domingo, 27 de octubre de 2013

El banco de la discordia

 
 Permitidme que el artículo de hoy vaya dedicado a una familia compuesta por un padre, una madre y dos retoños. Él, que es a quien más conozco, es un tipo joven, currante, alegre, divertido, optimista, aporreador ocasional de guitarras, trovador apostado detrás de la barra de un bar desde la que obsequia con quilates de buen rollo a todo aquel que quiera pasarse por su fonda. Sus parroquianos, fieles e irreductibles a pesar de la crisis, le veneran, no tanto por las rondas de gañote con que de vez en cuando se encuentran para regocijo de los que a determinadas horas de la noche no tienen un euro que rascar, sino porque reconocen en él a alguien noble y honrado capaz de darlo todo por sus feligreses. Saben que haría cualquier cosa por mantener la paz y la armonía de la parroquia y eso es algo que crea un estrecho vínculo difícil de definir, a medio camino entre la lealtad y la devoción. Lo digo yo, que he sido una oveja más del rebaño pastoreado por este “páter” sin par. Me estoy refiriendo al Viru, adalid de una juventud malpartideña que se resiste a languidecer ante el panorama de apatía, abandono y dejadez que todo lo quiere devorar. Y es que el Viruta Café-Bar es de los pocos locales, si no el único, que lucha por regenerar un ambiente de decadencia a través de la organización de todo tipo de eventos con los que deleitar a una nutrida hueste de seguidores.

    Aquellos que se acerquen por primera vez a esta especie de cofradía -cuyo largo, estrecho y abovedado local hallamos situado entre las calles Puerta Villa y Cruz de Malpartida de Cáceres- deben tener la precaución de no cometer el error de la crítica superficial en la que incurrirían si se limitasen a calibrar la importancia de su cometido en función de las hechuras de su patrón. Y aquí, amigo Rubén, me vas a permitir ciertas licencias literarias en la descripción para quitarle hierro al asunto, que tampoco quiero que esto sea un drama en un solo acto. Por lo tanto, espero contar con tu indulgencia. Así que, como iba diciendo, para evitar caer en la tentación de la crítica fácil, tendrá que escudriñar el recién llegado más allá de la apariencia mostrada por una tupida barba, por una melena rebelde que ya comienza a escasear -los años y las rastas no pasan en balde- y por unos tatuajes que aderezan parte de su piel. No pondremos demasiados  reparos en refutar la opinión de los puristas que piensen que esa guisa no es, precisamente, la que mejor se correspondería con la de un Hermano Mayor que se precie, pero sí que insistiremos en que no se queden en el envoltorio, sino que eliminen esas capas de prejuicios para que lleguen a juzgar la verdadera naturaleza que se esconde tras esos adornos físicos y estéticos. Basta cruzar dos palabras con el Viru para apreciar la personalidad de un tipo auténtico, genuino, original. A la primera caña que te está tirando ya te ha ganado con su verborrea y su gracejo. Es un seductor nato. Pero aparte de esto, puedo confirmar, al igual que muchos otros, que es buena gente, que ya es mucho decir en los tiempos que corren.
  
Pues bien, nuestros feligreses han decidido emprender una cruzada para tratar de contrarrestar las consecuencias de las protestas de un vecino quejicoso, llorón y lastimero -porculero, diríamos por aquí-, que con su actitud intolerante ha puesto en pie de guerra a estas gentes de bien. Al parecer, el señor en cuestión anda removiendo Roma con Santiago para que la clientela no salga en procesión a la fachada del local que va a dar a la calle Cruz. Refiere el susodicho que el bullicio que allí se forma supera por mucho las normas que deben presidir las buenas costumbres de una sociedad bien avenida. El chivo expiatorio de todo este embrollo, la cabeza de turco sobre la que ha recaído el peso de la ley ha sido una inocente banqueta colocada extramuros, sobre la acera, para que los clientes hagan uso de la misma al tiempo que charlan animadamente entre bocanadas de humo y tragos de bebidas más o menos espiritosas. A lo que parece, los lamentos del delator llevaron a la Policía Local a adoptar la drástica medida de incautarse del banco de la discordia, con lo que la tasca ha quedado huérfana de uno de sus símbolos más apreciados. La respuesta de la parroquia no se ha hecho esperar, poniendo en marcha un grupo a través  de facebook como medida de protesta por todo lo que está ocurriendo. Por eso, amigo Viru, permíteme que contribuya a la oleada de apoyos que estás recibiendo con este granito de arena, con este artículo en reconocimiento a tu labor para que la juventud de Malpartida pueda congregarse en un local que hace las veces de club social, y también como agradecimiento a los momentos vividos bajo tu amparo, acodado en la barra del bar a la espera de recibir cual cáliz secular esa cervecita bien fría. Por eso, si me lo permites, yo también  quiero sentarme simbólicamente en ese banco.

martes, 22 de octubre de 2013

El último romántico

   
Al capitán de Infantería Don Francisco Javier Rina Simón, 
por ofrecerme la materia prima que sirve de sustento a este artículo.


