viernes, 18 de agosto de 2017

Confesiones de un SEFOCUMA (II). Llegada a Rabasa y toma de contacto.





    El grueso principal de la expedición arribó a Alicante a última hora del domingo. La antigua Akra Leuké cartaginesa, que sirviera de punta de lanza para los planes de conquista que el imperio púnico reservaba para la Península Ibérica, se encargó de recibir con los brazos abiertos a una nueva promoción de Alumnos Aspirantes a Alférez, nomenclatura con la que se nos designaba en los centros de formación castrenses. Acompañados por la soledad de la noche, bajo un luminoso manto de estrellas y con el castillo de Santa Bárbara asomando en lo alto del monte Benacantil como testigo de excepción, nos dirigimos al acuartelamiento cansados y nerviosos. En esa primera toma de contacto ya dio la cara uno de nuestros principales enemigos, que bien se encargaría de hacer estragos durante aquellos dos meses: la humedad. Quienes más la padecimos fuimos los oriundos de climas secos; podíamos aguantar el calor con entereza, pero eso de estar todo el día sudando la gota gorda era harina de otro costal. Nos minaba las fuerzas y la moral hasta tal extremo, que a veces sufríamos más por ese motivo que por el propio rigor de la preparación física.

    Llegamos al acuartelamiento en taxis y autobuses urbanos. En cuanto alcanzamos a divisar el blanco intenso de la muralla que rodeaba al recinto, coronada por almenas y salpicada cada ciertos metros de recias garitas, comprobamos que había más camaradas esperando en el cuerpo de guardia. Los saludos y presentaciones se sucedieron con regocijo y emoción, en un alarde de abrazos y palmadas en la espalda difíciles de igualar. La entrada principal, con su barrera de seguridad flanqueada por dos arcaicas piezas de artillería, representaba el rubicón que se interponía entre el plácido universo que estábamos a punto de abandonar y la cruda realidad que nos aguardaba. Cuando el suboficial de cuartel creyó oportuno que allí ya estábamos estorbando, decidió que era el momento propicio para conducirnos a los barracones donde se ubicaban las compañías. En ese trayecto algunos ya empezamos a acongojarnos. Mientras caminábamos al encuentro de lo que se convertiría en nuestro futuro hogar, me sorprendí a mí mismo preguntándome si no habría sido mejor haberme quedado en Cáceres haciendo fotocopias en cualquier servicio de reprografía de cualquier instituto de enseñanza secundaria o, mejor aún, en la conserjería, dedicado a la ardua tarea de apretar el timbre para avisar al alumnado de los recreos y de los cambios de clase. No en vano, esa era la mili que estaban haciendo algunos de mis amigos. Y sin embargo, allí estaba yo, a casi setecientos kilómetros de casa por el prurito de mantener intactas lo de las convicciones personales
 

    Memorable y solemne fue el momento en que accedimos por primera vez a las compañías. Por todas partes colgaban cuadros y emblemas con motivos militares -como no podía ser menos-, así como leyendas enmarcadas con referencias a alguna que otra gesta heroica de un pasado no muy remoto. Cada compañía contaba con su propio edificio, unos mazacotes de doble altura, más bien estrechos y alargados. La planta baja solía albergar la oficina -que hacía las veces de despacho del capitán-, la armería, los vestuarios de mandos, una sala de reuniones y otra para charlas y conferencias. La planta superior acogía las camaretas y los servicios de la tropa. Las literas y las taquillas se sucedían perfectamente alineadas a lo largo y a ambos lados. Tanto las instalaciones como el mobiliario parecían de la época antediluviana. Tengo para mí que si no fuera por el esmero que las diversas promociones de reclutas ponían en su conservación y mantenimiento, aquello bien podría convertirse en pasto de la codicia de un fondo buitre árabe, o en la anhelada mercancía con la que atestar la flota de furgonetas del Centro Reto. Mano de obra competente y barata que nos afanábamos en el milagro de evitar que todo aquello deviniese en ruina.


    Cuando nos dieron permiso para subir a las camaretas, ya pululaba por allí otro nutrido grupo de compañeros. Otra vez tuvo lugar el ritual de saludos, que no dejaría de repetirse cada vez que se nos unían nuevos rezagados. La pregunta que hacía furor era la de “¿Y tú de dónde eres?”, seguida de un sincero abrazo si la respuesta coincidía con la de tu región de procedencia. En tal caso, aumentábamos un grado más el nivel de intimidad para interesarnos por la carrera que habíamos estudiado o para saber si alguno de nuestros familiares formaba parte de las Fuerzas Armadas, de la Policía Nacional o de la Guardia Civil. Para estos menesteres -como en casi todo, la verdad sea dicha- la policía local no constituía mérito que poder alegar. Ya podía ser uno hijo, hermano, nieto o sobrino de todo un inspector jefe de ese glorioso cuerpo, que eso allí valía tanto como un pinche de cocina en El Bulli.


