martes, 15 de agosto de 2017

Confesiones de un SEFOCUMA (I). La partida.

   El miércoles de la semana pasada recibía, a media tarde, una llamada telefónica de mi primo Víctor en la que me comunicaba con algo de suspense una noticia muy esperada: su hijo Iván, soldado profesional desde hace dos años, el último de ellos como alumno en la Residencia Militar “Virgen del Puerto” de Santoña, había salido boletinado entre los que, con carácter provisional y a la espera de improbables reclamaciones, han aprobado para acceder a la Escala de Oficiales del Ejército de Tierra. La alegría que ello ha provocado en el núcleo familiar ha sido inmensa, indescriptible, acompañada del orgullo propio que la ocasión merece. Al final, el esfuerzo de Iván se ha visto recompensado con creces. Nadie más que él sabrá realmente lo que ha tenido que luchar para lograr esa meta tan apetecida y, al mismo tiempo, tan complicada de alcanzar. Pues bien, esta buena nueva ha constituido la espoleta necesaria para decidirme a escribir una serie de relatos sobre mi periplo en las Fuerzas Armadas -sí, yo también hice la mili-, lo cual ha supuesto un ejercicio de regresión de dieciocho años atrás, con el peligro que ello conlleva en cuanto a las más que posibles imprecisiones de fechas, nombres, y acontecimientos. A pesar de ello, me propongo reconstruir literariamente una etapa de mi vida, corta pero intensa, marcada por la ilusión ante lo desconocido, el sacrificio físico e intelectual, la férrea disciplina, el espíritu de superación, la solidaridad, el compañerismo y la camaredería.

   En septiembre de 1998, una vez terminada la carrera de Derecho, tomé la decisión de hacer el servicio militar -por entonces todavía obligatorio- a través de las llamadas “milicias universitarias”, conocidas en mi época bajo la denominación de SEFOCUMA (Servicio para la Formación de los Cuadros de Mando). Se trataba de la posibilidad de cumplir con el deber de defender a la patria -los licenciados universitarios, con el empleo de alférez; los diplomados, con el de sargento- una vez superadas las pruebas médicas, físicas y psicotécnicas correspondientes. Antiguamente se realizaban durante varios veranos consecutivos, pero en mi época se unificaron en un sólo período de nueve meses divididos en dos fases: una inicial de tres meses de formación e instrucción militar, y una segunda de seis meses de prácticas en la unidad escogida en función del escalafonamiento resultante de la evaluación obtenida en la primera de las fases.

   No habiendo sido sorteado como excedente de cupo y sin enfermedad o causa impeditiva que alegar a efectos de ser declarado exento o inútil, yo tenía claro que quería hacer la mili, a pesar de que muchos de mis amigos se decantaron por la prestación social sustitutoria. La excepción la personificaba Rina, actual capitán de infantería y que por aquel entonces ya lucía los galones de sargento; lo suyo fue vocacional y lo tuvo claro desde siempre. Sin embargo, hubo otros que, temerosos de la dureza y severidad cuartelarias, y con el fin de escurrir el bulto, no se cansaron de solicitar prórrogas de estudios hasta que la mili dejó de ser obligatoria -año 2001-; así como otros que acudieron a métodos más expeditivos y se inventaron, con la coartada del médico de turno, alguna afección que les librara de tan engorrosa obligación. En mi caso, llevado por un componente de tradición familiar y otro de convicción personal, no vacilé en enfundarme el traje de campaña que con anterioridad ya habían vestido mi padre, mi hermano Eufronio y mis primos Víctor, José Manuel y José Luís -este último en Infantería de Marina-. El caso de mi hermano es llamativo puesto que, con solo diecisiete años, se enroló en el ejército bajo la extinta modalidad del Voluntariado Especial, paso previo a su objetivo final de aprobar para la guardia civil a través del cupo de plazas reservadas para los militares profesionales, algo que consiguió al cabo de los dos años de alistarse.

  Hasta el último curso de carrera no tuve conocimiento de la existencia de las milicias universitarias y, puestos a elegir, prefería pegar barrigazos como futuro alférez que como soldado raso. También, por qué ocultarlo, había un componente crematístico muy a tener en cuenta: si de soldado se cobraba la ridícula cifra de 1.500 pesetas al mes (9 € ), de alférez nos correspondían unas 110.000 (660 €), incentivo más que suficiente por si me cabía alguna duda al respecto. Así que, con el título de licenciado en Derecho recién estrenado, dediqué casi un año a preparar las pruebas teóricas y físicas. Donde más plazas se ofertaban era en el Arma de Infantería, opción por la que me decanté tras superar los exámenes. En la Subdelegación de Defensa de Cáceres me informaron del planning: debería incorporarme al Acuartelamiento Alférez Rojas Navarrete de Rabasa, Alicante, el primer día hábil de septiembre de 1999. Allí pasaría las primeras ocho semanas de instrucción. Una vez concluido ese ciclo, me esperaba el reto de la temida Academia de Infantería de Toledo durante todo un eterno, gélido y doliente mes de noviembre para, finalmente, elegir destino en el Regimiento de Infantería Mecanizada Saboya nº 6, unidad integrada en la Base General Menacho de Badajoz. Pero vayamos por partes. 


