Se
llamaba Julio, era gallego y le gustaba fumar. Disfrutaba con un
cigarrillo entre los dedos como el que se deleita enfrascado en la
lectura de un buen libro, a media luz, en la soledad de una apartada
habitación. Julio daba caladas con la misma prestancia y cadencia
con la que otros devoran una novela de aventuras. Inhalaba el mortal
veneno hasta lo más profundo de sus entrañas, acompañando el gesto
de una mirada perdida que solía fijar en un punto infinito,
ensimismado en ilusiones y esperanzas de un futuro mejor. Se
quedaba absorto contemplando las volutas de humo que escupía con
amargura. Cuando quería darme cuenta, lo veía arrojando la colilla al suelo mientras yo apenas comenzaba a dar las primeras
bocanadas. En cuanto la apagaba con la punta del zapato, se
arrepentía por haber sucumbido, una vez más, a la tentación del
vicio turbador. Ante mi reprimenda, él lo solucionaba con un simple
"de algo hay que morir, Joselillo".
Nuestro
trato se ceñía al ámbito laboral, lo cual no impidió que nos
tuviéramos un cierto aprecio, mutuo y sincero. Trabajábamos en
distintas Consejerías, aunque nuestros Servicios se ubicaban en el
mismo edificio, primero en la calle Santa Eulalia y más tarde en el
complejo administrativo del III Milenio, ambos en Mérida. Durante
años coincidíamos cada mañana a las puertas de la oficina para,
con la excusa de despejar la mente, echar un pitillo y dar rienda
suelta a las trivialidades de las que se supone que hablan los
funcionarios en sus ratos de asueto. De vez en cuando se unían a
nuestra tertulia Calixto, guardia de seguridad de una empresa privada
que presta sus servicios para la Junta de Extremadura - otro ex
fumador empedernido que, por suerte, ha conseguido dejarlo a tiempo-, y
Carlos, un compañero que, al igual que yo, se conformaba con
llevarse a la boca dos o tres vegueros al día.
De
un tiempo a esta parte notaba a Julio apesadumbrado. Lo delataban sus
gestos apáticos, su mirada lánguida, su voz queda; en definitiva,
su escasez de ánimo. Y eso, que, dentro de lo que cabe, podría
decirse que Julio era un tipo risueño, al menos con aquellos con
quienes mantenía cierta confianza, entre los que, por supuesto, no
se encontraban sus compañeros de trabajo. Sin señalar culpables,
estoy convencido de que ellos no compartirán esta visión mía tan
condescendiente para con el galleguiño,
pues no faltaba quien lo tachaba de esquivo, antipático y huraño,
pecados veniales que él mismo se encargaba de cultivar para
preservar su vulnerabilidad. Lo que sí sé es que Julio era buena
persona, cualidad más que suficiente como para perdonar la mayoría de los
defectos con los que otros pudieran motejarle. Ya no se mostraba tan
afable y dicharachero como de costumbre y eso, junto a un estado
físico en decadencia, levantó mis sospechas.
La
pena inundaba su alma. Las pronunciadas ojeras, la profundidad de las
cuencas de sus ojos, su tez sudorosa y blanquecina y su extremada
delgadez no presagiaban nada bueno. Por lo que me contaba, no tenía
buena relación ni con su jefe ni con sus compañeros de trabajo. Yo
asistía a su confesión como mero espectador,
permitiendo que se desahogara a modo de terapia. A pesar de que casi
siempre se mostraba reservado en todo lo concerniente a su vida personal, en este asunto no escatimaba en palabras. Quería irse. “He
llegado al límite; esto puede conmigo”, repetía
insistentemente con ese acento suyo tan característico y que seguía
conservando a pesar de que ya habían pasado muchos años desde que
abandonara su Galicia natal. Por mucho que yo tratara de disuadirle,
él se mostraba convencido en dar el paso y cambiar de destino. La
oportunidad se le presentó cuando me reconoció que había
solicitado una comisión de servicio de carácter humanitario para
trasladarse y poder cuidar de su padre enfermo. Hasta ese momento
desconocía por completo los pormenores de su intimidad: jamás me
refirió nada con respecto a sus padres, hermanos u otros posibles
parientes. Ahí entendí que los problemas de trabajo no eran su
única preocupación.
