martes, 12 de marzo de 2013

El dilema


   Las volutas de humo se reflejaban en los gruesos cristales de sus gafas, ascendiendo lentamente e inundando la amplia estancia bañada por la esplendorosa luz del día que penetraba por el ventanal del lado este, el que se asomaba a la avenida principal. De todo el edificio ése era, sin lugar a dudas, el mejor despacho. Despacho que Filomeno Antúnez, director del matutino “La Crónica” desde hacía más de 15 años, recostado sobre la silla de cuero negro, con los pies extendidos sobre una alargada mesa de caoba, las manos apoyadas en la nuca, el chaleco desabrochado y la corbata sin anudar, podía asegurar que se había ganado por méritos propios. El cenicero rebosante de colillas a medio consumir y su cara de preocupación denotaban que algo fuera de lo común rondaba por la cabeza de uno de los periodistas más prestigiosos de la ciudad. No se trataba de problemas relacionados con la tirada del periódico, ni de ninguna nueva demanda contra el editor o de la caída de ingresos por publicidad; él era perro viejo en el oficio y esas menudencias no le solían quitar el sueño. Tendría que tratarse de un asunto mucho más grave como para que Antúnez perdiera la sonrisa que solía lucir invariablemente debajo de su poblado mostacho. Eso era lo que se imaginaba Daniel Olivares, redactor de la sección de Nacional, al ver la cara de su jefe desde su propio despacho, no tan bien situado ni tan bien decorado como el del director. Se sentía culpable por haber creado esa situación, no en vano él era el padre de la noticia sobre la que Antúnez elucubraba y a la que ambos habían dedicado los últimos meses de su vida. Ahora ya tenía atados todos los cabos como para que se publicara, siempre que el director diera el visto bueno. Y no era fácil que eso sucediera puesto que el asunto iba a hacer correr ríos de tinta.

   El director consumió la última bocanada del pitillo. Esta vez lo apuró hasta la boquilla y dejó que se apagara en el mar de pavesas en que se había convertido el cenicero. En ese momento recordó que le había prometido a su mujer que dejaría de fumar, pero eran tantas las promesas incumplidas que una más tampoco importaría lo más mínimo. Su mujer no se lo tendría en cuenta. Al pasar al lado de la abarrotada estantería, no pudo evitar fijar su mirada en una fotografía en la que se le veía junto a Emilio Romero, el viejo director del diario Pueblo de quien tanto aprendió y a quien tanto le debía. Se preguntó qué actitud adoptaría su maestro ante la decisión a la que tenía que enfrentarse. Para Don Emilio el periodismo era como una especie de religión ante la que el profesional que se tuviera como tal debía confesarse al final de cada jornada, preguntándose si había obrado en función de lo que marcaban los cánones. Cuando se trataba de hacer aflorar la verdad, los sentimentalismos debían quedar en un segundo plano. Don Emilio podría tener muchos defectos, pero resultaba indudable que también dispuso de un olfato especial para oler la noticia allá donde se produjera, el mismo fino olfato heredado por su discípulo y que ahora se debatía entre vender su alma al diablo y seguir disfrutando del estatus de director, o ser fiel a sus ideales -aquéllos por los que se hizo periodista- e ir a muerte con su redactor hasta el final de aquélla historia que los dos habían jurado mantener en el más absoluto de los secretos hasta que las distintas fuentes confirmaran sus sospechas. Aquel momento crucial había llegado; sólo faltaba que Antúnez se decantara de uno u otro lado. Olivares era consciente de esa lucha interna por parte de su director, y temía que éste al final cediera ante las presiones. Sin embargo, no perdía la fe en aquél hombre y en su palabra dada.

   Sin apartar la mirada de la foto de su benefactor, su mente se trasladó a los tiempos de vino y rosas en los que las jornadas maratonianas de trabajo concluían a altas horas de la madrugada en el bar de la calle Postas, reunidos en animada tertulia con los compañeros de otros diarios de la competencia. Tiempos en los que seguir una historia durante semanas y ver publicado el resultado en primera plana, con tu nombre al pie de la noticia por la que te habías estado batiendo el cobre, suponía el mayor triunfo al que aspiraba un recién llegado como él. Tiempos en los que tenías que patear las calles en busca de algo decente que poder llevar a la rotativa, hablando con la policía, los delincuentes, jueces, abogados y demás personajes que poblaban el submundo de los sucesos. No había mejor escuela que la de conversar acodado en la barra de cualquier garito de mala muerte con el rufián de turno para hacerte acreedor de las confidencias de quienes manejaban el cotarro. Lo mismo ocurría con el no menos degradado mundillo de la política, la banca, las empresas de altos vuelos y la crónica negra: siempre había alguien dispuesto a contar lo que sabía a cambio de algún que otro favor sin importancia. Antúnez demostró ser un todoterreno como reportero, así como una innata habilidad para esquivar tanto las envidias más o menos soterradas como los halagos descaradamente interesados. Sus superiores así se lo reconocieron, asignándole con el paso de los años tareas de mayor responsabilidad, hasta llegar a la que ejercía en la actualidad y que sabía que tendría que abandonar en caso de que se decidiera por publicar lo que a todas luces suponía el mayor escándalo de los últimos años.

