domingo, 15 de diciembre de 2013

Intrahistoria de un funeral para la Historia

   
El funeral por Nelson Mandela ha tenido a más protagonistas que al propio finado, por lo menos si situamos el foco de atención en el palco de autoridades. A Madiba era imposible robarle protagonismo allá donde acudiera como invitado, y mucho menos iba a suceder eso en la ceremonia organizada para que el mundo se despidiera del padre de la Sudáfrica moderna. Pero ha habido algunos que, sin quererlo, han sido catapultados al primer plano de los medios de comunicación. Que se lo pregunten al matrimonio Obama o, más en concreto, a Barack, ese que llegó a la Casa Blanca con un eslogan – “yes, we can”- y una sonrisa cautivadoras, y que habrá tenido que dar más de una explicación a su esposa por el tonteo que se traía con la presidenta del Gobierno danés, una rubia muy aparente llamada Helle Thorning-Schmidt. Y es que, mientras el mundo lloraba a Mandela, ellos se lo pasaban en grande haciéndose fotos y poniendo poses cual picarones adolescentes. Hasta dónde no llegaría la cosa que la propia Michelle, después de una serie de infructuosas miradas asesinas, tuvo que sentarse entre los dos para que el asunto no pasara a mayores. Obama, arrepentido por lo sucedido, o consciente del chaparrón que le iba a caer, trató de arreglarlo cogiendo suavemente la mano de su mujer, besándola en procura de perdón. Sabía que había metido la mata y que esa noche nada ni nadie salvarían al hombre más poderoso del mundo de dormir en el sofá.

   Pero antes de ese momento estelar, la noticia estaba en que, por primera vez desde el bloqueo de Cuba a comienzos de los años sesenta, un presidente norteamericano estrechaba la mano de un Castro: de Raúl, el hermanísimo del camarada Fidel. Cruzaron unas palabras ante la atenta mirada de los que les rodeaban, que no terminaban de creérselo. No sabemos si hablaron en español, en inglés o en spanglish, lo que sí es seguro es que no se felicitarían las Navidades. Y es que cincuenta años de embargo no se olvidan de la noche a la mañana, y menos aún los múltiples intentos de los servicios secretos norteamericanos por quitarse de en medio al escurridizo Fidel. Después, como si hubieran hecho algo reprobable, los dos mandatarios se han justificado diciendo que una cosa no quita la otra, que la educación no está reñida con el odio acérrimo que se profesan. Una vez consumado el estrechón de manos, quizás Obama tomó conciencia de lo que acababa de hacer, del tirón de orejas que le darían sus conciudadanos por compadrear con el tirano que mantiene sumida a la perla de las Antillas en una dictadura que no parece tener fin. Y, puestos a especular, ese temor a ser reprendido por parte de sus electores podría haber sido el causante que le impidió gobernar su voluntad para evitar las inapropiadas carantoñas con la rubia de postín. Pero, sin duda perturbado por el abrazo del comunista, creo que no supo medir las consecuencias de sus actos, porque si para tratar de congraciarse con su pueblo ha optado por ponerse en evidencia ante su mujer, no sabe este buen hombre lo que ha hecho. Donde había un problema, ha creado otro.