    No hicimos más que aterrizar y ya nos topamos con nuestras primeras dificultades. Me refiero a la embarazosa situación de tener que meter en las taquillas todo aquello que se suponía que deberíamos distribuir en aquellos armatostes de chapa. Evidentemente, no hacía falta ser ingeniero de caminos para salir airosos del trance, pero la cosa tenía su miga y requería de cierta pericia. Si nos descuidamos, poco menos que tiramos de escuadra y cartabón. Y si ya nos las vimos canutas para colocar la ropa de paisano, imagínense el drama que constituía buscar hueco para la uniformidad y el resto de material militar que todavía debían proporcionarnos. Algunos se las ingeniaron bastante bien; se ve que manejaban el tetris con soltura. Otros, en cambio, sufrimos más de la cuenta para que el asunto adquiriera un estado más o menos decoroso. Dicho lo cual, ello no fue obstáculo para que siempre encontrarámos alguna cavidad destinada a botellines de agua, tetrabriks de zumos, batidos, paquetes de galletas, bocadillos y demás viandas. Con imaginación y paciencia, todo era posible. Estos ojitos han visto apilados en las repisas de aquellas taquillas toda clase de productos comestibles, incluyendo torta del Casar, butifarra catalana o queso manchego. Así la peste que desprendían algunas nada más abrirse… Hay economatos que no disponían, ni por asomo, de la variedad de género que allí se exhibía.


    Para ir ganando tiempo, esa primera noche nos tomaron la filiación y, en función de nuestros apellidos, nos distribuyeron por compañías. A mí me correspondió la tercera sección de la veintiuna compañía, con el capitán Herrero al frente, auxiliado por el brigada Fermín y el sargento Prendes. Si no recuerdo mal, a las veintitrés horas, y con casi todo por hacer, oímos nuestro primer toque de silencio. Para qué mentir: no pegué ojo. Cada dos por tres nos levantábamos con toda clase de cautelas para ir al servicio a aliviar la vejiga, y si daba la casualidad de que coincidíamos con otro noctámbulo, cruzábamos alguna consideración del tipo “¿qué tal lo llevas?”. Las horas se hicieron interminables, entre los suspiros de la mayoría y los ronquidos de unos pocos. Porque esa es otra: dichosas las criaturas que visitan a Morfeo sin dificultad, porque de ellos será el reino de los cielos. Me acuerdo de un canario -Mendoza Reyes, si no me equivoco- que dormía en la cama de abajo de mi litera y que era el terror de mi camareta y de las adyacentes: a los cinco segundos de tumbarse, su aparatosa respiración, por decirlo finamente, comenzaba a taladrarnos los oídos. Por el bien de nuestra salud, no tuvimos más remedio que acudir a la artimaña de turnarnos para tenerlo entretenido con conversaciones de lo más banales con tal de que los demás pudiésemos coger el sueño antes que él. “Canario, ¿cómo se ha dado el día; te han puteado mucho?”, le preguntábamos entre miradas cómplices, haciéndonos los interesantes. A ninguno nos importaba un adarme cómo le había ido el día –allí cada palo aguantaba su vela como buenamente podía-, pero mientras permitíamos que se explayase, el resto acomodábamos la almohada y empezábamos a pillar la postura. Por su parte, el encargado de darle palique alargaba la farsa lo máximo posible para, una vez rendido, dejar al otro con la palabra en la boca a las primeras de cambio. Doy por hecho que el muchacho no se percataría del ardid, porque ni él nunca comentó nada al respecto ni nosotros nos encargamos de desvelárselo.