Reconozco, tal y como reseñé en el artículo dedicado en su día al maestro Juan José Padilla, que no soy un gran aficionado a los toros: mis conocimientos en este campo son muy limitados, tan es así que no forma parte de mis planes cometer la torpeza de hablar demasiado de aquello que desconozco. A pesar de ello, en aquella oportunidad me decidí a darle rienda suelta a la pluma para dedicarle unas líneas a la gesta del jerezano después de su reaparición tras la grave cogida que sufrió en Zaragoza, en octubre de 2011. Quise, humildemente, contribuir al homenaje que se merecía por la valentía y el coraje demostrados más allá de la plaza, retomando los trastos de torear a pesar de la tragedia que a punto estuvo de costarle la vida. Pues bien, hoy retorno al albero para dar noticia de otra figura que ha captado mi atención por lo singular de su personalidad. Se preguntarán ustedes a qué se debe esta súbita querencia mía por las tablas. Si el artículo consagrado a Padilla estuvo presidido por el impacto que me causó la fortaleza de un hombre capaz de sobreponerse a las adversidades –convendrán conmigo que torear con un ojo de menos no es pecata minuta-, la parrafada de hoy trae causa de la lectura de la obra en que ando enfrascado estos días. Me estoy refiriendo a “Juan Belmonte, matador de toros”, escrita por el periodista Manuel Chaves Nogales en 1935 y en la que da cuenta de cómo un mozo desarrapado del barrio sevillano de Triana se convierte en la más grande figura del toreo, narrando sus inicios como torerito que se lanzaba desnudo al encuentro de novillos a los que sacarles dos o tres capotazos furtivos a la luz de la luna, hasta que se convierte en mito viviente cuyos seguidores llevan en volandas por el puente de Triana después de cada tarde de gloria en la Maestranza. Los entendidos no dudan en calificarla como una de las mejores biografías jamás escrita en lengua castellana, siendo este otro de los alicientes que excitan mi natural curiosidad por conocer lo que sobre el mundo de los toros tuvo que decir uno de los mejores periodistas de su tiempo.


   Pero el verdadero protagonista de este artículo no es ni Juan Belmonte ni Chaves Nogales, por mucho que sus cuantiosos méritos sean merecedores de ser traídos a este modesto rincón de la blogosfera, y a pesar de estar persuadido de no ser yo el mejor cronista para poner de manifiesto esa tarea. Sea como fuere, los aplausos del respetable van hoy dirigidos a Rodolfo Rodríguez “El Pana”. ¿Que quién es “El Pana”? Pues hasta ayer ni yo mismo lo sabía. De no ser por un amigo, que fue quien precisamente también me descubrió la obra de Chaves Nogales, Rodolfo Rodríguez seguiría siendo para mí un auténtico desconocido. Este amigo mío -militar vocacional al que dedico este post, de esos que viven la profesión con orgullo, como un acto de fe- tuvo la ocurrencia de descubrirme a uno de los personajes más curiosos con los que me haya topado. El Pana, oriundo de México, hijo de la miseria, del hambre y de las penalidades que a la postre terminan por cincelar un carácter profundo y peculiar, desprende cierta melancolía bohemia en su porte y en su verbo. Humilde, honesto, sentimental, extravagante, con un cierto punto de locura; místico y surrealista; panadero –de ahí su apodo- y sepulturero antes que torero; alcohólico y delincuente a quien las cornadas de la vida le han dejado más cicatrices que las de los morlacos; pasional y entregado, heterodoxo y romántico, soberbio y vanidoso... Un torero de pies a cabeza que luchó por el sueño de todo espada que se precie: morir en la plaza, como Manolete. No lo consiguió, aunque, como él mismo ha dicho, hizo todo lo posible por lograrlo, buscando a la mujer de negro con ahínco y nobleza. Cansado de ser un cuerdo mediocre, a El Pana le dio por ser un loco genial


