lunes, 9 de abril de 2018

Y la muerte llamó a su puerta


   Se llamaba Julio, era gallego y le gustaba fumar. Disfrutaba con un cigarrillo entre los dedos como el que se deleita enfrascado en la lectura de un buen libro, a media luz, en la soledad de una apartada habitación. Julio daba caladas con la misma prestancia y cadencia con la que otros devoran una novela de aventuras. Inhalaba el mortal veneno hasta lo más profundo de sus entrañas, acompañando el gesto de una mirada perdida que solía fijar en un punto infinito, ensimismado en ilusiones y esperanzas de un futuro mejor. Se quedaba absorto contemplando las volutas de humo que escupía con amargura. Cuando quería darme cuenta, lo veía arrojando la colilla al suelo mientras yo apenas comenzaba a dar las primeras bocanadas. En cuanto la apagaba con la punta del zapato, se arrepentía por haber sucumbido, una vez más, a la tentación del vicio turbador. Ante mi reprimenda, él lo solucionaba con un simple "de algo hay que morir, Joselillo".

    Nuestro trato se ceñía al ámbito laboral, lo cual no impidió que nos tuviéramos un cierto aprecio, mutuo y sincero. Trabajábamos en distintas Consejerías, aunque nuestros Servicios se ubicaban en el mismo edificio, primero en la calle Santa Eulalia y más tarde en el complejo administrativo del III Milenio, ambos en Mérida. Durante años coincidíamos cada mañana a las puertas de la oficina para, con la excusa de despejar la mente, echar un pitillo y dar rienda suelta a las trivialidades de las que se supone que hablan los funcionarios en sus ratos de asueto. De vez en cuando se unían a nuestra tertulia Calixto, guardia de seguridad de una empresa privada que presta sus servicios para la Junta de Extremadura - otro ex fumador empedernido que, por suerte, ha conseguido dejarlo a tiempo-, y Carlos, un compañero que, al igual que yo, se conformaba con llevarse a la boca dos o tres vegueros al día.

    De un tiempo a esta parte notaba a Julio apesadumbrado. Lo delataban sus gestos apáticos, su mirada lánguida, su voz queda; en definitiva, su escasez de ánimo. Y eso, que, dentro de lo que cabe, podría decirse que Julio era un tipo risueño, al menos con aquellos con quienes mantenía cierta confianza, entre los que, por supuesto, no se encontraban sus compañeros de trabajo. Sin señalar culpables, estoy convencido de que ellos no compartirán esta visión mía tan condescendiente para con el galleguiño, pues no faltaba quien lo tachaba de esquivo, antipático y huraño, pecados veniales que él mismo se encargaba de cultivar para preservar su vulnerabilidad. Lo que sí sé es que Julio era buena persona, cualidad más que suficiente como para perdonar la mayoría de los defectos con los que otros pudieran motejarle. Ya no se mostraba tan afable y dicharachero como de costumbre y eso, junto a un estado físico en decadencia, levantó mis sospechas.

    La pena inundaba su alma. Las pronunciadas ojeras, la profundidad de las cuencas de sus ojos, su tez sudorosa y blanquecina y su extremada delgadez no presagiaban nada bueno. Por lo que me contaba, no tenía buena relación ni con su jefe ni con sus compañeros de trabajo. Yo asistía a su confesión como mero espectador, permitiendo que se desahogara a modo de terapia. A pesar de que casi siempre se mostraba reservado en todo lo concerniente a su vida personal, en este asunto no escatimaba en palabras. Quería irse. “He llegado al límite; esto puede conmigo”, repetía insistentemente con ese acento suyo tan característico y que seguía conservando a pesar de que ya habían pasado muchos años desde que abandonara su Galicia natal. Por mucho que yo tratara de disuadirle, él se mostraba convencido en dar el paso y cambiar de destino. La oportunidad se le presentó cuando me reconoció que había solicitado una comisión de servicio de carácter humanitario para trasladarse y poder cuidar de su padre enfermo. Hasta ese momento desconocía por completo los pormenores de su intimidad: jamás me refirió nada con respecto a sus padres, hermanos u otros posibles parientes. Ahí entendí que los problemas de trabajo no eran su única preocupación.

    Una mañana, después de varios días ausentándose de nuestra tradicional cita y de no contestar a mensajes ni llamadas telefónicas, le pregunté a Calixto si tenía noticias suyas. No me sorprendió que me dijera que se había dado de baja. Opté porque el paso del tiempo jugara su papel terapéutico, deseando que se recuperara lo antes posible. Lo que sí me extrañó más fue que, tras varias semanas, el propio Calixto me informara de que Julio, finalmente, se había marchado a su tierra. Perdimos el contacto durante todos esos meses. Y un buen día, mientras daba buena cuenta del Winston que me acababa de encender, vi con sorpresa cómo en el módulo de enfrente se recortaba la silueta de un tipo huesudo, pálido, que arrastraba los pies como si portara sobre sus hombros una pesada carga. Efectivamente, se trataba de Julio. Me alarmó su ruina física. Salí a su encuentro y nos estrechamos la mano con efusividad. Me comentó someramente cómo le había ido. Por lo que me relataba y por su aspecto, concluí que aquello tuvo que ser un auténtico suplicio. A la enfermedad de su padre se unió el inconveniente de tener que levantarse a las cuatro de la madrugada para irse a trabajar, pues la comisión de servicio se la habían otorgado en La Coruña, y no regresaba hasta casi las cinco de la tarde. Por eso, ante la mejoría de su progenitor, puso fin a aquel calvario y decidió regresar a Mérida. Nunca despuntó por su buena salud, pero aquella experiencia le pasó una factura demasiado cara.

    Retomamos nuestra vieja costumbre de quedar a mediodía. Por mucho que se esforzara en ocultar lo evidente, yo me daba perfecta cuenta de que algo no iba bien, pero decidí no incomodarle con preguntas que pudiera interpretar de forma ofensiva. Ya no sonreía a mandíbula batiente, ni me daba codazos para que me fijara en alguna compañera de buen ver que paseara en ese momento por el patio, ni se apasionaba por el Real Madrid o el Deportivo de La Coruña como antaño. Y así fueron transcurriendo las jornadas, hasta que, de nuevo, volvió a desaparecer. Pasaban los meses y me preocupación iba en aumento. Hasta que llegó el día en que Calixto me dio la terrible noticia. Julio padecía del estómago y en una de las pruebas médicas a las que se sometió le detectaron un cáncer. Su cuerpo quedó exánime en la mesa de operaciones. Falleció solo, sin nadie que le acompañara en sus últimas horas de vida. Nadie lloró su muerte. Ni siquiera sabemos si le rindieron oficios fúnebres, ni dónde ni cuándo le dieron cristiana sepultura. Se fue en plena juventud, dejando a un padre enfermo, un coche nuevo casi sin estrenar y una medio novia de cuya existencia me enteré poco después. En aquella sala de operaciones terminaron todos sus problemas. Desde entonces, coincidencia o no, no he vuelto a retomar el hábito de quedar con alguien para dar caladas a un cigarrillo mientras disertamos sobre las miserias de la condición humana. Y es que no somos conscientes de que la vida pasa de puntillas ante nuestros ojos, casi sin enterarnos. Cuando queremos disfrutar de ella..., ya es demasiado tarde. Julio, algunos nos seguimos acordando de ti.

2 comentarios:

  1. Siento mucho tu perdida, o te acompaño en el sentimiento...siempre me sonaron vacías. Lo que has hecho aquí te honra. Has escrito desde el corazón. Me ha encantado.

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