martes, 6 de septiembre de 2016

Escenas emeritenses: de bares y desayunos

 

En 1835 publicaba don Ramón de Mesonero Romanos su obra Panorama matritense: cuadros de costumbres de la capital observados por un curioso parlante, a la que seguiría en 1851 Escenas y tipos matritenses. En ellas se narran las costumbres y tradiciones de las gentes de Madrid con las pinceladas propias del romanticismo literario.  Al igual que la sociedad andaluza quedó perfectamente retratada por Estébanez Calderón, la madrileña tuvo su reflejo tanto en la obra del propio Mesonero Romanos como en la del tan recordado, y no menos llorado, Mariano José de Larra. Pues bien, salvando todas las distancias que haya que salvar con los pioneros y maestros de aquel estilo costumbrista, con el artículo de hoy –el cual desconozco si tendrá continuidad en otros posts similares- me propongo plasmar una de las más típicas escenas que acontecen, por las mañanas y entre semana, en Mérida. Me refiero a la diáspora de los funcionarios a la búsqueda del cafetito y la tostada de mediodía en la antigua Augusta Emérita, ese "pueblo grande" al que muchos se refieren despectivamente y que seguro que echa de menos la época en la que paseaban por sus calles empedradas los licenciados de las legiones romanas. Si el legado Publio Carisio, fundador de la ciudad por orden del emperador Augusto en el año 25 a. C., hubiera sabido que al cabo de los siglos su criatura iba a ser hollada por gentes de dudosa reputación -todo lo contrario que sus valientes guerreros-, a lo mejor se lo piensa y hubiera buscado para su fundación un enclave más a propósito para satisfacer las necesidades de sus soldados. No sé si los legionarios de antaño arrastraban peor fama que los funcionarios de hoy; lo que sí es cierto es que mientras ellos nos han legado para la posteridad circos, teatros, anfiteatros, termas y acueductos, nosotros dejaremos a las futuras generaciones mamotretos de cemento, aluminio y hormigón.

   Pero a lo que vamos. Esto de la hora del desayuno es un fenómeno curioso que supongo que ocurrirá en todos lados, aunque no sé si con la misma magnitud que aquí. Y digo aquí porque trabajo en Mérida desde enero de 2005, motivo que me faculta, supongo, para dedicar a este asunto unas líneas con conocimiento de causa; más si cabe cuando se da también la feliz circunstancia de que llevo viviendo en esta bendita ciudad desde hace tres meses. No exagero en lo del calificativo: yo era el primero que echaba pestes de Mérida hasta que me vine a vivir aquí. Y es que el no madrugar acaba hasta con las convicciones más firmes; así de débil es la naturaleza humana. El caso es que, como digo, entre las diez y las doce de la mañana -no es que nos tomemos todo ese tiempo para desayunar; no sean ustedes mal pensados, sino que establecemos varios turnos entre esa franja horaria- se produce un movimiento de funcionarios ávidos por meternos entre pecho y espalda el elixir que nos saque del estado de amodorramiento matutino, acompañándolo con la oportuna tostada que sacie nuestros hambrientos estómagos. Antes de que la Junta de Extremadura decidiera acometer la obra del complejo administrativo del III Milenio, poniendo fin a la dispersión de oficinas a lo largo y ancho de la ciudad, el negocio estaba más repartido y la estampida humana no era tan llamativa, pero desde que en 2013 -creo, porque lo de las fechas no es lo mío- gran parte del personal nos trasladamos al nuevo enclave situado en la barriada de San Lázaro (el Peri de toda la vida), podríamos decir que el fenómeno se ha vuelto viral. Es un espectáculo ver salir a toda esa masa enorme de gente caminito de su refrigerio mañanero.


   Y es a partir del momento en que uno se acomoda en las sillas del Nirri, del Bermejo, de Casa Manolo o del Vicente cuando comienza la aventura. Ahora que este sol inmisericorde sigue sin darnos tregua, la mayoría de las veces nos solemos quedar en la zona de terrazas, aunque si el ambiente está demasiado caldeado -o las mesas ocupadas-, no dudamos en acudir al refugio del traicionero aire acondicionado. Y allí nos esperan los afanados camareros, unos más profesionales y más espabilados que otros, para atender con prestancia nuestras peticiones. Que esa es otra. En mi cuadrilla somos ocho o nueve y cada uno tenemos la caprichosa costumbre de poner a prueba la memoria de los mozos que nos toman nota: que si descafeinado de máquina solo con hielo, que si un “manchao”, un café sólo o un descafeinado de sobre con sacarina. Y ya, para rematar la faena, tampoco faltan los zumos de naranja o las cervezas sin alcohol. De momento, las infusiones no han hecho acto de presencia. Y en cuanto a las tostadas, eso es otro show; el repertorio es tan amplio que no conviene dejarlo por escrito, so pena de extenderme más de lo estrictamente necesario. Sería mucha casualidad que dos de nosotros demandemos el mismo manjar, con lo cual no es de extrañar que a los pobres camareros les lleven los demonios y piensen que estos funcionarios son unos sibaritas y que están todos locos. Y algo de razón no les falta.
  

   Los de mi grupo somos fieles al Nirri -me permito apostillar que desde hace ya demasiado tiempo- como podríamos haberlo sido a cualquiera otra de las tascas que abundan por aquellos lares. Quizás tenga algo que ver en esta elección la cercanía, las vistas o el hilo musical que nos ameniza la espera y con el que pretenderán aplacar nuestra impaciencia ante la demora en el servicio. Y es que, últimamente hemos notado que no es raro el día que no pase más de media hora entre que encargamos la vianda y que nos la sirven a la mesa. Toda fidelidad tiene un límite y más vale no ponerla a prueba demasiado a menudo: que se lo pregunten al del Párking, que ha echado el cierre no hace mucho. Parece ser que los del Nirri no tienen tan claro este principio básico, aprovechándose de ese sambenito que cuelga sobre los funcionarios de que, como somos los seres más acomodaticios de la creación, no temen que nos rebelemos ante situación tan insostenible. El caso es que este affaire ya nos empieza a tocar la moral, hasta el punto de que hay algún osado entre nosotros que ha propuesto que cambiemos de sitio, esgrimiendo argumentos tan contundentes como que “esto ya está pasando de castaño oscuro”, o “nunca la dignidad humana ha padecido tanta injusticia”. Es decir, que no nos ponemos de acuerdo ni para protestar contra los recortes salariales, lo vamos a hacer ahora para este tipo de minucias. Y eso lo saben los del Nirri, Casa Manolo y San Pedro bendito, con lo cual seguirán tratándonos poco menos que a patadas, conocedores de que el funcionariado es un ganado manso y acostumbrado a ser ninguneado. Tan es así, que cuando pedimos la tostada del día – a un módico precio de 1,80 euros-, o nos sellan el cartón de ocho desayunos que te da derecho a uno gratis, pareciera como si nos estuvieran haciendo un favor: se nos bajan los humos y volvemos a pasar por el aro, dejando lo de las injusticias y el castaño oscuro para mejor ocasión. 