  
Pero para papelón, el desempeñado por el intérprete de signos durante las exequias. Resulta que Thamsanqa Jantjie, que así se llama el mozo de treinta y cuatro años encargado de transmitir el mensaje de los líderes mundiales allí congregados a las personas sordomudas que veían el acontecimiento por televisión, estaba haciendo un paripé del copón. Sí, ciertamente el muchacho no paraba de mover las manos acá y allá, y parecía que dominaba la lengua de signos como los ángeles, pero los únicos ángeles que revoloteaban por allí eran los que se colaron en su cabeza. Ha reconocido el falso intérprete que sufrió un ataque psicótico y que su prioridad en aquellos momentos críticos consistió en recobrar la calma lo antes posible, sin que se notara que a él lo que le apetecía de verdad era hacer caso a las vocecitas que oía en su interior y que le animaban a realizar un favor a la humanidad, acuchillando en riguroso directo a Obama, a Castro, a Dilma Rousseff, al premier Cameron y a todo el que se le pusiera por delante. ¿Se lo imaginan? La escabechina pudo haber sido de órdago. Menos mal que, a lo que parece, el tal Thamsanqa se hizo con las riendas de su mollera y logró embridar sus ansias asesinas. Parece ser que este señor no tenía suficiente con sus quince minutos de fama que reclamaba Andy Warhol para todo hijo de vecino y decidió chupar cámara por su cuenta y riesgo. ¡Y qué exitazo, oigan! ¡No se habla de otra cosa! Las travesuras de Obama a su lado han quedado en un juego de niños. Aunque seguro que la Primera Dama no piensa lo mismo, que para ella la desenfadada actitud de su marido ante el cuerpo presente de uno de los hombres más importantes del siglo XX no tiene perdón de Dios, por mucho que la aparición estelar del amiguete Thamsanqa hayan restado importancia a los coqueteos del señor presidente de los Estados Unidos. Ni los hermanos Marx hubiran imaginado un guión tan genial.


jueves, 12 de diciembre de 2013

Recuerdos de un colegial

   
Hoy vengo en plan nostálgico. No era mi intención. Me ha sucedido algo parecido a lo que le pasó al narrador de la monumental obra “En busca del tiempo perdido”, de Marcel Proust, cuando al probar un trozo de magdalena con el acompañamiento de unas cucharadas de té le vinieron a la memoria vivencias de su infancia con tal intensidad que parecía que las  estuviese reviviendo en ese mismo instante en que daba buena cuenta del bollo en cuestión. Y es que salía yo el otro día de casa cuando, a los pocos metros, vi venir de frente a una pareja entrada en años. Como de costumbre, iba distraído, atento exclusivamente en subirme la cremallera de la cazadora  como único remedio para luchar contra el frío siberiano que nos azota en las últimas jornadas. El caso es que, a medida que se acercaban y sus rostros iban recobrando nitidez, no tardé en reconocerlos. No había lugar a dudas. Eran ellos. Hacía años que no los veía. De repente mi memoria dio un salto en el tiempo de veinticinco años hacia atrás. Se dice pronto, sí. El flash-back duró solo un instante, lo suficiente como para esbozar una sonrisa de agradecimiento. Cuando llegué a su altura tuve la intención de llamarles la atención para saludarles, pero al final pudo más la vergüenza y desistí. Desde el mismo momento en que pasé de largo me lamenté de no haber intercambiado unas palabras con ellos: el miedo a que no se acordaran de mí cedió ante cualquier otra consideración. Pero a pesar de la fugacidad del momento, tuvimos tiempo de que nuestras miradas se entrecruzaran: la mía henchida de melancolía, rememorando tiempos de inocencia y despreocupaciones; la de ellos, vivaracha, alegre, jovial.
                                                                                   
   Don Paco y la señorita Flori. Sí. Ellos fueron el matrimonio de profesores que me encontré y que me dieron clases durante el segundo ciclo de la Educación General Básica (E.G.B) en el Colegio Público “Los Arcos” de Malpartida de Cáceres. Y claro, siempre es agradable revivir una época marcada por la felicidad. Don Paco nos impartía clases de Ciencias Naturales y la señorita Flori las de pretecnología. Mientras que aquél luchaba porque prestáramos atención a sus lecciones sobre el ciclo del agua, la fotosíntesis, las capas de La Tierra, el aparato digestivo y otras cuestiones varias, con Flori aprendíamos a hacer marionetas con tubos de papel higiénico, globos rellenos de arena, papel de periódico y pegamento Imedio. ¡Qué tiempos aquellos en los que las nuevas tecnologías no entraban en las aulas! Y atendíamos a las explicaciones guardando el respeto debido, sin rechistar. Porque en nuestra época el maestro era como un semidiós: se les respetaba tanto o más que a nuestros padres. Antes no cabía en cabeza humana que el niño llegara a casa lloriqueando porque el profesor le había reñido y hecho pasar un mal rato delante de los demás. Aquí el lema era que si te daban el toque en el colegio más valía que no se enterasen tus padres porque, de lo contrario, la bronca en casa estaba asegurada. ¿Igualito que ahora, verdad?, que no le falta tiempo al indignado padre de turno para plantarse en el despacho del director, exigiendo explicaciones por el hecho de que su niño tiene la moral tocada porque el profesor le ha cogido ojeriza.

