viernes, 27 de abril de 2018

Sostiene Cifuentes


   Sostiene Cifuentes que ha sido objeto de chantaje y extorsión, que dimite de la presidencia de la Comunidad de Madrid... con la cabeza bien alta. De blanco puro, con su rubia melena recogida en su larga coleta, se plantó delante de la prensa para, sostiene, esbozar las razones que la han llevado a tomar esta dolorosa decisión. Con voz pastosa y con dificultades en la vocalización, sostiene que esta situación es fruto de su política de “tolerancia cero” con los corruptos, algo que sus adversarios no le han perdonado. Sostiene, en fin, que llevaba meditando su posible renuncia desde que saliera a la luz lo de su feo asunto del máster que le regalaron por la cara, pero que no lo hizo porque nadie en su partido se lo exigió. Todo lo cual lo sostiene con tono desafiante, como retando a un duelo a primera sangre a quien ponga en duda su honorabilidad. Al fin y al cabo, sostiene, la cosa no era para tanto. Sostiene, también, que a lo largo de su vida ha podido cometer errores, que quizás (como cualquier mortal, dice) ha cruzado algún que otro semáforo en rojo, pero que eso no justifica las líneas, también rojas, que han rebasado sus enemigos en una persecución personal que, sostiene apesadumbrada, viene padeciendo desde hace ya demasiado tiempo. Que una vez que la prensa ha aireado el vídeo en el que se la ve en el cuartucho de un centro comercial, acompañada del guardia de seguridad que la condujo hasta allí ante la sospecha de que había introducido en su bolso -sostiene que involuntariamente- dos frascos de crema facial antiedad, no le ha quedado más remedio que tirar la toalla para preservar su dignidad y la de su familia. Y todo esto es lo que sostiene la señora Cifuentes en su descenso a los infiernos.



   En fin, con este primer párrafo redactado al estilo Sostiene Pereira, novela del italiano Antonio Tabucchi, quiero poner de manifiesto las puñaladas traperas que se vienen propinando entre sí las distintas facciones en las que se descompone el Partido Popular de Madrid. Desde que Esperanza Aguirre convocara, a mediados de septiembre de 2012, una rueda de prensa para anunciar su dimisión como presidenta de la Comunidad, el juego sucio ha sido la moneda de cambio utilizada para cobrarse las venganzas entre las distintas familias populares. Su sustituto en el cargo, Ignacio González, ha estado algo más de seis meses en prisión provisional (desde el 21 de abril hasta el 8 de noviembre de 2017) por su implicación en las presuntas irregularidades durante su mandato como presidente del Canal de Isabel II. Por su parte, Francisco Granados, fiel escudero de la lideresa, permaneció encarcelado entre el 31 de octubre de 2014 y el 14 de junio de 2017 por su presunta implicación en el caso Gürtel. Granados y González, expertos en navegar por los hediondos lodazales de los bajos fondos, medraron en sus carreras políticas bajo el paraguas protector de Esperanza Aguirre, que recompensaba sus lealtades otorgándoles los puestos institucionales más apetitosos. Ambos dos, al parecer, traicionaron su confianza y ahora aquélla los repudia entre sollozos y gimoteos poco convincentes. Cuesta creer que la señora Aguirre no estuviera al tanto de la carrera delictiva que sus subordinados estaban llevando a cabo desde que se dieron cuenta que la política era el mejor medio para forrarse a base de tropelías varias. La codicia y ese creerse inmunes que tanto caracteriza a este tipo de bravucones, terminaron por romper el saco de la avaricia después de mangonear sin recato. Habían sido tantos años de llevárselo crudo, que supongo que se confiarían y llegarían a pensar que, si a esas alturas no les habían trincado, bien podían seguir arriesgándose a llenar la buchaca sin miedo a ser enchironados. Lo suyo se había convertido en puro vicio, y ya se sabe que los vicios proporcionan placer hasta que llega el día en que no puedes controlarlos: ése es el momento en el que ya está todo perdido, porque careces de la capacidad de reacción necesaria para enfrentarte a tus demonios.