   Desconozco los motivos, pero no mantengo en la retina la despedida que, a buen seguro, me tributaron mis padres y hermanos. Doy fe de que se produjeron las típicas escenas luctuosas, pero no conservo esa estampa en el archivo de mi memoria. De cualquier forma, no iría muy desencaminado si imaginase a mi madre soltando alguna que otra lágrima, a mi padre dándome ánimos para arrostrar las dificultades venideras y a mis hermanos deseándome suerte para afrontar con buenas dosis de valor el nuevo horizonte que se abría ante mis ojos. Ni siquiera me acuerdo de los días previos a mi marcha, cuando se supone que debería estar, si no nervioso, sí inquieto ante el temor de pisar un terrero totalmente ignorado para mí. Nada de nada. Poco menos que parecía que me iba de campamento con los boy scouts. Ahora bien, lo que antes no me había quitado el sueño ni provocado desasosiego alguno, quedó compensado con las pesadillas que, al cabo del tiempo, me seguían originando las penalidades experimentadas durante esos tres meses de academia. Con posterioridad he vuelto a coincidir con algunos compañeros de promoción -Bonilla y Quico Torres, fundamentalmente- y ninguno sabemos a ciencia cierta cómo salimos mentalmente indemnes de aquel trance, porque aquello fue como para haberse vuelto loco. Y es que nos las hicieron pasar putas, sobre todo durante el tétrico mes que pasamos en Toledo. Hubo incluso un compañero al que, estando aún en Rabasa, le tuvieron que dar la blanca porque se le estaba yendo la chaveta: sudaba la gota gorda y se echaba a temblar, literalmente, cada vez que un mando se dirigía a él pegando voces -los mandos, claro está, no paraban de darnos órdenes a grito pelado-, y de madrugada nos sobresaltábamos cada vez que la pobre criatura no paraba de pegar alaridos en la camareta. La mayoría nos hacíamos los dormidos y, al mismo tiempo que nos compadecíamos de él, tratábamos de coger el sueño lo antes posible porque al día siguiente nos esperaría una dura jornada.

   Para no tener que pegarme la paliza de hacer el viaje Cáceres-Alicante del tirón, el fin de semana previo al de mi incorporación a filas hice una parada en Madrid, acompañándome a tal efecto algunos de mis amigos de Cáceres: si no recuerdo mal, vinieron Regidor, Fraile, Alfonso y Barquero. Nos quedamos en casa de Chema, otro amigo emigrado a la capital por motivos profesionales y que por aquel entonces compartía piso junto a tres colegas más, también extremeños, que comenzaban su andadura laboral en ese caos que es Madrid. Así que allí nos apoltronamos como pudimos. Todavía rondan por mi cabeza vagos recuerdos de la noche de aquel sábado y, sobre todo, de la mañana siguiente, debido a alguna que otra anécdota que sigue saliendo a relucir cada vez que nos reunimos. Y es que, en contadas ocasiones, pedir que te preparen un simple Cola Cao puede conducir a una descomunal batalla dialéctica si quien lo solicita es un hombre y la impelida una mujer que cree ver intrincadas connotaciones machistas donde no hubo mala intención. Después de una noche de parranda, y en previsión del agotador viaje que me aguardaba, no estaba uno por la labor de mantener enfrentamientos absurdos, así que supongo que decidí reservar fuerzas y que no tuve reparo en levantarme y prepararme un desayuno como Dios manda, acompañando al Cola Cao de marras de un sabroso zumo de naranja y de un par de tostadas untadas con mantequilla y mermelada.

   Aquella mañana dominical de mi partida, con el cuerpo resentido por la falta de descanso y la mente somnolienta por la escasez de sueño, me presenté en la estación de autobuses de Conde Casal para tomar el primer Auto-Res rumbo a la ciudad portuaria de Alicante. Saltaba a la vista, por los enormes macutos que llevábamos a cuestas, que éramos varios los que en aquel trayecto encaminábamos idéntico destino, sin apenas sospechar que estábamos a punto de adentrarnos en un auténtico campo de minas que puso a prueba tanto nuestra integridad física como psicológica. Puedo asegurar que los que íbamos todavía con la empanada mental típica de quienes habíamos estado siempre bajo el confort y la protección de nuestros padres, maduramos de golpe y porrazo justo en el instante en que cruzamos la barrera de seguridad de Rabasa y nos detuvimos en el puesto de control. A partir de ahí tendríamos que acostumbrarnos a un régimen dispuesto a extraer de nosotros hasta la última gota del ardor guerrero que se presuponía a todo infante del Ejército de Tierra. Y vaya que si nos la sacaron...

4 comentarios:

  1. Aún me acuerdo de lo del Cola Cao. Que duros éramos entonces

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    1. Vaya que si me acuerdo, Yosi. Han pasado casi 20 años... y el Cola Cao sigue presente.

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