   Y así nos luce el pelo. Por eso, como ya se nos tendría que caer la cara de vergüenza por nuestra tendencia a la docilidad laboral, qué menos que mantener erguido el honor cuando se trate pedir un café con leche; que si nos ponen delante de los morros cuatro lonchas esmirriadas de jamón, no demos la callada por respuesta. Compañeros y compañeras -como dicen ahora estos progres snobs que todo lo inundan-, si el movimiento para reivindicar la decencia tiene que nacer al albur de una barra de bar, vayamos todos juntos, y yo el primero, por la senda de la protesta civilizada. Que bastante cera nos han dado ya los nuestros en este último proceso de oposiciones como para que sigamos aguantando, mudos y cómplices, los atropellos de los demás. Reparemos en el hecho de que toda gran victoria siempre empieza por los pequeños detalles. Uno o dos días sin ir a desayunar y ya veríamos si, a partir de entonces, no nos miran con otros ojos... Ganarse el respeto de los demás empieza por la obligación de respetarse a uno mismo.

martes, 30 de agosto de 2016

La modernidad


    A pocos se les escapa que vivimos en una nueva era. Internet ha supuesto una revolución que lo ha cambiado todo: ya nada volverá a ser lo mismo. Las nuevas tecnologías inundan hasta el último recoveco de nuestras vidas, hasta el punto de que quien no sepa utilizar medianamente bien un móvil, una tablet o un ordenador personal pasará a engrosar el listado de ese nuevo género llamado analfabetos digitales en el que andamos inmersos la mayoría de los de mi generación. La realidad que hemos disfrutado aquellos que ya contamos con una cierta edad - la cuarentena no es moco de pavo- en nada se parece a la que venimos experimentando desde, como mínimo, hace diez años: los hábitos sociales actuales nada tienen que ver con los de las décadas de los 80 ó los 90. En ese sentido, habitamos en planetas distintos. Antes, cuando yo me moceaba, nos pasábamos todo el santo día en la calle jugando a las canicas, al escondite, a las chapas y demás invenciones lúdicas. Ahora, eso de la realidad virtual le ha ganado la partida y con creces a la otra realidad, a la de verdad: a la realidad a secas. Antes, el que tenía una bicicleta, una peonza, el magia borrás, los juegos reunidos geyper, los clips de playmobil, el scalextrix, el cinExin o el monopoly era el puto amo de las pandillas; lo adorábamos como si fuese el elegido de los dioses para mostrarnos el camino del éxito; luchábamos en buena lid por hacerle la pelota y caerle lo suficientemente bien como para que nos invitara una tarde a su casa y poder disfrutar como enanos ante la sola visión de cualquiera de esos juguetes. Ahora, el que no disponga de la PSP, la Play Station 4, la Xbox, la Wii, y la Nintendo DS es un don nadie. Pero, ojo al dato, con el agravante de que el que no cuente con todas y cada una de esas consolas no es digno de respeto. No basta con atesorar uno o dos de esos aparatejos, es que hay que tenerlos todos para que le tomen a uno en serio. Lo cual confirma mi tesis de que los padres de hoy en día están idiotizando a sus hijos en una desenfrenada carrera de fondo en la que los únicos perjudicados -además de la maltrecha economía familiar- son precisamente sus propios retoños, consintiendo alevosamente los caprichos de esos pequeños dictadores en la creencia de que les hacen un favor, y no se dan cuenta de que con esa actitud indolente están criando a auténticos monstruos caracterizados por el egoísmo puro y duro. Si años atrás el modo de fanfarronear socialmente era que los papás se compraran un piso o un coche de la leche -que, dicho sea de paso, pagaban a duras penas; los había que pasaban hambre con tal de mantener el apartamento en la playa y el Audi en la puerta de casa-, ahora todo ese aparentar ante los demás se ha volcado en los hijos: que no se diga que mi niño no tiene los mismos juguetes que el hijo del vecino. Y así andamos. 

  
    Esta mutación de costumbres, visible sobre todo a raíz del cambio de milenio, se ha producido a todos los niveles, como por ejemplo en el terreno de las amistades y en el del ligoteo. Qué decir de redes sociales como Facebook o de archiconocidas aplicaciones como Badoo, Lovoo o Tinder. Si hace veinte años nos cuentan que vamos a tener un ejército de amigos digitales, o que íbamos a buscar pareja -o lo que se tercie- a través de un ordenador o de un móvil, habríamos llamado sin demora al galeno del pueblo para que a ese visionario lo facturasen directamente al manicomio más cercano. Y ya ven ustedes a lo que hemos llegado: nos hemos quedado bastante cortos en las predicciones. Hay gente -pobrecillos- que presume de sus doscientos, trescientos, cuatrocientos amigos en Facebook, fingiendo ser los tíos más felices del mundo por contar con tamaña legión de seguidores a pesar de que su existencia se rige por la más absoluta vacuidad. Hay incluso quienes han sustituido a sus amigos de toda la vida -los de verdad, esos que pueden contarse con los dedos de una mano- por estos otros de cartón piedra. Y ahí están, dichosos y contentos por publicar a cada instante -como si al resto del mundo le importara un adarme- las fotos de sus andanzas por media geografía española con tí@s que hasta hace tres días eran auténticos desconocidos y que ahora resulta que son amiguitos del alma. Y los hay también que no dan un solo paso sin antes colgarlo en su muro. Yo he visto crecer a criaturas desde que su madre estaba embarazada hasta que han hecho la primera comunión... Palabrita del Niño Jesús. Insisto. Nos hemos vuelto locos. Estamos desnortados. Este mundo falso y artificial nacido al amparo del incorrecto uso que le hemos dado a las nuevas tecnologías está poniendo de manifiesto la idiocia de la raza humana. Hemos perdido la autenticidad. Ahora parece que la peña está en Babia, deambulando con los móviles entre las manos, sin prestar atención a lo que sucede a su alrededor; absortos con el wasap, el messenger, twitter y demás artificios que anulan el intelecto y nos hacen esclavos de una serie de necesidades totalmente prescindibles. Nos han hecho creer en unos patrones postizos que no se corresponden con lo que sería propio de una sociedad avanzada tecnológicamente. Así que, respondamos todos juntos y al unísono, sin miedo a equivocarnos, ante la pregunta de qué sea la modernidad: ¡postureo!, eso es la modernidad. Del progreso, que es algo más serio y muy distinto, hablaremos otro día.

