sábado, 31 de marzo de 2012

Un nuevo ardor de estómago para Su Majestad.


Ayer por la mañana, a eso de las 13:30, me disponía a practicar uno de los deportes favoritos de los españoles siempre que nos hallamos en trance de matar el tiempo: hojear el periódico mientras damos buena cuenta de una refrescante caña de cerveza. Y es que a algunos no les temblaría el pulso si les dieran a elegir entre pasar una jornada en familia -suegra incluida- o digerir, solo o acompañado, un buen trago de oro líquido. El caso es que, sin necesidad de optar entre una cosa u otra, esa mañana me apetecía darme un homenaje, así que me encaminé a la tasca más cercana. Me decidí por una que tenía montada su terraza a las puertas del local; a pesar de los rayos de sol, resolví entrar en el interior debido al fuerte viento que soplaba. Mientras el camarero no paraba de servir consumiciones, su partenaire no daba abasto en poner el correspondiente pincho con que apaciguar el estómago, que no todo va ser lúpulo y malta regados con sus 5,5 grados de alcohol. En esas andaba, pasando las páginas del diario como un autómata, leyendo los titulares pero sin prestar mucha atención al contenido cuando, de repente, cual rayo ensordecedor, me detuve paralizado en uno que decía “Grupo de música punk condenado por injurias al Rey”. Me tiré en plancha a devorar aquellas líneas para conocer cuál era la última fatiga que soportaban los cansados hombros de Don Juan Carlos. Para mí, en ese momento, eso era lo importante; en segundo plano quedaban la guerra de cifras de la huelga general de la víspera y las polémicas por la desautorización administrativa para la construcción de la refinería de marras.

Centrada la atención en ese punto, a cada línea leída el sobresalto era mayor. Veamos la secuencia de los hechos: grupo que se presenta a un concurso de música joven organizado por el ayuntamiento de Segovia; el grupo en cuestión no lo hace del todo mal y, como premio, le editan algunas canciones; a los pocos días el concejal competente en la materia se empieza a poner nervioso cuando llega a sus oídos que el conjunto que han promocionado con dinero público lleva en su repertorio un tema en el que ponen a parir al Jefe del Estado; el susodicho edil, que hasta la fecha gozaba de una imagen inmaculada entre sus conciudadanos, no para de acordarse de los deudos del que le convenció para recompensar a ese grupo prometedor al que todos recordarían no sólo por su estrambótico nombre -”Ardor de estómago”- sino por su indudable calidad artística. Imagínense ustedes la zozobra de ese servidor público que, por confiar en su compadre de toda la vida, ahora se veía obligado a dimitir por no haber escuchado aquello que se suponía que debió haber escuchado. Nunca se perdonará haber puesto en peligro su carrera política por tamaño desliz. Angelito.

El hecho es que la Audiencia Nacional ha condenado a tres componentes del grupo a una multa de, sorpréndanse, 900 € cada uno, lo cual, calculadora en mano, suma la friolera de 2.700 eurazos. No voy a reproducir aquí la letra en cuestión, más que nada para no darles mayor publicidad de la que ya han obtenido, pero no hay que ser un Mozart para suponer que la calidad musical de la partitura brilla por su ausencia: ese bodrio podría haberlo firmado cualquiera de mis sobrinos. A partir de ahora tendrán que ir a buscar las musas de la inspiración a otra parte; eso sí, con algunos euros de menos en los bolsillos. Aunque estoy convencido de que la broma les ha salido casi gratis: si llamar en dieciséis ocasiones “hijo de puta” y “bastardo” al rey, entre otras lindezas, conlleva una sanción de 900 € por barba, más de uno estará dispuesto a convertirse en cantautor y pagar canon a la SGAE con tal de dar rienda suelta a su imaginación para, con la excusa de que con sus impuestos no van a mantener ni tronos ni coronas, darle puyas al rey hasta en el carnet de identidad. Esta es una de las cargas que tendrá que arrostrar la Casa Real por el affaire Urdangarín. Y es que no corren buenos tiempos para la monarquía.  

lunes, 26 de marzo de 2012

El extraño caso del inagotable granero de votos.


Ayer se celebraron elecciones autonómicas en Andalucía. Javier Arenas acudía a las urnas por cuarta vez como candidato por el PP; por contra, José Antonio Griñán se estrenaba como cabeza de cartel por el PSOE. Todos los sondeos electorales, sin excepción, situaban al Partido Popular al borde de la mayoría absoluta. Era de esperar que el desgaste de los más de 30 años de poder socialista en esa Comunidad, unido a los escándalos de corrupción de última hora, terminarían por descabalgar al PSOE del caballo ganador que lleva montando durante todo este tiempo. Pero al final todo ha sido un espejismo. Como dijo anoche Cayo Lara, coordinador general de Izquierda Unidad, “la ola del Partido Popular se ha estrellado en Despeñaperros”. Habrá qué comprobar los efectos de la resaca.

El PP se ha quedado a cinco escaños de la ansiada y pronosticada mayoría absoluta. Es cierto que ha ganado las elecciones por primera vez en Andalucía, aunque haya sido por el escaso margen de unos cuarenta mil votos; victoria histórica y todo lo que se quiera pero, al fin y al cabo, inútil. Pesa más la decepción por no haber alcanzado el poder que cualquier otra circunstancia. Las caras de sus dirigentes, desde el balcón de su sede en Sevilla, denotaban el fracaso cosechado a pesar de los esfuerzos por ocultarlo con unos tibios aplausos emitidos a destiempo por un coro de palmeros que no se sabía muy bien qué estaban festejando. Creo que la frustración les cegaba. Los aires renovados de la recién estrenada primavera no han sentado nada bien a las gaviotas que acompañan al logotipo del Partido Popular.

En la otra cara de la moneda, Griñán ni se lo creía. Compareció ante los medios de comunicación en un estado de levitación propio del que, ante el temor a una catástrofe sin precedentes, sale fortalecido en medio de la tempestad: el temido huracán ha quedado, si acaso, en mera tormenta tropical. Lo que tampoco entenderé nunca es el entusiasmo mostrado por sus seguidores, inconscientes ellos de que lo que estaban degustando era, a pesar de todo, el acibarado fruto de la derrota. Lo malo es que interpretan lo sucedido no como un toque de atención, sino como un tropiezo menos lacerante de lo esperado porque a ellos  "plin": total, si van a continuar repantigados en la misma poltrona, pisando la misma alfombra y sentados en el mismo coche oficial. Lo de menos es el escandaloso índice de paro (el 30 % de la población activa) y que las alcantarillas del poder fluyan anegadas de corrupción.

La reconquista del poder territorial del PP ha sufrido un inesperado revés en tierras andaluzas. El granero de votos del PSOE ha vuelto a ser talismán una vez más, sacando del marasmo a un partido que estaba predestinado al ocaso durante una larga temporada. Ni la labor conjunta de Sherlock Holmes y Hercules Poirot darían con la clave para explicar lo sucedido en el día de ayer. Hasta el momento carecemos de pistas creíbles que esclarezcan el motivo por el que el pueblo andaluz prefiere navegar en las aguas turbulentas del paro y los chanchullos. El camino a seguir para desvelar este asunto será el de averiguar las causas del alto porcentaje de abstención(37,83%), sin perder de vista tampoco el posible voto de castigo frente a la reforma laboral aprobada por las huestes de Don Mariano ni el miedo psicológico a que el centro-derecha gobierne alguna vez en aquellas latitudes. Podemos afirmar, sin miedo a equivocarnos, que en Andalucía se ha instalado un régimen político casi imposible de desbancar al socaire de una ciudadanía alienada que opta por lo malo conocido. La recolecta se ha resentido, pero continua dando de comer a los de siempre.

viernes, 23 de marzo de 2012

Contexto histórico de un milagro inaudito.