   Y en esto que, a finales de junio de 2015, tras vencer en las elecciones autonómicas y contar con el apoyo de Ciudadanos en la sesión de investidura, alcanzó Cristina Cifuentes la presidencia de la Comunidad de Madrid con promesas de renovación interna y con ganas de hacer limpia en las cloacas del partido, que buena falta hacía. Levantar alfombras y abrir ventanas para regenerar las instituciones y librarlas de la corrupción, viniera de donde viniera y cayera quien cayera, fue el eslogan que la hizo popular entre los madrileños. Pero claro, cuando uno pretende abanderar una cruzada tan ambiciosa se supone que, como mínimo, debe tener las manos limpias para evitar que los damnificados puedan volverse en tu contra. Y eso, a grandes rasgos, es lo que le ha sucedido a Cifuentes. Ha errado en la estrategia y en el cálculo de los más que previsibles daños colaterales: la colección de enemigos cosechados a lo largo de su trayectoria política han hecho causa común para derribarla sin tapujos. El fuego amigo, como siempre, ha resultado mortal de necesidad. Los bochornosos episodios del máster y del vídeo de marras han provocado la caída en desgracia de quien, aparentemente, era ejemplo de honestidad y se postulaba como uno de los pesos pesados del Partido Popular a nivel nacional. Una persona que ha demostrado tan escasos escrúpulos éticos en su vida privada no está capacitada ni para presidir la comunidad de vecinos de su bloque. Más allá de posibles patologías psicológicas que puedan justificar pecados veniales, y reconociendo que, hasta la fecha, nadie ha podido demostrar que se haya llevado un duro del erario público, lo cierto es que su actitud la inhabilita para continuar ocupando ningún cargo político.


   A la hija del general le ha sobrado soberbia y le ha faltado honradez. Una vez destapada la polémica provocada por el máster, alguien normal habría dimitido ipso facto, se le habría caído la cara de vergüenza y se habría enclaustrado en su casita durante una larga temporada. Sin embargo, Cifuentes, tan pija y tan progre, tan cínica y tan mentirosa, no ha tenido empacho en fabricar una versión edulcorada de los hechos con tal de aferrarse, contra viento y marea, a la poltrona. A pesar de ser pillada en un renuncio de tal magnitud, ahí seguía ella tratando de convencer de su inocencia a los incautos que la seguían apoyando, renunciando en última instancia a un título más falso que Judas. Ha tenido que ser el hurto de dos botes de crema -a razón de 20 eurillos cada uno- la espoleta que haya puesto punto y final a una prometedora carrera política. Indignación es lo que hemos sentido los ciudadanos ante un espectáculo tan bochornoso, que demuestra tanto la bajeza de la política de altos vuelos como la falta de escrúpulos morales de quienes, precisamente, deberían ser modelo de comportamiento. Cuando a principios de este mes asistíamos a la salva de aplausos que los delegados de la Convención Nacional del Partido Popular tributaban en Sevilla a Cristina Cifuentes, una vez que ya se conocía el affaire del máster, el común de los mortales no dábamos crédito a lo que contemplaban nuestros ojos: cómo era posible, nos preguntábamos, que recibiera el apoyo sin fisuras de sus compañeros de partido, sin un atisbo de autocrítica después de todo lo que había sucedido. Confundida por los palmeros que la rodeaban, Cifuentes no se dio cuenta de que a esas alturas de la película su figura lucía como un exquisito cadáver político al que ni siquiera llorarían las plañideras de turno. Hasta aquí ha brillado su estrella, aunque seguro que su luz no se apagará del todo: no tardaremos en verla colocada en algún consejo de administración de postín. La política es despiadada y desagradecida con el débil de espíritu, pero suele devolver los servicios prestados con regalías nada desdeñables.