lunes, 8 de agosto de 2016

Ese valiente malpartideño


 
 Campa por Malpartida de Cáceres un muchacho espigado, de piel morena adornada con algún que otro tatuaje, barba desaliñada de tres días -o más, que en esto no pongo la mano en el fuego-, atuendo informal, andares desenvueltos, rostro taciturno -sobre todo cuando por su mente sobrevuela la idea de una nueva novela- y con una mirada cargada de verdad, auténtica, risueña la mayoría de las veces, soñadora. Es fácil encontrárselo por cualquiera de sus calles con un cigarrillo de liar entre la comisura de los labios, apurando apresuradas caladas hasta casi quemarse las yemas de los dedos. Cualquiera que, sin conocerlo, se cruzase con él podría pensar que es uno de tantos jóvenes que llevan una vida aseadita, tirando a anodina, de esos que se levantan para ir a trabajar, hacen un alto en el camino para comer y vuelven de nuevo al tajo hasta que dan las ocho o las nueve de la noche, deseando llegar al hogar familiar donde le esperan parienta y vástagos. Es decir, rutina vulgar y corriente, sin sobresaltos, como la mayoría de la gente que nos rodea y con la que coincidimos a diario. Pero qué va, todo lo contrario. Así que ese mismo tipo volverá a toparse con él cualquier otro día de la semana mientras se toma unas cañas en la plaza de la Nora, en Casa Suárez, en Los Puris o donde se tercie -que para eso Malpartida alberga magníficas tascas en las que aliviar el gaznate en buena compañía-, y reincidirá en la torpeza de extraer la misma conclusión, y seguirá sin saber que el careto del que ocupa dos mesas más allá de la suya, sorbiendo cerveza con igual o mayor maestría de la que demuestra manejando la pluma, es el de alguien que acaba de culminar la proeza de publicar su tercera novela; no tendrá ni idea de que tiene ante sí a un escritor hecho y derecho, de una pieza, al que le adornan, entre otras virtudes, el tesón por conseguir todo aquello que se propone, lo cual es de admirar teniendo en cuenta que da rienda suelta a sus musas en los ratos libres que le dejan su trabajo y el cuidado de los dos churumbeles habidos en su relación con Laura, compañera fiel y depositaria de los desvelos de quien se dedica al noble oficio de las letras. Y entonces será el momento de espetarle a ese indocumentado que se deje de tanto cazar pokemons y se informe un poco más sobre la actualidad cultural de su pueblo, pues a estas alturas es imperdonable que Diego César Pedrera pase desapercibido entre sus vecinos.


   Cada vez son menos los malpartideños que desconocen esta faceta de César, aunque solo sea por el hecho de que el pasado viernes tuvo lugar, en el acogedor bar De Cine, la presentación de Esos valientes extremeños, la última de sus creaciones literarias. Y allí nos congregamos un puñado de seguidores y admiradores, en reconocimiento a una encomiable labor de investigación, documentación y redacción de las biografías de insignes extremeños a los que la historia ha tratado de manera desigual: unos recordados en buena dicha, como el ramillete de exploradores y conquistadores que cruzaron el charco en busca de gloria, fama y fortuna (Hernán Cortés, Vasco Núñez de Balboa, Francisco Pizarro, Hernando de Soto o Francisco de Orellana); y otros desterrados incluso del imaginario popular, como ha sucedido con Feliciano Cuesta, Francisco Fernández Golfín, los hermanos Morales, Martín Cerezo, José Antonio Sarabia o Chico Cabrera. Todo ellos protagonizaron gestas memorables, pero el paso de los años ha hecho que solo unos pocos engrosaran el listado de quienes debían figurar en el frontispicio de los héroes nacionales. Y ese, precisamente, ha sido uno de los objetivos perseguidos en esta novela, el de vindicar y sacar a la luz las hazañas de un conjunto de paisanos injustamente olvidados, amén de recrearse en las aventuras de aquellos otros que el lector ya conoce de sobra -siquiera sea de oídas-, pero que nunca está de más volver a evocar bajo el estilo fresco, didáctico y desenfadado de nuestro autor, despojado de academicismos pero con el rigor que exige una empresa de este calado. Como dijo César durante la presentación, si los americanos tuvieran sólo a un par de estos valientes entre sus compatriotas, el coñazo que darían – y ya lo dan bastante- sería insoportable. Nosotros, que sí contamos con ellos, resulta que les pagamos con la moneda de la indiferencia y los enterramos bajo el ingrato manto del ostracismo. Un pueblo no puede ignorar a aquellos próceres que dieron lustre y realce a esta Extremadura nuestra, y es por eso por lo que les animo a que se adentren en la lectura de estas páginas que narran con pasión y maestría los avatares de unos hombres que hicieron historia; páginas que deben mucho a las excelentes ilustraciones realizadas por Jesús García, genio y figura que también dará mucho que hablar. 

viernes, 5 de agosto de 2016

El líder anacrónico

Tengo mis dudas de si no me habré excedido en el uso del sustantivo que lleva el título de esta entrada, puesto que la cualidad de líder a duras penas puede predicarse de un ser tan insignificante y mediocre como Pedro Sánchez. No obstante, en este caso prefiero pecar de benevolencia que de mordacidad, aunque reconozco que hay más un poquito de lo segundo que de lo primero. En cuanto a lo del adjetivo, lo doy por bien empleado, aunque ahí sí que hubiera podido ser más incisivo. Pero, en fin, a lo que vamos. Es evidente que este señor no puede ser presidente del Gobierno. Algunos lo tenemos claro; otros, dedicados con esmero a colgar carteles de buenos y malos, parece ser que no tanto. En primer lugar, porque los españoles le han demostrado que no confían en él, perdiendo votos a cascoporro tras cada consulta electoral. Y en segundo lugar, porque sería indecente que un tipo como ése ocupara tan alta magistratura recurriendo con malas artes a un lenguaje guerracivilista con el objetivo de dividir categóricamente a la sociedad en un bloque de izquierdas y otro de derechas, en donde, faltaría más, la izquierda estaría compuesta por gentes honradas, justas y bondadosas y, por el contrario, las derechas serían lo peor de lo peor, gentes con rabo y tridente desprovistas de humanidad que luchan denodadamente por cargarse el estado del bienestar. La insensatez es una falta que no se debe pasar por alto a quien puede tener en sus manos el destino de un país, y mucho menos cuando esos términos -beligerantes, simplistas y maniqueos- denotan un desprecio inaceptable a los once millones de votantes que obtuvieron el Partido Popular y Ciudadanos en las últimas elecciones. Sus ansias de poder, cortedad de miras, revanchismo y su sectarismo inveterado le convierten en un verdadero peligro, en un bulto sospechoso que nos decanta más hacia la lástima que hacia el rencor. Que alguien le insinúe a este individuo que lo de las dos Españas hace ya tiempo que lo tenemos superado y que, por mucho que persevere en el intento de resucitar a los dos bandos, esa vieja herida cicatrizada a base de tanto dolor no se volverá a reabrir.