Defensa del Parque de Monteleón
Para la mayoría de los historiadores, la época contemporánea en España comienza en el año 1808. Por entonces reinaba Carlos IV, asistido en las tareas de gobierno por su valido Godoy, elevado a la cúspide del poder desde 1792, algunos dicen que gracias al ascendiente que tenía sobre la reina María Luisa de Parma. El caso es que el ilustre ciudadano, oriundo de Badajoz, accedió a los más altos honores de la patria desde su condición de hidalgo, levantando ampollas entre la nobleza y la aristocracia de la Corte. Godoy, denostado casi unánimemente por toda la historiografía, se va a convertir en catalizador de los dramáticos acontecimientos que tendrán lugar en España a comienzos del siglo XIX.

La Familia de Carlos IV
La Monarquía Hispánica no atravesaba por sus mejores momentos. Mientras en las colonias americanas no tardarían en soplar los aires de independencia, en clave interna existía una clara confrontación entre los partidarios de Godoy y los del príncipe de Asturias, futuro Fernando VII. Los primeros, guiados por la ambición del Príncipe de la Paz, no se cansaban de propalar que la incapacidad manifiesta del primogénito de los reyes, unido a la minoría de edad del resto de sus hijos, haría necesario nombrar un regente en caso del fallecimiento de Carlos IV. Pero para lograr sus objetivos sin ningún tipo de oposición era preciso desprestigiar a ojos de sus padres, y por ende de la nación entera, la figura del heredero. Así, en octubre de 1807, Godoy extendió la especie de que los fernandistas preparaban un complot, con la aquiescencia del propio Fernando, para destronar a Carlos IV. Un anónimo recibido por el monarca le puso sobre la pista de los hechos y no tuvo más remedio que ordenar el arresto de su hijo como reo de alta traición. No pudo Godoy frotarse las manos por mucho tiempo puesto que la reacción del pueblo, protestando por lo que consideraban un treta del odiado favorito, llevó finalmente al rey a conceder el perdón a su hijo el 5 de noviembre. En esto consistió el llamado proceso de El Escorial, del que resultaron absueltos todos los encausados. La imagen de Godoy, por contra, se deterioraba a pasos agigantados.

Godoy
Pero no tardó Godoy, por otra vía, en ver cumplidas sus aspiraciones. Así, el 27 de octubre de 1807 se firmaba el Tratado de Fontainebleau entre España y Francia. En su virtud, se concedía autorización para que las tropas francesas penetraran en territorio español en su camino hacia Portugal para la puesta en práctica el bloqueo Continental contra Inglaterra, así como la división del suelo luso en tres partes independientes, quedando la zona sur en manos de Godoy bajo el título de Principado de los Algarves. Nada bueno se podía esperar de una alianza interesada para combatir a un enemigo común, más aún cuando todavía sangraban las heridas de Trafalgar, cuando un malhadado veintiuno de octubre de 1805, y bajo el mando de un inepto Villeneuve, la escuadra franco-española sucumbió ante la Armada Real Inglesa. Aquellas aguas se convirtieron en las tumbas de los ilustres Churruca, Alcalá Galiano y Bustamante. Aunque también hay que decir que la estrella del almirante Nelsón dejó de refulgir aquel infausto día.

Napoleón Bonaparte
Al otro lado de los Pirineos Napoleón Bonaparte, el hombre más grande del siglo, era el dueño de los destinos de Europa. Conocedor de las disputas entre fernandistas y los partidarios de Godoy, así como de la debilidad intrínseca del propio Carlos IV, pasó de considerar a España como un instrumento del que valerse en su lucha contra Inglaterra y Portugal, a convertirla en uno de sus objetivos de conquista. En el tablero de ajedrez napoleónico, España pasó de ser una casilla sin importancia a transformarse en una pieza codiciada por las tropas imperiales. Así, con la excusa del apoyo logístico que España se había comprometido a prestar en el tratado de Fontainebleau, unos veinticinco mil soldados imperiales penetran en la península por Irún. Lo que no estaba previsto era el acantonamiento de dos ejércitos de reserva en la frontera española. En teoría venían como aliados, pero los incidentes producidos en algunas plazas entre el pueblo y la soldadesca delataban que esos no eran los derroteros por los que tendrían que discurrir los acontecimientos. Los mensajes difundidos por Carlos IV desde el Real Sitio de Aranjuez, donde se había trasladado la Corte, tratando de tranquilizar a sus súbditos ante la masiva presencia francesa – ya sumaban casi 90.000 efectivos- , no surtieron efecto. Pero cuando las intenciones de Napoleón se hicieron evidentes para todos, Godoy trató de convencer al monarca de que no quedaba más salida que el traslado de la Corte a Sevilla o a Cádiz para, en caso de necesidad, embarcar rumbo a Amércia. El príncipe Fernando y sus partidarios no estaban de acuerdo con los planes del valido, así que prepararon el ambiente de rebelión para la noche del jueves 17 al viernes 18 de marzo, dando lugar al famoso Motín de Aranjuez. El pueblo no estaba dispuesto a que la salvaguarda de la dignidad de la corona pasase por la huida de la Corte al Nuevo Mundo. Mientras una multitud se dirigió al palacio para tratar de evitar que la familia real emprendiese viaje, otro grupo de ciudadanos tomó el camino hacia la residencia de Godoy, que fue asaltada y saqueada. El favorito fue descubierto a la mañana siguiente, escondido entre las esteras de una habitación que había quedado a salvo de los excesos de la turbamulta. Carlos IV envió a su hijo Fernando para apaciguar los ánimos de la población; Godoy, no sin menoscabo de su integridad física, fue conducido al cuartel de guardias de Corps. El otrora príncipe de la Paz comenzó a ser tratado como Príncipe de la Injusticia, Generalísimo de la Infamia o Gran Almirante de la Traición.

Fernando VII
Fernando era presentado como el dueño de la situación. Así se lo hicieron ver los ministros a Carlos IV, el cual firmó el decreto de abdicación a las siete de la noche de ese 19 de marzo. El nuevo rey hizo su entrada triunfal en Madrid el 24 de marzo, un día después de que lo hicieran -con no menor gloria- las tropas francesas al mando de Murat. Mientras tanto, en Aranjuez, se produce un hecho de la mayor trascendencia: Carlos IV se retractaba de la renuncia mediante un documento por el que declaraba nula la abdicación en su hijo. Las cartas de Napoleón se iban poniendo sobre la mesa. Envió a Madrid al general Savary para que convenciera a Fernando VII de la necesidad de establecer una entrevista entre ambos. El 10 de abril partía la comitiva regia camino de Burgos, donde el enviado del emperador le había asegurado que tendría lugar el encuentro, pero al final el séquito terminó recalando el 14 de abril en Vitoria, ante las estratagemas de Savary de que las múltiples ocupaciones de Napoleón habían hecho imposible su confluencia en el destino previsto en primer término. Pero allí tampoco se halló al general corso, de tal suerte que, finalmente, y pese a algunas dudas iniciales, se decidió cruzar la frontera con destino a la ciudad de Bayona, a donde llegaron un 20 de abril, más como prisioneros que como invitados, sobre todo cuando el emperador le planteó su decisión de destronar a los borbones el Trono de España para ser sustituidos por su propia dinastía en la persona de su hermano José.