 
 

martes, 24 de abril de 2018

Esperando a Baroja


   Resulta cuanto menos desalentador acudir a la biblioteca pública de tu ciudad y comprobar que hay más ejemplares de las novelas de Tom Clancy que de las de Pío Baroja. Sale uno de casa un domingo, desapacible en lo meteorológico, en busca de las Memorias del escritor vasco y, del casi centenar de obras que escribió, menos de una docena son las que cuelgan de las estanterías de la biblioteca “A. Rodríguez-Moñino/M. Brey” de Cáceres, la mitad de ellas volúmenes dedicados a Las Inquietudes de Shanti Andía y a Zalacaín el aventurero. Ni rastro de Desde la última vuelta del camino, La casa de Aizgorri o Miserias de la guerra. Y, sin embargo, a los encargados de confeccionar su fondo bibliográfico no se les ha escapado ni uno solo de la treintena de títulos que componen la obra del antedicho autor norteamericano, mostrando una desdeñosa preferencia por los agentes de la CIA Jack Ryan y John Clarck en detrimento del liberal y masón Aviraneta o del atormentado Fernando Ossorio. Dirá su directora que ellos se limitan a adquirir lo que demandan los usuarios -best sellers de poca monta cuya calidad literaria no soportaría la crítica de cualquier juntaletras escaso de talento como el que suscribe-, argumento carente de peso e igualmente válido para justificar los sálvames y tronistas que pueblan la parrilla televisiva de un canal de televisión de cuyo nombre no quiero acordarme... Me parece muy bien que entre los anaqueles figuren las creaciones que con tanto esmero han pergeñado Dan Brown, John Grisham, Ken Follet, María Dueñas o Ruíz Zafón; pero, con mayor motivo, junto a ellas no pueden faltar Baroja, Azorín, Galdós, Cela, Delibes, Pardo Bazán, Clarín…, por circunscribir el asunto a este ramillete de ilustres novelistas patrios de los dos últimos siglos. Es decir, que si para hacer hueco a los maestros hay que purgar a, pongamos por caso, Boris Izaguirre, Jorge Javier Vázquez, Maxim Huerta o a Blue Jeans, yo me apunto a la quema. Mis respetos, por supuesto, a quien demuestra la valentía de enfrentarse a un folio en blanco -porque, además, ellos también cuentan con su público-, pero cuando de lo que se trata es de establecer prioridades, se impone una selección natural donde no tienen cabida los mediocres.


    En estos tiempos de crisis, un libro es poco menos que un objeto de lujo. Uno decente, con una edición más o menos cuidada, normalmente no suele bajar de los 20 euros. Con ese dinero yo conozco a más de uno que prefiere alternar de cañas con su cuadrilla de amigos, o destinarlo a la compra del último modelo de zapatillas de running (que es lo que se lleva ahora), antes que invertirlos en adquirir la última novela de Pérez Reverte. Por eso, para que la carencia de cuartos deje de constituir  la excusa con la que seguir perpetuando esta preocupante dinámica, qué menos que las bibliotecas públicas cuenten con un catálogo digno, tanto como para que los poquitos lectores que aún quedamos no nos veamos abocados a caer en los tentáculos del ebook como único remedio para conseguir a nuestros autores predilectos. En un país donde el 40 % de la población no lee un solo libro a lo largo del año, hay que ponérselo fácil al lector, esa rara avis que alimenta el alma a base de renglones por los que desfilan un universo de personajes envueltos en aventuras rebosantes de pasiones inconfesables, de amores no correspondidos, de intrigas, conspiraciones y traiciones por doquier. Una sociedad que da la espalda a la lectura es una sociedad inculta, manipulable, miedosa, desnortada, sin valores en los que asentar las esperanzas e ilusiones de su proyecto vital. 


    Desde que en 1995 la Conferencia General de la UNESCO aprobara, a propuesta del gobierno español, la fecha del 23 de abril como Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor para conmemorar el fallecimiento, allá por 1616, de tres “monstruos” de la talla de Shakespeare, Garcilaso de la Vega y Cervantes -éste, en realidad, murió un 22 de abril, aunque fue enterrado al día siguiente-, más de cien países vienen celebrando desde entonces esta efemérides. Pero no todo se resuelve dedicando al libro un día en el calendario o rebajando el IVA por el que tributan del 21 al 4 por ciento. Si de verdad los Estados mostraran una mínima preocupación por la calidad cultural, intelectual y educativa de sus conciudadanos, consagrarían sus esfuerzos a promover una política integral que paliara los sonrojantes índices de lectura que, por ejemplo, asolan España. En esto, como en otras muchas cosas, somos puro páramo. Y mucho más ahora, donde las redes sociales acaparan el protagonismo que, en condiciones normales, debería tener la literatura. Lo que ya no acierto a averiguar es si a los gobernantes les interesa un pueblo instruido, cultivado, con sentido crítico; aunque, bien mirado, creo que la duda, en este caso, ofende. Hay que tratar por todos los medios de arañar tiempo a lectura para quitárselo al facebook, al twitter, al instagram y demás artilugios que aborregan al personal hasta límites insospechados. Partiendo del hecho indiscutible de que el mundo se ha vuelto loco, los libros siguen siendo el mejor refugio para sustraerse a la esquizofrenia colectiva en la que andamos inmersos. Por eso, yo seguiré esperando con paciencia a que don Pío, desde la vuelta del camino, aparezca por la biblioteca pública de Cáceres para zambullirme en sus Memorias.