 
A la mañana siguiente, pálidos por el insomnio y con las bolsas de los ojos hinchadas y cercadas por un tono violáceo de lo más llamativo, nos formaron a las puertas de la compañía para ir a desayunar. Todavía vestidos de civiles, aquélla fue, todo lo suigéneris que se quiera, nuestra primera formación. Excepto para acudir a las letrinas, formábamos para casi todo. Después de reponer fuerzas en los comedores, recalamos en los hangares de logística, donde, por fin, nos hicieron entrega del material. Con las cajas a cuestas, nos distribuyeron por hileras en una explanada cercana para que comprobásemos que no faltaba de nada: mientras un cabo primero, listado en ristre, iba nombrando una prenda tras otra, nosotros levantábamos la mano con el artículo en cuestión para que se cerciora de que, efectivamente, aquello que alzábamos se correspondía con lo que él acaba de decir. Creo que pocos consiguieron las prendas de su talla, así que en cuanto llegamos a las compañías empezamos a intercambiarnos botas, boinas, gorras, pantalones, chaquetas, etc, etc. Aquello era lo más parecido a un mercadillo, voceando a los cuatro vientos lo que unos buscaban y a otros les sobraba. Todo ello para que no hiciéramos demasiado el mamarracho a la hora de portar el atuendo con la marcialidad, propiedad y corrección exigidos por las ordenanzas.


    La cosa ya empezaba a tomar el cariz que se presuponía, tanto que a nuestros instructores les entró la prisa por mandarnos -a la puta carrera, por supuesto- a que dieran buena cuenta de nuestras pobladas cabelleras. El peluquero resultó ser un gaditano con el gracejo típico de aquellas gentes. Entre el instrumental propio de su profesión había un bonito juego de tijeras que supuse utilizaría en exclusiva para trasquilar a los mandos porque, lo que a nosotros se refiere, solo hizo uso de la maquinilla eléctrica, sin compasión y con una soltura que daba gusto verlo. No hay mejor metáfora que simbolice el desmoronamiento espiritual de un hombre que aquellos mechones de cabello cayendo pausadamente a nuestros a pies. Al regresar a la camareta de aquella guisa, los presentes se nos quedaban mirando con extrañeza, preguntándose quién sería aquel fulano que acaba de aparecer con cara de panoli. Y es que una testa rapada cambia tanto las facciones que termina por mudarle a uno hasta la expresión del rostro: lo que antes era una nariz normalita, ahora aparecía aguileña y desafiante; el que tenía unas orejas medio en condiciones, ahora emergían desplegadas en todo su esplendor...

martes, 15 de agosto de 2017

Confesiones de un SEFOCUMA (I). La partida.

   El miércoles de la semana pasada recibía, a media tarde, una llamada telefónica de mi primo Víctor en la que me comunicaba con algo de suspense una noticia muy esperada: su hijo Iván, soldado profesional desde hace dos años, el último de ellos como alumno en la Residencia Militar “Virgen del Puerto” de Santoña, había salido boletinado entre los que, con carácter provisional y a la espera de improbables reclamaciones, han aprobado para acceder a la Escala de Oficiales del Ejército de Tierra. La alegría que ello ha provocado en el núcleo familiar ha sido inmensa, indescriptible, acompañada del orgullo propio que la ocasión merece. Al final, el esfuerzo de Iván se ha visto recompensado con creces. Nadie más que él sabrá realmente lo que ha tenido que luchar para lograr esa meta tan apetecida y, al mismo tiempo, tan complicada de alcanzar. Pues bien, esta buena nueva ha constituido la espoleta necesaria para decidirme a escribir una serie de relatos sobre mi periplo en las Fuerzas Armadas -sí, yo también hice la mili-, lo cual ha supuesto un ejercicio de regresión de dieciocho años atrás, con el peligro que ello conlleva en cuanto a las más que posibles imprecisiones de fechas, nombres, y acontecimientos. A pesar de ello, me propongo reconstruir literariamente una etapa de mi vida, corta pero intensa, marcada por la ilusión ante lo desconocido, el sacrificio físico e intelectual, la férrea disciplina, el espíritu de superación, la solidaridad, el compañerismo y la camaredería.

   En septiembre de 1998, una vez terminada la carrera de Derecho, tomé la decisión de hacer el servicio militar -por entonces todavía obligatorio- a través de las llamadas “milicias universitarias”, conocidas en mi época bajo la denominación de SEFOCUMA (Servicio para la Formación de los Cuadros de Mando). Se trataba de la posibilidad de cumplir con el deber de defender a la patria -los licenciados universitarios, con el empleo de alférez; los diplomados, con el de sargento- una vez superadas las pruebas médicas, físicas y psicotécnicas correspondientes. Antiguamente se realizaban durante varios veranos consecutivos, pero en mi época se unificaron en un sólo período de nueve meses divididos en dos fases: una inicial de tres meses de formación e instrucción militar, y una segunda de seis meses de prácticas en la unidad escogida en función del escalafonamiento resultante de la evaluación obtenida en la primera de las fases.