Abdicaciones de Bayona
Durante días Napoleón presionó a Fernando VII para que aceptara la renuncia a la corona como único medio de garantizar la paz en España pero, como el monarca no cedía, tuvo que cambiar de táctica: presionar a los reyes padres, llegados a Bayona el 23 de abril, y a Godoy, que lo hace el 25 del mismo mes. Si el trato con Fernando VII había sido glacial, todo lo contrario sucedió con Carlos IV, que es recibido con los honores que se le niegan a su hijo. Después de varias conferencias entre las partes implicadas, las amenazas para que Fernando VII ceda de nuevo la corona a su padre no surten efectos hasta que Napoleón le pone en la tesitura de elegir entre la cesión o la muerte. Así lo hace en la mañana del 6 de mayo, desconociendo que Carlos IV había hecho lo propio el día anterior. A partir de entonces el Deseado pasará a residir en el castillo de Valençay. Y todo eso sucedía cuando ya habían tenido lugar los sucesos del 2 de mayo en Madrid, en que la población se levantó ante el intento de los franceses de llevarse del Palacio Real al infante Francisco de Paula. La rebelión, que se extendió por toda la ciudad, fue brutalmente reprimida por Murat, ofreciendo Goya fiel testimonio de la barbarie en sus obras “La carga de los Mamelucos” y “Los fusilamientos del 3 de mayo” en la montaña del príncipe Pío. No menos dramática fue la obra de Soroya “Defensa del parque de artillería de Monteleón”, en la que muestra la gesta heroica de los capitanes Daoiz y Velarde ante la pasividad del estamento militar ordenada por el capitán general de Madrid. Murat, cuñado de Napoleón, se vanagloriaba de haber acabado sin el menor esfuerzo con el levantamiento de los madrileños. Lo que desconocía el mariscal es que en España se iba a librar una guerra que terminaría por enterrar las aspiraciones de la Grande Armeé de dominar Europa. Los franceses no sólo se enfrentaban contra un ejército regular, sino que tendrían que hacerlo contra todo un pueblo henchido de odio hacia el invasor: el levantamiento social dio paso a una confrontación militar que concluyó en una revolución política.

Constitución de Cádiz
Estos son los antecedentes inmediatos y el contexto histórico en que son elaborados los trabajos para dotar a España de su primera Constitución, la de Cádiz de 1812, obra de un grupo de liberales que impusieron sus tesis sobre una mayoría afecta aún a las ideas absolutistas. De cómo se obró ese milagro, de esa transición del Antiguo Régimen al estado liberal, de cómo Fernando VII pasó de ser "el Deseado" a convertirse en "el Odiado", todo ello será objeto de un próximo artículo en el que me centraré en las vicisitudes por las que transcurrió el proyecto de los doceañistas gaditanos.

martes, 13 de marzo de 2012

Papá, el profesor me ha reñido.


En la mayoría de las encuestas con que, de vez en cuando, nos surten los medios de comunicación sobre cuáles son las cuestiones que más preocupan a los españoles, un año tras otro ocupan siempre las mismas posiciones del escalafón temas como el paro, el terrorismo, la clase  política, el mal funcionamiento de la Justicia, la inmigración y la inseguridad ciudadana. Y sin embargo, para sorpresa de muchos, es inconcebible que no aparezca en ese listado el problema de la educación, lo cual denota la falta de conciencia que existe en este asunto: cuando una sociedad es incapaz de detectar un defecto tan evidente dentro de su sistema de convivencia, esa ceguera constituye de por sí un problema añadido.

  Los postulados de la educación en España, desde que se plantearan modernamente por vez primera en la Constitución de Cádiz de 1812, pasando por los intentos que, con mayor o menor fortuna, pretendieron regular este sector de la realidad, han sido utilizados como arma arrojadiza entre los distintos gobiernos que han pretendido poner orden en este campo. El gran hito en esta materia lo constituyó la Ley de Instrucción Pública, de 9 de septiembre de 1857, conocida como Ley Moyano en referencia al ministro que la impulsó, y cuya vigencia  se extiende hasta la aprobación en 1970 de la Ley General de Educación (LGE). Desde entonces, se han sucedido una serie de medidas legislativas que han tratado de regular el sistema educativo. Todas ellas presentan el común denominador de establecer la estructura básica y los principios que deben presidir el sistema en cuestión, pero todos ellos se olvidan o postergan un punto crucial para el éxito de los mismos: la autoridad del profesorado.
                                 
   Pertenezco a una generación que se ha formado con la LGE, sistema riguroso y exigente en el que la figura del profesor se respetaba como si de una deidad se tratara. Mientras estábamos en clase atendíamos a sus explicaciones como si escucháramos el sermón del cura en la iglesia. Por temer, recelábamos hasta de estornudar. No se nos ocurría armar el más mínimo jaleo y si teníamos que preguntar algo, el “don” o “doña” siempre por delante: “Don Jesús, que no entiendo muy bien eso de la fotosíntesis”; o “ Doña Sagrario, que no me queda muy claro lo de las propiedades de los verbos transitivos”. Es decir, que nos portábamos como unos santos varones, so pena de sufrir castigos como no salir al recreo, estar de pie frente a la pared (con el susurro de los demás niños repiqueteando en nuestra conciencia), o el más expeditivo de ser expulsado de clase. Dios no quisiera que la paciencia del maestro le hiciera escoger este método de corrección en lugar de los otros. Lo contrario suponía exponernos al riesgo de que nuestros padres se enterasen de que en la escuela o en el instituto no destilábamos la bondad que mostrábamos en casa. Por nada del mundo deseábamos que nuestros progenitores fueran llamados por el director del centro; preferíamos mil veces un tirón de orejas, unos buenos reglazos en la palma de las manos o, incluso, un buen estirón de patillas antes que someternos a ese trance. Sería algo así como una especie de deshonra que los padres de los demás alumnos se enteraran que habíamos sido llamados a capítulo.

  Bien claro nos lo quedaban nuestros padres: “¡Que no me vengan con quejas de que te portas mal en clase!”. Y sobraban todas las palabras, no había nada más que añadir; la sentencia era tan clara que no admitía dudas a interpretaciones más flexibles. En caso de contravención, seríamos sometidos a un juicio sumarísimo que conllevaría, aparte de algún cachete, quedarnos sin salir y sin paga. Con esa máxima, pues, acudíamos todos los días al colegio, cual espada de Damocles a la que nos horrorizaría ver caer porque eso supondría destapar la caja de Pandora. Si eso sucedía estábamos perdidos, por mucho que juráramos que nosotros no teníamos nada que ver con la trastada que nos imputaba el profesor. En estos casos no había derecho de réplica ni argumentos en los que apoyar nuestra defensa: su palabra iba a misa, era un dogma de fe que no admitía revisión.

  Como se observará, en la actualidad las circunstancias han cambiado mucho y para mal. Parece como si todo lo que antecede estuviera referido poco menos que a principios del siglo XX. Y nada más lejos de la realidad. El período de tiempo en que los maestros, profesores y alumnos nos regíamos por esos principios datan, en lo que a mí respecta, desde mediados de los setenta hasta principios de los noventa, cuando estudiábamos la EGB, el BUP y el COU de toda la vida. Pero, a lo que se ve, todo se ha trastocado desde entonces sin solución de continuidad: la mayoría del alumnado asiste a clases sin ningún tipo de respeto ni por por el resto de compañeros ni por los sufridos profesores, más pendientes estos últimos de poner orden en las aulas que de impartir la lección. Tan precaria es su situación, que se ven atados de pies y manos ante el hecho nada inusual de que sus clases estén plagadas de alborotadores. Por no poder hacer, no pueden ni expulsarlos, limitándose su actuación a rellenar un parte de aviso,  pero el pimpollo, por desgracia, tiene derecho a permanecer en el aula.

