viernes, 10 de marzo de 2017

Casa Suárez

   

   Hacía demasiado tiempo que no veía a Carrachi, por eso me alegré enormemente cuando, a principios del mes pasado, me propuso que quedáramos con otros amigos para cenar el sábado que mejor nos conviniera a todos. La fecha elegida fue hace una semana, en el Manómetro, en el céntrico Paseo de Cánovas. Para la ocasión creamos, cómo no, el consabido grupo de whatsapp para dejar constancia de las incidencias que se fueran produciendo hasta que se acercase el momento. Llegado el día, cuando me presenté en el local acompañado de Jorge -Barquero se unió a nosotros un poco más tarde-, en cuanto vi a Juanma nos fundimos en un sincero y emotivo abrazo, de esos en los que no hay duda de que te alegras de verdad de ver a esa persona. Después de las palmadas en la espalda y de los saludos protocolarios, de interesarnos por la familia y por el trabajo, y antes incluso de pedir la primera cerveza de la noche, Juanma me dio una noticia que me tuvo paralizado durante unos instantes, incrédulo ante lo que acababa de escuchar. “¿No sabes que ha cerrado Suárez?” Inesperadas palabras que sacudieron con violencia una parte de mi ser. Me lo quedé mirando fijamente, inquisitivo, sopesando su significado y trascendencia. 


   Casa Suárez es un emblema en Malpartida de Cáceres. Situado en la plaza mayor, sus puertas han permanecido abiertas durante casi treinta y cinco años, tiempo más que suficiente para que los malpartideños hayan disfrutado de uno de los establecimientos con más solera del pueblo. Su típica fachada, con el escudo de armas dándote la bienvenida bajo un dintel coronado por un pequeño tejado a modo de ornamento, es lo primero con lo que se encontraba la clientela. Una vez dentro, te topabas con la imponente estampa de Alonso y su enorme sonrisa, su amabilidad, su educación; siempre alegre, siempre dicharachero, sirviendo copas y poniendo tapas con la eficiencia que dan los años y la pasión por lo que haces. Si tenía un mal día, que los habrá tenido, los parroquianos no se lo notábamos, y eso es muy de agradecer porque muchos acuden a acodarse a la barra de un bar precisamente para olvidarse por un momento de sus problemas. Apurabas tu consumición a pequeños sorbos -que es como mejor saben las cosas, como las caladas de un cigarro-, dabas cuenta de la tapita de rigor, cambiabas impresiones sobre la caza, la pesca, el fútbol, la política y demás zarandajas y te ibas para casa reconfortado por haber pasado un rato agradable en buena compañía.


   Con mi mala memoria sería un milagro por mi parte que me acordara de la primera vez que entré en Casa Suárez. Por aquel entonces, mediados de los ochenta, Alonso no estaba solo; contaba con la compañía del involvidable Pablín, su hermano del alma: su imagen aparece algo difuminada en mi memoria, aunque su recuerdo es imborrable. Formaban un tándem que marcó época. Como digo, no sabría precisar esa primera vez en que mi escuálida figura cruzó aquél umbral, aunque no iría muy desencaminado si afirmara que sería un domingo cualquiera, previo paso a oír misa. Después de los sermones de don Román no existía nada mejor que bajar correteando hasta la plaza, hacer un rodeo hasta la confitería de Choni -a la que, por cierto, no se le ha rendido el reconocimiento que merece- para pertrecharnos de un buen puñado de chucherías, y acercarse luego hasta Suárez para pedir un refresco con el que saciar el gaznate. No sé por qué, pero Suárez siempre era el primer bar de la plaza en el que hacíamos parada y fonda. Y allí nos sentábamos con nuestros padres el tiempo justo para bebernos compulsivamente la primera coca-cola y salir pitando a subirnos en la fuente o comenzar a dar patadas a la pelota bajo un cielo que aún no estaba anegado por una ristra de paraguas multicolor. Cuando nos aburríamos de eso, acudíamos raudos en procura del segundo refrigerio y ya, de paso, le echábamos una moneda de cinco duros a la maquinita de los videojuegos. Eran gloriosas las partidas del Out Run o del Ghosts'nGoblins. Más de uno nos dejábamos allí la paga de varias semanas: conducir un coche de carreras, con su volante, su acelerador -el freno no lo utilizábamos tanto- y su cambio de marchas provocaba las delicias y supuso una auténtica revolución para los niños de entonces; y no menos emocionante nos parecía ir  dando saltos por mitad de un cementerio con un caballero ataviado de armadura, disparando lanzas y esquivando a muertos vivientes. Arcade representó para mi generación lo que la playstation para los jóvenes de ahora. Qué paciencia demostraron Alonso y PablínPablín y Alonso -que tanto monta, monta tanto-, sobre todo cuando no nos cansábamos de pedirles vasos de agua mientras aporreábamos como posesos los botones de la máquina recreativa.


   Pues bien, parece ser que el bueno de Alonso ha puesto el punto y final a su periplo de detrás de la barra, y con ello se echa el cierre a un tiempo -ni mejor ni peor que éste, pero sí distinto, bastante distinto- que, por qué no decirlo, me gusta recordar con nostalgia. Bien ganado se tiene el descanso. En lo que a mí respecta, no tengo más que palabras de agradecimiento, puesto que en todo momento y ocasión me trató con exquisita corrección. Cuando trasladaron a mi padre a Cáceres, cada vez que me pasaba por allí me preguntaba por él, así que hoy no me quedará más remedio que contarle que Alonso, el de Casa Suárez, ha colgado los hábitos, y estoy seguro de que se le escapará alguna que otra anécdota acaecida mientras se tomaba un vinito entre aquellas cuatro paredes convertidas en testigo de una época de la que cada vez van quedando menos huellas, pero que aquellos que la vivimos no nos resignamos a olvidar sin más. No sé si dentro de cincuenta años alguien se acordará de que en Malpartida de Cáceres se rodaron escenas de Juego de Tronos, o de que en 2015 Los Barruecos resultó elegido el mejor rincón de España por la guía Repsol; de lo que sí estoy seguro es de que siempre habrá alguien que, cada vez que pase por la plaza, extenderá el brazo señalando con emoción: “Mira, ahí es donde estaba Casa Suárez”. Buena suerte, Alonso. Los malpartideños estamos en deuda contigo. 

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