martes, 19 de enero de 2021

¿Vamos a la deriva o es solo un espejismo?

 

A la memoria de mi tío Manuel,

que nos dejó antes de tiempo



   Seguro que no se han olvidado de que el 14 de marzo del año pasado nuestras vidas sufrieron un cambio drástico, una sacudida brutal como nunca antes habíamos experimentado los que hemos nacido en los albores de los años setenta del siglo paso. Aquel día, el gobierno decretó, por segunda vez en nuestra historia democrática, el estado de alarma tras un tenso consejo de ministros que se prolongó más de la cuenta, debido a las disputas internas entre los partidos que conforman la malhadada coalición. Desde entonces, nada ha vuelto a ser lo mismo. Nuestras vidas han dado un giro copernicano, tratando de acostumbrarnos a esta macabra normalidad marcada por un bichito cuyo nombre tardaremos en olvidar. Pandemia, miedo, muerte, confinamiento, cuarentena, distanciamiento social, ERTE, recesión económica, cierres perimetrales, PCR y test de antígenos son, entre otras muchas, algunas de las palabras que se han hecho visible con toda su crudeza y que están marcando nuestra rutina diaria de una manera cruel, repentina e inesperada. La cosa dura ya cerca de un año y, de momento, no se ve la luz al final del túnel. Les propongo, pues, que me acompañen a lo largo de este tortuoso camino plagado de fechas, de hechos extraordinarios y de disparates sin igual. Tan solo les pido un poco de paciencia, al menos hasta que comprueben hacia adónde les quiero llevar. 

   El 31 de diciembre de 2019, China notificaba oficialmente a la Organización Mundial de la Salud (OMS) que en la ciudad de Wuhan se había detectado el virus de la COVID-19. Desde ese momento, el mundo entero asistía perplejo al hecho de que el país asiático se dedicara a la tarea de construir hospitales en tiempo récord para tratar específicamente a aquellos que habían contraído la enfermedad. Mientras tanto, en España, y en fecha tan temprana como el 30 de enero de 2020, en una reunión técnica del Ministerio de Sanidad, Juan Martínez Hernández, experto en Salud Pública de la Organización Médica Colegial, alertó al Gobierno de la enorme peligrosidad del coronavirus. La mayoría de los expertos allí presentes, entre los que se encontraba el director del Centro de Control de Alertas y Emergencias de Sanidad, Fernando Simón, desoyeron la voz de alarma. 


    Al día siguiente, 31 de enero, el Centro Nacional de Microbiología confirmaba, en La Gomera, el primer caso de coronavirus en España. Ese mismo día, el ínclito Simón pronunciaría en rueda de prensa estas lapidarias palabras: "España no va a tener, como mucho, más allá de algún caso diagnosticado". Y lo que debería haber sido una losa en la trayectoria de este señor, poco menos que lo han convertido en un icono de la cultura pop. ¿Creen ustedes que, a día de hoy, una vez demostrada la patraña de tales afirmaciones, le han costado el puesto al susodicho? Pues no. Ahí sigue, merecedor, ni más ni menos, que del premio Emilio Castelar –otorgado por una asociación que dice llamarse Progresistas de España-; ocupando portadas en los periódicos a lo James Dean, con su chupa de cuero y su Suzuki GS500E, sin inmutarse ante las sandeces que suelta de cuando en cuando y que harían sonrojar a cualquier estudiante de primero de medicina.

   El 12 de febrero, ante la incomprensión de muchos, se canceló el Mobil World Congress de Barcelona. Hasta la ciudad condal llegó la advertencia del director general de la OMS de que el virus suponía una amenaza global. ¿Pero quién iba a creerse los mensajes alarmistas de la OMS después del fiasco de la gripe aviar de 2005? Pues eso, que casi nadie hizo caso y cada país siguió a lo suyo. Por supuesto, ello no fue obstáculo para que, el 19 de febrero, unos dos mil quinientos aficionados del Valencia se desplazaran hasta Milán para ver disputar a su equipo un partido de la Champions League contra el Atalanta, a pesar de que en Italia la epidemia avanzaba a un ritmo alarmante. Tan solo cuatro días después de ese partido, el país transalpino suspendía el carnaval de Venecia y cerraba los colegios. Y claro, aquello se convirtió en una auténtica bomba vírica, aunque quizás sus efectos no serían tan demoledores como los que sí tuvieron las manifestaciones del 8 M. 


   El 27 de febrero, el Ministerio de Sanidad hizo públicas sus primeras instrucciones generales: en caso de síntomas, se recomendaba no salir de casa y llamar al 112. Sí señor, todo un decálogo de prevención reducido a medidas de andar por casa, restándole gravedad al asunto. Por eso, el 1 de marzo, Pedro Sánchez pedía confianza en la comunidad científica y en el sistema de sanidad pública, asegurando que en este tipo de crisis no contaban la ideología ni las opiniones, sino la ciencia y el conocimiento. Claro, claro que sí, Pedrito. El caso es que las manifestaciones del 8 M -con eslóganes tan instructivos como “El patriarcado mata más que el coronavirus”, o “El único virus peligroso es tu machismo”- se celebraron a lo largo y ancho de nuestra geografía, a pesar de que por entonces ya contábamos trece fallecidos y casi seiscientos contagiados. Y a pesar también de que la Unión Europea, desde el día 3, había elevado de moderado a alto el riesgo de contagio, focalizando en Europa el epicentro de la pandemia. Aunque, eso sí, no toda la culpa de la propagación del virus durante aquella jornada la tuvo el gobierno: en Vistalegre, VOX cometió la imprudencia de celebrar un mitin, desoyendo las voces que sugerían suspender el acto. Días después, se supo que su secretario general, Ortega Smith, se había contagiado para goce y disfrute de la caterva progre. 