  Si en otra época eran los alumnos quienes debíamos tener miedo al profesor, en la actualidad sucede todo lo contrario. Si ahora el pupilo llega a casa quejándose de que el profesor le ha llamado la atención, no le falta tiempo al padre de turno para, con el niño a cuestas, presentarse en el centro educativo exigiendo ver de inmediato a aquél que ha osado levantarle la voz a su vástago. Y así, tenemos que presenciar ese espectáculo en que el padre, con su criatura delante, escupiendo a los cuatro vientos que es imposible que su hijo haya hecho lo que dicen que ha hecho porque su hijo es buenísimo, pone a parir al profesor en un despliegue de gestos y oratoria que ruborizaría al más pintado. Después de eso al educador no le queda más mecanismo para tratar de reconducir la situación que plegarse a las amenazas, clamando en vano por el auxilio de un sistema con el que se sienten desamparados.  Y los educandos, que son demasiado listos para lo que quieren, hacen todo lo posible por ponerse a la dudosa altura de sus progenitores y no defraudarlos.

   Se trata de un problema de educación. Lo padres tienen que ser conscientes de que sus hijos tienen que venir educados de casa, que en los colegios e institutos se limitan a formarlos intelectualmente. Los poderes públicos tienen que quitarse la venda de los ojos y dejar de negar la realidad cuanto antes. Deben desplegar un conjunto de medidas cuyo frontispicio pase por reconocer al profesorado el estatus de autoridad, pues de lo contrario el sistema seguirá degenerando sin freno hacia comportamientos aún más degradantes de los que acostumbran a sufrir cada día unos desmotivados e impotentes profesores. Han pasado de ser venerados a ser vilipendiados. Hay que reconquistar el terrero perdido, porque no todo son buenas vacaciones y mejor sueldo, fama injusta endosada por la opinión pública: a más de uno quería yo ver dando clases pues, hoy por hoy, no se diferencia mucho del domador de leones que se encierra con las fieras en una jaula. 

domingo, 11 de marzo de 2012

El día de la infamia.


En días como hoy se hace harto complicado escribir una sola línea en recuerdo de los atentados del 11 de marzo de 2004 sin que el alma se nos rasgue a jirones. Y es que, aunque parezca mentira, han pasado ya ocho años desde que España sufriera el mayor zarpazo terrorista de su historia. Tenemos tan presente aún aquella fecha fatídica en nuestra memoria colectiva que estoy convencido de que más de uno pone en duda que hayan transcurrido ya tantos años. Las diez bombas asesinas que sembraron el pánico en los trenes de cercanías, ocasionando 191 muertos y miles de heridos, dieron lugar a que ese día se nos haya quedado grabado a sangre y fuego. Por desgracia tenemos demasiados referentes con los que comparar esta afirmación, tantos puntos de inflexión en los que la paz social que disfrutamos nos ha sido arrebatada puntualmente por la guadaña del terror, tantas ocasiones en las que, con rabia e impotencia contenidas, hemos visto ondear a media asta las banderas de los edificios oficiales en señal de luto por los atentados salvajes cometidos indiscriminadamente por los amigos del odio y del horror: Hipercorp en Barcelona (1987), Plaza de la República Dominicana de Madrid (1986), Casa Cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza (1987) y de Vic (1991), entre los más sangrientos y que mayor número de víctimas mortales produjeron, sin olvidar otros como los sufridos por Irene Villa y su madre en octubre de 1991, así como el secuestro y posterior asesinato de Miguel Ángel Blanco en 1997, o las desgarradoras imágenes de Ortega Lara una vez liberado por la Guardia Civil después de que los terroristas lo enterraran en vida durante casi año y medio, entre enero de 1996 y julio de 1997. Como digo, estos son quizás los acontecimientos que más han mortificado a nuestra sociedad, pero ninguno como la masacre del 11 M.

Aquellos atentados, aparte del dolor intrínseco inherente a toda tragedia, fueron especialmente significativos por el hecho de que se produjeron tres días antes de que en España se celebraran elecciones generales. La hasta entonces figura inquebrantable de José María Aznar, flamante presidente del gobierno que en 1996 acabó con la hegemonía del todopoderoso Felipe González  y que cuatro años más tarde, gracias  a su exitosa política económica, consiguió el beneplácito de la mayoría absoluta, empezó a balancearse en 2001: la catástrofe del Prestige en las costas gallegas supuso la primera vía de agua seria en aflorar en la cubierta del gobierno, originando una ola de protestas en contra de la gestión que de la crisis estaba haciendo el ejecutivo del PP, sacando a las calles a miles de manifestantes bajo el lema “Nunca Mais”. El gobierno no llegó a recomponerse del todo después de tener que soportar sobre su imagen aquellas toneladas de chapapote, o de “hilillos de fuel”, como los llamara ingenuamente Mariano Rajoy, encargado por el presidente de salvar la situación lo más airosamente posible y salir de aquella ciénaga en la que no estaba dispuesto a que encallara su proyecto de Estado, y menos ahora que tenía los escaños suficientes como para prescindir de los votos nacionalistas en la toma de decisiones. Pero por mucho lavado de cara que se quisiera hacer de la situación, el daño estaba ya hecho y sembradas también las semillas de un caldo de cultivo que terminaría por desalojar al Partido Popular de los aledaños del poder. Solo bastaba otra racha de mala suerte para que la nave gubernamental zozobrara ante la mirada atónita de los que contribuyeron a enarbolar el estandarte del centro-derecha en la mar de las pasiones políticas.

Y esos nuevos aires borrascosos llegaron en 2003. La teórica fortaleza que irradiaba el ejecutivo se vio zarandeada por los embates a que lo sometieron dos acontecimientos que se sucedieron entre sí en menos de dos semanas: el accidente aéreo del Yak-42 en Turquía, que costaría la vida a sesenta y dos militares españoles un nefasto 26 de marzo y, sobre todo, el apoyo a la guerra de Irak certificada en la denostada foto de las Azores diez días antes. Esta última decisión, adoptada por el presidente en contra de la inmensa mayoría del pueblo español y de no pocos dirigentes y militantes de su partido, no digamos ya de la oposición política, sería determinante para que los ciudadanos llegaran a la concluisión de que los atentados del 11 M eran debidos a la participación de España dentro de la coalición internacional liderada por Estados Unidos para invadir Irak con el pretexto de las tan cacareadas y nunca encontradas armas de destrucción masiva. Esa resolución tuvo la virtud, muy a pesar de Aznar, pero previsible a todas luces, de poner en contra del presidente tanto a quienes no le habían votado nunca como a amplios sectores de las bases del propio Partido Popular. Por cierto, que entre el primer grupo de descontentos desempeñó un papel muy activo el mundo de la cultura, escenificando su protesta en la gala de entrega de los premios Goya de cine. El "No a la guerra" se convirtió en un grito de ira que surcaba pueblos y ciudades cargado de las razones que siempre asisten a quienes se oponen a cualquier conflicto armado.

Ese era el pulso social que latía en España cuando, a partir de las siete y media de la mañana del jueves 11 de marzo de 2004, todos dejamos de prestar atención a los pormenores de una anodina campaña electoral para centrar nuestras preocupaciones en las turbadoras noticias provenientes de Madrid. En un primer momento todos dieron por hecho que los atentados eran obra de  ETA: no sería extraño pensar que después de más de treinta años de actividad su locura desembocara en aquella matanza. Arnaldo Otegui entonó la única voz discordante dentro de aquella unanimidad: el antiguo terrorista reconvertido en político negaba que la banda de la que un día llegó a formar parte tuviera algo que ver con los atentados en las estaciones de Atocha, Pozo del Tío Raimundo y Santa Eugenia. Pero claro, quién iba a creer en la palabra de un individuo que en su juventud había abrazado la opción de las armas como medio para defender su ideario político. No se la creyó nadie hasta que la versión difundida por el gobierno, basada en los datos facilitados por la propia Policía, empezaba a resquebrajarse con la aparición de los primeros indicios que apuntaban al terrorismo islámico. Así, a las tres y media de la tarde del mismo 11 de marzo es localizada una Renault Cangoo con detonadores y versos del Corán en su interior; además, la misma noche de los atentados un diario londinense editado en árabe recibió un correo electrónico de las Brigadas de Abu Hafs al Masri, grupo ligado a Al Qaeda, reivindicando su autoría. Horas más tarde, a la una de la madrugada del 12 de marzo, fue detectada la famosa mochila de Vallecas con otra bomba en su interior que no llegó a explosionar. Eran ya demasiadas coincidencias para que el gobierno siguiera manteniendo la tesis de ETA en contra de la que, a tenor de los últimos hallazgos, empezaba a tomar más cuerpo.