   No habiendo sido sorteado como excedente de cupo y sin enfermedad o causa impeditiva que alegar a efectos de ser declarado exento o inútil, yo tenía claro que quería hacer la mili, a pesar de que muchos de mis amigos se decantaron por la prestación social sustitutoria. La excepción la personificaba Rina, actual capitán de infantería y que por aquel entonces ya lucía los galones de sargento; lo suyo fue vocacional y lo tuvo claro desde siempre. Sin embargo, hubo otros que, temerosos de la dureza y severidad cuartelarias, y con el fin de escurrir el bulto, no se cansaron de solicitar prórrogas de estudios hasta que la mili dejó de ser obligatoria -año 2001-; así como otros que acudieron a métodos más expeditivos y se inventaron, con la coartada del médico de turno, alguna afección que les librara de tan engorrosa obligación. En mi caso, llevado por un componente de tradición familiar y otro de convicción personal, no vacilé en enfundarme el traje de campaña que con anterioridad ya habían vestido mi padre, mi hermano Eufronio y mis primos Víctor, José Manuel y José Luís -este último en Infantería de Marina-. El caso de mi hermano es llamativo puesto que, con solo diecisiete años, se enroló en el ejército bajo la extinta modalidad del Voluntariado Especial, paso previo a su objetivo final de aprobar para la guardia civil a través del cupo de plazas reservadas para los militares profesionales, algo que consiguió al cabo de los dos años de alistarse.

  Hasta el último curso de carrera no tuve conocimiento de la existencia de las milicias universitarias y, puestos a elegir, prefería pegar barrigazos como futuro alférez que como soldado raso. También, por qué ocultarlo, había un componente crematístico muy a tener en cuenta: si de soldado se cobraba la ridícula cifra de 1.500 pesetas al mes (9 € ), de alférez nos correspondían unas 110.000 (660 €), incentivo más que suficiente por si me cabía alguna duda al respecto. Así que, con el título de licenciado en Derecho recién estrenado, dediqué casi un año a preparar las pruebas teóricas y físicas. Donde más plazas se ofertaban era en el Arma de Infantería, opción por la que me decanté tras superar los exámenes. En la Subdelegación de Defensa de Cáceres me informaron del planning: debería incorporarme al Acuartelamiento Alférez Rojas Navarrete de Rabasa, Alicante, el primer día hábil de septiembre de 1999. Allí pasaría las primeras ocho semanas de instrucción. Una vez concluido ese ciclo, me esperaba el reto de la temida Academia de Infantería de Toledo durante todo un eterno, gélido y doliente mes de noviembre para, finalmente, elegir destino en el Regimiento de Infantería Mecanizada Saboya nº 6, unidad integrada en la Base General Menacho de Badajoz. Pero vayamos por partes. 


   Desconozco los motivos, pero no mantengo en la retina la despedida que, a buen seguro, me tributaron mis padres y hermanos. Doy fe de que se produjeron las típicas escenas luctuosas, pero no conservo esa estampa en el archivo de mi memoria. De cualquier forma, no iría muy desencaminado si imaginase a mi madre soltando alguna que otra lágrima, a mi padre dándome ánimos para arrostrar las dificultades venideras y a mis hermanos deseándome suerte para afrontar con buenas dosis de valor el nuevo horizonte que se abría ante mis ojos. Ni siquiera me acuerdo de los días previos a mi marcha, cuando se supone que debería estar, si no nervioso, sí inquieto ante el temor de pisar un terrero totalmente ignorado para mí. Nada de nada. Poco menos que parecía que me iba de campamento con los boy scouts. Ahora bien, lo que antes no me había quitado el sueño ni provocado desasosiego alguno, quedó compensado con las pesadillas que, al cabo del tiempo, me seguían originando las penalidades experimentadas durante esos tres meses de academia. Con posterioridad he vuelto a coincidir con algunos compañeros de promoción -Bonilla y Quico Torres, fundamentalmente- y ninguno sabemos a ciencia cierta cómo salimos mentalmente indemnes de aquel trance, porque aquello fue como para haberse vuelto loco. Y es que nos las hicieron pasar putas, sobre todo durante el tétrico mes que pasamos en Toledo. Hubo incluso un compañero al que, estando aún en Rabasa, le tuvieron que dar la blanca porque se le estaba yendo la chaveta: sudaba la gota gorda y se echaba a temblar, literalmente, cada vez que un mando se dirigía a él pegando voces -los mandos, claro está, no paraban de darnos órdenes a grito pelado-, y de madrugada nos sobresaltábamos cada vez que la pobre criatura no paraba de pegar alaridos en la camareta. La mayoría nos hacíamos los dormidos y, al mismo tiempo que nos compadecíamos de él, tratábamos de coger el sueño lo antes posible porque al día siguiente nos esperaría una dura jornada.

