domingo, 11 de marzo de 2012

El día de la infamia.


En días como hoy se hace harto complicado escribir una sola línea en recuerdo de los atentados del 11 de marzo de 2004 sin que el alma se nos rasgue a jirones. Y es que, aunque parezca mentira, han pasado ya ocho años desde que España sufriera el mayor zarpazo terrorista de su historia. Tenemos tan presente aún aquella fecha fatídica en nuestra memoria colectiva que estoy convencido de que más de uno pone en duda que hayan transcurrido ya tantos años. Las diez bombas asesinas que sembraron el pánico en los trenes de cercanías, ocasionando 191 muertos y miles de heridos, dieron lugar a que ese día se nos haya quedado grabado a sangre y fuego. Por desgracia tenemos demasiados referentes con los que comparar esta afirmación, tantos puntos de inflexión en los que la paz social que disfrutamos nos ha sido arrebatada puntualmente por la guadaña del terror, tantas ocasiones en las que, con rabia e impotencia contenidas, hemos visto ondear a media asta las banderas de los edificios oficiales en señal de luto por los atentados salvajes cometidos indiscriminadamente por los amigos del odio y del horror: Hipercorp en Barcelona (1987), Plaza de la República Dominicana de Madrid (1986), Casa Cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza (1987) y de Vic (1991), entre los más sangrientos y que mayor número de víctimas mortales produjeron, sin olvidar otros como los sufridos por Irene Villa y su madre en octubre de 1991, así como el secuestro y posterior asesinato de Miguel Ángel Blanco en 1997, o las desgarradoras imágenes de Ortega Lara una vez liberado por la Guardia Civil después de que los terroristas lo enterraran en vida durante casi año y medio, entre enero de 1996 y julio de 1997. Como digo, estos son quizás los acontecimientos que más han mortificado a nuestra sociedad, pero ninguno como la masacre del 11 M.

Aquellos atentados, aparte del dolor intrínseco inherente a toda tragedia, fueron especialmente significativos por el hecho de que se produjeron tres días antes de que en España se celebraran elecciones generales. La hasta entonces figura inquebrantable de José María Aznar, flamante presidente del gobierno que en 1996 acabó con la hegemonía del todopoderoso Felipe González  y que cuatro años más tarde, gracias  a su exitosa política económica, consiguió el beneplácito de la mayoría absoluta, empezó a balancearse en 2001: la catástrofe del Prestige en las costas gallegas supuso la primera vía de agua seria en aflorar en la cubierta del gobierno, originando una ola de protestas en contra de la gestión que de la crisis estaba haciendo el ejecutivo del PP, sacando a las calles a miles de manifestantes bajo el lema “Nunca Mais”. El gobierno no llegó a recomponerse del todo después de tener que soportar sobre su imagen aquellas toneladas de chapapote, o de “hilillos de fuel”, como los llamara ingenuamente Mariano Rajoy, encargado por el presidente de salvar la situación lo más airosamente posible y salir de aquella ciénaga en la que no estaba dispuesto a que encallara su proyecto de Estado, y menos ahora que tenía los escaños suficientes como para prescindir de los votos nacionalistas en la toma de decisiones. Pero por mucho lavado de cara que se quisiera hacer de la situación, el daño estaba ya hecho y sembradas también las semillas de un caldo de cultivo que terminaría por desalojar al Partido Popular de los aledaños del poder. Solo bastaba otra racha de mala suerte para que la nave gubernamental zozobrara ante la mirada atónita de los que contribuyeron a enarbolar el estandarte del centro-derecha en la mar de las pasiones políticas.

Y esos nuevos aires borrascosos llegaron en 2003. La teórica fortaleza que irradiaba el ejecutivo se vio zarandeada por los embates a que lo sometieron dos acontecimientos que se sucedieron entre sí en menos de dos semanas: el accidente aéreo del Yak-42 en Turquía, que costaría la vida a sesenta y dos militares españoles un nefasto 26 de marzo y, sobre todo, el apoyo a la guerra de Irak certificada en la denostada foto de las Azores diez días antes. Esta última decisión, adoptada por el presidente en contra de la inmensa mayoría del pueblo español y de no pocos dirigentes y militantes de su partido, no digamos ya de la oposición política, sería determinante para que los ciudadanos llegaran a la concluisión de que los atentados del 11 M eran debidos a la participación de España dentro de la coalición internacional liderada por Estados Unidos para invadir Irak con el pretexto de las tan cacareadas y nunca encontradas armas de destrucción masiva. Esa resolución tuvo la virtud, muy a pesar de Aznar, pero previsible a todas luces, de poner en contra del presidente tanto a quienes no le habían votado nunca como a amplios sectores de las bases del propio Partido Popular. Por cierto, que entre el primer grupo de descontentos desempeñó un papel muy activo el mundo de la cultura, escenificando su protesta en la gala de entrega de los premios Goya de cine. El "No a la guerra" se convirtió en un grito de ira que surcaba pueblos y ciudades cargado de las razones que siempre asisten a quienes se oponen a cualquier conflicto armado.