La opinión pública demandaba información a raudales, y así lo expresó en las multitudinarias manifestaciones convocadas en toda España a partir de las siete de la tarde del 12 de marzo. El pueblo tenía derecho a saber la verdad de lo sucedido, tenía derecho a disipar las dudas que la oposición comenzaba a plantear respecto de los datos que el gobierno estaba trasladando a la sociedad, acusándolo de ocultar las referencias que conducían irremisiblemente a considerar a las células islamistas como las autoras de los atentados. Esta opción siguió reforzándose cuando a mediodía del 13 de marzo una llamada anónima a Telemadrid alertaba de la existencia de una cinta de vídeo en una papelera cercana a la mezquita de la M-30. Ya no hizo falta nada más para que ese día, jornada de reflexión de las elecciones generales que iban a tener lugar al día siguiente, grupos de ciudadanos se concentraran vía sms ante la sede del PP de Madrid reclamando una verdad que les estaban hurtando. Todo ello con el concurso irresponsable de la cadena SER, que extendió el bulo de los suicidas con cinturones de explivos atados a la cintura, y espoleados por Alfredo Pérez Rubalcaba, portavoz del PSOE en el Congreso, con la consigna de que “los ciudadanos españoles se merecen un gobierno que no les mienta, que les diga siempre la verdad”. La disyuntiva estaba clara: si había sido ETA, era muy probable que el PP no sólo ganara las elecciones, sino que lo volviera a hacer por mayoría absoluta; en cambio, si los atentados eran obra de los islamistas, resultaría inevitable que el gobierno pagase en las urnas el apoyo prestado a Bush en la guerra de Irak.

Al final, las elecciones arrojaron el resultado que cabría esperar: el PSOE, contra todo pronóstico, ganó los comicios obteniendo ciento sesenta y cuatro escaños frente a los ciento cuarenta y ocho del PP. Las dudas sembradas por la gestión informativa del gobierno caló en la población: Zapatero consiguió tres millones de votos más que en las pasadas elecciones, mientras que Rajoy se dejó por el camino algo más de medio millón de votos. Antes de los atentados era imprevisible que el PSOE alcanzara el gobierno en esa consulta electoral; así lo demuestran las encuestas de intención de voto. Aquella fue una victoria inesperada hasta para los propios vencedores, lo cual no quiere decir que fuera una victoria ilegítima, tal y como se encargaron torpemente de poner de manifiesto algunos dirigentes del PP. Pero sí es cierto que el resultado de aquella contienda se vio afectado por un acontecimiento sin cuya aparición los hechos habrían sido distintos.

viernes, 9 de marzo de 2012

El inquilino de San Telmo.


   La ciudad de Sevilla ha visto durante su excelsa historia pasear por sus calles a multitud de ilustres ciudadanos. Entre ellos destacaron a mediados del siglo XIX los duques de Montpensier: don Antonio de Orleans y doña Luisa Fernanda de Borbón. Estos insignes vecinos, sobre todo el señor duque, se distinguieron por su afición a la intriga. Por eso a nadie extrañó que, cuando se preparaba el derrocamiento de Isabel II, el duque contribuyera económicamente a derribar el ancestral trono de su cuñada, financiando la Gloriosa revolución que en 1868 conformó un conglomerado heterogéneo de fuerzas políticas para desterrar a los borbones de la corona de España, poniendo así fin a una época caracterizada en los últimos años por el nivel de corrpución que alcanzaba hasta las más altas esferas - más de uno, incluyendo a la reina madre y algunos destacados políticos, hicieron negocios con el ferrocarril, la bolsa y el impulso urbanizador de las grandes ciudades-. Con ese objetivo don Antonio cedió parte de su patrimonio al servicio de los aires revolucionarios y no dudó en hipotecar hasta el Palacio de San Telmo, su residencia particular, con tal de depositar en aquellas manos un buen puñado de millones de pesetas con los que poder reclamar, llegado el momento, sus derechos a ocupar el trono de España, pues no otro era el fin último perseguido con aquel desprendido gesto. El experimento, a la larga, resultó fallido puesto que, pasados tan solo seis años de aquella iniciativa, volvió a ceñir la corona de España otro Borbón: Alfonso XII, hijo para más señas de Isabel II. Al duque le había salido cara aquella hipoteca.

   Ese mismo palacio es en la actualidad sede de la presidencia de la Junta de Andalucía, ocupada a día de hoy por José Antonio Griñán. Como es sabido, Andalucía está a punto de celebrar elecciones autonómicas y, según todas las encuestas, el partido socialista perderá en esta comunidad el poder que detenta desde hace treinta años. Es notorio que cuando los socialistas ven peligrar su chiringuito se suelen poner asaz nerviosos. No toleran que haya una opción política que pueda sustituirles en el ejercicio del poder. Parece ser que ellos son los únicos legitimados para llevar las riendas del gobierno, y no aceptan que los votos que en su día ayudaron a Felipe González a cambiar la cazadora de pana por los  trajes de chaqueta se conviertan ahora en el plácet para que los señoritos del Partido Popular les releguen a la soledad de la oposición. Se creen los mesías del pueblo andaluz, los únicos con las aptitudes necesarias para mostrarles el camino de la salvación. Y para evitar que ese pueblo tenga la tentación de cambiar de líderes, no dudan en utilizar toda clase de subterfugios para tratar de confundirlos.

   Flaco favor hacen a la democracia quienes sólo piensan en no ser desposeídos de los resplandecientes oropeles otorgados por el coche y el sillón oficiales. Los discícipulos de Manuel Chaves y compañía no pueden, cada cuatro años, dedicarse a pasear el consabido doberman de todas las campañas electorales para meter el miedo en el cuerpo a la ciudadanía con eslóganes alusivos a la maldad congénita de la derecha. Sería mucho pedir que los socialistas se abstuvieran de usar esas argucias, pero lo realmente grave es la inconsciencia del PSOE ante el hecho de que si el Partido Popular llega al poder se deberá más a deméritos propios que a aciertos ajenos. Espero que no sean tan insensatos como para pensar que el pueblo quedará omnubilado ante la campaña de desprestigio desplegada sobre el PP. Su deporte favorito no puede consistir en echar balones fuera y mirar para otro lado cuando la sociedad andaluza está siendo zaherida por toda una red de corrputelas que han dado lugar a un sin fin de subvenciones ilegales y jubilados de postín. 