   Para no tener que pegarme la paliza de hacer el viaje Cáceres-Alicante del tirón, el fin de semana previo al de mi incorporación a filas hice una parada en Madrid, acompañándome a tal efecto algunos de mis amigos de Cáceres: si no recuerdo mal, vinieron Regidor, Fraile, Alfonso y Barquero. Nos quedamos en casa de Chema, otro amigo emigrado a la capital por motivos profesionales y que por aquel entonces compartía piso junto a tres colegas más, también extremeños, que comenzaban su andadura laboral en ese caos que es Madrid. Así que allí nos apoltronamos como pudimos. Todavía rondan por mi cabeza vagos recuerdos de la noche de aquel sábado y, sobre todo, de la mañana siguiente, debido a alguna que otra anécdota que sigue saliendo a relucir cada vez que nos reunimos. Y es que, en contadas ocasiones, pedir que te preparen un simple Cola Cao puede conducir a una descomunal batalla dialéctica si quien lo solicita es un hombre y la impelida una mujer que cree ver intrincadas connotaciones machistas donde no hubo mala intención. Después de una noche de parranda, y en previsión del agotador viaje que me aguardaba, no estaba uno por la labor de mantener enfrentamientos absurdos, así que supongo que decidí reservar fuerzas y que no tuve reparo en levantarme y prepararme un desayuno como Dios manda, acompañando al Cola Cao de marras de un sabroso zumo de naranja y de un par de tostadas untadas con mantequilla y mermelada.

   Aquella mañana dominical de mi partida, con el cuerpo resentido por la falta de descanso y la mente somnolienta por la escasez de sueño, me presenté en la estación de autobuses de Conde Casal para tomar el primer Auto-Res rumbo a la ciudad portuaria de Alicante. Saltaba a la vista, por los enormes macutos que llevábamos a cuestas, que éramos varios los que en aquel trayecto encaminábamos idéntico destino, sin apenas sospechar que estábamos a punto de adentrarnos en un auténtico campo de minas que puso a prueba tanto nuestra integridad física como psicológica. Puedo asegurar que los que íbamos todavía con la empanada mental típica de quienes habíamos estado siempre bajo el confort y la protección de nuestros padres, maduramos de golpe y porrazo justo en el instante en que cruzamos la barrera de seguridad de Rabasa y nos detuvimos en el puesto de control. A partir de ahí tendríamos que acostumbrarnos a un régimen dispuesto a extraer de nosotros hasta la última gota del ardor guerrero que se presuponía a todo infante del Ejército de Tierra. Y vaya que si nos la sacaron...

domingo, 13 de agosto de 2017

Sueños de un torero


   No hay nada mejor que un sábado en plena canícula agosteña, y con un puente a la vista, para que uno pueda pasear a sus anchas por los centros comerciales, sin los agobios típicos de un fin de semana ordinario, esos en los que no tenemos reparos en tomar al asalto las grandes superficies como si nos fuera la vida en ello, como si en lugar de ir a gastarnos el dinero nos fueran a regalar aquello que nos cuesta un ojo de la cara. El caso es que ayer por la mañana daba gloria bendita caminar por el Faro de Badajoz. Iba con aire distraído, fijando mi atención en los escaparates por si todavía quedaba algún chollo de última hora, sorprendido de no tropezarme cada dos por tres con los demás consumidores que tuvieron la misma ocurrencia de matar el tiempo dejándose media nómina en el Primark. Porque ésa es otra: no sé por qué me da a mí que la única tienda que funciona en condiciones en el Faro es el Primark. Entre éstos y los del Ikea andan marcándonos tendencias en la vestimenta y en la decoración del hogar. No hay más que salir a la calle y, por poco observador que seamos, no tardaremos en percatarnos de que parecemos clones, de que todos vamos pertrechados con los mismos pantalones, polos, camisas, camisetas, zapatillas y demás complementos. No me extraña que nos quedemos atónitos cuando nos cruzamos con alguien vestido con trapos que no nos suena haber visto en las estanterías del Primark, Zara, Spingfield o Pull & Bear; le entran a uno ganas hasta de pararle en mitad de la calle para darle nuestra más sincera enhorabuena y alabar su gusto. Y ya no les cuento si nos da por visitar la casa de algún amigo o familiar, donde no tendremos que esperar a llegar hasta la habitación de matrimonio para darnos cuenta de que las lámparas que cuelgan del techo o la mesa de la cocina los han adquirido en la firma sueca. En fin, es lo que tiene la globalización y el capitalismo salvaje. 