   Y, ¡oh, casualidad!, el 9 de marzo, tan solo un día después de las macro manifestaciones para conmemorar el Día Internacional de la Mujer, Fernando Simón salía a la palestra para reconocer, con toda su cara dura, que ya había transmisión comunitaria en Madrid, Vitoria y Labastida. Eso sí, no había razón para que cundiera el pánico, pues, según el ministerio de Sanidad, los rayos del sol ayudarían a acorralar el virus. Y claro, como el Gobierno seguía de brazos cruzados fiándolo todo al astro sol, la Comunidad de Madrid -que no estaba para muchas esperas- acordó suspender, durante dos semanas, las clases en todos los niveles educativos. Eso supuso que unos dos mil universitarios extremeños emprendieran una diáspora a nuestra tierra, generando la polémica de si las autoridades deberían o no permitir tales desplazamientos. Y ya que hablamos de Extremadura, el 2 de marzo se confirmaron los dos primeros contagios en nuestra región. A nuestro querido consejero de Sanidad, el amigo Vergeles, le dio por decir que sólo los pacientes contagiados tenían que ponerse las mascarillas; que el resto podía estar sin ella. Algo que agradecieron los asistentes a la gala de los premios San Pancracio de Cáceres, en la noche del sábado 7 de marzo. Mientras los premiados subían a recoger sus galardones, el virus comenzaba a hacer de las suyas. 

   Mientras en Italia se decretaba el confinamiento de la población, Fernando Simón insistía en que el crecimiento del virus en España era un poquito mayor de lo habitual, que aún estábamos en fase de contención. El Gobierno anunciaba un plan de choque económico y se limitaba a establecer restricciones en cuanto a concentraciones y viajes. No queríamos ver lo que estaba sucediendo en el país vecino. Y aquí es cuando hace acto de presencia otro personaje principal en todo este sainete de la gestión política: Salvador Illa, filósofo y ministro de Sanidad. “Esto va a ser duro, pero tiene un horizonte. Ya hay 135 personas recuperadas”. Esas fueron las palabras de ánimo de este señor, que bien las podría haber pronunciado el portero de mi bloque. El horizonte, a lo que se ve, no termina de despejarse.


    Y, claro, ya se sabe que cuando los políticos llaman a la calma, el personal se pasa las recomendaciones por el forro: la gente se lanzó, sin compasión, a los supermercados, abriéndose paso a codazo limpio para poder adquirir productos de primera necesidad. Iba uno al Carrefour o al Mercadona y no daba crédito: colas interminables y estantes vacíos. El desabastecimiento llamaba a la puerta, y ahí andábamos, deambulando de un comercio a otro en busca de filetes de pollo y demás viandas para que el apocalipsis no nos pillara en ayunas. Y así fue cómo se demostró que, para algunos, la solidaridad consistía en llenar sus carros hasta los topes y que los demás se buscasen la vida como buenamente pudieran. No sé por qué motivo -supongo que hubo algún que otro bulo de por medio-, hasta hicimos acopio de papel higiénico como para alicatar un adosado. Y todo ello, a pesar de que los expertos seguían insistiendo en que el asunto no era como para perder el sueño. Sí, sí. Que se lo dijeran a los que nos habíamos quedado sin guantes y mascarillas.


   El 12 de marzo, el coronavirus trocaba oficialmente en pandemia. ¡Expertos a mí! En Extremadura, una mujer de Arroyo de la Luz, de 59 años, se convertía en la primera víctima mortal en la región. Al día siguiente, viernes 13, Fernández Vara anunciaba el cierre, durante dos semanas, de los centros educativos, lo que no impidió que su consejero de Sanidad, el tal Vergeles, se empecinara en señalar que seguían sin existir evidencias de transmisión comunitaria. Ambos dos oráculos fueron desmentidos a las pocas horas, cuando Pedro Sánchez comunicó que, al día siguiente, sería declarado el estado de alarma… Y entonces los señores Vara y Vergeles se dieron por enterados, poniendo de manifiesto el común denominador en toda esta crisis: la descoordinación total y absoluta entre los gobiernos autonómicos y el nacional. Pero no se crean que los políticos de turno eran los únicos que metían la pata de forma inopinada. Ese mismo sábado, en una entrevista en el diario HOY, un profesor de patología infecciosa de la Facultad de Medicina de Extremadura llegó a afirmar lo siguiente: “Extremadura no es muy propicia para la enfermedad... El problema es serio, pero no es una hecatombe”. Juzguen ustedes mismos el valor que tienen los expertos en estas circunstancias. 


   Pues eso, que se anunciaba el estado de alarma con veinticuatro horas de antelación a su entrada en vigor. Con lo cual, imagínense ustedes la estampida que se produjo en la Comunidad de Madrid: maricón el último, oigan. El estratega de la Moncloa, esa marioneta que Iván Redondo maneja a su antojo, quiso darle a su comparecencia un toque heroico, y no tuvo mejor ocurrencia que repetir las palabras que en ocasión mucho más solemne pronunciara Winston Churchill, primer ministro británico, ante la Cámara de los Comunes, un 13 de mayo de 1940. Como si estuviéramos en plena batalla contra un enemigo invisible, y después de apelar a la disciplina social para superar la pandemia, nuestro engreído presidente soltó aquello de “…sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”, elevándose a sí mismo a la categoría de mito. ¿Habrase visto ejercicio mayor de hipocresía? Pues sí, aquello sería un simple indicio del autobombo y la propaganda que nos esperaban a partir de entonces.


