jueves, 19 de julio de 2018

Paymogo en el recuerdo


   Hay quienes insisten en la creencia de desaconsejar la visita de aquellos lugares que nos colmaron de dicha durante nuestra infancia, alegando para ello el daño irreparable que ocasionaría a nuestro espíritu constatar cuán equivocada estaba nuestra memoria y qué distorsionados se hallaban nuestros recuerdos. Con esa misma convicción defiendo yo exactamente la teoría contraria, sin más argumentos que los de verificar la ilusión derrochada por mis padres al recorrer las calles del pueblo que enmarcaron las vivencias de unos años duros pero felices al fin y al cabo. Ese es el motivo que nos llevó a mi hermano Kiko y a mí a poner en práctica el viaje proyectado varios meses atrás con el propósito de que afloraran en nuestros progenitores los sentimientos de una época pasada en la que el vigor de la juventud y el deseo de prosperar se esgrimían como las armas propicias para superar los obstáculos que se interponían en la consecución de sus metas.

   Paymogo es un pequeño pueblo de la provincia de Huelva que a duras penas alcanza los mil habitantes. Geográficamente situado en la frontera con Portugal, su emplazamiento estratégico hizo que durante las décadas de los 70 y los 80 viviera su período de esplendor. Casi medio centenar de guardias civiles se encargaban, entre otros cometidos, de mantener la zona del Andévalo a salvo de los contrabandistas que, con riesgo de sus vidas, cruzaban la rivera del Chanza para vender en el país vecino todo tipo de mercancías con las que obtener los recursos suficientes para alimentar a unas familias tan numerosas en su composición como misérrimas en su condición. Por aquel entonces Paymogo era un puesto de línea dirigido por un teniente, uno de los cuales vino procedente de Guinea Ecuatorial, donde contrajo unas fiebres espantosas. El cuartel se encontraba enclavado -igual que en la actualidad, en eso no ha habido variación alguna- en una calle alargada, más bien estrecha y de trazo rectilíneo, coronada en su punto más alto por la fortaleza conocida como El Castillo (iglesia parroquial de Santa María Magdalena) y que desembocaba en la plazoleta del Ayuntamiento. En esa calle, precisamente, es donde se concentraba la mayor parte de miembros del Instituto Armado. Me vienen a la memoria, entre otros, Felipe, Borrero, Espejo, Ángel, Pino, Infante, Jerónimo, Cesáreo... Otros se repartían diseminados por el resto del pueblo: Mesa, Campillejo, Moreno, Cándido (que murió sin llegar a cumplir los sesenta años y una de cuyas hijas, Tote, es la actual alcaldesa), Gaspar, Patiño, Esteban, Simón, Adame, Florido... Pues bien, esas callejuelas por las que correteé hasta lo siete años, que constituyen el escenario de mi despertar a la vida y dan testimonio fiel de mis primeras travesuras, son las que he vuelto a pisar el fin de semana pasado en compañía de mi hermano menor y de mis padres. 


   Allá por el verano de 1982 la familia Méndez Palma abandonaba Paymogo rumbo a Herrera de Alcántara, nuevo destino de mi padre. Mi memoria suele flaquear con más frecuencia de lo que sería menester, pero en este caso me acuerdo de la fecha porque por entonces se celebraba el mundial de fútbol de España, con Naranjito como mascota. Después de aquéllo continuamos yendo al pueblo como mínimo una vez al año, puesto que mis abuelos maternos -Cándida y Antonio Joaquín- siguieron residiendo allí cuatro o cinco años más, hasta que definitivamente ellos también se mudaron a su natal Santana de Cambas. ¡Qué diferencia de sentimientos entre aquella lejana partida, a lomos de un Seat 124 y con el llanto de mi madre acompañándonos durante buena parte del trayecto, con nuestro retorno triunfal de hace unos días! Conforme nos íbamos acercando, mis padres daban rienda suelta al caudal inmenso de recuerdos atesorados en su memoria. Una vez que pasamos por Rosal de la Frontera y, sobre todo, por Santa Bárbara de las Casas, la agitación iba en aumento. En breve entraríamos en nuestra Ítaca particular.