   Cuando se va a un centro comercial, normalmente se hace por dos motivos: el primero y más elemental, para dejarnos como mínimo un par de billetes de veinte euros en comprar productos que, la mayoría de las veces, no necesitamos; el segundo, y no menos frecuente, porque hayamos quedado con alguien. En mi caso, ayer se cumplieron a pies juntillas esos dos objetivos, con la salvedad de que mantuve la cartera intacta, más allá de un par de refrescos con que aliviarnos de la calor. Lo que de verdad me llevó al Faro fue reencontrarme con Pilar, una amiga de Monesterio a la que no veía desde diciembre pasado. Nos citamos en la famosa fuente, esa misma en la que te puedes topar con alguien de tu pueblo al que hace semanas que no ves y que, por esos caprichos del destino, también anda por allí al acecho de pescar algo en las rebajas. Pilar -tan alta y tan rubia, con ese deje sevillano que acentúan su gracia y su salero- iba acompañada de una de sus hermanas y del hijo de ésta última. En tiempos ya me había comentado que tenía un sobrino que traía a toda la familia por la calle de la amargura porque el muchacho quiere ser torero. Efectivamente, en cuanto le vi me di cuenta de sus hechuras: alto, de fina estampa, piel morena, mirada serena, ademanes sobrios y armoniosos, porte serio y con las cosas claras desde los nueve años, edad a la que, después de asistir a un festejo taurino con su padre, le reveló sus designios. Lo primero que hice al estrecharle la mano fue mostrar mis respetos por alguien que tiene la ilusión puesta en formarse para dedicarse a una profesión en la que la muerte puede aparecer en cualquier momento como invitada inesperada. Profesión que, por desgracia, no cuenta hoy en día con la comprensión de quienes están dispuestos a prohibir todo aquello que no sea de su agrado, no se sabe muy bien si por convicción personal o por otro tipo de razones más espurias.



El municipio pacense de Monesterio tiene que sentirse orgulloso de que uno de sus paisanos pasee su nombre por la geografía española. José Antonio Delgado Gómez, que así es como se llama el zagal, cuenta tan solo con diecisiete años. Hace uno que ingresó en la Escuela de Tauromaquia de Badajoz y el día de su alternativa como novillero, el 15 de mayo en Entrín Bajo, ya saboreó las mieles del triunfo saliendo a hombros por la puerta grande. Algo menos de dos meses después vuelve a repetir éxito en Cabeza la Vaca, en esta ocasión arropado por los espadas Manuel Díaz ‘El Cordobés’ y Manuel Jesús ‘El Cid’. Y es que José Antonio ‘Monesterio’ ya apunta maneras. Por lo poco que hablé con él, tiene metido entre ceja y ceja que quiere triunfar en el mundo de los toros y que es consciente de la dureza de su profesión y de los sacrificios que deberá afrontar hasta alcanzar la meta deseada. Él mejor que nadie sabe de las dificultades que va encontrarse por el camino, pero eso no es impedimento para que durante su aprendizaje disfrute y se ilusione con la pasión propia de un soñador con los pies en la tierra. A buen seguro que Luis Reina y Luis Reinoso  ‘El Cartujano’, sus maestros en la escuela de tauromaquia, sabrán sacarle el arte y la sabiduría que atesora para que, en un día no muy lejano, mientras espera en el callejón a que suenen clarines y timbales previos al paseíllo, pueda compartir cartel con sus admirados Perera y Manzanares. Espero que esa tarde de gloria, en el marco incomparable de una plaza abarrotada, el respetable no se canse de enarbolar pañuelos al aire al grito de “¡torero, torero!”. Desde aquí, solo me queda desearle que su esfuerzo y el sacrificio de sus padres den los frutos apetecidos; que mantenga la cabeza fría y evite las distracciones propias de su edad para que, más pronto que tarde, podamos verlo vestido de luces y dirigirnos a él con un... "¡suerte, maestro!".