   En  aquellas aulas, presididas por el crucifijo y el retrato del Rey, Don Fernando y Don Jesús se encargaban de transmitirnos sus conocimientos de lengua y literatura; Don Fermín se dedicaba a hacernos comprender cuestiones tan vitales para la humanidad como las ecuaciones y las fracciones; Don Jacinto había veces que perdía la paciencia al intentar descubrirnos el maravilloso mundo de las Ciencias Sociales; Agustín o Jose, en distintos cursos, nos hacían el test de Cooper un día sí y otro también (tengo para mí que a veces corríamos más de los 12 minutos previstos); Don Miguel Ángel hacía ímprobos esfuerzos para que el inglés se convirtiera en nuestra segunda lengua materna. Sé que me olvido de otros, pero estos son los que más huella dejaron en mi recuerdo. Y allí estábamos gentes como Pedro Barra, Vicente, José Manuel Morán, Perico Hisado, Pedro Miguel, Juanjo, Antonio Lancho, Nieves, María José, Diego “Perales”, Andrada, Pérez, Raúl y otros muchos. Nunca me olvidaré de la tarde –antes también teníamos clases por la tarde- en la que Don Jesús poco menos que cogió a Pérez por el cuello porque estaba entretenido haciendo filigranas en el cuaderno en vez de atender a sus explicaciones. Como tampoco se me olvidará el día en que Diego “Garrafuche” tuvo a bien tirarme de una de las peñas que adornan el patio del colegio, con la consecuencia de un codo fracturado y una bonita cicatriz de veintidós puntos para toda la vida. O del día en que Jorge Campos Canales, éste sin mala intención, tiró de la acera un tablón de obras que había junto a una de las aulas y que inesperadamente fue a parar al empeine de mi pie. O aquel otro en que, estando en pleno recreo, algo le sucedió a Antonio Quintana y vimos a su hermano Javi corriendo por todo el patio pegando unos gritos de espanto, suplicando que no hubiera pasado nada grave.

   En fin, que echa uno la vista atrás y se acumulan los recuerdos. Como aquella vez en que Don Fernando me preguntó por el significado de la expresión “venir como anillo al dedo” y yo, ni corto ni perezoso, con el aplomo que dan la ignorancia y la inconsciencia, resolví que aquello venía a significar algo así como que si vas por la calle,  te encuentras un anillo, te lo pruebas y te queda bien… ¡pues te lo quedas! ¡Qué paciencia hubieron de tener con nosotros aquellos profesores! Con algunos más que con otros, porque recuerdo a un compañero llamado Gervasio –no sé si estaba en mi misma clase- cuyas proezas corrían de boca en boca cuando salíamos al recreo. Eso sí, ni punto de comparación con lo que sucede hoy en día en la enseñanza. Porque nosotros podíamos ser …, no sé…, inquietos, pongamos por caso. Pero es que en la actualidad esa inquietud se ha transformado en una rebeldía rayana en lo delictivo. Y eso de llamar de “don” o “doña” al profesorado, ¡vamos, ni por asomo!  Pero bueno, que no es mi intención transitar por estos andurriales, que a este tema ya le dediqué en tiempos el correspondiente artículo.  Por eso, y como colofón a toda esta retahíla provocada por un encuentro fortuito,  la próxima vez que vuelva a cruzarme con alguno de mis antiguos profesores me he propuesto saludarlos, aunque corra el riesgo de que no se acuerden de mí. Contingencia, por cierto, que no me acecha con aquellos que aún siguen viviendo en Malpartida, como Don Fernando y Don Jacinto, con los que me paro cada vez que los veo y a quienes les sigo guardando el mismo respeto o más del que les tenía entonces.