Hay
quienes insisten en la creencia de desaconsejar la visita de aquellos
lugares que nos colmaron de dicha
durante nuestra infancia, alegando para ello el daño irreparable que
ocasionaría a nuestro espíritu constatar
cuán equivocada estaba nuestra memoria y qué distorsionados se
hallaban nuestros recuerdos. Con esa misma convicción defiendo yo
exactamente la teoría contraria, sin más argumentos que los de
verificar
la ilusión derrochada
por
mis padres al recorrer las calles del
pueblo
que enmarcaron las vivencias
de unos años duros pero felices
al
fin y al cabo.
Ese es el motivo que nos llevó a mi hermano Kiko
y a mí a poner
en práctica
el viaje proyectado varios meses atrás con
el propósito
de que afloraran en nuestros progenitores los sentimientos de una
época pasada en la que el vigor de la juventud y el
deseo
de
prosperar se
esgrimían como las
armas propicias
para superar los obstáculos que se interponían en la consecución
de sus metas.
Paymogo
es un pequeño pueblo de la provincia de Huelva que a duras penas
alcanza los mil habitantes. Geográficamente situado en la frontera
con Portugal, su emplazamiento estratégico hizo que durante las
décadas de los 70 y los 80 viviera su período de esplendor. Casi
medio centenar de guardias civiles se encargaban, entre otros
cometidos, de mantener la zona del Andévalo a salvo de los
contrabandistas que, con riesgo de sus vidas, cruzaban la rivera del
Chanza para vender en el país vecino todo tipo de mercancías con
las que obtener los recursos suficientes para alimentar a unas
familias tan numerosas en su composición como misérrimas en su
condición. Por aquel entonces Paymogo era un puesto de línea
dirigido por un teniente, uno de los cuales vino procedente de Guinea
Ecuatorial, donde contrajo unas fiebres espantosas. El cuartel se
encontraba enclavado -igual que en la actualidad, en eso no ha habido
variación alguna- en una calle alargada, más bien estrecha y de
trazo rectilíneo, coronada en su punto más alto por la fortaleza
conocida como El Castillo (iglesia parroquial de Santa María
Magdalena) y que desembocaba en la plazoleta del Ayuntamiento. En esa
calle, precisamente, es donde se concentraba la mayor parte de
miembros del Instituto Armado. Me vienen a la memoria, entre otros,
Felipe, Borrero, Espejo, Ángel, Pino, Infante, Jerónimo, Cesáreo...
Otros se repartían diseminados por el resto del pueblo: Mesa,
Campillejo, Moreno, Cándido (que murió sin llegar a cumplir los
sesenta años y una de cuyas hijas, Tote, es la actual alcaldesa),
Gaspar, Patiño, Esteban, Simón, Adame, Florido... Pues bien, esas
callejuelas por las que correteé hasta lo siete años, que
constituyen el escenario de mi despertar a la vida y dan testimonio
fiel de mis primeras travesuras, son las que he vuelto a pisar el fin
de semana pasado en compañía de mi hermano menor y de mis padres.
Allá
por el verano de 1982 la familia Méndez Palma abandonaba Paymogo
rumbo a Herrera de Alcántara, nuevo destino de mi padre. Mi memoria
suele flaquear con más frecuencia de lo que sería menester, pero en
este caso me acuerdo de la fecha porque por entonces se celebraba el
mundial de fútbol de España, con Naranjito como mascota. Después
de aquéllo continuamos yendo al pueblo como mínimo una vez al año,
puesto que mis abuelos maternos -Cándida y Antonio Joaquín-
siguieron residiendo allí cuatro o cinco años más, hasta que
definitivamente ellos también se mudaron a su natal Santana de
Cambas. ¡Qué diferencia de sentimientos entre aquella lejana
partida, a lomos de un Seat 124 y con el llanto de mi madre
acompañándonos durante buena parte del trayecto, con nuestro
retorno triunfal de hace unos días! Conforme nos íbamos acercando,
mis padres daban rienda suelta al caudal inmenso de recuerdos
atesorados en su memoria. Una vez que pasamos por Rosal de la
Frontera y, sobre todo, por Santa Bárbara de las Casas, la agitación
iba en aumento. En breve entraríamos en nuestra Ítaca particular.
