martes, 24 de abril de 2018

Esperando a Baroja


   Resulta cuanto menos desalentador acudir a la biblioteca pública de tu ciudad y comprobar que hay más ejemplares de las novelas de Tom Clancy que de las de Pío Baroja. Sale uno de casa un domingo, desapacible en lo meteorológico, en busca de las Memorias del escritor vasco y, del casi centenar de obras que escribió, menos de una docena son las que cuelgan de las estanterías de la biblioteca “A. Rodríguez-Moñino/M. Brey” de Cáceres, la mitad de ellas volúmenes dedicados a Las Inquietudes de Shanti Andía y a Zalacaín el aventurero. Ni rastro de Desde la última vuelta del camino, La casa de Aizgorri o Miserias de la guerra. Y, sin embargo, a los encargados de confeccionar su fondo bibliográfico no se les ha escapado ni uno solo de la treintena de títulos que componen la obra del antedicho autor norteamericano, mostrando una desdeñosa preferencia por los agentes de la CIA Jack Ryan y John Clarck en detrimento del liberal y masón Aviraneta o del atormentado Fernando Ossorio. Dirá su directora que ellos se limitan a adquirir lo que demandan los usuarios -best sellers de poca monta cuya calidad literaria no soportaría la crítica de cualquier juntaletras escaso de talento como el que suscribe-, argumento carente de peso e igualmente válido para justificar los sálvames y tronistas que pueblan la parrilla televisiva de un canal de televisión de cuyo nombre no quiero acordarme... Me parece muy bien que entre los anaqueles figuren las creaciones que con tanto esmero han pergeñado Dan Brown, John Grisham, Ken Follet, María Dueñas o Ruíz Zafón; pero, con mayor motivo, junto a ellas no pueden faltar Baroja, Azorín, Galdós, Cela, Delibes, Pardo Bazán, Clarín…, por circunscribir el asunto a este ramillete de ilustres novelistas patrios de los dos últimos siglos. Es decir, que si para hacer hueco a los maestros hay que purgar a, pongamos por caso, Boris Izaguirre, Jorge Javier Vázquez, Maxim Huerta o a Blue Jeans, yo me apunto a la quema. Mis respetos, por supuesto, a quien demuestra la valentía de enfrentarse a un folio en blanco -porque, además, ellos también cuentan con su público-, pero cuando de lo que se trata es de establecer prioridades, se impone una selección natural donde no tienen cabida los mediocres.


    En estos tiempos de crisis, un libro es poco menos que un objeto de lujo. Uno decente, con una edición más o menos cuidada, normalmente no suele bajar de los 20 euros. Con ese dinero yo conozco a más de uno que prefiere alternar de cañas con su cuadrilla de amigos, o destinarlo a la compra del último modelo de zapatillas de running (que es lo que se lleva ahora), antes que invertirlos en adquirir la última novela de Pérez Reverte. Por eso, para que la carencia de cuartos deje de constituir  la excusa con la que seguir perpetuando esta preocupante dinámica, qué menos que las bibliotecas públicas cuenten con un catálogo digno, tanto como para que los poquitos lectores que aún quedamos no nos veamos abocados a caer en los tentáculos del ebook como único remedio para conseguir a nuestros autores predilectos. En un país donde el 40 % de la población no lee un solo libro a lo largo del año, hay que ponérselo fácil al lector, esa rara avis que alimenta el alma a base de renglones por los que desfilan un universo de personajes envueltos en aventuras rebosantes de pasiones inconfesables, de amores no correspondidos, de intrigas, conspiraciones y traiciones por doquier. Una sociedad que da la espalda a la lectura es una sociedad inculta, manipulable, miedosa, desnortada, sin valores en los que asentar las esperanzas e ilusiones de su proyecto vital. 


    Desde que en 1995 la Conferencia General de la UNESCO aprobara, a propuesta del gobierno español, la fecha del 23 de abril como Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor para conmemorar el fallecimiento, allá por 1616, de tres “monstruos” de la talla de Shakespeare, Garcilaso de la Vega y Cervantes -éste, en realidad, murió un 22 de abril, aunque fue enterrado al día siguiente-, más de cien países vienen celebrando desde entonces esta efemérides. Pero no todo se resuelve dedicando al libro un día en el calendario o rebajando el IVA por el que tributan del 21 al 4 por ciento. Si de verdad los Estados mostraran una mínima preocupación por la calidad cultural, intelectual y educativa de sus conciudadanos, consagrarían sus esfuerzos a promover una política integral que paliara los sonrojantes índices de lectura que, por ejemplo, asolan España. En esto, como en otras muchas cosas, somos puro páramo. Y mucho más ahora, donde las redes sociales acaparan el protagonismo que, en condiciones normales, debería tener la literatura. Lo que ya no acierto a averiguar es si a los gobernantes les interesa un pueblo instruido, cultivado, con sentido crítico; aunque, bien mirado, creo que la duda, en este caso, ofende. Hay que tratar por todos los medios de arañar tiempo a lectura para quitárselo al facebook, al twitter, al instagram y demás artilugios que aborregan al personal hasta límites insospechados. Partiendo del hecho indiscutible de que el mundo se ha vuelto loco, los libros siguen siendo el mejor refugio para sustraerse a la esquizofrenia colectiva en la que andamos inmersos. Por eso, yo seguiré esperando con paciencia a que don Pío, desde la vuelta del camino, aparezca por la biblioteca pública de Cáceres para zambullirme en sus Memorias.

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