   Y todos entramos en pánico. De repente, con la primavera a punto de llegar a nuestras vidas, lo que irrumpió de manera furibunda fue una restricción de derechos fundamentales, confinados en casa, privados de nuestra libertad ambulatoria. Ni en nuestras peores pesadillas habríamos imaginado algo similar. Aquello estaba sucediendo de verdad y, para sobrevivir, tendríamos que adaptarnos -cuanto antes- a las nuevas circunstancias. Y a ello no ayudaban que digamos la gestión pilotada por dos perfectos incompetentes como Sánchez y el Coletas. Nuestro presidente, por ejemplo, se congratulaba de que los niños estuvieran aprendiendo -pásmense- a lavarse las manos a conciencia… Lo que oyen: mientras moría gente a millares, nuestros líderes nos daban charlotadas a lo Barrio Sésamo. Mientras los sanitarios y las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado se partían el lomo en las condiciones más precarias; mientras en las residencias de ancianos nuestros mayores caían como chinches; mientras en los hospitales se apilaban los cadáveres y había que decidir, en función de su esperanza de vida, a quiénes se les enchufaba al respirador y a quiénes no; mientras cundía el pánico por el desabastecimiento de guantes y mascarillas… Mientras todo eso pasaba, desde el gobierno se dedicaban a la propaganda más soez, sin un ápice de autocrítica a su desastrosa gestión. Se le caía a uno el alma a los pies comprobar cómo los médicos, enfermeros y el resto de personal sanitario tenían que aguzar el ingenio con esparadrapos y bolsas de basura con tal de ponerse algo que los protegiera del virus. Y es que algunos dedicaban más tiempo y esfuerzo en organizar caceroladas contra el Rey, o en propagar infundios sobre el carácter golpista de la derecha, que en combatir una crisis sanitaria y económica de primer orden. 


   ¿Y qué fue lo que sucedió entonces? Pues que sobrevino el desastre más absoluto. A raíz de la declaración del estado de alarma, ya no había dudas de que el negligente gobierno de coalición lo integraban auténticos lerdos. A medida que avanzaba el reguero siniestro de fallecidos y contagiados, nuestro ánimo empezó a decaer a marchas forzadas. Los aplausos en los balcones, la música a todo trapo para entretener a los más pequeños de la casa, hacer ejercicio físico con cualquier cosilla que teníamos a mano y nuestro espíritu de avezados reposteros dieron paso a la indignación más absoluta cuando, impotentes, asistíamos a una verdadera conjura de los necios. El gobierno, más que gestionar, lo que hacía era estar de oyente, revelando una clamorosa e imperdonable falta de liderazgo. Por mucho que se esforzaran en propagar los mensajes de que este virus lo pararíamos unidos, de que nadie quedaría atrás y de que saldríamos más fuerte de todo este horror, la credibilidad del siniestro Pedro Sánchez, del inútil de Illa y del perverso Simón era nula. Y todo ello, muy a pesar del lavado de cara que le hicieron todas y cada una de las televisiones de este país, que nos han pintado una pandemia de charanga y pandereta, hurtándonos el dolor ajeno a cambio de servirnos una realidad adulterada. Hasta TVE emitió durante esa primera ola una serie en clave de humor titulada “Diarios de la cuarentena”. Ya ven, como para partirse el espinazo. 


   Cuando se dedican más energías en acallar las voces críticas que en planificar los recursos necesarios para aliviar los embates de la pandemia, no queda más remedio que que concluir que nos encontramos ante un gobierno ruin y ramplón. Cuando nos gusta más un micrófono que visitar hospitales; cuando la rectificación se convierte en la regla general, sumiendo en el caos a una ciudadanía desamparada; cuando la prioridad es controlar las redes sociales con la coartada de eliminar el efecto pernicioso de los bulos; cuando se pretende imponer un ministerio de la verdad despreciando las más elementales libertades; cuando un funesto Secretario de Estado de Comunicación criba las preguntas que los periodistas pueden hacer, vía telemática, al mulo de la Moncloa… Cuando todo eso sucede, cuando ni George Orwell hubiera llegado tan lejos, para mí ese gobierno no merece respeto alguno. Y cuando, efectivamente, el gobierno se convirtió en el centro de todas las críticas, ahí tenían ustedes a las hordas socialcomunistas reclamando comprensión, negando siquiera la posibilidad de que a Sánchez y a su cuadrilla se les pudiera afear su conducta. ¿O es que acaso alguien pone en duda que las reacciones habrían sido distintas si toda esta calamidad se hubiera producido con el Partido Popular en el poder? Tan distintas como que habríamos presenciado desde el primer momento a la izquierda tomando la calle y montando barricadas. Así se las gasta la socialdemocracia de este país. 


   A medida que la crisis sanitaria iba teniendo efectos demoledores en la economía, la tragedia que se dibujaba en nuestros horizontes era superior a lo que en un principio podíamos haber previsto. Los ERTE entraron es escena y mandaron a casa a un buen puñado de trabajadores, desesperados ante la incertidumbre que se les venía encima. Pasaba el tiempo y ya no nos hacían tanta gracia las argucias ideadas por nuestros vecinos para salir a dar un paseo con el perro o tirar la basura a unos cuantos kilómetros a la redonda. Cuando ya estábamos hasta el moño del Dúo Dinámico y de su Resistiré; cuando los aplausos no resonaban con tanto entusiasmo como al principio; cuando las funerarias y los tanatorios seguían colapsados; cuando el teletrabajo dejó de ser la panacea; cuando el gel hidroalcohólico arrasaba con nuestras manos; cuando chocarnos los codos o pagar más de cien euros por una PCR ya no nos parecía tan gracioso; cuando entrábamos y salíamos de las cuarentenas como Pedro por su casa; cuando al que daba positivo se le trataba como si tuviera la peste, o cuando nos metían el bastoncillo hasta las entrañas nos borraba de un plumazo esa sonrisita cómplice… Cuando todo eso seguía su curso, cambió nuestro humor: si antes éramos unos vecinos ejemplares, ahora algunos se habían postulado como policías de balcón, vigilando para que el eslogan 'Quédate en casa' se cumpliera a rajatabla y dejara de ser el coño de la Bernarda, que era en lo que se había convertido desde un principio. Quien más quien menos había perdido a un familiar, o a un amigo, y no estaba dispuesto a pasar ni una por alto. Cuando, con todo y con eso, el gobierno seguía tratándonos como a neonatos -con la complicidad de los medios de comunicación-, ya no hubo diques para contener una indignación cada vez más desbordada.