 Pedro Sánchez es un kamikaze de la política. De lo que ya no estoy tan seguro es de que esté dispuesto a asumir las consecuencias que eso conlleva: el loco que se juega la vida propia y ajenas en alguna acción temeraria sabe precisamente eso, que le va la vida en ello. En el caso de nuestro loco particular, dudo mucho de que quiera inmolarse en su proceder suicida, puesto que los hechos nos demuestran que pretende salir airoso de los peligros que él mismo ocasiona. Por muchas derrotas electorales que jalonen su hoja de servicios, está visto que no se da por aludido. Ahí donde le ven, con su buen porte, su -aparentemente- buena educación y su falsa modestia, este hombre va de derrota en derrota hasta el desastre final. Pedro Sánchez está ciego de poder y hará todo lo posible por conseguirlo, tal y como está demostrando desde la convocatoria de las elecciones del pasado 20 de diciembre, algo en lo que reincide desde el el 26 de junio con la contumacia y la desesperación que imprimen la mala conciencia. Y quienes contribuyen a alimentar sus estúpidas ensoñaciones son tan cómplices como él del embrollo institucional en el que nos encontramos, por mucho que le digan por lo bajini que deponga su actitud de enrocamiento si luego en público dan alas a sus infundadas ambiciones. Es propio de todo lunático tenerse en más alta valía de lo que sus méritos atestiguan; de aquellos que le rodean depende que le bajen del pedestal y le planten los pies en el suelo. Aquel que antepone los intereses partidistas a los estatales, aquel que menosprecia a los representantes de un ideario político distinto al suyo, aquel que ve como enemigos a quienes no son sus votantes, ésa persona no está ni preparada ni capacitada para ser nombrado presidente del gobierno. El otro día, durante una rueda de prensa vergonzante e impropia de un demócrata, solo le faltó mencionar explícitamente a la CEDA de Gil Robles (Confederación Española de Derechas Autónomas), al Frente Popular, a la FAI (Federación Anarquista Ibérica) y a la CNT (Confederación Nacional del Trabajo) para retrotraernos a un tiempo de tinieblas en el que se ha instalado el líder del PSOE. 

martes, 26 de julio de 2016

Una noche de verano



   La noche se nos presentaba cuajada de estrellas, tórrida como ella sola, sin una brizna de aire que llevarnos a la cara ni una sola nube en el horizonte que nos deparase mejores augurios para el día venidero. Era una de esas noches que hacen justicia a esta tierra extremeña y a la estación en la que nos encontramos: la luna, allá en lo alto, aún no había conseguido eliminar los efectos de un ambiente asfixiante, diríase que incluso bochornoso, donde a cada paso de los turistas sus frentes se poblaban de densas gotas de sudor que resbalaban, entusiastas y descontroladas, en una carrera suicida que surcaba las acaloradas mejillas de quienes, a esas horas, salían en tromba a las calles esperando encontrar un remanso de frescor. Impulsados por este ambiente canicular, no tuvimos reparos en llegar al saludable acuerdo de tomar asiento en una de las muchas terrazas que salpicaban los soportales del recinto de la Plaza Mayor, con su Casa Consistorial y el abuelo Mayorga presidiéndolo todo. Tiene su encanto la Plaza Mayor de Plasencia, coqueta y remozada, ni muy grande ni demasiado pequeña, sazonada por enhiestas farolas y férreos bancos en toda su extensión. Eso sí, y esto no resta un ápice de belleza a cuanto queda dicho, echamos en falta una fuentecilla en su parte central de la que brotase algún chorro de agua con el que aliviar nuestra sofoquina. Pero, con todo y con eso, tratando de sustraernos a los estragos del calor sofocante, nos aprestamos a disfrutar y dejarnos llevar por un entorno embriagador de imágenes, aromas y sonidos.

   Y allí estábamos nosotros, contemplando la majestuosidad de un enclave histórico en el que, con la debida atención, podíamos incluso intuir tanto el susurro del discurrir de las aguas del Jerte como las pisadas de aquellos que, a las órdenes de Alfonso VIII de Castilla, fundaron la ciudad en el año 1186. A cada sorbo de cerveza mi imaginación me transportaba a callejuelas por las que siglos atrás pasearon las huestes de aquel rey que tuvo el acierto de grabar en el escudo de tan estratégico territorio para la Reconquista el lema Ut placeat Deo et hominibus (“Para que agrade a Dios y a los hombres”).Y vaya que si nos placía. Ensimismados andábamos, absortos con el corretear y el griterío de la chiquillería, cuando en un extremo de la plaza comenzó a dibujarse la silueta de un personaje que enseguida concitó nuestra atención. Su alta y desgarbada figura estaba graciosamente adornada por una gorrita de color gris ligeramente ladeada a la izquierda y hacia arriba, tocado que dejaba entrever una mata de pelo atusado y rematado en forma de guedejas; portaba a sus espaldas una guitarra enfundada en un estuche negro que refulgía por el efecto de los focos de luz que delimitaban el cuerpo central de la plaza con los soportales que le daban cobijo; su camisa, cruzada por un juego de tirantes, era de un blanco prístino; su rostro, de un pálido conmovedor; sus ojos, huidizos, escondidos tras unas gafas de pasta oscuras; sus andares, pausados, señoriales… De sus manos pendían un micrófono y un pequeño altavoz con los que se ayudaba para dar mayor realce a su función. No era el porte habitual ni de un lugareño ni de un viajero al uso. Poco tardamos en comprobarlo, ni más ni menos que el tiempo empleado en colocarse la guitarra en bandolera y comenzar a rasgar sus cuerdas bajo el firmamento placentino. Y de repente, de esa figura -a primera vista débil y quebradiza- comenzó a brotar un torrente de voz con la suavidad suficiente como para que, al compás de los acordes de su inseparable compañera, envolviera nuestro espíritu en la calma más absoluta, generando una atmósfera armoniosa que deleitaba los sentidos hasta del menos melómano de los allí presentes. Todo en él era prestancia y distinción.