  Llegamos al Hostal Paymogo rebasado el mediodía, con el cielo plagado de alguna que otra nube y con una ligera brisa impropia de la estación del año en que nos encontramos. Mario, dueño del establecimiento, y su hija nos agasajaron con una cordial bienvenida. Después de subir el equipaje a las habitaciones, dimos buena cuenta de un ágape reparador: ensalada con productos naturales de la huerta del propio Mario, arroz con carne, presa ibérica, lagarto y fruta de temporada, todo ello regado con vino de rioja, cerveza y refrescos. Descansamos lo justo para echarnos cuanto antes a las calles que tan vívidas permanecían en nuestro imaginario colectivo. Comenzamos la ronda de visitas en casa de María, viuda de Juan Moreno. Y allí estaba María, al fondo, sentada en su sillón, con su níveo cabello, sus intensos ojos azules, su cara de niña traviesa, su perenne sonrisa y los achaques propios de la edad que la tienen algo diezmada pero que no han logrado borrar ni su ímpetu ni sus ganas de vivir. En las paredes del comedor, atestadas de fotos de nietos en su primera comunión, ocupa un lugar destacado la del patriarca, en una instantánea tomada durante una celebración religiosa. Moreno fue un hombre bueno a quien la parca sorprendió antes de lo previsto. Junto a María se encontraban su hija Paqui -delgada, atezada y vivaracha- y varios de sus nietos. Al cabo apareció Godoy, la viva estampa de su padre. Unos y otros se sucedían en el uso de la palabra, evocando toda clase de anécdotas relativas a un tiempo remoto y henchido de esperanzas.

   Con la misma amabilidad con que nos atendió la familia de Moreno, así nos fueron recibiendo uno a uno el resto de compañeros de mi padre a los que fuimos cumplimentando: Borrero, Canito, Mari (la viuda de Vicente Moreno)… El ritual se repetía invariablemente, salvo con Toñi, la hija de Espejo, a la que nos encontramos en compañía de los suyos en plena calle: aporreábamos la puerta, abríamos el postigo y preguntábamos por los ocupantes con la incertidumbre de si, a pesar de los años transcurridos, iban a identificar los rostros que se recortaban al otro lado. Después del desconcierto inicial, terminábamos por fundirnos en un festín de besos y abrazos. Y nuevamente tenía lugar la enumeración de anécdotas, relatadas como si hubieran sucedido ayer mismo, con una precisión impresionante. Los ojos de sus relatores brillaban con un fulgor especial. Mi hermano y yo nos admirábamos por la vitalidad de unos hombres que frisaban, cuando no superaban con creces, las ocho décadas de vida, y que se reían a carcajada limpia añorando tiempos pretéritos. Y allí estaban también sus mujeres, siempre en un segundo plano, inseparables compañeras de quienes dedicaron los mejores años de sus vidas a defender el orden y la ley.

   Mari, la viuda de Vicente Moreno, acudió a nuestro encuentro jubilosa de volver a vernos ante presencia tan inesperada. Del mismo modo, su semblante no podía ocultar la pena tan honda producida por la repentina muerte de su marido unos meses atrás. De figura aparentemente frágil, me dio la impresión de que ha sabido sobreponerse a tan duro golpe gracias a su fortaleza interior, a su tenacidad y, cómo no, al apoyo de sus parientes y amigos. Todos nos conmovimos ante la entereza con que nos contó las circunstancias del fallecimiento de Vicente. Algo más tarde, por la noche, la vimos en el quiosco de chucherías que regenta en el paseo, lamentándose porque los chiquillos andaban en un evento deportivo en el campo de fútbol y eso no le venía bien al negocio. 


   De regreso al hostal, hicimos una última parada para saludar a Francisca, vecina de mis padres por la calle a la que daba nuestra puerta falsa. Parece que por ella no han pasado los años, tan lozana y juvenil como la recordaba. Goza de buena salud, al menos mejor que la de su hermano. Me sobrecogieron sus muestras de cariño. Con pesar, rechazamos su ofrecimiento para tomarnos un café, pero se hacía tarde y la jornada siguiente teníamos que desplazarnos hasta Santana de Cambas.

   Al amanecer de nuestro segundo día no pude sustraerme al impulso de pasarme por el edificio que albergaba las escuelas y que en la actualidad se halla, lamentablemente, en estado de ruina. Paseé por unas aulas en las que aprendí las primeras letras y en las que aún resonaba el eco de las voces de los niños de entonces. De sus paredes todavía cuelgan las pizarras garabateadas de tiza, así como dibujos y murales elaborados por los colegiales correspondientes. Anduve por todas y cada una de las clases, tratando de recordar en cuáles de ellas aposenté mis reales, pero entre los escombros con los que me tropezaba a cada paso y las mesas y pupitres amontonados por el suelo, resultaba muy complicado representarme una imagen que coincidiera con la que conservo almacenada en mi retina de aquellos días esplendorosos. Aún así, me pareció vislumbrar un fogonazo en el que aparecía la imagen de un niño menudo de ojos grandes trotando como un animalillo salvaje por aquellos pasillos, peleándose con un babi que le impedía avanzar a la velocidad que él pretendía...

   Esta breve crónica de mi paso por Paymogo estaría incompleta si no reflejara mi agradecimiento a Paqui y a Domingo, que hicieron de cicerones y que estuvieron pendientes de nosotros en todo momento. Sin su compañía, este reencuentro con nuestras raíces no hubiera sido lo mismo. También quisiera dejar constancia por la atención y el afecto demostrados por Tote y Antonio. La señora alcaldesa de Paymogo no dudó en hacernos un hueco en su agenda con tal de pasar un rato con unos visitantes que perturbaron durante unas horas su rutina diaria. A pesar de nuestros lances en el Facebook, no hay disputa política que resista el envite del cariño y el respeto de los contendientes cuando ambos dos blasonan de sus orígenes paymogueros. Así que, Tote, muchas gracias por todo. Y tampoco quisiera olvidarme de Juan Ángel, al que por motivos de salud nos ha sido imposible ver, pero al que hemos tenido muy presente, al igual que a sus padres Pino y Juana.  