Ese era el pulso social que latía en España cuando, a partir de las siete y media de la mañana del jueves 11 de marzo de 2004, todos dejamos de prestar atención a los pormenores de una anodina campaña electoral para centrar nuestras preocupaciones en las turbadoras noticias provenientes de Madrid. En un primer momento todos dieron por hecho que los atentados eran obra de  ETA: no sería extraño pensar que después de más de treinta años de actividad su locura desembocara en aquella matanza. Arnaldo Otegui entonó la única voz discordante dentro de aquella unanimidad: el antiguo terrorista reconvertido en político negaba que la banda de la que un día llegó a formar parte tuviera algo que ver con los atentados en las estaciones de Atocha, Pozo del Tío Raimundo y Santa Eugenia. Pero claro, quién iba a creer en la palabra de un individuo que en su juventud había abrazado la opción de las armas como medio para defender su ideario político. No se la creyó nadie hasta que la versión difundida por el gobierno, basada en los datos facilitados por la propia Policía, empezaba a resquebrajarse con la aparición de los primeros indicios que apuntaban al terrorismo islámico. Así, a las tres y media de la tarde del mismo 11 de marzo es localizada una Renault Cangoo con detonadores y versos del Corán en su interior; además, la misma noche de los atentados un diario londinense editado en árabe recibió un correo electrónico de las Brigadas de Abu Hafs al Masri, grupo ligado a Al Qaeda, reivindicando su autoría. Horas más tarde, a la una de la madrugada del 12 de marzo, fue detectada la famosa mochila de Vallecas con otra bomba en su interior que no llegó a explosionar. Eran ya demasiadas coincidencias para que el gobierno siguiera manteniendo la tesis de ETA en contra de la que, a tenor de los últimos hallazgos, empezaba a tomar más cuerpo.

La opinión pública demandaba información a raudales, y así lo expresó en las multitudinarias manifestaciones convocadas en toda España a partir de las siete de la tarde del 12 de marzo. El pueblo tenía derecho a saber la verdad de lo sucedido, tenía derecho a disipar las dudas que la oposición comenzaba a plantear respecto de los datos que el gobierno estaba trasladando a la sociedad, acusándolo de ocultar las referencias que conducían irremisiblemente a considerar a las células islamistas como las autoras de los atentados. Esta opción siguió reforzándose cuando a mediodía del 13 de marzo una llamada anónima a Telemadrid alertaba de la existencia de una cinta de vídeo en una papelera cercana a la mezquita de la M-30. Ya no hizo falta nada más para que ese día, jornada de reflexión de las elecciones generales que iban a tener lugar al día siguiente, grupos de ciudadanos se concentraran vía sms ante la sede del PP de Madrid reclamando una verdad que les estaban hurtando. Todo ello con el concurso irresponsable de la cadena SER, que extendió el bulo de los suicidas con cinturones de explivos atados a la cintura, y espoleados por Alfredo Pérez Rubalcaba, portavoz del PSOE en el Congreso, con la consigna de que “los ciudadanos españoles se merecen un gobierno que no les mienta, que les diga siempre la verdad”. La disyuntiva estaba clara: si había sido ETA, era muy probable que el PP no sólo ganara las elecciones, sino que lo volviera a hacer por mayoría absoluta; en cambio, si los atentados eran obra de los islamistas, resultaría inevitable que el gobierno pagase en las urnas el apoyo prestado a Bush en la guerra de Irak.

Al final, las elecciones arrojaron el resultado que cabría esperar: el PSOE, contra todo pronóstico, ganó los comicios obteniendo ciento sesenta y cuatro escaños frente a los ciento cuarenta y ocho del PP. Las dudas sembradas por la gestión informativa del gobierno caló en la población: Zapatero consiguió tres millones de votos más que en las pasadas elecciones, mientras que Rajoy se dejó por el camino algo más de medio millón de votos. Antes de los atentados era imprevisible que el PSOE alcanzara el gobierno en esa consulta electoral; así lo demuestran las encuestas de intención de voto. Aquella fue una victoria inesperada hasta para los propios vencedores, lo cual no quiere decir que fuera una victoria ilegítima, tal y como se encargaron torpemente de poner de manifiesto algunos dirigentes del PP. Pero sí es cierto que el resultado de aquella contienda se vio afectado por un acontecimiento sin cuya aparición los hechos habrían sido distintos.

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