  

   Y como no hay mal que cien años dure, el confinamiento llegó a su fin. Habían pasado algo más de tres meses, tiempo más que suficiente como para poner a prueba nuestros límites y fortaleza mental. Nunca antes había tenido el placer de contemplar a tanta gente dando paseos, haciendo running o montando en bicicleta. A algunos se les notaba a la legua que no se habían enfundado unas calzonas en su vida, y que en eso de dar pedales tampoco es que fueran unos virtuosos. El término romería se queda corto para describir a muchedumbres ávidas de libertad tratando de hacerse un hueco en el asfalto, embozados en sus coquetas mascarillas: te cruzabas con tu vecino paseando al chucho, y si no es porque te llamaba la atención, podría pasar por un fulano cualquiera al que jurarías no haber visto en la vida. Pero esa “nueva normalidad” de las que nos hablaban no terminaba de satisfacernos del todo. ¿Qué era eso de los aforos limitados y de las restricciones horarias? ¿Qué leches significaba eso de las fases de desescalada y cuándo pasaríamos de una a otra? El gobierno, como de costumbre, y a pesar de inundar el Boletín Oficial del Estado (BOE) con un marasmo de normas ininteligibles, tampoco lo tenía muy claro. Para tal sazón se sacó de la manga un comité de expertos que luego se ha demostrado que nunca existió. ¿Qué raro, verdad, este gobierno mintiéndonos sin recato? 


   Nos plantamos en julio, y nuestro amado presidente nos dio la buena nueva de que habíamos vencido al virus y de que teníamos todo el verano por delante para disfrutar de la vida. Y, crédulos de nosotros, así lo hicimos. Salimos disparados tanto a las playas –no íbamos a ser menos que Fernando Simón, al que le faltó tiempo para irse al Algarbe portugués- como a las casas rurales. Era un primor vernos hacer las maletas y emprender el viaje con la misma ilusión con la que un niño espera la llegada del ratoncito Pérez. Y por unas semanas nos olvidamos de los muertos, de la carga viral y de la pandemia. Casi ni nos enteramos del funeral de Estado que, a regañadientes, el gobierno accedió a celebrar por unas víctimas mal contadas y cuyas cifras distaban mucho de reflejar la realidad. Pero claro, llegó el mes de agosto y la cosa volvió a repuntar. Y otra vez nos entró el canguelo. La palabra de modo pasó a ser “cogobernanza”, que es el modo en que Pedro Sánchez se quitaba el marrón de encima y se lo pasaba a las Comunidades Autónomas. Y ya sí que el caos se hizo memorable: un mismo país regulando de diecinueve maneras distintas las medidas para luchar contra la pandemia. El despropósito era mayúsculo. 


   Entrábamos en la segunda ola. Ah, ¿pero no nos habían asegurado que esto ya estaba finiquitado; que habíamos conseguido aplanar la dichosa curva? Olvídense de lo que propalen Pedro Sánchez y sus secuaces: su palabra tiene menos valor que la de Judas Iscariote. ¿Qué puede esperarse de un tipejo que se vanagloria de haber salvado, él solito, 400.000 vidas? Pues exactamente lo mismo que cabe esperar del comunista con el que comparte asiento en el Consejo de Ministros. Sí, ese mismo que no ha visitado ni un hospital ni una residencia de ancianos durante todo este tiempo; que no se cansa de levantar cortinas de humo para tapar los escándalos de su caja B; que siente más empatía por los etarras que por las víctimas de sus atentados; que intercede por el indulto para los presos del golpe de Estado en Cataluña; que se queja ahora de los escraches que antes patrocinaba tan alegremente –medicina democrática los llamaba-; y que, recientemente, ha soltado la parida de comparar al fugado Puigdemont con los exiliados republicanos durante el franquismo. Ese es el nivel.

   El 25 de octubre se decretaba un nuevo estado de alarma, sin confinamiento, pero que nos devolvía a las restricciones de horarios y aforos. ¿A que no se acordaban que seguíamos en estado de alarma? Pues sí, así es; así que ¡despertad de una puñetera vez, malditos! El número de contagiados aumentaba de manera exponencial, aunque es cierto que el de muertos no lo hacía en el mismo grado. Aún así, doscientos fallecidos por día seguían siendo muchos muertos. Sin embargo, el presidente no daba señales de vida, entretenido como estaba en amenazar al personal con reformar por vía de urgencia el sistema de elección del Consejo General del Poder Judicial, y en aprobar la Ley Celaá para domesticar al rebaño de sus futuros votantes. La cosa volvía a pintar mal. En el puente de la Constitución, todas las Comunidades Autónomas –a excepción de Galicia, Baleares… y Extremadura- cerraron su territorio. Con las Navidades a la vuelta de la esquina, nos dieron tres noticias: que estábamos ante la tercera ola -no habíamos salido de la segunda y nos topábamos con otra más-; que había por ahí una cepa británica del virus, muy contagiosa pero que provocaba menor mortalidad; y que ya habían descubierto la vacuna. Por lo tanto, no había de qué preocuparse. De ahí que en esas fiestas tan entrañables -hay quien se encomendó al virus para no coincidir con suegros ni cuñados- nos dieran rienda suelta para que, en las reuniones familiares, pudiéramos reunirnos… hasta diez “allegados”. La cosa, en verdad, sonaba a cachondeo. Una vez más, los iluminados tuvieron que dar marcha atrás y rectificar sobre lo rectificado. Un sindiós, vamos.


