El
miércoles de la semana pasada recibía, a media tarde, una llamada
telefónica de mi primo Víctor en la que me comunicaba, con algo de
suspense, una noticia muy esperada: su hijo Iván, soldado profesional
desde hace dos años, el último de ellos como alumno en la
Residencia Militar “Virgen del Puerto” de Santoña, había salido
boletinado entre los que, con carácter provisional y a la espera de
improbables reclamaciones, han aprobado para acceder a la Escala de
Oficiales del Ejército de Tierra. La alegría que ello ha provocado
en el núcleo familiar ha sido inmensa, indescriptible, acompañada
del orgullo propio que la ocasión merece. Al final, el esfuerzo de Iván se ha visto recompensado con creces. Nadie más que él sabrá realmente lo que ha tenido que luchar para lograr esa meta tan apetecida y, al mismo tiempo, tan complicada de alcanzar. Pues bien, esta buena
nueva ha constituido la espoleta necesaria para decidirme a escribir
una serie de relatos sobre mi periplo en las Fuerzas Armadas -sí, yo
también hice la mili-, lo cual ha supuesto un ejercicio de
regresión de dieciocho años atrás, con el peligro que ello
conlleva en cuanto a las más que posibles imprecisiones de fechas,
nombres, y acontecimientos. A pesar de ello, me propongo reconstruir
literariamente una etapa de mi vida, corta pero intensa, marcada por
la ilusión ante lo desconocido, el sacrificio físico e intelectual,
la férrea disciplina, el espíritu de superación, la solidaridad, el compañerismo y la camaredería.
En
septiembre de 1998, una vez terminada la carrera de
Derecho, tomé la decisión de hacer el servicio militar
-por entonces todavía obligatorio- a través de las
llamadas milicias universitarias, conocidas en mi época
bajo la denominación de SEFOCUMA (Servicio para la Formación
de los Cuadros de Mando). Se trataba de la posibilidad
de cumplir con el deber de defender a la patria -los
licenciados universitarios, con el empleo de alférez; los
diplomados, con el de sargento- una vez superadas las pruebas
médicas, físicas y psicotécnicas correspondientes. Antiguamente, se realizaban durante varios veranos consecutivos, pero en
mi época se unificaron en un sólo período de nueve meses, divididos en dos fases: una inicial de tres meses de formación e
instrucción militar, y una segunda de seis meses de prácticas en la
unidad escogida en función del escalafonamiento resultante
de la evaluación obtenida en la primera de las fases.

Hasta el último curso de carrera no tuve conocimiento de
la existencia de las milicias universitarias y, puestos a elegir,
prefería pegar barrigazos como futuro alférez que como soldado
raso. También, por qué ocultarlo, había un
componente crematístico muy a tener en cuenta: si de soldado se
cobraba la ridícula cifra de 1.500 pesetas al mes (9 €
), de alférez nos correspondían unas 110.000 (660 €), incentivo
más que suficiente por si me cabía alguna duda al
respecto. Así que, con el título de licenciado en Derecho recién
estrenado, dediqué casi un año a preparar las pruebas teóricas y
físicas. Donde más plazas se ofertaban era en el arma de
Infantería, opción por la que me decanté tras superar los
exámenes. En la Subdelegación de Defensa de Cáceres me informaron
del planning: debería incorporarme al Acuartelamiento Alférez
Rojas Navarrete de Rabasa, Alicante, el primer día hábil de
septiembre de 1999. Allí pasaría las primeras ocho semanas de
instrucción. Una vez concluido ese ciclo, me esperaba
el reto de la temida Academia de Infantería de Toledo durante todo
un eterno, gélido y doliente mes de noviembre para, finalmente,
elegir destino en el Regimiento de Infantería Mecanizada Saboya nº
6, unidad integrada en la Base General Menacho de Badajoz. Pero
vayamos por partes.
Desconozco
los motivos, pero no mantengo en la retina la despedida que, a buen
seguro, me tributaron mis padres y hermanos. Doy fe de que se
produjeron las típicas escenas luctuosas, pero no conservo esa
estampa en el archivo de mi memoria. De cualquier forma, no iría muy
desencaminado si imaginase a mi madre soltando alguna que otra
lágrima, a mi padre dándome ánimos para arrostrar las dificultades
venideras y a mis hermanos deseándome suerte para afrontar, con
buenas dosis de valor, el nuevo horizonte que se abría ante mis ojos.
