martes, 6 de septiembre de 2016

Escenas emeritenses: de bares y desayunos

 

En 1835 publicaba don Ramón de Mesonero Romanos su obra Panorama matritense: cuadros de costumbres de la capital observados por un curioso parlante, a la que seguiría en 1851 Escenas y tipos matritenses. En ellas se narran las costumbres y tradiciones de las gentes de Madrid con las pinceladas propias del romanticismo literario.  Al igual que la sociedad andaluza quedó perfectamente retratada por Estébanez Calderón, la madrileña tuvo su reflejo tanto en la obra del propio Mesonero Romanos como en la del tan recordado, y no menos llorado, Mariano José de Larra. Pues bien, salvando todas las distancias que haya que salvar con los pioneros y maestros de aquel estilo costumbrista, con el artículo de hoy –el cual desconozco si tendrá continuidad en otros posts similares- me propongo plasmar una de las más típicas escenas que acontecen, por las mañanas y entre semana, en Mérida. Me refiero a la diáspora de los funcionarios a la búsqueda del cafetito y la tostada de mediodía en la antigua Augusta Emérita, ese "pueblo grande" al que muchos se refieren despectivamente y que seguro que echa de menos la época en la que paseaban por sus calles empedradas los licenciados de las legiones romanas. Si el legado Publio Carisio, fundador de la ciudad por orden del emperador Augusto en el año 25 a. C., hubiera sabido que al cabo de los siglos su criatura iba a ser hollada por gentes de dudosa reputación -todo lo contrario que sus valientes guerreros-, a lo mejor se lo piensa y hubiera buscado para su fundación un enclave más a propósito para satisfacer las necesidades de sus soldados. No sé si los legionarios de antaño arrastraban peor fama que los funcionarios de hoy; lo que sí es cierto es que mientras ellos nos han legado para la posteridad circos, teatros, anfiteatros, termas y acueductos, nosotros dejaremos a las futuras generaciones mamotretos de cemento, aluminio y hormigón.

   Pero a lo que vamos. Esto de la hora del desayuno es un fenómeno curioso que supongo que ocurrirá en todos lados, aunque no sé si con la misma magnitud que aquí. Y digo aquí porque trabajo en Mérida desde enero de 2005, motivo que me faculta, supongo, para dedicar a este asunto unas líneas con conocimiento de causa; más si cabe cuando se da también la feliz circunstancia de que llevo viviendo en esta bendita ciudad desde hace tres meses. No exagero en lo del calificativo: yo era el primero que echaba pestes de Mérida hasta que me vine a vivir aquí. Y es que el no madrugar acaba hasta con las convicciones más firmes; así de débil es la naturaleza humana. El caso es que, como digo, entre las diez y las doce de la mañana -no es que nos tomemos todo ese tiempo para desayunar; no sean ustedes mal pensados, sino que establecemos varios turnos entre esa franja horaria- se produce un movimiento de funcionarios ávidos por meternos entre pecho y espalda el elixir que nos saque del estado de amodorramiento matutino, acompañándolo con la oportuna tostada que sacie nuestros hambrientos estómagos. Antes de que la Junta de Extremadura decidiera acometer la obra del complejo administrativo del III Milenio, poniendo fin a la dispersión de oficinas a lo largo y ancho de la ciudad, el negocio estaba más repartido y la estampida humana no era tan llamativa, pero desde que en 2013 -creo, porque lo de las fechas no es lo mío- gran parte del personal nos trasladamos al nuevo enclave situado en la barriada de San Lázaro (el Peri de toda la vida), podríamos decir que el fenómeno se ha vuelto viral. Es un espectáculo ver salir a toda esa masa enorme de gente caminito de su refrigerio mañanero.