   El paso del tiempo es implacable y las circunstancias han cambiado. Si hubo un tiempo en que desde el Palacio de San Telmo se urdían estratagemas para terminar con un régimen caduco y corrupto, ahora es el ocupante de ese palacio contra el que se dirigen las miradas de los ciudadanos cansados de asistir al espectáculo de que otros se llenen los bolsillos a su costa, y que suspiran por cambiar una administración encallada en el pasado. Si los Montpensier lucharon por laminar a una dinastía que en los últimos años de su reinado había degenerado hacia caminos que nunca debieron transitarse, ahora el habitante de ese mismo palacio se ha convertido en el blanco de las críticas de una gran mayoría social dispuesta a socavar los muros de un régimen cubierto por el oprobio de la corrupción. A diferencia de los mecanismos utilizados por Montpensier, en este caso serán las urnas las que decidan si se pone término o no a una situación insostenible. No creo que el propio don Antonio tuviera dudas en reconocer su falta de ética  en el uso de los artifícios para conseguir sus objetivos. Esa misma falta de ética es la que no ha tenido reparo en reconocer la directoria de una empresa pública al servicio de la Junta de Andalucía, dispuesta a poner en almoneda sus principios al mejor postor.

   El partido socialista no es quién para repartir certificados de demócratas; no debería perder los estribos ante la eventualidad de que el Partido Popular gane las elecciones y pueda constituir gobierno en una comunidad autónoma que no está acostumbrada a la alternancia en el poder. En eso, precisamente, consiste la democracia: en que los ciudadanos deciden con su voto a quiénes elevar a las alturas durante la siguiente legislatura. Nunca entenderé el empeño de los socialistas por tratar a los electores como si fueran párbulos, haciéndoles creer que si vienen otros a regir sus destinos poco menos que el suelo se abrirá a sus pies para dejarlos caer al abismo del infierno. 

jueves, 8 de marzo de 2012

Ecos de un 23 de febrero.


   Hace dos semanas se cumplieron treintaiún años del intento de golpe de Estado protagonizado por el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero Molina. Como este blog ha visto la luz entrado ya el mes de marzo, no he podido dedicar el post que se merece una de las fechas más señaladas de nuestra reciente historia contemporánea. Por eso, hoy pretendo poner remedio al silencio guardado en su día, aunque me sirva como excusa el hecho de que entonces aún no existiera esta modesta plataforma de la que me valgo para exponer mis opiniones, evocando los recuerdos que acuden a mi memoria cada vez que veo en las imágenes de televisión a aquel grupo de iluminados que quisieron reverdecer los marchitos laureles de los pronunciamientos militares habidos en nuestro país. Ni siquiera tuvieron el dudoso honor de ser los primeros en entrar a tiros en el Congreso, pues esa patente fue registrada un 4 de enero de 1874 por el general Pavía para poner fin a los desmanes originados por la efímera Primera República. Pero eso es harina de otro costal que trataré en un próximo artículo.
                                                                                       
   Centrándome en el 23 de febrero de 1981, el que suscribe estaba a punto de cumplir siete años y vivía en Paymogo, un pueblecito de la provincia de Huelva, justo frente al cuartel de la Guardia Civil, en una época en la que me pasaba los días correteando por las calles en compañía de amigos inolvidables como Ángel, Paco, Juan Manuel y demás muchachada. Aquel día la mujer del teniente no tuvo que andar mucho para avisar a mi madre con el encargo de que le comunicara a mi padre, guardia civil con tres hijos, que se pusiera el uniforme a toda prisa y se presentara ante su marido más pronto que tarde. Entonces no supe entender por qué mi progenitor tuvo que permanecer movilizado durante varios días ante lo que pudieran disponer desde la Comandancia de la Guardia Civil de Huelva. Como es lógico, yo desconocía lo que estaba sucediendo en Madrid, aunque mi padre y el resto de sus compañeros -Ángel, Moreno, Pino, Mesa, Campillejo, Felipe, Espejo...- tampoco contaban con los elementos de juicio suficientes como para hacerse cargo de la situación. En estos casos no era menester facilitar información, sino simplemente el de hacer un ejercicio supremo de disciplina y ponerse a las órdenes de la superioridad.

   Ese día se celebraba en el Congreso de los Diputados la segunda votación de investidura para elegir presidente del gobierno a don Leopoldo Calvo-Sotelo, como consecuencia de la previa dimisión de Adolfo Suárez y de no haber obtenido  el candidato la mayoría requerida en la primera sesión celebrada cuarenta y ocho horas antes. Eran cerca de las seis y media de la tarde cuando los alrededores de la Carrera de San Jerónimo se vieron sorprendidos por el desembarco de Tejero y sus hombres (16 oficiales y unos 170 suboficiales y guardias) que, previamente concertado con el General Milans del Bosch, pretendía revertir la situación del país y reconducirla por unos cauces más adecuados a los que se estaban desarrollando. Dentro del hemiciclo, el diputado que hacía el llamamiento al voto interrumpió su alocución ante el alboroto que se estaba produciendo en el salón de plenos. A partir de ahí hicieron su aparición los miembros del benemérito cuerpo, con su armamento reglamentario en ristre, encabezados por aquel que destacaba por su bigote, su tricornio, sus dos estrellas de ocho puntas en las bocamangas y su aire de bravuconería. El presidente de la Cámara, un demudado Landelino Lavilla, no paraba de mirar, mitad indignado mitad incrédulo, cómo la sede de la soberanía nacional era violada por aquel hombre que, como si no fuera la cosa con él, comenzaba a subir las escalinatas que conducían al atril de oradores con intenciones nada amistosas; así lo atestiguaba la pistola que blandía en su mano derecha. Sus dudas, al igual que las del resto de los allí congregados, se difuminaron de un plumazo y se tornaron en estupefacción nada más oír aquello de “¡quieto todo el mundo!”. El golpista era Tejero, el mismo que fue juzgado y condenado un año antes por la planificación de otro intento de golpe de Estado en noviembre de 1978 y que los servicios de inteligencia descubrieron a tiempo para impedir su puesta en práctica. Por lo tanto, Tejero no era del todo un desconocido cuando, esta vez sí, se propuso ejecutar los planes frustrados de unos años atrás.


   Siguiendo con el hilo de los acontecimientos, estaba claro que la situación no pintaba nada bien, y menos aún cuando un indignado vicepresidente del gobierno,  teniente general Gutiérrez Mellado, se dirigió a su subordinado para espetarle que se sometiera a la disciplina de la jerarquía y abandonara aquella locura. Tejero y sus hombres, en una imagen patética, fueron incapaces de derribar al casi septuagenario general, no viendo más salida para salvar su maltrecha dignidad que la de empezar a pegar tiros al aire, señal imitada por el resto de guardias civiles en un ejercicio que sirvió para contemplar cómo sus señorías se tiraban por los suelos buscando el parapeto de los escaños, con las honrosas excepciones de Suárez y Carrillo, que permanecieron sentados, impasibles. Seguro que más de uno no hizo la mili, pero aquel día se tiraron  cuerpo a tierra como auténticos profesionales de la milicia. El caso es que las ráfagas supusieron el pistoletazo de salida para las horas más dramáticas que ha vivido nuestra joven democracia, agravadas aún más si cabe cuando el capitán general de la tercera región militar, teniente general Jaime Milans del Bosch, decidió declarar el estado de excepción y sacar los tanques al asfalto de las calles de Valencia. Parecía que estaba todo perdido, secuestrado el gobierno y los militares dueños de la situación, y que el sufrido pueblo español regresaría a la oscuridad de las cavernas de las que acababa de salir.