   El domingo por la mañana abandonamos nuestro querido Paymogo en dirección a Linares de la Sierra. Creo que pocas veces he conducido por una carretera tan sinuosa, con unas curvas endiabladas que pusieron a prueba la paciencia de los ocupantes del vehículo. Pensando que lo peor del camino ya lo habíamos dejado atrás, nos quedamos pasmados cuando, al adentramos en el pueblo, nos topamos de bruces con unas calles empedradas, angostas y empinadas hasta decir basta. Íbamos en busca de Felipe y de Ángel, otros dos antiguos compañeros de mi padre con los que compartimos destino en Paymogo y que, siendo ambos oriundos de Linares, decidieron jubilarse entre las montañas y dehesas que conforman el Parque Natural de la Sierra de Aracena y Picos de Aroche. Después de preguntar a una vecina y de tomar como referencia la iglesia de San Juan Bautista -tan descomunal en su planta y alzado que cuesta creer de qué modo pudo construirse en terreno tan agreste-, finalmente dimos con el domicilio del primero de ellos. Nos recibieron con una emoción contagiosa, entre lágrimas que denotaban un aprecio que, lejos de disminuir por tan prolongada ausencia, había aumentado de forma exponencial. Felipe anda un poco delicado de las piernas, con unas rodillas que le están dando demasiada lata y que piden a gritos que un cirujano les meta mano como es debido, pero con el intelecto lúcido y despejado como el de un adolescente. A Victoria, su mujer, se le entrecortaba la voz continuamente. Pili y su hijo fueron testigos de aquella anhelada reunión, planificada dos años atrás cuando coincidimos en la feria ganadera de Zafra. Me consta que Pili siente predilección por mi madre, algo que se hizo patente durante nuestra corta estancia en Linares.

   Saciamos nuestro apetito en El Balcón de Linares, cuyo mirador a la serranía hace honor a su nombre. Nuestros anfitriones encargaron para la ocasión uno de los platos típicos de la zona: la tapita. Diminutivo engañoso a todas luces, pues resulta que la tapita en cuestión estaba compuesta por una fuente gigantesca rebosante de huevos fritos, pimientos y carnes varias. Éramos ocho comensales y no fuimos capaces de terminarnos tamaño manjar. La veterana pareja de guardias civiles se sentó junta y no paró de charlar. Y la misma disposición adoptaron Victoria y mi madre, cuya conversación giraba entorno a unos años duros pero reconfortantes. El resto, maravillados, nos limitábamos a observar la complicidad que seguía existiendo entre ellos, como si no hubieran pasado casi cuarenta años desde la última vez que se vieron.  


   Después de la sobremesa, el hijo de Pili nos condujo hasta la casa de Ángel y Carmen. El segundo de sus vástagos, también llamado Ángel -amigo del alma durante todo el tiempo que duró mi periplo en Paymogo-, acababa de llegar en ese momento de la playa, así que las salutaciones las hicimos a pie de calle. Como nos sucediera con anterioridad, nos desbordó el entusiasmo por el reencuentro. Una vez dentro del hogar familiar, de una frescura envidiable, rememoramos aquellos maravillosos años entre bocado y bocado a unos pasteles servidos por Mati. Entre los diálogos propios de la ocasión, también se deslizó algún que otro comentario de índole técnica, puesto que tanto mi hermano Kiko como Ángel trabajan como informáticos en sendos institutos de Extremadura, y ya saben ustedes lo que sucede cuando se sientan en la misma mesa dos informáticos…

   A Ángel, que fue zapatero antes que guardia, lo encontré en buena forma física, a pesar de arrastrar las consecuencias de un ictus desde hace bastante tiempo. A Carmen tampoco la vi mal, aunque es cierto que los síntomas de la edad, por muy espléndido que uno se conserve, siempre son visibles por mucho que nos empeñemos en lo contrario. Buceando en sus miradas, resulta inevitable volver la vista atrás, a una calle larga y estrecha en la que las ensoñaciones de los chiquillos de entonces han dado paso a la realidad de unos hombres comprometidos en mantener viva la llama de una época irrepetible. Con ese sentimiento pusimos fin a un viaje apasionante que ha servido, entre otras muchas cosas, para restablecer viejos lazos de amistad que nunca llegaron a desatarse del todo.  

1 comentario:

  1. Hola. Estoy interesado en tu blog. ¿Podría ponerme en contacto contigo por mail?

    Muchas gracias

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