Ni siquiera me acuerdo de los días previos a mi marcha, cuando se
supone que debería estar, si no nervioso, sí inquieto ante el temor
de pisar un terrero totalmente ignorado para mí. Nada de nada. Poco
menos que parecía que me iba de campamento con los boy scouts. Ahora
bien, lo que antes no me había quitado el sueño ni provocado
desasosiego alguno, quedó compensado con las pesadillas que, al cabo
del tiempo, me seguían originando las penalidades experimentadas
durante esos tres meses de academia. Con posterioridad, he vuelto a
coincidir con algunos compañeros de promoción -Bonilla y Quico Torres, fundamentalmente- y ninguno sabemos, a
ciencia cierta, cómo salimos mentalmente indemnes de aquel trance,
porque aquello fue como para haberse vuelto loco. Y es que nos las
hicieron pasar putas, sobre todo durante el tétrico mes que pasamos
en Toledo. Hubo incluso un compañero al que, estando aún en Rabasa,
le tuvieron que dar la blanca porque se le estaba yendo la chaveta:
sudaba la gota gorda y se echaba a temblar, literalmente, cada vez
que un mando se dirigía a él pegando voces -los mandos, claro está,
no paraban de darnos órdenes a grito pelado-, y de madrugada nos
sobresaltábamos cada vez que la pobre criatura no paraba de pegar
alaridos en la camareta. La mayoría nos hacíamos los dormidos y, al
mismo tiempo que nos compadecíamos de él, tratábamos de coger el
sueño lo antes posible porque al día siguiente nos esperaba una dura jornada.
Para no tener que pegarme la paliza de hacer el viaje Cáceres-Alicante del tirón, el fin de semana previo al de mi incorporación a filas hice una parada en Madrid, acompañándome a tal efecto algunos de mis amigos de Cáceres: si no recuerdo mal, vinieron Regidor, Fraile, Alfonso y Barquero. Nos quedamos en casa de Chema, otro amigo emigrado a la capital por motivos profesionales y que compartía piso junto a tres colegas más, también extremeños, que comenzaban su andadura laboral en ese caos que es Madrid. Allí nos apoltronamos como pudimos. Todavía rondan por mi cabeza vagos recuerdos de la noche de aquel sábado y, sobre todo, de la mañana siguiente, debido a alguna que otra anécdota que sigue saliendo a relucir cada vez que nos reunimos. Y es que, en contadas ocasiones, pedir que te preparen un simple Cola Cao puede conducir a una descomunal batalla dialéctica si quien lo solicita es un hombre y la impelida una mujer que cree ver intrincadas connotaciones machistas donde no hubo mala intención. Después de una noche de parranda, y en previsión del agotador viaje que me aguardaba, no estaba uno por la labor de mantener enfrentamientos absurdos, así que supongo que decidí reservar fuerzas y que no tuve reparo en levantarme y prepararme un desayuno como Dios manda, acompañando al Cola Cao de marras de un sabroso zumo de naranja y de un par de tostadas untadas con mantequilla y mermelada.

Aquella mañana dominical de mi partida, con el cuerpo resentido por la falta de descanso y la mente somnolienta por la escasez de sueño, me presenté en la estación de autobuses de Conde Casal para tomar el primer Auto-Res rumbo a la ciudad portuaria de Alicante. Saltaba a la vista, por los enormes macutos que llevábamos a cuestas, que éramos varios los que en aquel trayecto encaminábamos idéntico destino, sin apenas sospechar que estábamos a punto de adentrarnos en un auténtico campo de minas que pondría a prueba tanto nuestra integridad física como psicológica. Puedo asegurar que los que íbamos todavía con la empanada mental típica de quienes habíamos estado siempre bajo el confort y la protección de nuestros padres, maduramos de golpe y porrazo justo en el instante en que cruzamos la barrera de seguridad de Rabasa y nos detuvimos en el puesto de control. A partir de ahí, tendríamos que acostumbrarnos a un régimen dispuesto a extraer de nosotros hasta la última gota del ardor guerrero que se presuponía a todo infante del Ejército de Tierra. Y vaya que si nos la sacaron...
Muy bueno...espero la segunda parte!!!!
ResponderEliminarGracias, Chema. Claro que sí. En ello ando...
EliminarAún me acuerdo de lo del Cola Cao. Que duros éramos entonces
ResponderEliminarVaya que si me acuerdo, Yosi. Han pasado casi 20 años... y el Cola Cao sigue presente.
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