   Total, que como según Fernando Simón nos hemos pegado unas Navidades mejor de lo que deberíamos, pues eso, faltaría más, tendrá sus consecuencias. Los Reyes Magos, sí, han llegado cargados con las primeras remesas de vacunas, pero la falta de planificación en cuanto a su distribución han dado al traste con cualquier esperanza. El ritmo de pinchazos está siendo bastante más lento de lo previsto; dicen que porque los enfermeros andan de vacaciones, y porque –hay que joderse- de momento no se vacuna ni por las tardes, ni durante los fines de semana y festivos. Y digo yo: qué virus este tan curioso que descansa durante los días de guardar. Pero claro, el bichito no atiende a razones y anda por ahí desbocado. Supongo que también tendrá algo que ver en todo este berenjenal el hecho de que el ministro de Sanidad esté pensando en abandonar el barco para presentarse como candidato por el PSC en las elecciones catalanas, en lugar de organizar este camarote de los hermanos Marx en el que estamos inmersos. Y así nos va: mientras unos le dan vueltas al rédito electoral que pueden obtener, otros estamos a la espera de saber si nos confinan otra vez o no.

   Y después de esto que les acabo de soltar, se estarán ustedes preguntando que a qué ha venido todo este rosario. Seré breve y conciso, para que se me entienda sin ningún género de dudas: señoras y señores, ¿no hemos aprendido nada? ¿Somos tan cenutrios y tan irresponsables, más allá de los reproches que podamos verter sobre las autoridades competentes, que ya no nos acordamos por lo que hemos pasado? ¿Tan flaca es nuestra memoria? ¿Se nos ha olvidado que teníamos que despedirnos de nuestros muertos en la más absoluta soledad, sin poder consolarnos ni abrazarnos ante el dolor por la pérdida del ser querido, y que hasta para llorar teníamos que guardar la distancia de seguridad? ¿Hace falta que nos toque la desgracia en primera persona para que hagamos caso de las recomendaciones, o es que sólo entramos en vereda cuando nos pillan en un renuncio y nos tocan el bolsillo? ¿Somos tan civilizados como nos creemos o, en realidad, somos igual de mediocres que los políticos a los que tanto vilipendiamos? ¿Nos hemos vuelto todos de repente negacionistas, y por eso actuamos como auténticos imbéciles? ¿No nos damos cuenta de que los medios de comunicación ya se han cansado de contar a los muertos y ahora solo hacen hincapié en el número de contagiados o de recuperados?¿Somos conscientes de que estamos normalizando los efectos de esta tragedia? ¿Nos merecemos todas las 'Filomenas' que nos quiera enviar la madre Naturaleza? ¿Qué clase de sociedad hemos construido para que el egoísmo individual relegue a otros valores superiores que redunden en mayor beneficio de la comunidad? ¿Tenemos solución como sociedad, o ya lo damos todo por perdido? ¿Nos hemos propuesto resurgir de nuestras cenizas, o es que estamos tan ciegos que no sabemos hacia dónde nos dirigimos? He ahí la cuestión. Así que, si queremos seguir disfrutando de esta vida superficial y licenciosa, despreocupada y banal que hemos tenido hasta ahora, más nos vale que reaccionemos a tiempo si queremos espantar la amenaza de ruina humana, moral y económica que nos acecha.

lunes, 11 de enero de 2021

Confesiones de un SEFOCUMA (VI): Camino a la jura.

 

 

    De regreso de Agost, enfilábamos la recta final de nuestro primer período de formación como futuros alféreces de SEFOCUMA. En el inmediato horizonte se perfilaba la silueta de la temida Academia de Infantería de Toledo, templo de la gloriosa infantería española a la que tendríamos el gusto de pertenecer a no mucho tardar. La experiencia de aquel primer VIVAC moldeó el carácter de unos jóvenes en los que ya se atisbaba cierto ardor guerrero, concediéndonos el impulso y el espíritu de sacrificio necesarios como para sortear con éxito los últimos obstáculos que se interpondrían en la consecución de la ansiada estrella de seis puntas. No obstante, Alicante aún nos reservaba alguna que otra peripecia.   


   Como digo, la última fase de nuestra estancia en el Acuartelamiento Alférez Rojas Navarrete estuvo encaminada, sobre todo, a que no hiciéramos el más espantoso de los ridículos en el desfile de la jura de bandera: acto sacrosanto en el que sellaríamos nuestro compromiso de servicio a la patria y de respeto a la enseña nacional. Con lo cual, se pueden ustedes imaginar la de horas que echamos en la explanada de desfiles. Aunque, no se crean, tampoco era eso lo único que hacíamos: para nuestra desgracia, seguían sin faltar las sesiones de orden de combate, no fuera a ser que perdiéramos la fiereza y destreza adquiridas para llevarnos por delante, sin contemplaciones ni miramientos, al enemigo común. Así como tampoco olvidábamos la detestable tarea de mantener los cetmes como los chorros del oro. Uno experimentaba la desesperación más absoluta cuando, después de afanarse hasta la extenuación, comprobaba con asombro que en el ánima aún quedaban restos de suciedad. En tales circunstancias, un servidor ha presenciado cómo media compañía entonaba encarecidamente las más sentidas plegarias, a ver si acaso el de arriba intercedía a nuestro favor con tal de que el trapito que utilizábamos para tales menesteres saliera impoluto al enésimo intento. Pero, insisto, todos los esfuerzos de aquellos días estaban dirigidos a que el acto de la jura quedara inmaculado y saliera a pedir de boca.