lunes, 9 de abril de 2018

Y la muerte llamó a su puerta


   Se llamaba Julio, era gallego y le gustaba fumar. Disfrutaba con un cigarrillo entre los dedos como el que se deleita enfrascado en la lectura de un buen libro, a media luz, en la soledad de una apartada habitación. Julio daba caladas con la misma prestancia y cadencia con la que otros devoran una novela de aventuras. Inhalaba el mortal veneno hasta lo más profundo de sus entrañas, acompañando el gesto de una mirada perdida que solía fijar en un punto infinito, ensimismado en ilusiones y esperanzas de un futuro mejor. Se quedaba absorto contemplando las volutas de humo que escupía con amargura. Cuando quería darme cuenta, lo veía arrojando la colilla al suelo mientras yo apenas comenzaba a dar las primeras bocanadas. En cuanto la apagaba con la punta del zapato, se arrepentía por haber sucumbido, una vez más, a la tentación del vicio turbador. Ante mi reprimenda, él lo solucionaba con un simple "de algo hay que morir, Joselillo".

    Nuestro trato se ceñía al ámbito laboral, lo cual no impidió que nos tuviéramos un cierto aprecio, mutuo y sincero. Trabajábamos en distintas Consejerías, aunque nuestros Servicios se ubicaban en el mismo edificio, primero en la calle Santa Eulalia y más tarde en el complejo administrativo del III Milenio, ambos en Mérida. Durante años coincidíamos cada mañana a las puertas de la oficina para, con la excusa de despejar la mente, echar un pitillo y dar rienda suelta a las trivialidades de las que se supone que hablan los funcionarios en sus ratos de asueto. De vez en cuando se unían a nuestra tertulia Calixto, guardia de seguridad de una empresa privada que presta sus servicios para la Junta de Extremadura - otro ex fumador empedernido que, por suerte, ha conseguido dejarlo a tiempo-, y Carlos, un compañero que, al igual que yo, se conformaba con llevarse a la boca dos o tres vegueros al día.

    De un tiempo a esta parte notaba a Julio apesadumbrado. Lo delataban sus gestos apáticos, su mirada lánguida, su voz queda; en definitiva, su escasez de ánimo. Y eso, que, dentro de lo que cabe, podría decirse que Julio era un tipo risueño, al menos con aquellos con quienes mantenía cierta confianza, entre los que, por supuesto, no se encontraban sus compañeros de trabajo. Sin señalar culpables, estoy convencido de que ellos no compartirán esta visión mía tan condescendiente para con el galleguiño, pues no faltaba quien lo tachaba de esquivo, antipático y huraño, pecados veniales que él mismo se encargaba de cultivar para preservar su vulnerabilidad. Lo que sí sé es que Julio era buena persona, cualidad más que suficiente como para perdonar la mayoría de los defectos con los que otros pudieran motejarle. Ya no se mostraba tan afable y dicharachero como de costumbre y eso, junto a un estado físico en decadencia, levantó mis sospechas.