A aquellas horas de la mañana la redacción estaba prácticamente vacía. Desde su puesto, Olivares observaba cómo el rostro de su jefe se empapaba en sudor, volviéndose cada vez más pálido a medida que avanzaban los minutos. Estaba siendo un verano muy caluroso y a pesar de que las agujas del reloj aún no marcaban las once, se adivinaba que la canícula iba a seguir apretando con justicia. También era mala época para que a uno le despidieran del trabajo: un periodista en paro implicaba el pasar por una serie de penalidades que no todos estaban dispuestos a arrostrar, por muy buen currículum que uno se hubiera labrado. Olivares no le perdía de vista, lamentándose de que el futuro de ambos dependiera de algo tan incomprensible como que podían verse de patitias en la calle por su compromiso con la verdad. Lo cierto es que existían poderosas razones para que ciertas personalidades de la vida social y política hicieran votos para que determinadas cuestiones no salieran a la luz, más aún si tales circunstancias afectaban a la cúpula directiva del propio periódico. Ni Antúnez ni Olivares se imaginaban ejerciendo otra profesión que no fuera el periodismo; no sabían hacer otra cosa, y después de aquello nada volvería a ser igual para ellos. Los dos tenían mujer e hijos a los que mantener, hipotecas y facturas que pagar, y eran perfectamente conscientes de que esas horas iban a condicionar su porvenir más inmediato. Se habían conocido en una de las noches interminables de la calle Postas, entre tragos de whisky que alimentaban las esperanzas de unos y confirmaban las desilusiones de otros, cuando Antúnez ya era casi una eminencia y Olivares comenzaba a dar sus primeros coletazos como plumilla de a tanto la pieza. Hicieron buenas migas desde el primer momento y el director consiguió que lo admitiesen como personal fijo en la plantilla de “La Crónica”, motivo más que suficiente para que Olivares le estuviera eternamente agradecido.

   La puerta del despacho se abrió, pero el director -con el enésimo cigarrillo de la mañana entre los dedos- se quedó inmóvil, posando su mirada perdida a uno y otro lado de la redacción. Su aspecto delataba las noches de insomnio que aquella noticia le había ocasionado desde hacía días, cuando el jefe de Nacional le confirmó que, efectivamente, una quinta fuente había corroborado lo que ambos ya conocían. Olivares, con las mangas de la camisa dobladas hasta los codos, se incorporó del asiento pero tampoco se atrevió a dirigir sus pasos hacia ninguna dirección; simplemente permaneció de pie a la espera de lo que Antúnez tuviera que decir. La imagen de esos dos hombres en actitud expectante provocó cierta curiosidad entre el resto de compañeros, convidados de piedra de una escena en la que sólo sus protagonistas principales eran sabedores de su gravedad. Finalmente el director se decidió y avanzó con paso firme hasta donde le esperaba aquel joven periodista en quien había depositado toda su confianza. Frente a frente, con los ojos cargados de emoción, sobraron las palabras para que Olivares se percatara de que la decisión estaba tomada. Después de darse un apretón de manos, cada uno volvió a su puesto con la convicción de que habían hecho lo correcto. En ese momento la redacción comenzó a llenarse de los periodistas y colaboradores dispuestos a ocupar sus atestadas mesas con el anhelado propósito de cambiar el mundo a través de sus artículos, todos ellos ajenos a los momentos de tensión vividos entre aquellas paredes en las que se había decidido que primaría el derecho de los lectores a conocer la verdad fuera cuales fuesen los peligros que la acecharan. La verdad como virtud y no como utopía.


martes, 5 de marzo de 2013

Evocaciones de un escritor.


   Con la gélida mañana despertó un nuevo día inundado por un manto de húmeda y ligera niebla que envolvía las ateridas siluetas de quienes, desde primera hora, se atrevieron a echarse a las calles para aprovechar al máximo un festivo más de los que jalonaban el calendario. A pesar de que la climatología no invitaba a practicar la recomendable actividad de pasear, cualquier excusa era buena para salir de casa. Tenía que sacar fuerzas de flaqueza con tal de no sentirse prisionero de dolorosos recuerdos que no harían sino sumirle en la zozobra de una nostalgia perniciosa que en nada ayudaría en la tarea de sustentar a un espíritu en transición hacia nuevos horizontes. Así que, con la ropa de abrigo suficiente -salvo el gorro de lana y las orejeras, llevaba todo lo demás-, se propuso aparcar por un momento su congénito pesimismo con la intención de redescubrir los rincones más recónditos de su ciudad, confundiéndose con la algarabía de un paisanaje ajeno a sus preocupaciones.