   Por lo general, después de las clases teóricas marchábamos en formación a ensayar lo que debería ser el colofón de nuestro periplo alicantino. Y a fe que nuestros mandos se tomaron aquel asunto como una cuestión de honor en la que estaban en juego tanto su prestigio profesional como su dignidad personal. Y es que uno podía ser un lerdo explicando el funcionamiento del mecanismo percutor de una granada, o recorrer un campo de maniobras con el mismo grado de despiste del que hace gala Fernando Simón en sus ruedas de prensa, pero la mera posibilidad de desfilar como un auténtico mamarracho ante la oficialidad y demás autoridades era un pecado mortal que no se contemplaba ni por asomo. Y, por supuesto, ya se encargarían el teniente San Miguel, el alférez Serna, el brigada Fermín o el sargento Prendes de que no cometiéramos tamaño sacrilegio. Por ellos, evidentemente, no iba a quedar. Y vaya que si no quedó. Les aseguro que si hubiera puesto el mismo empeño y echado el mismo número de horas en estudiar las oposiciones, hoy sería un flamante funcionario de carrera de la Junta de Extremadura… y no un simple interino.


   Por lo visto, el desastre que estábamos a punto de perpetrar se veía venir de lejos. Un día, la cosa llegó a tal extremo que terminamos con la paciencia del teniente San Miguel -que tampoco es que fuera sobrado de tal virtud-: se le hincharon las pelotas y nos tuvo desfilando toda una mañana por el interior del acuartelamiento, acordándose de nuestros parientes más cercanos a la mínima que perdíamos el paso, que no manteníamos el brazo izquierdo en riguroso ángulo de 90º o que no ejecutábamos los movimientos con la debida marcialidad.

- Morales, ¿qué acontece? ¿Tenemos pupita en el codo, o es que hemos pasado mala noche?

- Ni una cosa ni la otra, mi teniente- balbuceó Morales.

- Pues entonces más le vale que suba ese fusil a los cielos como si fuera la mismísima Virgen del Rocío. ¡¿Entendido?!

- Faltaría más, mi teniente.

  

 Y ahí tenían ustedes a Morales, costalero en ciernes, con su amor propio en entredicho, levantando el cetme con tal efusividad que lo de menos era que ahora perdiera el paso de manera disparatada; eso sí, con un gracejo y desenvoltura que ya quisieran para sí un legionario o un infante de marina. Sustituyó una falta imperceptible para ojos inexpertos por otra de la que hasta un ciego tomaría buena nota. Por no hablar de la mano derecha de Morales, la que debería acompañar en perfecta armonía a la que portaba el arma: iba a lo suyo, al buen tuntún, con ese guante níveo y desacompasado refulgiendo sobre los demás. Así que, háganse ustedes cargo del cuadro y añádanle a eso el rostro ufano de Morales -que creía estar cumpliendo fielmente con las órdenes recibidas- y las caras de estupefacción de quienes contemplábamos aquella escena con absoluta incredulidad.

   

   Efectivamente, aquello pintaba malamente. Ese fue, quizás, el punto de inflexión que nos hizo recapacitar. Nunca habíamos visto al teniente San Miguel tan fuera de sus casillas como en aquella ocasión, y eso que su carácter era, de suyo, inclinado al encabronamiento permanente. Sabíamos que habíamos herido su orgullo de oficial de complemento, y que no estaría dispuesto a quedar en evidencia por culpa de un puñado de patanes engreídos. Nos dimos por enterados y nos conjuramos para que lo que estaba predestinado a ser una jornada gloriosa no se convirtiera en un fracaso vergonzante. A partir de aquel fatídico día pusimos, con mayor o menor fortuna, el máximo celo de que fuimos capaces para tratar de revertir la situación. Algunos, incluso, por no defraudarnos a nosotros mismos, tomamos la decisión de practicar durante los ratos libres de que disponíamos, a ver si de ese modo ahuyentábamos los nubarrones que se cernían sobre nuestras cabezas. Estaba en nuestras manos evitar que la 21ª compañía del penúltimo reemplazo de SEFOCUMAS pasara a la historia de las milicias universitarias como ejemplo de perfecta inutilidad. No habíamos pasado las de Caín como para que aquella fuera la huella que dejáramos a nuestro paso por Alicante.


   Pero, entre ensayo y ensayo, sumido en la más honda preocupación por lo que les acabo  de referir, había que seguir rindiendo en los estudios para tratar de quedar lo mejor situado en el escalafón. En mi caso, no era lo mismo que me destinaran a la Base General Menacho de Badajoz que al Regimiento de Cazadores de Montaña de Navarra. Es decir, había que ponerse las pilas para que no le mandaran a uno más allá del Tajo por el norte, y del Guadiana por el sur. Eso sí, muchos de mis compañeros de armas no tenían reparos en recalar en las islas Canarias o en las Baleares, de ahí que se esforzaran como nunca para sacar los mejores resultados y poder elegir tan exóticos destinos. Y todo ello con tal de pavonear sus uniformes por aquellas islas afortunadas, en busca de batallitas -militares y de otra índole- con las que entretener, pasados los años, a sus compinches de correrías. Si duras eran las sesiones de ensayos para la jura, no menos lo era atender a las explicaciones sobre tácticas de fuego en pleno frente de batalla. Cada cosa tenía su grado de dificultad, y no podíamos descuidar ningún flanco si pretendíamos salir victoriosos del envite. Tan importante era desfilar en condiciones como dar la talla en los exámenes. De ello dependían nuestro futuro y expectativas.  