   Todos conocemos el feliz desenlace de aquella intentona desesperada y, por suerte, mal organizada. Para su fracaso resultaron fundamentales tanto la labor del Rey, cuyo mensaje de madrugada a través de la televisón terminó de dar la puntilla a los sublevados y supo atraerse a los militares indecisios en defensa de la legalidad constitucional, como el papel desempeñado por los medios de comunicación. Pero lo que me gustaría resaltar es que pocas veces se ha visto una unión más perfecta entre un pueblo y sus gobernantes que la experimentada en aquel trance excepcional.  La jornada que se conoció como “la noche de los transistores”, que terminó a la mañana siguiente con el “pacto del capó”, que destapó a traidores como el general Alfonso Armada y descubrió a leales como Sabino Fernández Campo puso de manifiesto el carácter eminentemente democrático de la sociedad española a pesar de las algaradas insensatas de algunos individuos. Por otra parte, ni Tejeros ni Roldanes pueden aspirar a mitigar el prestigio de una institución que cuenta con el reconocimiento mayoritario de la población; la Guardia Civil tiene a sus espaldas los años de historia suficientes como para que su reputación  pueda verse horadada por la ambición de los hombres que han de servirla.


martes, 6 de marzo de 2012

Ciudadanos y ciudadanas, miembros y miembras.


Muchos de nosotros asociamos el año 1492 con efemérides tan significativas como el descubrimiento de América o el final de la Reconquista con la entrega de Granada. Pero ese año no fue sólo testigo de la expulsión de los musulmanes de la Península Ibérica, con Boabdill a la cabeza, ni de cómo el almirante Cristóbal Colón hollaba junto a sus expedicionarios las fronteras del Nuevo Mundo, ambas gestas amparadas por los Reyes Católicos. Además de todo eso, en 1492 don Antonio de Nebrija publica la primera gramática de la lengua castellana. Tuvo de original, y de ahí parte de su repercusión, el que fuera la primera vez que se estudiaban las reglas de una lengua europea distinta del latín. Por lo tanto, de tan lejana época datan los primeros estudios de ortografía, prosodia, etimología y sintaxis de nuestro idioma. No fueron ni los temidos tercios ni las destructoras baterías de los navíos españoles los factores que más contribuyeron a engrandecer las horas del imperio que ya por entonces se vislumbraba, sino la obra de ese gran humanista del Renacimiento que con su pluma como única arma logró metas nunca soñadas ni por todas las espadas, picas, mosquetones, arcabuces o cañones juntos.

Y estos ambages históricos vienen a colación sobre el estudio publicado estos días por la Real Academia Española de la Lengua que tanta polvareda ha levantado en determinados círculos. Su autor, don Ignacio Bosque, concluye que si tuviéramos que seguir a rajatabla las recomendaciones de las guías del lenguaje auspiciadas en los últimos tiempos por Comunidades Autónomas, ayuntamientos, universidades, sindicatos y otras instituciones, simplemente sería imposible hacernos entender en condiciones. Todo ello ha servido de excusa a los ultramontanos que predican la igualdad de género a todo trance para rasgarse las vestiduras, pues no están dispuestos a que, según ellos, la discriminación de género característica de esta sociedad se instale también en el lenguaje, con lo cual arguyen que por muchos informes académicos que se pronuncien en el mismo sentido no cejarán en el empeño de seguir haciendo de su capa un sayo. En fin, que  continuarán sin reparos pateando la gloriosa obra de Nebrija con tal de salirse con la suya, que eso de respetar las reglas de la gramática no van con ellos.

Conviene preguntarse dónde tiene su origen esta polémica que, a fuer de ser sinceros, no debería serlo tanto si lo que primara fuera el sentido común. Pues trae causa ni más ni menos que de la ínclita Bibiana Aído, ministra que fue de uno de los gabinetes del no menos célebre Rodríguez Zapatero que, con su habitual maestría, se rodeó de un conjunto de grumetes cuyo destino final ha desembocado en las zozobras que hoy tenemos la desgracia de sufrir. Esta muchacha, como digo, consiguió a la tierna edad de 31 años lo que Cánovas del Castillo no logró hasta los 36, Eduardo Dato hasta los 33, Antonio Maura hasta los 39, Azaña hasta los 41, Canalejas hasta los 44, Manuel Fraga hasta los 40, Laureano López Rodó hasta los 53, Leolpoldo Calvo Sotelo hasta los 49 o Adolfo Suárez hasta los 43, por poner algunos ejemplos de las mentes más preclaras que han tenido acomodo en los ambicionados sillones ministeriales. ¿Qué méritos jalonaban la trayectoria de doña Bibiana para que su mentor le diera a probar las mieles del éxito antes de que lo saborearan otros próceres infinitamente mejor preparados que ella ? ¿Qué virtudes le hicieron sacar a una persona del anonimato para catapultarla a las más altas esferas de la política? De la formulación de estas cuestiones no debería salir indemne el anterior inquilino de la Moncloa, puesto que con su decisión no hizo más que desprestigiar los requisitos necesarios para optar a tan alta magistratura.

Si a don Antonio de Nebrija le diera hoy por levantar la cabeza y asomarse someramente para presenciar el panorama dantesco que nos aflige, no dudamos que afloraría en su rostro el gesto decepcionante del que no comprendería que haya puesto su inteligencia al servicio de la posteridad para que la pisoteen sin ningún tipo de contemplaciones bachilleres como la señorita Aído. Menos mal que ahí están los miembros de la Real Academia para poner orden en esta vorágine sexista que todo lo quiere invadir.


lunes, 5 de marzo de 2012

Érase una vez un hombre que quiso ser torero.

  
No habría encontrado mejor ocasión para rendir homenaje al título de este recién nacido blog que dedicarle una entrada a lo acontecido en el día de ayer en tierras extremeñas. Pero quiero partir de una premisa:
como dijo Sócrates por boca de Platón en su apología sobre el filósofo ateniense, “sólo sé que no sé nada”. Quizás, de lo que menos sepa de entre todo aquello que desconozco está lo relacionado con el mundo de la tauromaquia, pero no por reconocer mis limitaciones sobre la materia quiero dejar pasar la oportunidad de glosar la figura de un hombre, de un valiente, de un torero que hace unos meses estuvo a punto de perder la vida en la plaza de toros de Zaragoza y que ayer resurgió de sus cenizas en el coso de Olivenza para sorpresa de propios y extraños. Me estoy refiriendo a Juan José Padilla, matador de de toros.

   En multitud de ocasiones hemos escuchado decir que los toreros están hechos de una pasta especial; no faltan ejemplos en la historia del toreo  con los que poder demostrar esta evidencia. Pero lo sucedido ayer ante más de seis mil personas merece la pena destacarse por encima de otros supuestos similares. Uno es un modesto aficionado gracias a lo que en su día pudo ver a través de las retransmisiones de televisión, pero eso no es obstáculo para que los profanos en la materia nos demos cuenta de la trascendencia, más allá de los límites puramente taurinos, que ha tenido el caso del diestro jerezano. Lo que ha llamado la atención, tanto de aficionados como detractores de la Fiesta Nacional, ha sido la historia de coraje y superación del “Ciclón de Jerez”. Si hace cinco meses nos conmovíamos con las imágenes de su brutal cogida en la plaza de la Misericordia de Zaragoza, hoy no podemos por menos que emocionarnos ante la estampa de un hombre en loor de multitudes que ha renacido de una pesadilla capaz de hundir a cualquiera que no se tenga por pusilánime.

   Hoy no hay diario que se precie que no lleve a su portada la imagen de un Padilla enjuto, circunspecto, de gesto doliente enmarcado por unas patillas a lo algarrobo y un parche en su ojo izquierdo como recuerdo de la tragedia de la que ha sabido sobreponerse con gallardía. Ayer hubo un hombre que se vistió de luces, hoy ha renacido un diestro transformado en héroe por una multitud que pugnaba por subirlo a hombros y llevarlo en volandas hasta el último rincón de esa localidad pacense que, una tarde de domingo, fue testigo de una hazaña merecedora de ser recordada por la Historia para mayor gloria de su protagonista. Ayer hubo un hombre que, pese a la desgracia de una tarde de octubre, quiso volver a  vestirse  de torero.
En verdad que lo vivido  en el albero oliventino reúne los méritos suficientes como para figurar en las páginas de la monumental obra de don José María  de Cossío junto a las gestas de otras figuras de la profesión como lo fueron  Lagartijo, Panchón, Guerrita, El Gallo, Machaquito, Bonbita, Belmonte, Joselito o Manolete. Por eso, espero que no tarden mucho tiempo en salir poetas que dediquen memorables epopeyas a  un hombre sencillo que, sin quererlo, se ha convertido en héroe. ¡Va por usted, maestro!

domingo, 4 de marzo de 2012

Una de sindicatos.