   La estampa que se encontró durante el recorrido no era muy distinta a la de un domingo cualquiera de un otoño casi invernal: parques repletos de niños curiosos perseguidos por unos padres sobreprotectores; grupos de jubilados con el periódico bajo el brazo, marcando el paso con milimétrica cadencia en busca del primer bar en el que tomar algo bien caliente que reconfortara sus enjutos cuerpos; pandillas de joviales adolescentes gastándose bromas picantes propias de la edad; ciclistas kamicazes que desafiaban con imprevistos movimientos al escaso tráfico rodado... Sólo faltaban los devotos a la salida de misa. Y todo ello acompañado por el vuelo rasante de algún pajarillo despistado, por el rumor de las copas de los árboles azotadas por la fuerza de un viento siberiano, por el chasquido de sus hojas caducas al ser pisoteadas por los descuidados transeúntes, por el susurro de los traviesos chorros de agua de las fuentes que encontraba a su paso.

   La melancolía fluía a raudales, convirtiéndose en la nota protagonista de su deambular absorto, sumido en mil cavilaciones de las que sólo despertó al ver la figura de un limpiabotas. Hacía mucho tiempo que no se topaba con uno, aunque también es verdad que pocos se decidían por tomar los hábitos de esa profesión. Si no fuera tan alto bien podría decirse que tampoco andaba escaso de carnes; el rostro curtido por las penalidades lo poblaba una escasa y descuidada barba encanecida. Sus huesudas manos se afanaban en realizar con presteza un trabajo impecable con el calzado de una de las variopintas turistas extranjeras que visitaban la ciudad durante aquellos días de asueto. Su profunda mirada evocaba los recuerdos de un pasado más próspero. Su porte destacaba por el pelo engominado peinado hacia atrás, así como por un desgastado traje gris que había conocido épocas de gloria, acompañado por una camisa blanca coronada por una corbata anudada al estilo inglés. Los zapatos, para dar ejemplo, relucían hasta bajo la espesa niebla que todo lo recubría. Sus cuidados gestos, el modo en que se dirigía a la turista y el perfecto inglés en el que transcurría la conversación entre ellos eran indicios más que suficientes para que, en su conjunto, se adivinara que aquél hombre había vivido épocas mejores. Resultaba encomiable la dignidad con la que desempeñaba su cometido, incluso el entusiasmo con el que trataba de sacar lustre a unas desvencijadas botas a las que sólo un milagro devolverían a su estado natural.

   Pablo se quedó observando con detalle aquella estampa costumbrista que parecía rescatada de principios del siglo XX. No dejaba de preguntarse quién habría sido realmente aquél hombre y qué circunstancias le habrían llevado a esa situación. Resolvió que, una vez concluyera con la turista, él sería el próximo cliente de aquéllas prodigiosas manos que volaban con la habilidad propia de un gran maestro en su oficio. Dicho y hecho: despegar la “guiri” sus botines del reposapiés y plantar los suyos con celeridad fue todo uno. Viéndolo ahí, sentado en su taburete y dando buena cuenta del betún y el cepillo, cualquiera diría que Fulgencio había sido mozo de espadas de uno de los toreros más afamados de la década de los sesenta y los setenta, que había viajado por todo el mundo, que incluso había contraído nupcias con la hija de un Lord británico que vivía en el peñón de Gibraltar, que fruto de ese matrimonio habían nacido dos hijos, que su mala cabeza le llevó a abandonar a su familia hipnotizado por la glauca mirada de una prometedora actriz de la farándula que se quedó en eso, en simple promesa del espectáculo; que cuando el dinero empezó a escasear, a su querida no le dolieron prendas en convertirse en la concubina del empresario que administraba el teatro en el que se representaba la obra en cuyo cartel aparecía ella como primera actriz; que después de aquella estocada Fulgencio no volvió a ser el mismo y que se refugió en el alcohol como compañero de viaje. Su vida naufragaba sin rumbo fijo hasta que un día, instalado en una posada de Madrid, sin más oficio que el ir de parque en parque con su tetrabrick de vino tinto a cuestas, quiso la casualidad que se encontrase con el puesto de un limpiabotas en una de las calles adyacentes a la Puerta del Sol. Lo que más le sorprendió fue que de la silla habilitada para los clientes colgaba un cartel en el que podía leerse “Se traspasa el negocio por jubilación”. Y así fue como se inició en ese noble oficio que le llevó a conocer a personajes como Tierno Galván, Umbral o Cela. Pablo, por su parte, no se atrevió a preguntarle nada, limitándose a observar el faenar de aquel hombrecillo que tarareaba coplas, fandangos y pasodobles cuando la clientela no le daba conversación. Tampoco quería importunarlo con su curiosidad, así que una vez hubo terminado, se alejó del lugar con el pensamiento de que aquél limpiabotas anónimo podría convertirse en el personaje central de la novela que se proponía escribir. A buen seguro que dos tardes con él bastarían para emborronar unos cientos de páginas con las que deleitar a sus futuros lectores. Porque él también había roto con su pasado y había recalado en la gran urbe para dar comienzo a un futuro esplendoroso en el arte de las letras.