    La pena inundaba su alma. Las pronunciadas ojeras, la profundidad de las cuencas de sus ojos, su tez sudorosa y blanquecina y su extremada delgadez no presagiaban nada bueno. Por lo que me contaba, no tenía buena relación ni con su jefe ni con sus compañeros de trabajo. Yo asistía a su confesión como mero espectador, permitiendo que se desahogara a modo de terapia. A pesar de que casi siempre se mostraba reservado en todo lo concerniente a su vida personal, en este asunto no escatimaba en palabras. Quería irse. “He llegado al límite; esto puede conmigo”, repetía insistentemente con ese acento suyo tan característico y que seguía conservando a pesar de que ya habían pasado muchos años desde que abandonara su Galicia natal. Por mucho que yo tratara de disuadirle, él se mostraba convencido en dar el paso y cambiar de destino. La oportunidad se le presentó cuando me reconoció que había solicitado una comisión de servicio de carácter humanitario para trasladarse y poder cuidar de su padre enfermo. Hasta ese momento desconocía por completo los pormenores de su intimidad: jamás me refirió nada con respecto a sus padres, hermanos u otros posibles parientes. Ahí entendí que los problemas de trabajo no eran su única preocupación.

    Una mañana, después de varios días ausentándose de nuestra tradicional cita y de no contestar a mensajes ni llamadas telefónicas, le pregunté a Calixto si tenía noticias suyas. No me sorprendió que me dijera que se había dado de baja. Opté porque el paso del tiempo jugara su papel terapéutico, deseando que se recuperara lo antes posible. Lo que sí me extrañó más fue que, tras varias semanas, el propio Calixto me informara de que Julio, finalmente, se había marchado a su tierra. Perdimos el contacto durante todos esos meses. Y un buen día, mientras daba buena cuenta del Winston que me acababa de encender, vi con sorpresa cómo en el módulo de enfrente se recortaba la silueta de un tipo huesudo, pálido, que arrastraba los pies como si portara sobre sus hombros una pesada carga. Efectivamente, se trataba de Julio. Me alarmó su ruina física. Salí a su encuentro y nos estrechamos la mano con efusividad. Me comentó someramente cómo le había ido. Por lo que me relataba y por su aspecto, concluí que aquello tuvo que ser un auténtico suplicio. A la enfermedad de su padre se unió el inconveniente de tener que levantarse a las cuatro de la madrugada para irse a trabajar, pues la comisión de servicio se la habían otorgado en La Coruña, y no regresaba hasta casi las cinco de la tarde. Por eso, ante la mejoría de su progenitor, puso fin a aquel calvario y decidió regresar a Mérida. Nunca despuntó por su buena salud, pero aquella experiencia le pasó una factura demasiado cara.

    Retomamos nuestra vieja costumbre de quedar a mediodía. Por mucho que se esforzara en ocultar lo evidente, yo me daba perfecta cuenta de que algo no iba bien, pero decidí no incomodarle con preguntas que pudiera interpretar de forma ofensiva. Ya no sonreía a mandíbula batiente, ni me daba codazos para que me fijara en alguna compañera de buen ver que paseara en ese momento por el patio, ni se apasionaba por el Real Madrid o el Deportivo de La Coruña como antaño. Y así fueron transcurriendo las jornadas, hasta que, de nuevo, volvió a desaparecer. Pasaban los meses y me preocupación iba en aumento. Hasta que llegó el día en que Calixto me dio la terrible noticia. Julio padecía del estómago y en una de las pruebas médicas a las que se sometió le detectaron un cáncer. Su cuerpo quedó exánime en la mesa de operaciones. Falleció solo, sin nadie que le acompañara en sus últimas horas de vida. Nadie lloró su muerte. Ni siquiera sabemos si le rindieron oficios fúnebres, ni dónde ni cuándo le dieron cristiana sepultura. Se fue en plena juventud, dejando a un padre enfermo, un coche nuevo casi sin estrenar y una medio novia de cuya existencia me enteré poco después. En aquella sala de operaciones terminaron todos sus problemas. Desde entonces, coincidencia o no, no he vuelto a retomar el hábito de quedar con alguien para dar caladas a un cigarrillo mientras disertamos sobre las miserias de la condición humana. Y es que no somos conscientes de que la vida pasa de puntillas ante nuestros ojos, casi sin enterarnos. Cuando queremos disfrutar de ella..., ya es demasiado tarde. Julio, algunos nos seguimos acordando de ti.