Muchos de nosotros
asociamos el año 1492 con efemérides tan significativas como el
descubrimiento de América o el final de la Reconquista con la entrega de
Granada. Pero ese año no fue sólo testigo de la expulsión de los
musulmanes de la Península Ibérica, con Boabdill a la cabeza, ni de
cómo el almirante Cristóbal Colón hollaba junto a sus expedicionarios las fronteras del Nuevo
Mundo, ambas gestas amparadas por los Reyes Católicos. Además de todo
eso, en 1492 don Antonio de Nebrija publica la primera gramática de
la lengua castellana. Tuvo de original, y de ahí parte de su
repercusión, el que fuera la primera vez que se estudiaban las reglas de
una lengua europea distinta del latín. Por lo tanto, de tan lejana época datan
los primeros estudios de ortografía, prosodia, etimología y
sintaxis de nuestro idioma. No fueron ni los temidos tercios ni las destructoras baterías de los navíos
españoles los factores que más contribuyeron a engrandecer las horas del imperio que ya por entonces se vislumbraba, sino la obra de ese gran
humanista del Renacimiento que con su pluma como única arma logró
metas nunca soñadas ni por todas las espadas, picas,
mosquetones, arcabuces o cañones juntos.
Y estos ambages
históricos vienen a colación sobre el estudio publicado estos días
por la Real Academia Española de la Lengua que tanta polvareda ha
levantado en determinados círculos. Su autor, don Ignacio Bosque,
concluye que si tuviéramos que seguir a rajatabla las
recomendaciones de las guías del lenguaje auspiciadas en los
últimos tiempos por Comunidades Autónomas, ayuntamientos,
universidades, sindicatos y otras instituciones, simplemente sería
imposible hacernos entender en condiciones. Todo ello ha servido de
excusa a los ultramontanos que predican la igualdad de género a todo
trance para rasgarse las vestiduras, pues no están dispuestos a que,
según ellos, la discriminación de género característica de esta
sociedad se instale también en el lenguaje, con lo cual arguyen que
por muchos informes académicos que se pronuncien en el mismo sentido
no cejarán en el empeño de seguir haciendo de su capa un sayo. En fin, que continuarán sin reparos pateando la gloriosa obra de Nebrija con tal de salirse con la suya, que eso de respetar las reglas de la gramática no van con ellos.
Conviene preguntarse
dónde tiene su origen esta polémica que, a fuer de ser sinceros, no
debería serlo tanto si lo que primara fuera el sentido común. Pues
trae causa ni más ni menos que de la ínclita Bibiana Aído,
ministra que fue de uno de los gabinetes del no menos célebre
Rodríguez Zapatero que, con su habitual maestría, se rodeó de un conjunto de grumetes cuyo destino final ha desembocado en las zozobras que hoy tenemos la desgracia de sufrir. Esta muchacha, como digo, consiguió a la tierna edad de 31
años lo que Cánovas del Castillo no logró hasta los 36, Eduardo
Dato hasta los 33, Antonio Maura hasta los 39, Azaña hasta los 41,
Canalejas hasta los 44, Manuel Fraga hasta los 40, Laureano López
Rodó hasta los 53, Leolpoldo Calvo Sotelo hasta los 49 o Adolfo
Suárez hasta los 43, por poner algunos ejemplos de las mentes más
preclaras que han tenido acomodo en los ambicionados sillones
ministeriales. ¿Qué méritos jalonaban la trayectoria de doña
Bibiana para que su mentor le diera a probar las mieles del éxito
antes de que lo saborearan otros próceres infinitamente mejor
preparados que ella ? ¿Qué virtudes le hicieron sacar a una persona
del anonimato para catapultarla a las más altas esferas de la
política? De la formulación de estas cuestiones no debería salir
indemne el anterior inquilino de la Moncloa, puesto que con su
decisión no hizo más que desprestigiar los requisitos necesarios
para optar a tan alta magistratura.
Si a don Antonio de
Nebrija le diera hoy por levantar la cabeza y asomarse someramente para presenciar el panorama dantesco que nos aflige, no dudamos que afloraría en su rostro el
gesto decepcionante del que no comprendería que haya puesto su inteligencia
al servicio de la posteridad para que la pisoteen sin ningún tipo de
contemplaciones bachilleres como la señorita Aído. Menos mal que
ahí están los miembros de la Real Academia para poner orden en esta
vorágine sexista que todo lo quiere invadir.
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