Pues bien, este hombre, con sus virtudes y sus defectos, con sus luces y sus sombras, protagonizó el 7 de enero de 2007 uno de los acontecimientos que más se recuerdan en el mundo de la tauromaquia, no tanto por la gran faena que cuajó –que también- sino por el brindis que ofreció. El escenario, la Monumental de México DF; la ocasión, su retirada de los ruedos. Todo estaba preparado para que El Pana pusiera fin a su carrera en el mismo coso en el que había tomado la alternativa casi treinta años antes. Llegó a la cita vestido de rosa y plata, a lomos de una calesa. A las cuatro en punto de la tarde hizo el paseíllo como de costumbre: puro en la boca, capote sin liar y arrastrar de zapatillas por la arena. El tendido, salpicado por incondicionales seguidores -entre los que se encontraba el maestro de Galapagar José Tomás- y simples aficionados ávidos por ver en acción por última vez a aquel a quienes muchos tildaban de genio incomprendido, fue testigo de cómo un astado de nombre Rey Mago cambió por completo los designios previstos para el de Apizaco. La faena, con ser histórica, será recordada no tanto por los muletazos, trincheras, chicuelinas, molinetes, verónicas, revoleras, manoletinas y demás lances ejecutados con la pureza de los clásicos, sino por el brindis dedicado a unas protagonistas muy especiales. El Pana, consciente de que ese momento sería el epílogo a toda una carrera plagada de fracasos, decepciones, infortunios y frustaciones –también hubo éxitos, aunque menos- se encaminó hacia la barrera, y ante el micrófono ofrecido por el periodista que retransmitía el evento para la televisión mexicana, lejos de reprochar a los empresarios y compañeros de profesión que durante tantos años le hubieran dado la espalda por no saber entender su singular talento, dedicó el que iba a ser su último toro a las mujeres de mala vida que tanto le habían ayudado cuando la mayoría renegaban de su presencia. Esto fue lo que dijo: “Quiero brindar ese toro, mi último toro de mi vida de torero en esta plaza, a todas las daifas, meselinas, meretrices, prostitutas, suripantas, buñis, putas, a todas aquellas que saciaron mi hambre y mitigaron mi sed cuando El Pana no era nadie, que me dieron protección y abrigo en sus pechos y en sus muslos base de mis soledades. Que Dios las bendiga por haber amado tanto. Va por ustedes”.


   No me digan que no es para quitarse el sombrero. Y después de esto vino la apoteosis final, con una faena que desde ese mismo instante pasó a engrosar los anales de la tauromaquia toda, no solo de la mexicana. Y lo que iba a ser el punto y final se convirtió en un punto y seguido, pues aquel día, con 54 años a las espaldas, El Pana no se cortó la coleta sino que, por contra, obtuvo el mayor triunfo de su vida.  Ahora casi todos reconocen su grandeza, comparable a la de compatriotas como Azurra, Procura o Gaona. La gloria le llegó tarde pero, al menos, el ídolo puede disfrutar de los frutos otorgados por un pueblo que le admira.

martes, 15 de octubre de 2013

Los sindicatos, esos tiernos luchadores en favor de la clase obrera.


   

Cuando una sociedad entra en crisis -y no me refiero solo a la económica, sino sobre todo a la de los valores y los principios por los que debe regirse una democracia-, es en esos momentos de debilidad de espíritu cuando salen a relucir los defectos más perniciosos del sistema. Aquellos que durante largos años se sintieron protegidos por el cautivador manto del felipismo y el zapaterismo nunca pensaron que llegaría el momento en que sus artificios contables para despistar a los organismos públicos de los que percibían la subvenciones con las que financiaban todo tipo de actividades serían descubiertos , incluidas pantagruélicas comilonas en la feria de Sevilla. Y es que hay ciertos individuos que se creen por encima del bien y del mal, que piensan que siempre saldrán triunfantes ante cualquier tipo de prueba que se les presente, incluída la de postrarse ante el altar de la Justicia para rendir cuentas de sus actos. La torpeza de estos señores supera, que ya es decir, a su ambición. Aunque, eso sí, al final acaban caminando al encuentro de la toga y la puñetas con una sospechosa sonrisa en los labios que le hace a uno plantearse la siguiente disyuntiva: o son más estúpidos de lo que parecen o confían demasiado en que su influencia les salvará del trance de engrosar la población carcelaria de este país. En mi caso, me decanto más por la primera opción: la de considerar a ciertos sindicalistas como meros trileros con el suficiente nivel de inconsciencia como para emprender el paseíllo hasta el banquillo de los acusados con esos aires de jaque que, ya de por sí, no les deja en muy buena posición.



