Resulta
cuanto menos desalentador acudir a la biblioteca pública de tu
ciudad y comprobar que hay más ejemplares
de
las novelas de Tom Clancy que de las de Pío Baroja. Sale uno de casa
un domingo, desapacible en lo meteorológico, en busca de las Memorias del escritor vasco y, del casi centenar de obras que
escribió, menos de una docena son las que cuelgan de las estanterías
de la biblioteca “A. Rodríguez-Moñino/M. Brey” de Cáceres, la
mitad de ellas volúmenes dedicados a Las
Inquietudes de Shanti Andía
y
a Zalacaín
el aventurero.
Ni rastro de Desde
la última vuelta del camino,
La
casa de Aizgorri
o
Miserias
de la guerra.
Y, sin embargo, a los encargados de confeccionar su fondo
bibliográfico no se les ha escapado ni uno solo de la treintena de títulos que componen la obra del antedicho autor
norteamericano, mostrando una desdeñosa
preferencia
por los agentes de la CIA Jack Ryan y John Clarck en detrimento del
liberal y masón Aviraneta o del atormentado Fernando Ossorio.
Dirá
su directora
que
ellos se limitan a adquirir lo
que demandan los usuarios
-best
sellers
de
poca monta cuya calidad literaria no soportaría la crítica de
cualquier juntaletras escaso de talento como el que suscribe-,
argumento carente de peso e igualmente válido para justificar los sálvames
y
tronistas
que
pueblan la parrilla televisiva de un canal de televisión de cuyo
nombre no quiero acordarme... Me parece muy bien que entre los
anaqueles figuren las creaciones
que con tanto esmero han pergeñado
Dan Brown, John Grisham, Ken Follet, María Dueñas o Ruíz Zafón;
pero, con mayor motivo, junto
a ellas
no pueden faltar Baroja, Azorín, Galdós, Cela, Delibes, Pardo
Bazán, Clarín…, por circunscribir el asunto a este ramillete
de ilustres
novelistas
patrios de los dos últimos siglos. Es decir, que si para hacer hueco
a los maestros hay que purgar a, pongamos por caso,
Boris
Izaguirre, Jorge Javier Vázquez, Maxim Huerta o a Blue Jeans, yo me
apunto a la quema. Mis respetos, por supuesto, a quien demuestra
la
valentía de enfrentarse a
un
folio en blanco -porque,
además, ellos también cuentan con su público-,
pero
cuando de lo que se trata es de establecer prioridades, se
impone una selección natural donde no tienen cabida los mediocres.
En
estos tiempos de crisis, un libro es poco menos que un objeto de
lujo. Uno decente, con una edición más o menos cuidada, normalmente
no suele bajar de los 20 euros. Con ese dinero yo conozco a más de
uno que prefiere alternar de cañas con su cuadrilla de amigos, o
destinarlo a la compra del último modelo de zapatillas de running
(que es lo que se lleva ahora), antes que invertirlos en adquirir la
última novela de Pérez Reverte. Por eso, para que la carencia de
cuartos deje de constituir la excusa con la que seguir perpetuando
esta preocupante dinámica, qué menos que las bibliotecas públicas
cuenten con un catálogo digno, tanto como para que los poquitos lectores que aún quedamos no nos veamos abocados a caer en los
tentáculos del ebook como único remedio para conseguir a
nuestros autores predilectos. En un país donde el 40 % de la
población no lee un solo libro a lo largo del año, hay que
ponérselo fácil al lector, esa rara avis que alimenta el alma a
base de renglones por los que desfilan un universo de personajes
envueltos en aventuras rebosantes de pasiones inconfesables, de
amores no correspondidos, de intrigas, conspiraciones y traiciones
por doquier. Una sociedad que da la espalda a la lectura es una
sociedad inculta, manipulable, miedosa, desnortada, sin valores en
los que asentar las esperanzas e ilusiones de su proyecto vital.
Desde
que en 1995 la Conferencia General de la UNESCO aprobara, a propuesta
del gobierno español, la fecha del 23 de abril como Día Mundial del
Libro y del Derecho de Autor para conmemorar el fallecimiento, allá
por 1616, de tres “monstruos” de la talla de Shakespeare,
Garcilaso de la Vega y Cervantes -éste, en realidad, murió un 22 de
abril, aunque fue enterrado al día siguiente-, más de cien países
vienen celebrando desde entonces esta efemérides. Pero no todo se
resuelve dedicando al libro un día en el calendario o rebajando el
IVA por el que tributan del 21 al 4 por ciento. Si de verdad los
Estados mostraran una mínima preocupación por la calidad cultural,
intelectual y educativa de sus conciudadanos, consagrarían sus
esfuerzos a promover una política integral que paliara los
sonrojantes índices de lectura que, por ejemplo, asolan España. En
esto, como en otras muchas cosas, somos puro páramo. Y mucho más
ahora, donde las redes sociales acaparan el protagonismo que, en
condiciones normales, debería tener la literatura. Lo que ya no
acierto a averiguar es si a los gobernantes les interesa un pueblo
instruido, cultivado, con sentido crítico; aunque, bien mirado, creo
que la duda, en este caso, ofende. Hay que tratar por todos los
medios de arañar tiempo a lectura para quitárselo al facebook, al
twitter, al instagram y demás artilugios que aborregan
al personal hasta límites insospechados. Partiendo del hecho
indiscutible de que el mundo se ha vuelto loco, los libros siguen siendo el
mejor refugio para sustraerse a la esquizofrenia colectiva en la que
andamos inmersos. Por eso, yo seguiré esperando con paciencia a que
don Pío, desde la vuelta del camino, aparezca por la biblioteca
pública de Cáceres para zambullirme en sus Memorias.
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