   Y ahí estaba él, tímido como un pajarillo pero firme y seguro como un profesional, temeroso de enfrentarse a un público desconocido al que, cada día, antes de salir de casa, trataba de ponerle cara para hacer más llevadero el trance de que su talento fuera juzgado por la indiferencia; disimulando a duras penas el miedo al fracaso, a no ser comprendido, al qué dirán; viviendo con desgarro cada letra y cada nota que emergían de su cuerpo. Y ahí estábamos nosotros, testigos mudos y asombrados, contemplando el alma desnuda, abierta de par en par, de un soñador, de un romántico al que le dedicamos con entusiasmo una salva de agradecidos aplausos cuando su voz se apagó y llegaron a su fin los lamentos de su guitarra. Y, de nuevo, ahí estaba él, paseándose por las mesas con la gorrilla en la palma de su mano derecha al tiempo que la izquierda se replegaba sobre la espalda en perfecto ángulo recto, pidiendo con una amabilidad exquisita una pequeña aportación económica para continuar en la lucha del día a día, para perder el miedo de plantarse ante la anónima concurrencia de los días sucesivos. Y, al cabo de un rato, mientras nos levantábamos de nuestras mesas, observamos cómo recogía su teatrillo, satisfecho porque -una noche más- podría mirarse al espejo sin que apareciera el reflejo de un perdedor. Quizás su voz no era tan impecable ni podía compararse con la de los mejores, pero lo que le faltaba de técnica lo suplía con sentimiento, con el corazón. En algunos pasajes de éxtasis interpretativo, más que cantar parecía que recitara con idéntica fuerza interior con que lo hiciera García Lorca al leer los versos brindados con ocasión de la trágica muerte del torero Ignacio Sánchez Mejías. Los allí congregados no buscábamos una voz perfecta, sino tan solo una con hondura y verdad. Y la hallamos en la figura de un poeta que aquella noche, en la plaza mayor de Plasencia, nos sedujo con su arte. Y tal como vino, parsimonioso y expectante, lo vimos desaparecer por una de las callejuelas que desembocan en las puertas exteriores de la muralla. Y no volveremos a verlo pero, aquella noche, ese hombre se ganó el respeto de los que asistimos a su representación.

viernes, 8 de abril de 2016

Tragsatec, la odisea de nunca acabar


   Les sugiero que aquellos que tengan el detalle de acometer la lectura de la entrada de hoy, que vayan cogiendo aire para despejar la mente porque la cosa tiene miga: lo de tirios y troyanos al lado de las penalidades que están viviendo los trabajadores de Tragsa y de su filial Tragsatec es un juego de niños. Así que, a ver si soy capaz de explicarme en condiciones para que se entienda el fondo del asunto. Tanto Tragsa como Tragsatec son dos empresas públicas englobadas en la SEPI (Sociedad Estatal de Participaciones Industriales), grupo al que pertenecen, para que se hagan una idea, la tabacalera CETARSA, la naviera NAVANTIA, el servicio postal de CORREOS o el Ente Público Radio Televisión Española (RTVE). En el caso que nos ocupa, la actividad principal de Tragsa viene constituida por las encomiendas de gestión encargadas tanto por el Estado como por las Comunidades Autónomas en el ámbito -entre otros- de la sanidad animal y la transformación agraria y de medio ambiente. Concretamente, en cuanto a Extremadura se refiere, destaca su labor de saneamiento ganadero: control de la lengua azul, así como lo relacionado con la tuberculosis y la brucelosis bovina, la brucelosis ovina y caprina, la perineumonía contagiosa bovina y la leucosis bovina enzootica. Por ese motivo, la Junta de Extremadura destina unas partidas presupuestarias nada desdeñables, rondando como media unos doce millones de euros anuales.


   En septiembre de 2013, tanto Tragsa como Tragsatec, como si se tratara de dos empresas distintas, plantearon un Expediente de Regulación de Empleo (ERE) por el que preveían despedir a nivel nacional a unos 1400 empleados, cien de ellos en Extremadura. Por la empresa se alegaba como justificación para adoptar esta drástica medida el hecho de que desde 2009 se venían produciendo pérdidas económicas, así como razones organizativas y productivas que hacían necesario un reajuste en profundidad. Después de que no se llegara a un acuerdo durante el proceso de negociación con los representantes de los trabajadores, el ERE de Tragsa fue impugnado ante la Audiencia Nacional, quedando el de Tragsatec a expensas de lo que decidiera el órgano judicial. Pero mientras tanto, en Extremadura ya se habían ejecutado los despidos de 59 trabajadores, pendiente la espada de Damocles sobre las cabezas de los otros 40 previstos. El caso es que la Audiencia Nacional, en marzo de 2014, resuelve el conflicto laboral declarando nulo el procedimiento de despido colectivo en una resolución de ciento cuatro páginas que tumba, uno por uno, los motivos aducidos por la sociedad matriz. Es más, considera que Tragsa y Tragsatec son un mismo ente, puesto que comparten medios materiales y personales, con lo que la nulidad de un ERE implica automáticamente el del otro. Lo que en principio suponía un motivo de ilusión para los trabajadores, no ha sido más que el inicio de un periplo tortuoso plagado de sinsabores. La empresa, como era de esperar, no se iba a quedar de brazos cruzados, por lo que los sindicatos y la dirección firmaron un acuerdo para que el ERE pendiente de Tragsatec no se llevara a efecto hasta que el Tribunal Supremo resolviera el recurso de casación interpuesto por la matriz contra la sentencia dictada por la Audiencia Nacional; recurso que, dicho sea de paso, se presentó el último día del plazo, que también son ganas de forzar las cosas y encabronar al personal.


   Mientras el Alto Tribunal se tomaba su tiempo para decidir, Tragsatec, en un gesto de buena voluntad, acepta tanto readmitir a los 59 trabajadores que ya habían sido despedidos entre febrero y marzo de 2014, así como paralizar los despidos previstos para aquellos 40 trabajadores que hasta el momento se habían librado de engrosar las listas del paro. La fecha de reincorporación sería la del 28 de mayo de 2014; lo que no se sabía era que, efectivamente, iban a volver a ser readmitidos… pero de una forma muy peculiar, puesto que no se les daría carga de trabajo: es decir, volvían a la empresa, sí, se les pagaba una nómina,vale, pero no tenían que acudir a sus puestos de trabajo. Con lo cual, pudiera parecer que estos señores – entre veterinarios, auxiliares administrativos y pecuarios, así como ingenieros agrónomos- habían conseguido cumplir el sueño de todo currito: cobrar por no hace nada; contradicción que pusieron de manifiesto los propios interesados, criticando una solución que no cuadraba mucho con el hecho de que la empresa estuviera pasando por acuciantes necesidades económicas. Así que, muy a su pesar, los trabajadores no tendrían más remedio que repantigarse en el sofá de sus casas mientras se tragaban bodrios televisivos como el programa de Ana Rosa: el no sentirse valorados, sin poder realizar sus trabajos de campo, era la peor condena que sobre ellos podía recaer. Y en esa situación rocambolesca se hallaban estos benditos – que tampoco era cuestión de negarse a que te den unos cuartos cuando hay que seguir pagando hipoteca, facturas y el colegio de los niños- cuando hete aquí que, el 15 de octubre de 2015, el Tribunal Supremo se descuelga con una sentencia incendiaria, anulando por unanimidad la dictada por la Audiencia Nacional y declarando conforme a la ley el ERE planteado por Tragsa. Ver para creer. La sentencia recurrida y tan profusamente elaborada – recuerden que ocupaba 104 folios- se había convertido, nunca mejor dicho, en papel mojado. El Supremo, donde se supone que campea la crème de la créme de la judicatura española, dejó a todos ojipláticos. Con lo cual, vuelta la burra al trigo, a la zozobra de pensar que te van a poner de patitas en la calle, a la angustia de saber si podrás llegar a final de mes, a la indignación que te provoca el que hayas dedicado diez o quince años de tu vida a una empresa a la que no le tiembla el puso -diríamos incluso que lo hace hasta con regocijo- a la hora de mandarte una carta con el finiquito en cuestión. Para que luego nieguen que no somos más que meros números al capricho de lo que decidan cuatro listillos de turno, bocas agradecidas dispuestas a bailar el agua y adular a los de arriba hasta límites insospechados con tal de salvar ellos el culo a costa de pisotear a quien se les ponga por delante. Y es que abundan aquellos cuyo estado natural es propicio a la genuflexión, aquellos que estiman en bien poco su dignidad, vendiéndola al mejor postor por un cochino puesto de trabajo para su parienta, hijos, cuñados y demás deudos.