Llegamos
al Hostal Paymogo rebasado el mediodía, con el cielo plagado de
alguna que otra nube y con una ligera brisa impropia de la estación
del año en que nos encontramos. Mario, dueño del establecimiento,
y su hija nos agasajaron con una cordial bienvenida. Después de
subir el equipaje a las habitaciones, dimos buena cuenta de un ágape
reparador: ensalada con productos naturales de la huerta del propio
Mario, arroz con carne, presa ibérica, lagarto y fruta de temporada, todo
ello regado con vino de rioja, cerveza y refrescos. Descansamos lo
justo para echarnos cuanto antes a las calles que tan vívidas
permanecían en nuestro imaginario colectivo. Comenzamos la ronda de
visitas en casa de María, viuda de Juan Moreno. Y allí estaba
María, al fondo, sentada en su sillón, con su níveo cabello, sus
intensos ojos azules, su cara de niña traviesa, su perenne sonrisa y
los achaques propios de la edad que la tienen algo diezmada pero que
no han logrado borrar ni su ímpetu ni sus ganas de vivir. En las
paredes del comedor, atestadas de fotos de nietos en su primera
comunión, ocupa un lugar destacado la del patriarca, en una
instantánea tomada durante una celebración religiosa. Moreno fue un
hombre bueno a quien la parca sorprendió antes de lo previsto. Junto
a María se encontraban su hija Paqui -delgada, atezada y vivaracha-
y varios de sus nietos. Al cabo apareció Godoy, la viva estampa de
su padre. Unos y otros se sucedían en el uso de la palabra, evocando
toda clase de anécdotas relativas a un tiempo remoto y henchido de
esperanzas.
Con
la misma amabilidad con que nos atendió la familia de Moreno, así
nos fueron recibiendo uno a uno el resto de compañeros de mi padre a
los que fuimos cumplimentando: Borrero, Canito, Mari (la viuda de
Vicente Moreno)… El ritual se repetía invariablemente, salvo con Toñi, la hija de Espejo, a la que nos encontramos en compañía de los suyos en plena calle: aporreábamos la puerta, abríamos el postigo y preguntábamos por
los ocupantes con la incertidumbre de si, a pesar de los años
transcurridos, iban a identificar los rostros que se recortaban al
otro lado. Después del desconcierto inicial, terminábamos por
fundirnos en un festín de besos y abrazos. Y nuevamente tenía lugar
la enumeración de anécdotas, relatadas como si hubieran sucedido
ayer mismo, con una precisión impresionante. Los ojos de sus
relatores brillaban con un fulgor especial. Mi hermano y yo nos
admirábamos por la vitalidad de unos hombres que frisaban, cuando no
superaban con creces, las ocho décadas de vida, y que se reían a
carcajada limpia añorando tiempos pretéritos. Y allí estaban
también sus mujeres, siempre en un segundo plano, inseparables
compañeras de quienes dedicaron los mejores años de sus vidas a
defender el orden y la ley.
Mari,
la viuda de Vicente Moreno, acudió a nuestro encuentro jubilosa de
volver a vernos ante presencia tan inesperada. Del mismo modo, su
semblante no podía ocultar la pena tan honda producida por la
repentina muerte de su marido unos meses atrás. De figura
aparentemente frágil, me dio la impresión de que ha sabido
sobreponerse a tan duro golpe gracias a su fortaleza interior, a su
tenacidad y, cómo no, al apoyo de sus parientes y amigos. Todos nos
conmovimos ante la entereza con que nos contó las circunstancias del
fallecimiento de Vicente. Algo más tarde, por la noche, la vimos en
el quiosco de chucherías que regenta en el paseo, lamentándose
porque los chiquillos andaban en un evento deportivo en el campo de
fútbol y eso no le venía bien al negocio.
De
regreso al hostal, hicimos una última parada para saludar a
Francisca, vecina de mis padres por la calle a la que daba nuestra
puerta falsa. Parece que por ella no han pasado los años, tan lozana
y juvenil como la recordaba. Goza de buena salud, al menos mejor que
la de su hermano. Me sobrecogieron sus muestras de cariño. Con
pesar, rechazamos su ofrecimiento para tomarnos un café, pero se
hacía tarde y la jornada siguiente teníamos que desplazarnos hasta
Santana de Cambas.
Al
amanecer de nuestro segundo día no pude sustraerme al
impulso de pasarme por el edificio que albergaba las escuelas y que
en la actualidad se halla, lamentablemente, en estado de ruina. Paseé
por unas aulas en las que aprendí las primeras letras y en las que
aún resonaba el eco de las voces de los niños de entonces. De sus
paredes todavía cuelgan las pizarras garabateadas de tiza, así como
dibujos y murales elaborados por los colegiales correspondientes.
Anduve por todas y cada una de las clases, tratando de recordar en
cuáles de ellas aposenté mis reales, pero entre los escombros con
los que me tropezaba a cada paso y las mesas y pupitres amontonados
por el suelo, resultaba muy complicado representarme una imagen que
coincidiera con la que conservo almacenada en mi retina de aquellos
días esplendorosos. Aún así, me pareció vislumbrar un fogonazo en
el que aparecía la imagen de un niño menudo de ojos grandes
trotando como un animalillo salvaje por aquellos pasillos, peleándose
con un babi que le impedía avanzar a la velocidad que él
pretendía...
Esta
breve crónica de mi paso por Paymogo estaría incompleta si no
reflejara mi agradecimiento a Paqui y a Domingo, que hicieron de
cicerones y que estuvieron pendientes de nosotros en todo momento.