      Una parte de eso que conocemos como “agentes sociales”, a los que algunos se refieren como lacayos de los partidos de izquierda - o progresistas, como les gusta denominarse, en contraposición con lo que ellos mismos tachan de conservadores- y otros simplemente llaman sindicatos, han vuelto a ser noticia en los últimos días. Pero no se crean que su protagonismo trae causa de su abnegada lucha por los irrenunciables y legítimos derechos de los trabajadores; eso sería lo normal y, por lo tanto, no sería noticiable. El motivo de que hayan aparecido en la portada de los diarios y que les hayan dedicado los minutos principales de los servicios informativos de radio y televisión se debe a su decisión de convocar una nueva protesta contra la reforma laboral para el 11 de marzo. Efectivamente, han leído bien: no había más días en el calendario que precisamente ese en que España se vestirá de luto para recordar el mayor atentado terrorista sufrido jamás por nuestro país. En el colmo de la desfachatez, justifican que se han visto obligados a elegir esa fecha porque los dos próximos fines de semana no les viene bien: a saber, el 18 de marzo es puente y el 25 se celebran las elecciones andaluzas y asturianas. Oigan, y se quedan tan frescos.
                                          
   Yo pensaba que la lucha por los derechos de los trabajadores no estaba sometida a excusas tan peregrinas pero, a lo que se ve, me equivocaba. ¿Se imaginan que a finales del siglo XIX o principios del XX, cuando la lucha sindical era más encarnizada, se dejaran de convocar huelgas y manifestaciones alegando esos mismos motivos que ahora esgrimen los señores Méndez y Toxo? Pues aquí, por lo visto, las reivindicaciones laborales están sometidas a la pertinencia de una fecha, no vaya a ser que coincidan con la verbena de la Paloma o con el día de San José. Eso sería motivo suficiente como para indignar a los buenos sindicalistas, porque cuando se trata de reclamar aquello que consideran justo no se debería calibrar si este o aquél día les conviene más en términos de impacto mediático. A lo mejor conseguirían más objetivos si no estuvieran tan obsesionados en conseguir tanta publicidad. Pero como aquí de lo que se trata es de propalar a los cuatro vientos que a las manifestaciones de marras han acudido tantas miles de personas, pues postergamos el objetivo primordial que se busca con su convocatoria, interesando mucho más el ruido que se monta para desestabilizar al gobierno de turno.

   No hay más ciego que el que no quiere ver. Si UGT y CC.OO persisten en el error de convocar las manifestaciones en fecha tan señalada, su imagen sufrirá un deterioro difícil de reparar, si es que no han alcanzado ya  ese punto en el que una afrenta más a la inteligencia de la ciudadanía caería en el saco roto del descrédito que las patronales sindicales se han ganado a pulso, como mínimo desde el final de la primera legislatura de Rodríguez Zapatero. Una muesca más no cambiará la nefasta opinión que la mayoría de los españoles tienen de unas siglas que, a decir de muchos, sirven una serie de intereses bastardos al amparo de unas subvenciones públicas que no se merecen, puesto que si tuvieran que vivir de las cuotas de sus afiliados no tendrían ni para pagar el ágape que suelen ofrecer al final de las manifestaciones del primero de mayo. Si aquellos hombres que, en las postrimerías del siglo XIX y con no poco riesgo para sus vidas, viesen hoy el manejo que se traen sus sucesores de los instrumentos que  crearon para mejorar la calidad de vida de la clase trabajadora, a buen seguro que muchos de ellos no hubieran arrostrado los peligros de aquella empresa, siendo los primeros en vituperar a sus émulos actuales.  

viernes, 2 de marzo de 2012

Estudiantes, Monago y furgones policiales.

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Es cierto que los representantes políticos deben soportar un mayor nivel de crítica pública que el común de los mortales y que, por eso mismo, sus actuaciones pueden ser censuradas con un mayor nivel de acidez. Por así decirlo, están expuestos a la crítica como cualquiera lo está a la gripe, pero de ahí a que se les tache de fascistas y terroristas media un abismo. Pues esto mismo es lo que le ha acontecido al Sr. Monago en el día de ayer, en la Facultad de Derecho de Cáceres. Se encontró el Presidente de la Junta de Extremadura con una protesta de estudiantes que tenía por objetivo reseñar el malestar por la subida de tasas académicas y el recorte presupuestario en el ámbito universitario, según las declaraciones de uno de los manifestantes en una emisora de radio.

   Que el presidente de la Junta de Extremadura, elegido democráticamente por la mayoría de los extremeños en unas elecciones libres, tenga que escuchar esos insultos, erosivos de la dignidad tanto de su persona como de la institución que representa, retrata fielmente a esos voceadores. No dudo que sepan el significado de la palabra “terrorismo”, puesto que en España tenemos la desgracia de sufrir esa plaga desde hace ya demasiado tiempo, pero no creo que conozcan qué supone calificar a alguien de fascista, término que manejan con tanta ligereza como imprudencia. Yo diría que, entre otras cosas, fascista es la actitud que mantuvieron ellos impidiendo la libertad de movimientos del Sr. Monago, que no pudo abandonar la Facultad de Derecho hasta que no llegaron refuerzos policiales que salvaguardaran su integridad física.

   Y luego tenemos que escuchar decir al Sr. Rubalcaba que los estudiantes están amparados por el derecho fundamental de manifestación, que el partido socialista no está detrás de la agitación que se está produciendo en España , que ellos sólo se limitan a acompañar  y a comprender a los descontentos en sus reivindicaciones. Pues bien, tan sólo comentarle al jefe de la oposición que, efectivamente, la Constitución española reconoce el derecho de reunión pero, eso sí, no de forma absoluta sino condicionada a que sea pacífica y que, tratándose de reuniones en lugares de tránsito público, deberá mediar la previa autorización gubernativa. Aquí, ni se trataba de una reunión pacífica ni solicitaron autorización para cortar los accesos a la Facultad de Derecho. Como casi siempre, pura complicidad del PSOE con las algaradas estudiantiles.

No es responsable ni sensato justificar unas manifestaciones que, como en los supuestos de Valencia y Barcelona, están degenerando en una espiral de violencia por parte de grupos que nada tienen que ver que las reivindicaciones estudiantiles. El PSOE no puede entrar al rebufo de esos acontecimientos al albur del rédito político que puedan obtener por ello. Pero claro, conociendo el paño, sería como pedirle peras al olmo. Todo ello sin contar con la imagen de precariedad que estamos dando en el extranjero, hasta el punto de que seamos portada en el New York Times. Cuando formaban parte del gobierno tanto Zapatero como Rubalcaba se afanaban en destruir la imagen de que España se pareciera a Grecia, ahora que son oposición coadyuvan en propagar precisamente aquello por lo que combatían. Qué lamentable para un partido político que su estrategia dependa de si están en el gobierno o no, cuando lo normal es que los intereses partidistas cedan ante los intereses generales. Esta incoherencia, entre otras circunstancias, es la que les ha llevado a ocupar la bancada de la oposición y a perder el amplio poder territorial del que gozaban hasta hace no mucho tiempo. Que pongan orden en sus filas porque será beneficioso para el conjunto del país.