Una
mañana, después de varios días ausentándose de nuestra
tradicional cita y de no contestar a mensajes ni llamadas
telefónicas, le pregunté a Calixto si tenía noticias suyas. No me
sorprendió que me dijera que se había dado de baja. Opté porque el
paso del tiempo jugara su papel terapéutico, deseando que se
recuperara lo antes posible. Lo que sí me extrañó más fue que, tras varias semanas, el propio Calixto me informara de que Julio,
finalmente, se había marchado a su tierra. Perdimos el contacto durante todos esos meses. Y un buen día,
mientras daba buena cuenta del Winston que me acababa de encender, vi
con sorpresa cómo en el módulo de enfrente se recortaba la silueta de
un tipo huesudo, pálido, que arrastraba los pies como si portara
sobre sus hombros una pesada carga. Efectivamente, se trataba de
Julio. Me alarmó su ruina física. Salí a su encuentro y nos
estrechamos la mano con efusividad. Me comentó someramente cómo le
había ido. Por lo que me relataba y por su
aspecto, concluí que aquello tuvo que ser un auténtico suplicio. A la enfermedad
de su padre se unió el inconveniente de tener que levantarse a
las cuatro de la madrugada para irse a trabajar, pues la comisión de
servicio se la habían otorgado en La Coruña, y no regresaba hasta casi las cinco de la tarde. Por eso, ante la mejoría de su progenitor,
puso fin a aquel calvario y decidió regresar a Mérida. Nunca
despuntó por su buena salud, pero aquella experiencia le pasó una
factura demasiado cara.
Retomamos
nuestra vieja costumbre de quedar a mediodía. Por mucho que se esforzara en
ocultar lo evidente, yo me daba perfecta cuenta de que algo no iba bien, pero decidí no
incomodarle con preguntas que pudiera interpretar de forma ofensiva. Ya no sonreía a mandíbula batiente, ni me daba codazos para que me fijara en alguna compañera de buen ver que paseara en ese momento por el patio, ni se apasionaba por el Real Madrid o el Deportivo de La Coruña como antaño. Y así fueron transcurriendo las jornadas, hasta que, de nuevo, volvió a desaparecer. Pasaban los meses y me preocupación iba en aumento. Hasta que llegó el día en que Calixto me dio la
terrible noticia. Julio padecía del estómago y en una de las pruebas médicas a las que se sometió le detectaron un cáncer.
Su cuerpo quedó exánime en la mesa de operaciones. Falleció solo, sin
nadie que le acompañara en sus últimas horas de vida. Nadie lloró su muerte. Ni siquiera sabemos si le rindieron
oficios fúnebres, ni dónde ni cuándo le dieron cristiana
sepultura. Se fue en plena juventud, dejando a un padre enfermo, un coche nuevo casi sin estrenar
y una medio novia de cuya existencia me enteré poco después. En aquella sala de operaciones terminaron todos sus problemas. Desde entonces, coincidencia o no, no he vuelto a retomar el hábito de quedar con alguien para dar caladas a un cigarrillo mientras disertamos sobre las miserias de la condición humana. Y es que no somos conscientes de que la vida pasa de puntillas ante nuestros ojos, casi sin enterarnos. Cuando queremos disfrutar de ella..., ya es demasiado tarde. Julio, algunos nos seguimos acordando de ti.
Siento mucho tu perdida, o te acompaño en el sentimiento...siempre me sonaron vacías. Lo que has hecho aquí te honra. Has escrito desde el corazón. Me ha encantado.
ResponderEliminarMuchas gracias por tus palabras, Chema. Un saludo.
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