   Y es a partir del momento en que uno se acomoda en las sillas del Nirri, del Bermejo, de Casa Manolo o del Vicente cuando comienza la aventura. Ahora que este sol inmisericorde sigue sin darnos tregua, la mayoría de las veces nos solemos quedar en la zona de terrazas, aunque si el ambiente está demasiado caldeado -o las mesas ocupadas-, no dudamos en acudir al refugio del traicionero aire acondicionado. Y allí nos esperan los afanados camareros, unos más profesionales y más espabilados que otros, para atender con prestancia nuestras peticiones. Que esa es otra. En mi cuadrilla somos ocho o nueve y cada uno tenemos la caprichosa costumbre de poner a prueba la memoria de los mozos que nos toman nota: que si descafeinado de máquina solo con hielo, que si un “manchao”, un café sólo o un descafeinado de sobre con sacarina. Y ya, para rematar la faena, tampoco faltan los zumos de naranja o las cervezas sin alcohol. De momento, las infusiones no han hecho acto de presencia. Y en cuanto a las tostadas, eso es otro show; el repertorio es tan amplio que no conviene dejarlo por escrito, so pena de extenderme más de lo estrictamente necesario. Sería mucha casualidad que dos de nosotros demandemos el mismo manjar, con lo cual no es de extrañar que a los pobres camareros les lleven los demonios y piensen que estos funcionarios son unos sibaritas y que están todos locos. Y algo de razón no les falta.
  

   Los de mi grupo somos fieles al Nirri -me permito apostillar que desde hace ya demasiado tiempo- como podríamos haberlo sido a cualquiera otra de las tascas que abundan por aquellos lares. Quizás tenga algo que ver en esta elección la cercanía, las vistas o el hilo musical que nos ameniza la espera y con el que pretenderán aplacar nuestra impaciencia ante la demora en el servicio. Y es que, últimamente hemos notado que no es raro el día que no pase más de media hora entre que encargamos la vianda y que nos la sirven a la mesa. Toda fidelidad tiene un límite y más vale no ponerla a prueba demasiado a menudo: que se lo pregunten al del Párking, que ha echado el cierre no hace mucho. Parece ser que los del Nirri no tienen tan claro este principio básico, aprovechándose de ese sambenito que cuelga sobre los funcionarios de que, como somos los seres más acomodaticios de la creación, no temen que nos rebelemos ante situación tan insostenible. El caso es que este affaire ya nos empieza a tocar la moral, hasta el punto de que hay algún osado entre nosotros que ha propuesto que cambiemos de sitio, esgrimiendo argumentos tan contundentes como que “esto ya está pasando de castaño oscuro”, o “nunca la dignidad humana ha padecido tanta injusticia”. Es decir, que no nos ponemos de acuerdo ni para protestar contra los recortes salariales, lo vamos a hacer ahora para este tipo de minucias. Y eso lo saben los del Nirri, Casa Manolo y San Pedro bendito, con lo cual seguirán tratándonos poco menos que a patadas, conocedores de que el funcionariado es un ganado manso y acostumbrado a ser ninguneado. Tan es así, que cuando pedimos la tostada del día – a un módico precio de 1,80 euros-, o nos sellan el cartón de ocho desayunos que te da derecho a uno gratis, pareciera como si nos estuvieran haciendo un favor: se nos bajan los humos y volvemos a pasar por el aro, dejando lo de las injusticias y el castaño oscuro para mejor ocasión. 

   Y así nos luce el pelo. Por eso, como ya se nos tendría que caer la cara de vergüenza por nuestra tendencia a la docilidad laboral, qué menos que mantener erguido el honor cuando se trate pedir un café con leche; que si nos ponen delante de los morros cuatro lonchas esmirriadas de jamón, no demos la callada por respuesta. Compañeros y compañeras -como dicen ahora estos progres snobs que todo lo inundan-, si el movimiento para reivindicar la decencia tiene que nacer al albur de una barra de bar, vayamos todos juntos, y yo el primero, por la senda de la protesta civilizada. Que bastante cera nos han dado ya los nuestros en este último proceso de oposiciones como para que sigamos aguantando, mudos y cómplices, los atropellos de los demás. Reparemos en el hecho de que toda gran victoria siempre empieza por los pequeños detalles. Uno o dos días sin ir a desayunar y ya veríamos si, a partir de entonces, no nos miran con otros ojos... Ganarse el respeto de los demás empieza por la obligación de respetarse a uno mismo.