   


   Total, que estábamos deseando que llegaran los fines de semana para desconectar y salir por patas del cuartel, olvidándonos del estrés al que estábamos sometidos. Algunos, como es natural, sobrellevaban todo aquello mejor que otros. Quien más quien menos andaba con la mosca detrás de la oreja por si, al final, la profecía se cumplía y el día destinado a convertirse en inolvidable para todo militar pasaba a engrosar el listado de uno de tantos de los que tendríamos que avergonzarnos. Así que, no hallábamos mejor remedio para nuestros males que salir por el centro de Alicante, con la brisa del mar envolviendo nuestros desvelos, esperanzas e ilusiones. Y es que el peso de las penas suele ser más llevadero si media un buen trago de cerveza rodeado por tus compañeros de camareta, compartiendo confidencias, hablando de lo divino y de lo humano, de Napoleón o de Carlomagno, de los tercios de Flandes o de los hijos de la Gran Bretaña... Y este era, en fin, el ánimo que nos invadía y con el que nos disponíamos a afrontar el día de nuestra jura de bandera. Pero eso merece capítulo aparte que servirá de materia para el siguiente post. 



jueves, 7 de enero de 2021

Una tarde de lo más aburrida

 

   Anteayer por la tarde, el que suscribe iba por el Paseo de Cánovas caminito del hospital de la Montaña a hacerse el test de antígenos. Serían las cinco de la tarde, hacía un frío del copón y aquello estaba plagado de padres que trataban de reclamar la atención de sus hijos señalando con el dedo hacia un cielo raso en el que se divisaban tres puntitos en lento movimiento. Mi cabeza, sin embargo, no paraba de dar vueltas, ajena a aquel espectáculo. ¿Y si resultaba que era uno de tantos positivos asintomáticos que pululan por ahí infectando al personal a calzón quitado? Tenía síntomas y quería salir de dudas. No desesperen, les voy a desvelar inmediatamente el resultado, que no es este asunto como para andarse con suspense y mantener la intriga hasta el último momento. Negativo. Por suerte, no hay que lamentar males mayores. Y, llegados a este punto, bien podría poner fin a este relato, pero como llevo ya una temporadita sin decir esta boca es mía, me gustaría dejar una serie de reflexiones. Como diría Adolfo Suárez, puedo prometer y prometo que todo lo que van ustedes a leer se corresponde fielmente con la realidad. 

 

   La semana pasada la prensa regional publicó que los centros de salud hacían, gratuitamente y sin cita previa, los test de antígenos. Pues bien, espoleado por la curiosidad de comprobar si eso era realmente así, me presenté en el centro de salud de mi zona. Una señora muy amable, respetando milimétricamente la distancia de seguridad en cuanto le desvelé el motivo de mi visita, me despejó todas las dudas: ni los tests se hacían en todos los centros de salud, ni mucho menos se realizaban por las tardes. Vamos, ni por las tardes..., ni en festivos ni en fines de semana. Qué pandemia tan peculiar, me dije, donde el dichoso bicho, por lo visto, descansa durante los días de guardar. La amable señora me remitió al hospital de La Montaña. Y allí que me fui.

 

   Como digo, serían cerca de las 17 horas cuando me presenté en el Punto de Atención Continuada (PAC) de la Montaña para hacerme el test de marras. Mientras guardaba cola para que me tomaran los datos, apareció un muchacho joven explicando que a su mujer le habían hecho la PCR en ese mismo centro dos días antes -encontrándose desde entonces en confinamiento domiciliario- pero que, después de algunas indagaciones y según la versión del propio hospital, no le habían notificado los resultados porque los habían perdido. Total, que necesitaba un justificante médico que acreditara que su mujer se había hecho la prueba para poder presentarlo en el trabajo, puesto que la empresa ya estaba pidiendo las oportunas explicaciones: la señora, a lo que se ve, llevaba varios días sin acudir a su puesto de trabajo y, mientras no presentara los resultados o el justificante, no tendrían más remedio que descontárselo de la nómina. Pues bien, paso a exponerles, sin separarme ni un ápice de la verdad, lo que le espetó la interfecta en cuestión:

- Y qué quiere Ud que yo le haga. Si se han perdido los resultados, no podemos hacer otra cosa. Y, además, para que le haga un justificante del día que su mujer vino a hacerse la prueba, es necesario que venga a pedirlo ella en persona…

 

   Pero, vamos a ver… ¿Cómo que en persona? ¿No nos han dicho hasta la saciedad las autoridades sanitarias que, por protocolo y por responsabilidad social, aquel que presenta síntomas y está a la espera de los resultados tiene que encerrarse en casa a cal y canto? Ese muchacho tuvo que armarse de infinita paciencia para no soltar un exabrupto a las primeras de cambio. Y es que, algunos sanitarios, como de costumbre, con pandemia o sin ella, siguen pensando que los pacientes vamos a las consultas por mero capricho, por aburrimiento o, simplemente, porque nos gusta dar la murga. Que no digo yo que algunos no lo hagan, pero de ahí a generalizar y meternos a todos en el mismo saco, media un abismo.