   Los empleados de Tragasatec se han movilizado en una plataforma de afectados, puesta en marcha desde que se produjeron los primeros despidos, con la que pretenden revertir la situación actual de indefensión en su lucha por sus legítimos y pisoteados intereses. Si a uno que entienda un poco de leyes, como el que suscribe este artículo, le cuesta comprender el cambio de postura experimentado entre uno y otro tribunal, no les quiero ni contar lo que pensarán de la Justicia aquellos a quienes un día se les da la razón en una resolución vasta y concienzuda donde las haya para arrebatársela, al cabo de los meses, por el dream team de sus togadas señorías, en un escorzo jurídico que dista mucho de la necesaria seguridad jurídica que debe imperar en todo Estado de Derecho. Estamos de acuerdo en que, salvo el Papa -y ya veremos- nadie es infalible, pero de ahí a que la Audiencia Nacional y el Supremo hayan fallado diametralmente lo opuesto sobre el mismo supuesto de hecho..., pues da que pensar. Ya nada se podrá hacer a título individual, puesto que los juicios particulares que se ventilen en los correspondientes juzgados de lo social no podrán ir en contra de lo resuelto por el Supremo. Ahora solo queda que las administraciones públicas, que son los principales clientes tanto de Tragsa como de Tragsatec , se comprometan a hacer todo lo posible por buscar una salida negociada que perjudique lo menos posible a los trabajadores, aunque ya se sabe que dejar algo en manos de políticos no es remedio para casi nada: al final ninguno se atreve a coger el toro por los cuernos. De ahí el papel fundamental que tienen que jugar los medios de comunicación, sirviendo de altavoz a un colectivo necesitado de cuanto más apoyo mejor. Y eso, modestamente, es lo que busco en el día de hoy: no me lo tuve que pensar dos veces cuando uno de los representantes de la plataforma de afectados en Extremadura, mi amigo Carlos Cordero, me pidió el favor de hacerme eco de sus peticiones en este blog, y muy mal amigo sería yo si no prestara mi voz al hijo del señor Cipriano y de la señora Luci, inolvidables para mí en aquella Malpartida de Cáceres donde una muchachada inquieta y dichosa crecimos entre los muros de un cuartel de la guardia civil cuyos venturosos ecos resuenan todavía en mi mi memoria. Suerte a todos. No deis nada por perdido hasta que no os quede el más mínimo aliento para sostener las razones de vuestras demandas; y aún así, aunque uno piense que ya no puede más, siempre surge del lugar más inesperado la fuerza necesaria para continuar. Es posible que el éxito no esté garantizado, pero siempre hay que mantener el espíritu de lucha. Por todo ello, os animo a que no cejéis en el empeño de ver reconocidas vuestras pretensiones laborales. Que no digan de vosotros que, al menos, no lo intentasteis.



lunes, 4 de abril de 2016

Una reivindicación de justicia

   Cuentan las crónicas que en la fría y lluviosa mañana del 7 de octubre de 1959 tuvo lugar en Malpartida de Cáceres la inauguración oficial de su colegio público. A aquella solemne ceremonia asistieron, además de las autoridades locales -encabezadas por el alcalde, don Ladislado Díaz-, ni más ni menos que el ministro de Educación, don Jesús Rubio y García Mina, acompañado por el gobernador civil, don Licinio de la Fuente, cuyo inusual nombre sirvió de pretexto para bautizar a las nuevas instalaciones: no eran tiempos aquellos como para negarle ese honor al Jefe Provincial del Movimiento en Cáceres. Por cierto, qué mejor ocasión que ésta para dar noticia de su fallecimiento, acaecido en febrero del año pasado. El caso es que han pasado la friolera de 57 años... y allí sigue el colegio en cuestión, donde lo único que ha cambiado desde entonces ha sido su denominación, pasando a llamarse “CEIP Los Arcos” a partir de la década los ochenta, siendo ya alcalde el recordado Antonio Jiménez. No hay que realizar un ejercicio supremo de imaginación para suponer que un centro que data de tan lejana época haya sido objeto del previsible deterioro ocasionado por el paso del tiempo y que, como consecuencia de eso mismo, se haya podido construir uno nuevo. Aciertan ustedes en cuanto a lo de las carencias y desperfectos que asolan al colegio de marras y que no cesan de ser parcheados; no así en cuanto a la suposición de que a Malpartida le cabe la dicha de contar entre los límites de su término municipal con un moderno recinto en el que educar a nuestras generaciones futuras. Y este, precisamente, es el asunto que colea últimamente.

   La reivindicación de un nuevo colegio público es algo que viene de antiguo, pero ha sido en los últimos diez años cuando esta necesidad imperiosa ha resultado más patente y se han redoblado los esfuerzos por conseguir el éxito de esta iniciativa. Las deficiencias de todo tipo -principalmente las de seguridad, accesibilidad, energética, fontanería, electricidad, disgregación de edificios y escasez de espacios comunes- han obrado el milagro de que, al menos a nivel local, tanto el PP como el PSOE mantuvieran una postura común ante la administración autonómica para remar juntos en la misma dirección, aprobándose incluso por el pleno del ayuntamiento la cesión de un terreno de 12.000 metros cuadrados para facilitar la tarea. La cosa pintaba bien cuando la Junta de Extremadura incluyó esta actuación dentro del Plan de Infraestructuras Educativas 2007/2013 a cargo de los fondos FEDER (Fondo Europeo de Desarrollo Regional) y, posteriormente, en el Plan Operativo 2014/2020. Los malpartideños mantenían la ilusión de que este proyecto largamente anhelado se llevara finalmente a cabo. Sin embargo, con el cambio de gobierno regional operado en mayo de 2015, las esperanzas se han desvanecido de golpe y porrazo, puesto que el ejecutivo de Fernández Vara no tiene previsto incluir a Malpartida de Cáceres en el nuevo plan de infraestructuras educativas. La estocada final se ha producido con el rechazo de la enmienda parcial presentada por el Partido Popular en la Asamblea de Extremadura a los Presupuestos Generales de la Comunidad Autónoma, que preveía una partida de 680.000 euros para iniciar las obras durante este año. 

