Hacía demasiado
tiempo que no veía a Carrachi, por eso me alegré
enormemente cuando, a principios del mes pasado, me propuso
que quedáramos con otros amigos para cenar el sábado que mejor nos
conviniera a todos. La fecha elegida fue hace una semana, en el
Manómetro, en el céntrico Paseo de Cánovas. Para la ocasión
creamos, cómo no, el consabido grupo de whatsapp para
dejar constancia de las incidencias que se fueran produciendo hasta
que se acercase el momento. Llegado el día,
cuando me presenté en el local acompañado de Jorge -Barquero se
unió a nosotros un poco más tarde-, en cuanto vi a Juanma nos
fundimos en un sincero y emotivo abrazo, de esos en los que no hay
duda de que te alegras de verdad de ver a esa persona. Después de
las palmadas en la espalda y de los saludos protocolarios, de
interesarnos por la familia y por el trabajo, y antes
incluso de pedir la primera cerveza de la noche, Juanma me dio una
noticia que me tuvo paralizado durante unos instantes, incrédulo
ante lo que acababa de escuchar. “¿No sabes que ha cerrado
Suárez?” Inesperadas palabras que sacudieron con violencia una
parte de mi ser. Me lo quedé mirando fijamente, inquisitivo,
sopesando su significado y trascendencia.
Casa Suárez es un
emblema en Malpartida de Cáceres. Situado en la plaza mayor, sus
puertas han permanecido abiertas durante casi treinta y cinco años,
tiempo más que suficiente para que los malpartideños hayan
disfrutado de uno de los establecimientos con más solera del
pueblo. Su típica fachada, con el escudo de armas dándote la
bienvenida bajo un dintel coronado por un pequeño tejado a modo de
ornamento, es lo primero con lo que se encontraba la clientela. Una
vez dentro, te topabas con la imponente estampa de Alonso y su enorme
sonrisa, su amabilidad, su educación; siempre alegre, siempre
dicharachero, sirviendo copas y poniendo tapas con la eficiencia que
dan los años y la pasión por lo que haces. Si tenía un
mal día, que los habrá tenido, los parroquianos no se lo notábamos,
y eso es muy de agradecer porque muchos acuden a acodarse a la barra
de un bar precisamente para olvidarse por un momento de sus
problemas. Apurabas tu consumición a pequeños sorbos -que es como
mejor saben las cosas, como las caladas de un cigarro-, dabas cuenta
de la tapita de rigor, cambiabas impresiones sobre la caza,
la pesca, el fútbol, la política y demás zarandajas y te
ibas para casa reconfortado por haber pasado un rato agradable en
buena compañía.
Con
mi mala memoria sería un milagro por mi parte que me acordara de la
primera vez que entré en Casa Suárez. Por aquel entonces, mediados
de los ochenta, Alonso no estaba solo; contaba con la compañía del
involvidable Pablín,
su hermano del alma: su imagen aparece algo difuminada en mi memoria,
aunque su recuerdo es imborrable. Formaban un tándem que
marcó época. Como digo, no sabría precisar esa primera vez en que
mi escuálida figura cruzó aquél umbral, aunque no iría
muy desencaminado si afirmara que sería un domingo cualquiera,
previo paso a oír misa. Después de los sermones de don Román
no existía nada mejor que bajar correteando hasta la plaza, hacer un
rodeo hasta la confitería de Choni -a
la que, por cierto, no se le ha rendido el reconocimiento que
merece- para pertrecharnos de un buen puñado de
chucherías, y acercarse luego hasta Suárez para pedir un
refresco con el que saciar el gaznate. No sé por qué, pero Suárez
siempre era el primer bar de la plaza en el que hacíamos parada y
fonda. Y allí nos sentábamos con nuestros padres el tiempo justo
para bebernos compulsivamente la primera coca-cola y salir pitando a
subirnos en la fuente o comenzar a dar patadas a la pelota bajo un
cielo que aún no estaba anegado por una ristra de paraguas
multicolor. Cuando nos aburríamos de eso, acudíamos raudos en
procura del segundo refrigerio y ya, de paso, le echábamos una
moneda de cinco duros a la maquinita de los videojuegos.
Eran gloriosas las partidas del Out
Run o
del Ghosts'n’Goblins. Más
de uno nos dejábamos allí la paga de varias semanas: conducir un
coche de carreras, con su volante, su acelerador -el freno no lo
utilizábamos tanto- y su cambio de marchas provocaba las
delicias y supuso una auténtica revolución para los niños de
entonces; y no menos emocionante nos parecía ir dando saltos
por mitad de un cementerio con un caballero ataviado de armadura,
disparando lanzas y esquivando a muertos vivientes. Arcade representó
para mi generación lo que la playstation para los jóvenes de ahora.
Qué paciencia demostraron Alonso y Pablín, Pablín y
Alonso -que tanto monta, monta tanto-, sobre todo cuando no nos
cansábamos de pedirles vasos de agua mientras aporreábamos
como posesos los botones de la máquina recreativa.
Pues
bien, parece ser que el bueno de Alonso ha puesto el
punto y final a su periplo de detrás de la barra, y con ello se
echa el cierre a un tiempo -ni mejor ni peor que éste, pero sí
distinto, bastante distinto- que, por qué no decirlo, me gusta
recordar con nostalgia. Bien ganado se tiene el descanso. En lo
que a mí respecta, no tengo más que palabras de agradecimiento,
puesto que en todo momento y ocasión me trató con
exquisita corrección. Cuando trasladaron a mi padre a Cáceres,
cada vez que me pasaba por allí me preguntaba por él, así que
hoy no me quedará más remedio que contarle que
Alonso, el de Casa Suárez, ha colgado los hábitos, y
estoy seguro de que se le escapará alguna que
otra anécdota acaecida mientras se
tomaba un vinito entre aquellas cuatro paredes
convertidas en testigo de una época de la que cada
vez van quedando menos huellas, pero que aquellos que la vivimos no
nos resignamos a olvidar sin más. No sé si dentro de cincuenta años
alguien se acordará de que en Malpartida de Cáceres se rodaron
escenas de Juego de Tronos, o de que en 2015 Los
Barruecos resultó elegido el mejor rincón de España por la guía
Repsol; de lo que sí estoy seguro es de que siempre habrá alguien
que, cada vez que pase por la plaza, extenderá el brazo señalando
con emoción: “Mira, ahí es donde estaba Casa Suárez”.
Buena suerte, Alonso. Los malpartideños estamos en
deuda contigo.
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