  

   Por desgracia, sigue existiendo una falta total de empatía por parte de algunos sanitarios, y eso que la mayoría de la ciudadanía sí que nos hemos puesto en su pellejo y somos conscientes de las críticas circunstancias por las que están atravesando, sobre todo durante la primera ola de la pandemia, donde dieron buena muestra de la pasta de la que están hechos, ganándose a pulso cada uno de los sentidos y emocionados aplausos que les tributamos, cada tarde, desde los balcones de toda España. Pero, queridos sanitarios, parece ser que, por muy legítimos que sean vuestros motivos - que no entro a valorar- ahora más nos vale que no pillemos un catarro o una indecorosa diarrea porque, para empezar, eso de solicitar cita para que te vea tu médico de cabecera se ha convertido en una verdadera odisea. Que digo yo que es de buena educación coger los teléfonos cuando suenan. Hasta tal punto es así la cosa, que ahora la bicoca para un funcionario del Servicio Extremeño de Salud (SES) es que le pongan a coger llamadas en un centro de salud…

 

 Y, por otro lado, cómo no mencionar lo de ese conejo que se han sacado de la chistera para mayor pasmo de la población. Me refiero a lo de las consultas médicas... vía telefónica. Ya me contarán ustedes cómo se realiza un diagnóstico acertado sin tener al paciente delante. Que sí, que sabemos que lo han pasado muy mal y todo eso, pero el resto de los profesionales de este país ha vuelto a retomar su quehacer diario sin tantos remilgos como ponen ustedes ahora. Por lo cual, no me extraña en absoluto que lo que antes eran merecidos aplausos y motivo de orgullo, ahora se hayan convertido en indignantes abucheos. Exijan ustedes todas las medidas de seguridad que sean necesarias, faltaría más, pero retomen cuanto antes la normalidad en su actividad médica diaria. Los pacientes les estaríamos muy agradecidos. Y, para que no me achaquen que soy corporativista, he de reconocer que un tanto de lo mismo sucede en el ámbito de la Administración Pública.

 

  Total, que después de presenciar la escena del marido y de la enfermera que les he referido un par de párrafos más arriba, y después de dar mis datos al celador -este sí, muy simpático y eficiente-, me citaron para hacerme el test a las 19 horas. A las seis personas que estábamos allí por el mismo motivo nos recalcaron que fuésemos puntuales porque, de lo contrario, no nos harían la prueba. Así que, a las 18:50, con los huesos ateridos por el frío, un servidor estaba de nuevo por las inmediaciones del Hospital de la Montaña, no fuera a ser que por una cuestión de impuntualidad tuviera que repetir el mismo proceso al día siguiente. ¿Creen ustedes que empezaron a hacernos los tests a las 19 horas, tal y como nos habían advertido? Evidentemente, no. La función no comenzó hasta media hora después.

 

   Cuando me tocó el turno y me metieron el bastoncillo por la nariz, en una extraña sensación que no sabría describirles -yo juraría que me llegó hasta el lagrimal-, le pregunté a la enfermera que con tanto esmero había ejecutado su cometido que cuánto tiempo tardarían en darnos los resultados. Me contestó que la cosa no se demoraría más allá de media hora, pero que si prefería irme para casa, que no me preocupara, que me llamarían por teléfono. Teniendo en cuenta las condiciones climatológicas -les informo que nos tenían al raso, en una especie de patio que comunicaba las distintas dependencias del hospital- me decanté por esa última opción, no fuera a ser que, además del bicho, me llevara de propina un buen catarro.

 

   Pues bien, ya en casa, con la desazón que pueden ustedes imaginar, y siendo casi las diez de la noche, seguía sin recibir la llamada que tranquilizara mi atribulado ánimo. Busqué por internet el teléfono del PAC y marqué el número con cierta congoja. A la señorita que me atendió le expuse mi caso y me contestó, literalmente, lo siguiente:

- Uy, es que tenemos mucho jaleo y por eso no le hemos llamado…

   "Ya, ya, querida, si yo me hago cargo de todo el jaleo que haga falta, pero el que está esperando a que le digan si tiene o no el virus soy yo", me entraron ganas de decirle. Sin embargo, opté por ofrecer mi cara más amable y accedí nuevamente a facilitar mis datos personales para que me volvieran a llamar. A los cinco minutos, la voz del médico resonaba al otro lado del auricular:

- ¿Fulanito de tal?

- Sí señor, soy yo. Dígame.

- Era para decirle que, según pone aquí, ha dado usted negativo.

- Ah, menos mal. Pues muchas gracias…

- Y entonces, ¿por qué se ha hecho usted el test?

 

   Y cómo no, ya tuvo el doctor que hacer la preguntita de marras con ese tonillo de reconvención, como queriendo decirme que, si había dado negativo, tantos síntomas no tendría… ¿Por qué va a ser, señor mío? Pues porque estaba tan aburrido que, antes de tomarme un cafetito en familia, preferí, qué carajo, perder toda la tarde en gastar una broma macabra al sistema de salud extremeño. No te fastidia... Y es que a veces le entran a uno ganas de soltar las barbaridades que se le pasan por la cabeza; así, sin filtros y a tumba abierta. Pero, por aquello de ser educado y tal, finalmente desistí del impulso y terminé por envainármela, con lo que el proyecto de desahago se quedó en simple indignación.


   Y esto, queridos lectores, ha sido lo que me aconteció la tarde en que los Reyes Magos visitaron la ciudad de Cáceres, sustituyendo la tradicional cabalgata por tres globos aerostáticos.

 


P.D: Estimados Reyes Magos, a ver si es posible que este año me concedáis el privilegio de adelantarme los regalos. Os pido encarecidamente que el iracundo señor Vergeles dimita o cese de su puesto de Consejero de Sanidad. ¿Fácil, verdad? Más complicado lo tenía James Rhodes para que le otorgaran la nacionalidad española, y ya veis cómo Papá Noel ha obrado el milagro. Por eso, y que esto no suene a amenaza -nada más lejos de mi intención-, si hacéis oídos sordos a esto que es de justicia, consideradme dimitido del listado de vuestros fieles seguidores, a ver si así el gordito de Nochebuena me acoge en su seno y atiende mis deseos. Sin más, saludos cordiales.