Sin su compañía, este reencuentro con nuestras raíces no hubiera
sido lo mismo. También quisiera dejar constancia por la atención y
el afecto demostrados por Tote y Antonio. La señora alcaldesa de
Paymogo no dudó en hacernos un hueco en su agenda con tal de pasar
un rato con unos visitantes que perturbaron durante unas horas su
rutina diaria. A pesar de nuestros lances en el Facebook, no hay
disputa política que resista el envite del cariño y el respeto de
los contendientes cuando ambos dos blasonan de sus orígenes
paymogueros. Así que, Tote, muchas gracias por todo. Y tampoco
quisiera olvidarme de Juan Ángel, al que por motivos de salud nos ha
sido imposible ver, pero al que hemos tenido muy presente, al igual
que a sus padres Pino y Juana.
El
domingo por la mañana abandonamos nuestro querido Paymogo en
dirección a Linares de la Sierra. Creo que pocas veces he conducido
por una carretera tan sinuosa, con unas curvas endiabladas que
pusieron a prueba la paciencia de los ocupantes del vehículo.
Pensando que lo peor del camino ya lo habíamos dejado atrás, nos
quedamos pasmados cuando, al adentramos en el pueblo, nos topamos de
bruces con unas calles empedradas, angostas y empinadas hasta decir
basta. Íbamos en busca de Felipe y de Ángel, otros dos antiguos
compañeros de mi padre con los que compartimos destino en Paymogo y
que, siendo ambos oriundos de Linares, decidieron jubilarse entre las
montañas y dehesas que conforman el Parque Natural de la Sierra de
Aracena y Picos de Aroche. Después de preguntar a una vecina y de
tomar como referencia la iglesia de San Juan Bautista -tan descomunal
en su planta y alzado que cuesta creer de qué modo pudo construirse
en terreno tan agreste-, finalmente dimos con el domicilio del
primero de ellos. Nos recibieron con una emoción contagiosa, entre
lágrimas que denotaban un aprecio que, lejos de disminuir por tan
prolongada ausencia, había aumentado de forma exponencial. Felipe
anda un poco delicado de las piernas, con unas rodillas que le están
dando demasiada lata y que piden a gritos que un cirujano les meta
mano como es debido, pero con el intelecto lúcido y despejado como
el de un adolescente. A Victoria, su mujer, se le entrecortaba la voz
continuamente. Pili y su hijo fueron testigos de aquella anhelada
reunión, planificada dos años atrás cuando coincidimos en la feria
ganadera de Zafra. Me consta que Pili siente predilección por mi
madre, algo que se hizo patente durante nuestra corta estancia en
Linares.
Saciamos
nuestro apetito en El Balcón de Linares, cuyo mirador a la serranía
hace honor a su nombre. Nuestros anfitriones encargaron para la
ocasión uno de los platos típicos de la zona: la tapita. Diminutivo
engañoso a todas luces, pues resulta que la tapita en cuestión
estaba compuesta por una fuente gigantesca rebosante de huevos
fritos, pimientos y carnes varias. Éramos ocho comensales y no
fuimos capaces de terminarnos tamaño manjar. La veterana pareja de
guardias civiles se sentó junta y no paró de charlar. Y la misma
disposición adoptaron Victoria y mi madre, cuya conversación giraba
entorno a unos años duros pero reconfortantes. El resto,
maravillados, nos limitábamos a observar la complicidad que seguía
existiendo entre ellos, como si no hubieran pasado casi cuarenta años
desde la última vez que se vieron.
Después
de la sobremesa, el hijo de Pili nos condujo hasta la casa de Ángel
y Carmen. El segundo de sus vástagos, también llamado Ángel -amigo
del alma durante todo el tiempo que duró mi periplo en Paymogo-,
acababa de llegar en ese momento de la playa, así que las
salutaciones las hicimos a pie de calle. Como nos sucediera con
anterioridad, nos desbordó el entusiasmo por el reencuentro. Una vez dentro del hogar familiar, de una frescura envidiable,
rememoramos aquellos maravillosos años entre bocado y bocado a unos
pasteles servidos por Mati. Entre los diálogos propios de la
ocasión, también se deslizó algún que otro comentario de índole
técnica, puesto que tanto mi hermano Kiko como Ángel trabajan como
informáticos en sendos institutos de Extremadura, y ya saben ustedes
lo que sucede cuando se sientan en la misma mesa dos informáticos…
A
Ángel, que fue zapatero antes que guardia, lo encontré en buena
forma física, a pesar de arrastrar las consecuencias de un ictus
desde hace bastante tiempo. A Carmen tampoco la vi mal, aunque es
cierto que los síntomas de la edad, por muy espléndido que uno se
conserve, siempre son visibles por mucho que nos empeñemos en lo
contrario. Buceando en sus miradas, resulta inevitable volver la
vista atrás, a una calle larga y estrecha en la que las ensoñaciones
de los chiquillos de entonces han dado paso a la realidad de unos
hombres comprometidos en mantener viva la llama de una época
irrepetible. Con ese sentimiento pusimos fin a un viaje apasionante
que ha servido, entre otras muchas cosas, para restablecer viejos
lazos de amistad que nunca llegaron a desatarse del todo.
Hola. Estoy interesado en tu blog. ¿Podría ponerme en contacto contigo por mail?
ResponderEliminarMuchas gracias