jueves, 8 de marzo de 2012

Ecos de un 23 de febrero.


   Hace dos semanas se cumplieron treintaiún años del intento de golpe de Estado protagonizado por el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero Molina. Como este blog ha visto la luz entrado ya el mes de marzo, no he podido dedicar el post que se merece una de las fechas más señaladas de nuestra reciente historia contemporánea. Por eso, hoy pretendo poner remedio al silencio guardado en su día, aunque me sirva como excusa el hecho de que entonces aún no existiera esta modesta plataforma de la que me valgo para exponer mis opiniones, evocando los recuerdos que acuden a mi memoria cada vez que veo en las imágenes de televisión a aquel grupo de iluminados que quisieron reverdecer los marchitos laureles de los pronunciamientos militares habidos en nuestro país. Ni siquiera tuvieron el dudoso honor de ser los primeros en entrar a tiros en el Congreso, pues esa patente fue registrada un 4 de enero de 1874 por el general Pavía para poner fin a los desmanes originados por la efímera Primera República. Pero eso es harina de otro costal que trataré en un próximo artículo.
                                                                                       
   Centrándome en el 23 de febrero de 1981, el que suscribe estaba a punto de cumplir siete años y vivía en Paymogo, un pueblecito de la provincia de Huelva, justo frente al cuartel de la Guardia Civil, en una época en la que me pasaba los días correteando por las calles en compañía de amigos inolvidables como Ángel, Paco, Juan Manuel y demás muchachada. Aquel día la mujer del teniente no tuvo que andar mucho para avisar a mi madre con el encargo de que le comunicara a mi padre, guardia civil con tres hijos, que se pusiera el uniforme a toda prisa y se presentara ante su marido más pronto que tarde. Entonces no supe entender por qué mi progenitor tuvo que permanecer movilizado durante varios días ante lo que pudieran disponer desde la Comandancia de la Guardia Civil de Huelva. Como es lógico, yo desconocía lo que estaba sucediendo en Madrid, aunque mi padre y el resto de sus compañeros -Ángel, Moreno, Pino, Mesa, Campillejo, Felipe, Espejo...- tampoco contaban con los elementos de juicio suficientes como para hacerse cargo de la situación. En estos casos no era menester facilitar información, sino simplemente el de hacer un ejercicio supremo de disciplina y ponerse a las órdenes de la superioridad.

   Ese día se celebraba en el Congreso de los Diputados la segunda votación de investidura para elegir presidente del gobierno a don Leopoldo Calvo-Sotelo, como consecuencia de la previa dimisión de Adolfo Suárez y de no haber obtenido  el candidato la mayoría requerida en la primera sesión celebrada cuarenta y ocho horas antes. Eran cerca de las seis y media de la tarde cuando los alrededores de la Carrera de San Jerónimo se vieron sorprendidos por el desembarco de Tejero y sus hombres (16 oficiales y unos 170 suboficiales y guardias) que, previamente concertado con el General Milans del Bosch, pretendía revertir la situación del país y reconducirla por unos cauces más adecuados a los que se estaban desarrollando. Dentro del hemiciclo, el diputado que hacía el llamamiento al voto interrumpió su alocución ante el alboroto que se estaba produciendo en el salón de plenos. A partir de ahí hicieron su aparición los miembros del benemérito cuerpo, con su armamento reglamentario en ristre, encabezados por aquel que destacaba por su bigote, su tricornio, sus dos estrellas de ocho puntas en las bocamangas y su aire de bravuconería. El presidente de la Cámara, un demudado Landelino Lavilla, no paraba de mirar, mitad indignado mitad incrédulo, cómo la sede de la soberanía nacional era violada por aquel hombre que, como si no fuera la cosa con él, comenzaba a subir las escalinatas que conducían al atril de oradores con intenciones nada amistosas; así lo atestiguaba la pistola que blandía en su mano derecha. Sus dudas, al igual que las del resto de los allí congregados, se difuminaron de un plumazo y se tornaron en estupefacción nada más oír aquello de “¡quieto todo el mundo!”. El golpista era Tejero, el mismo que fue juzgado y condenado un año antes por la planificación de otro intento de golpe de Estado en noviembre de 1978 y que los servicios de inteligencia descubrieron a tiempo para impedir su puesta en práctica. Por lo tanto, Tejero no era del todo un desconocido cuando, esta vez sí, se propuso ejecutar los planes frustrados de unos años atrás.


   Siguiendo con el hilo de los acontecimientos, estaba claro que la situación no pintaba nada bien, y menos aún cuando un indignado vicepresidente del gobierno,  teniente general Gutiérrez Mellado, se dirigió a su subordinado para espetarle que se sometiera a la disciplina de la jerarquía y abandonara aquella locura. Tejero y sus hombres, en una imagen patética, fueron incapaces de derribar al casi septuagenario general, no viendo más salida para salvar su maltrecha dignidad que la de empezar a pegar tiros al aire, señal imitada por el resto de guardias civiles en un ejercicio que sirvió para contemplar cómo sus señorías se tiraban por los suelos buscando el parapeto de los escaños, con las honrosas excepciones de Suárez y Carrillo, que permanecieron sentados, impasibles. Seguro que más de uno no hizo la mili, pero aquel día se tiraron  cuerpo a tierra como auténticos profesionales de la milicia. El caso es que las ráfagas supusieron el pistoletazo de salida para las horas más dramáticas que ha vivido nuestra joven democracia, agravadas aún más si cabe cuando el capitán general de la tercera región militar, teniente general Jaime Milans del Bosch, decidió declarar el estado de excepción y sacar los tanques al asfalto de las calles de Valencia. Parecía que estaba todo perdido, secuestrado el gobierno y los militares dueños de la situación, y que el sufrido pueblo español regresaría a la oscuridad de las cavernas de las que acababa de salir.

   Todos conocemos el feliz desenlace de aquella intentona desesperada y, por suerte, mal organizada. Para su fracaso resultaron fundamentales tanto la labor del Rey, cuyo mensaje de madrugada a través de la televisón terminó de dar la puntilla a los sublevados y supo atraerse a los militares indecisios en defensa de la legalidad constitucional, como el papel desempeñado por los medios de comunicación. Pero lo que me gustaría resaltar es que pocas veces se ha visto una unión más perfecta entre un pueblo y sus gobernantes que la experimentada en aquel trance excepcional.  La jornada que se conoció como “la noche de los transistores”, que terminó a la mañana siguiente con el “pacto del capó”, que destapó a traidores como el general Alfonso Armada y descubrió a leales como Sabino Fernández Campo puso de manifiesto el carácter eminentemente democrático de la sociedad española a pesar de las algaradas insensatas de algunos individuos. Por otra parte, ni Tejeros ni Roldanes pueden aspirar a mitigar el prestigio de una institución que cuenta con el reconocimiento mayoritario de la población; la Guardia Civil tiene a sus espaldas los años de historia suficientes como para que su reputación  pueda verse horadada por la ambición de los hombres que han de servirla.


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