   No se puede caer en el error de politizar un tema de tanta trascendencia social. Hay que tratar de buscar soluciones para que la Junta de Extremadura se replantee su decisión y no se muestre tan inflexible en sus posiciones. Y aquí juegan un papel preponderante, aparte de la leal e imprescindible colaboración entre los grupos políticos municipales, los colectivos representados por la AMPA y los propios docentes: se trata de una cuestión de justicia que requiere el compromiso y la unidad de todos. Y es en este sentido en el que deben encaminarse las iniciativas que partan desde la Plataforma recientemente constituida. Es necesario que los malpartideños se impliquen en este propósito tal y como han hecho para que Los Barruecos obtuvieran el galardón de Mejor Rincón de España 2015, poniendo de manifiesto que con ilusión, esfuerzo y conciencia colectiva se pueden lograr metas aparentemente inalcanzables. Por lo tanto, como antiguo alumno del CEIP “Los Arcos”, desde aquí animo a instituciones locales, ciudadanía y colectivos para que se conjuren ante una empresa que nadie ha dicho que sea fácil, pero que precisamente por su dificultad se saborearán con mayor deleite los frutos del triunfo final; que sus pancartas no dejen de ondear hasta que sus legítimas exigencias se tornen en realidad. Los miles de alumnos que hemos pasado por sus aulas y que hemos correteado por sus patios de recreo nos felicitaremos cuando veamos  a “Los Arcos” en una ubicación más acorde con lo que demanda una inmensa mayoría.

jueves, 17 de marzo de 2016

La renovación pendiente


  No hay nada menos democrático que la organización y el funcionamiento internos de un partido político, por mucho que la Constitución española consagre todo lo contrario. Vamos, que se respiraba más aires de libertad en los consejos de ministros de Franco que en las reuniones de los comités electorales de los partidos, cuya única finalidad es comprar fidelidades colocando amiguetes, lametraserillos y abrazafarolas en unas listas que son la vergüenza de nuestro sistema político. Por eso, nunca verán ustedes a ninguno de ellos levantar jamás la voz en contra de sus amos, por mucho que estén cayendo chuzos de punta; de lo contrario, se les acabaría la sopa boba y el chusco de pan que se llevan al gaznate. Y es que algunos están dispuestos a inmolarse antes que llevarle la contraria al jefe todopoderoso: es así como se pagan los favores. Estos seudoprofesionales de la política, con una tendencia a la genuflexión digna de estudio, saben que eso de tener criterio propio conllevaría su ostracismo más absoluto, directitos al rincón de pensar, lo cual se traduce en que no pillarían cacho en el reparto de prebendas que el mandamás de turno se reserva conceder a sus lacayos más devotos, a esos que están dispuestos a tragar carros y carretas con tal de conservar nómina, influencia, despacho y coche oficial. A esta fauna hipócrita y sin escrúpulos les aterra sobremanera salir de ese mundo ficticio en el que trepan y en el que se creen seres superiores en función de las palmaditas recibidas en la espalda y de los apretones de manos que les profesan sus acólitos; así de simples son estos sujetos. Como en todo, hay sus excepciones, que siempre es injusto generalizar, y que bien conocen las consecuencias de ir por libre. Así que, el que espere voces críticas en el Partido Popular por la cascada de escándalos de corrupción que están apareciendo, más le vale que tome asiento y se ponga cómodo: es más probable que Pablo Iglesias deje de aburrirnos con sus citas constantes sobre El Príncipe de Maquiavelo a que alguien le insinúe a Mariano que está muy feo todo lo que está pasando y que sería menester tomar medidas contundentes. Con lo cual, unos y otros, por activa o por pasiva, se convierten en cómplices del espectáculo lamentable al que estamos asistiendo de degradación de la clase política. Oigan, que hemos alcanzado el punto de no retorno en el que algún juez de instrucción ya ha calificado al PP como “banda criminal”. Así que, ya está bien de mirar para otro lado y de callarse como putas ante el hedor insoportable que desprende la basura acumulada en algunos ayuntamientos y Comunidades Autónomas.

   Todo esto que precede acontece tanto en el PP de Rajoy como en el PSOE de Pedro Sánchez, y
supongo que no será muy descabellado pensar que también en Ciudadanos y en Podemos. Y pasa, por supuesto, a todos los niveles territoriales. Y es aquí a donde quería llegar: al PP de José Antonio Monago, al que le cabe el honor de haber presido la Comunidad Autónoma de Extremadura desde el 2011 hasta el 2015. Aquel 22 de mayo de hace casi cinco años representa una fecha histórica tanto para el Partido Popular como para nuestra región, pues hasta entonces estas tierras sólo habían conocido gobiernos socialistas. Por lo tanto, lo primero que hay que reconocer es que Monago, bajo la atenta mirada del emperador Augusto, obró el milagro de tomar posesión como presidente de la Junta de Extremadura en el monumental marco del edificio que alberga al Museo Nacional de Arte Romano de Mérida. Al césar lo que es del césar. Aunque bien es cierto que a la consecución de ese objetivo inalcanzable a primera vista contribuyeron en buena medida las desatinadas políticas del que por aquel entonces ocupaba el Palacio de la Moncloa: un tal Rodríguez Zapatero, no sé si se acuerdan. El bueno de ZP hizo por Monago tanto o más que los propios votantes del Partido Popular. El caso es que ni los más optimistas se lo creían, menos aún cuando la estabilidad de aquel gobierno dependía de Izquierda Unida, que optó -para mayor cabreo de los atónitos dirigentes del PSOE- por la abstención y dejar que gobernara la lista más votada. Y a partir de entonces se dio el pistoletazo de salida a una nueva época ilusionante por lo novedoso del envite. Los extremeños, por fin, íbamos a comprobar si con un partido de centro-derecha en el poder la vida seguiría su curso sin mayor contratiempo o, por contra, se precipitarían sobre nuestras cabezas los peores augurios voceados a los cuatro vientos por agoreros inventores de interesadas falacias. Y pasaron las semanas, los meses y los años y todo seguía en su sitio: los jubilados cobraban las pensiones y los funcionarios sus nóminas; los colegios, las farmacias y los centros de salud continuaban abiertos; se seguían adjudicando contratos públicos y convocando subvenciones, etc, etc. Es decir, la normalidad más absoluta. El infierno que algunos presagiaban pasó de largo.


