culpa del PSOE, ese centenario partido fundado por el tipógrafo Pablo Iglesias en una taberna de la calle Tetuán de Madrid, un 2 de mayo de 1879, al que su homónimo el coletas le va a dar la puntilla por esos maquiavélicos guiños del destino. No. La reprobable e inane actitud de Rajoy para sofocar los casos de corrupción que crecen a su alrededor tienen también bastante que ver con la situación de crisis institucional por la que atravesamos: parece ser que el capitoste del PP no se enteraba de que en Madrid (Operación Púnica) o Valencia (Operació Taula) se lo estaban llevando crudo a base de comisiones y demás artimañas. Su espantada ante el encargo de Felipe VI para formar gobierno constituye su último gran error; es lo que tiene dejarse asesorar por una camarilla de correveidiles que no ven más allá de sus propias narices. Pero todo eso no exonera de responsabilidad a Pedro Sánchez, el cual se ha negado en redondo a dialogar con el Partido Popular, ahora que es él sobre quien ha recaído la labor de iniciar conversaciones para presentar ante el Congreso un ejecutivo que ponga fin a esta etapa de incertidumbre e inestabilidad. Por todo ello, más vale que se dejen de tanto postureo, que esto no es ni Juego de Tronos ni House of Cards. Si de algo les sirve, que echen un vistazo a las tres temporadas de la serie danesa Borgen, un auténtico máster sobre cómo pactar en aras a los intereses del país en detrimento de los partidistas.