   Abundan las ocasiones en que los sindicatos, arropados por el reconocimiento otorgado por el artículo 7 de la Constitución, se creen extramuros del sistema judicial. Hay ciertos temas con los que no están dispuestos a lidiar, con los que se muestran inflexibles, diríamos incluso que intolerantes, más aún cuando se pone en entredicho el desdoro de su honradez. Pero su sutiliza va mucho más allá, pretendiendo –con éxito la mayoría de las veces, todo hay que decirlo- confundir a la opinión pública para dar una imagen de víctimas que no se corresponde con la realidad. Solo les falta por decir que son objeto de una caza de brujas al más puro estilo del macarthismo. Bastaría con enunciar la teoría de que quienes delinquen son las personas, y no las organizaciones, para echar por tierra una defensa tan endeble como esa. Así, cuando las investigaciones judiciales señalan a algunos dirigentes de UGT como implicados en la trama de los ERES falsos de Andalucía, no se está criminalizando a todo el colectivo, sino sólo a aquéllos respecto de los cuales la Justicia comienza a tener indicios de que podrían no haber obrado con arreglo a la ley. Los sindicatos tienen la mala costumbre, al igual que los partidos políticos, de personalizar como ataque a toda la organización actuaciones que van dirigidas exclusivamente a depurar responsabilidades personales de dirigentes que se creían más listos que los demás. No se cuestiona aquí que toda la UGT de Andalucía sean unos mangantes sino, simplemente, que algunos de sus integrantes han mangoneado más de la cuenta, poniendo de manifiesto que también ellos pueden sucumbir a la codicia del vil metal. Pretender aparentar lo contrario sería confundir los términos, labor a la que se dedica  una serie de alborotadores profesionales con el objetivo de que la contemplación ensimismada de los árboles impida ver el bosque al resto de la ciudanía. Es decir: enreda, que algo quedará. Esa es su misión y a fe que lo están consiguiendo. Los sindicatos, digámoslo alto y claro, no están ungidos por el dogma de la infalibilidad; eso está reservado para otras magistraturas superiores.

 
 La izquierda política y sindical - o sea, PSOE, IU, UGT y CC.OO- tiene la virtud de encandilar a sus afiliados para que acudan en tropel al toque de generala cada vez que sus líderes reclaman su presencia, y no digamos cuando de lo que se trata es de limpiar el honor supuestamente mancillado por los medios de comunicación y por la juez Alaya. En ese tipo de artimañas, insisto, son unos expertos. Y es que, por mucho que se empeñen, ni siquiera los sindicalistas son unos santos varones. No hay más que recordar – y vamos en este punto a usar la memoria histórica que tanto les gusta- su estrecha colaboración con la Dictadura de Primo de Rivera o, ya más cercano en el tiempo y mucho más prosaico, el escándalo de la cooperativa PSV. Estas gentes, como no podía ser menos, también cometen errores, y no precisamente menores, de ahí que necesitemos de la luz y taquígrafos que la juez Alaya está aplicando a las corruptelas internas de unos dirigentes sobre los que pesa la sombra de la sospecha. El acoso que la instructora de los ERES está padeciendo estos días empieza a parecerse demasiado a la cacería sufrida por Marino Barbero allá por la década de los ochenta y noventa del siglo pasado, cuadno fue el encargado de instruir el asunto FILESA por financiación ilegal del PSOE. Pues para aquellos que alardean de demócratas y no pierden ocasión de colocarse detrás de una pancarta con el brazo izquierdo en alto, puño cerrado con crispación y entonación doliente de los versos de la Internacional, mancillando las legítimas reivindicaciones de la lucha obrera, recordarles que acudir a las puertas de los juzgados para insultar y amedrentar a la autoridad judicial no es el ejercicio de tolerancia más decente que digamos. Marino Barbero se vio obligado a dimitir como Magistrado del Tribunal Supremo por las terribles presiones y críticas que los miembros del gobierno de entonces y del partido que lo sustentaba realizaron a su labor de investigación. Esperemos que Alaya no corra la misma suerte.