 Pero claro, verse de repente en el ejercicio del poder implica que hay que gobernar, y no todos cuentan con las dotes necesarias para asumir tamaña responsabilidad, ni saben rodearse del equipo idóneo para tratar de ocultar las propias carencias, aunque en algunos casos era misión imposible que pasaran desapercibidas, porque el que es un inepto lo es por mucho empeño que ponga en disimularlo. La mayoría de estos individuos, en su supina temeridad e inconsciencia, piensan que el hecho de que lo nombren a uno consejero, secretario general, director general o jefe de servicio es poco menos que una bicoca, pues su única meta consiste en que vaya pasando el tiempo lo más lento posible hasta que alguien se percate de que son unos perfectos inútiles. Por lo tanto, aptitudes y capacidades aparte, se hacía imprescindible un cambio de chip para afrontar las nuevas responsabilidades con la seriedad propia que demandaban los acontecimientos, dejando a un lado el argumentario desplegado durante tantos años de ingrata oposición. Y renovar esa actitud, quieran o no, cuesta. En ese tránsito hubo consejeros y demás personal de confianza que se vieron sobrepasados con holgura por las exigencias requeridas ante el cambio de escenario. Lo mínimo que se puede exigir en este tipo de trances es voluntad, pero ni siquiera ese ingrediente es suficiente cuando se trata de dirigir las riendas de una Comunidad Autónoma, con lo cual quedaron al descubierto las debilidades que se vislumbraban durante los años de oposición. Y lo que al principio era todo amor y cariño, desembocó en las primeras disidencias, con los correspondientes ceses y dimisiones. No faltaron crisis de gobierno y consejeros que abandonaran el barco; algunos se fueron, sí, pero no a su casa, sino para ser recolocados en órganos de postín, pues parece ser que eso de volver a dar clases en la universidad es un trago demasiado amargo. Con lo cual, Monago se fue dando cuenta de que una cosa era estar en la oposición y otra muy distinta situarse al frente de un ejecutivo al que todos criticaban y exigían cuentas. Hasta sus propios consejeros libraban batallas internas a menor escala por acumular parcelas de poder. En esto despuntó por encima de todos la vicepresidenta Cristina Teniente, que no ha hecho otra cosa en su vida que granjearse enemigos a ambos lados del espectro político -sobre todo dentro de su propio partido-, que es, por otra parte, lo que suele suceder a quien antepone su desmesurada ambición personal a cualquier otra consideración. Esta señora, a la que no se le conoce oficio ni beneficio más allá de los cargos que ha ocupado desde su más tierna juventud, es poseedora de un ego que ríanse ustedes del de Penélope Cruz. Y es que una cara bonita no debería dar derecho, por sí sola,  para que a una le hagan entrega de las llaves de determinados despachos oficiales. 

   Uno de los puntos de inflexión en todo este periplo lo constituye el nombramiento de Iván Redondo -septiembre de 2012- como director del gabinete de la presidencia con rango de consejero, a razón de algo más de 4000 eurazos al mes. Este muchacho, artífice de la victoria de Monago en las elecciones autonómicas de 2011 y fundador de una de las consultorías más exitosas de nuestro país, se convirtió en la sombra del líder del Partido Popular, levantando las correspondientes ampollas en aquellos que veían peligrar su influencia. La factoría del señor Redondo, con una soberbia impropia de sus escasísimos méritos, y sabedor de que era el ojito derecho de su jefe, no paraba de proponer ocurrencias con las que Monago y su gobierno hacían el ridículo más espantoso. Les sugiero que acudan a la hemeroteca si quieren echarse unas risas. Pero no contento con eso, se puso en manos de este jovenzuelo -tal y como ocurrió en 2011- la estrategia de la estrepitosa campaña electoral del año pasado que, a la postre, terminaría por devolver a Monago y los suyos a la bancada de la oposición. El desastre se veía venir por todos... excepto por los propios implicados en el sainete, más preocupados en otros asuntos. Y así les fue. El “barón rojo”, o el “verso suelto”, como es conocido el ex presidente entre sus compañeros, metió la pata hasta el corbejón, pero imbuido de su propia grandiosidad, no se dio cuenta de la calamidad hasta que ya fue demasiado tarde. Y tenemos aquí a un hombre al que hay que agradecer los servicios prestados pero que, a su vez, cegado por los oropoles del poder, ha dilapidado el legado que miles de votantes depositaron en él. Porque una cosa es clara: tendrán que volver a pasar otros veintitantos años para que en Extremadura vuelva a haber un gobierno del Partido Popular. Y todo se lo debemos a un José Antonio Monago que ha defraudado, cuando no traicionado, a gran parte de su electorado.

 
De ahí que este sea el momento más oportuno para traer a colación el título de este artículo. Es cierto que el de Quintana de la Serena ha encumbrado a su partido a cotas nunca antes soñadas, pero a un precio demasiado alto que tendría que pasar factura a los principales promotores de esta debacle. Se impone la necesidad de un cambio de caras en el Partido Popular de Extremadura, empezando por la de su presidente, el cual no puede seguir al frente de una formación a la que ha dejado herida de muerte para una buena temporada. El PP no puede seguir siendo cautivo de unos dirigentes admirados de contemplarse el ombligo por lo bien que lo hicieron en su día, con una ausencia de autocrítica que espantaría a aquel que se tenga por decente. Por supuesto que no todos tienen el mismo grado de responsabilidad y que algunos siguen siendo válidos para conformar el equipo que haya de tomar el relevo, pero la mayoría de ellos sobran. Y al igual que a nivel nacional resalta la figura de Pablo Casado como futuro sustituto de un más que acabado Mariano Rajoy, Extremadura también cuenta con personalidades comprometidas que tienen que dar un paso al frente con el coraje suficiente para esquivar los dardos envenenados de que a buen seguro serán objeto, sin miedo a que les tachen de desleales. Nadie es imprescindible, y menos en política. Por eso, el tiempo transcurrido hasta que comiencen a fijarse posiciones será tiempo perdido en esta tarea de necesaria renovación para sacar al partido del marasmo en el que se encuentra. Hay por ahí un alcalde de un municipio cercano, de cuyo nombre me acuerdo perfectamente  pero al que no quiero comprometer expresamente, que reúne los requisitos suficientes para emprender este cometido. Seguro que no soy el primero ni el único que lo anima para que salga a la palestra, a ver si así los concejales que se están batiendo el cobre por unas siglas -las mismas de las que renegó Monago en la última campaña- vuelven a ilusionarse y dejan de resignarse y de sentir vergüenza por los dirigentes que tienen.