   Para centrar el estado de la cuestión, habrá que empezar por desmitificar la importancia de los sindicatos. En relación con la población activa, sólo un 10,5% de los trabajadores españoles están afiliados a UGT o a CC.OO. Por lo tanto, la premisa básica en todo esto es que seamos conscientes de su limitada representatividad, cuantitativamente hablando. No seré yo el que diga que los sindicatos son prescindibles, pero sí es cierto que deberíamos otorgarles una significación relativa. Algunos, incluso, estarían a favor de que se redujera considerablemente su poder, tal y como sucedió en la Gran Bretaña de Margaret Thatcher. Lo suyo sería que encontráramos el término medio. Eso sí, lo que no es de recibo es que tengamos que asistir a espectáculos como los que tuvieron lugar hace cuatro días a las puertas del juzgado del que Alaya es titular, con esos camaradas gritando “libertad” para los que andan jugando con fuego. Los secretarios generales de las centrales sindicales implicadas, señores Méndez y Toxo, han tenido a bien en salir a la palestra para afear la conducta de sus simpatizantes, aunque aún quedan recalcitrantes que pretenden querellarse contra la juez por la detención ilegal de algunos de los implicados en la trama. Mientras eso sucede, sentémonos en el salón de casa a ver cómo los grupos mediáticos ideológicamente partidarios de la izquierda progresista dedican la mayor parte de su programación a destripar a un tal Bárcenas mientras pasan de puntillas por el mayor escándalo de corrupción de nuestro país.



jueves, 10 de octubre de 2013

Un bufón en el Congreso


   
Después de algo más de un mes sin prodigarme por estos lares, salgo del ostracismo cibernético para reseñar, una vez más, la figura del mayor humorista que campea por España, aunque es cierto que no pasea sus cualidades por el Club de la Comedia o por el Corral de la Pacheca, sino que ha escogido por escenario natural para deleitarnos con su arte el atril del Congreso de los Diputados. Su atuendo debería ser el de bufón pero, a lo que se ve, prefiere travestirse con los ropajes propios de un ministro de economía. Hablamos, por si no lo han averiguado todavía, del señor Montoro, ese cómico frustrado que aprovecha la mínima ocasión para alardear de su auténtica vocación. Pudiera parecer que le tengo cierta ojeriza al ministro de nuestros desvelos, puesto que no es la primera vez que le dedico una entrada en este blog, pero créanme si les digo que no es así. Es más, hago auténticos esfuerzos de contención para que este insigne catedrático de Hacienda Pública aparezca lo menos posible por aquí, pero cuando el absurdo rebasa los límites de la decencia, resulta obligado dedicarle unas palabritas a este charlatán que, con su típico aire de superioridad, no para en mientes a la hora de decir estupideces basándose en no sé qué estadísticas oficiales.

   Ayer, como todos los miércoles, hubo sesión de control al gobierno en el Congreso de los Diputados. Yen ese imponente foro, ante personas tan serias –lo de honestos es otro cantar- como se presupone que son los representantes de la soberanía nacional, va el señor ministro y cuaja una de las mejores actuaciones que se le recuerdan. Sin inmutarse, sin que le afectase el miedo escénico en el que tenía lugar la representación, va el tío y suelta con el mayor de los desparpajos –y cito textualmente- que “los salarios en España no están bajando, están creciendo moderadamente”. ¡Con un par, Cristobalín, para que luego digan que en España no hay sentido del humor! Se podrán ustedes imaginar las carcajadas que tamaña declaración levantó entre la bancada de la oposición, aunque seguro que más de un colega de partido de Montoro no le cupo más remedio que reírse, si no a mandíbula batiente, sí al menos entre dientes. Y es que,  ni Quique Camoiras en sus mejores tiempos hubiera tenido tanto éxito. Miren que se han oído disparates en el Palacio de las Cortes desde que Isabel II lo inaugurara allá por 1850, pero este es de los que hacen época. Los que presenciaron el numerito del ministro podrán decir, pasados los años, que ellos estuvieron aquel día en el Congreso de los Diputados. 

 
Si no fuera por lo patético de la situación, más que salir a gorrazos Carrera de San Jerónimo arriba–que es lo que se merecería Cristóbal Montoro por tener la desfachatez de decir las cosas antes de pensarlas, o por no leerse antes de pronuciar los discursos que otros le escriben- ayer se perdió una ocasión pintiparada para que desde la presidencia de la Cámara, con el señor Posada a la cabeza, se ordenara detener la sesión de control para que, todos los diputados puestos en pie se abrazaran –fingiendo como acostumbran- y jalearan a don Cristóbal en reconocimiento a su ingente labor por arrancarnos una sonrisa en tiempos de crisis. Acostumbrados a montar otro tipo de espectáculos, a buen seguro que los españoles no les habríamos reprochado esa actitud. A Toni Cantó, que también suele hacer bastante el payaso, le ha salido un duro contrincante. Habrá quien afirme, no sin razón, que la competencia es buena, pero tratándose de aquellos que velan por los intereses del pueblo, más valdría que la patente de la necedad se distribuyera en forma de monopolio.