Sostiene
Cifuentes que ha sido objeto de chantaje y extorsión, que dimite de
la presidencia de la Comunidad de Madrid... con la cabeza bien alta.
De blanco puro, con su rubia melena recogida en su larga coleta, se plantó delante de la prensa para, sostiene, esbozar
las razones que la han llevado a tomar esta dolorosa decisión. Con
voz pastosa y con dificultades en la vocalización, sostiene que esta
situación es fruto de su política de “tolerancia cero” con los
corruptos, algo que sus adversarios no le han perdonado. Sostiene, en
fin, que llevaba meditando su posible renuncia desde que saliera a la
luz lo de su feo asunto del máster que le regalaron por la cara,
pero que no lo hizo porque nadie en su partido se lo exigió. Todo lo
cual lo sostiene con tono desafiante, como retando a un duelo a
primera sangre a quien ponga en duda su honorabilidad. Al fin y al
cabo, sostiene, la cosa no era para tanto. Sostiene, también, que a
lo largo de su vida ha podido cometer errores, que quizás (como
cualquier mortal, dice) ha cruzado algún que otro semáforo en rojo,
pero que eso no justifica las líneas, también rojas, que han
rebasado sus enemigos en una persecución personal que, sostiene
apesadumbrada, viene padeciendo desde hace ya demasiado tiempo. Que
una vez que la prensa ha aireado el vídeo en el que se la ve en el cuartucho de un centro comercial, acompañada del guardia de
seguridad que la condujo hasta allí ante la sospecha de que había
introducido en su bolso -sostiene que involuntariamente- dos frascos
de crema facial antiedad, no le ha quedado más remedio que tirar la
toalla para preservar su dignidad y la de su familia. Y todo esto es
lo que sostiene la señora Cifuentes en su descenso a los infiernos.
En
fin, con este primer párrafo redactado al estilo Sostiene Pereira,
novela del italiano Antonio Tabucchi, quiero poner de manifiesto las
puñaladas traperas que se vienen propinando entre sí las distintas
facciones en las que se descompone el Partido Popular de Madrid.
Desde que Esperanza Aguirre
convocara, a mediados de septiembre de 2012, una rueda de prensa para
anunciar su dimisión como presidenta de la Comunidad, el juego sucio
ha sido la moneda de cambio utilizada para cobrarse las venganzas
entre las distintas familias populares. Su sustituto en el cargo,
Ignacio González, ha estado algo más de seis meses en prisión
provisional (desde el 21 de abril hasta el 8 de noviembre de 2017)
por su implicación en las presuntas irregularidades durante su
mandato como presidente del Canal de Isabel II. Por su parte,
Francisco Granados, fiel escudero de la lideresa, permaneció
encarcelado entre el 31 de octubre de 2014 y el 14 de junio de 2017
por su presunta implicación en el caso Gürtel. Granados y González,
expertos en navegar por los hediondos lodazales de los bajos fondos,
medraron en sus carreras políticas bajo el paraguas protector de
Esperanza Aguirre, que recompensaba sus lealtades otorgándoles los
puestos institucionales más apetitosos. Ambos dos, al parecer,
traicionaron su confianza y ahora aquélla los repudia entre sollozos
y gimoteos poco convincentes. Cuesta creer que la señora Aguirre no
estuviera al tanto de la carrera delictiva que sus
subordinados estaban llevando a cabo desde que se dieron cuenta que
la política era el mejor medio para forrarse a base de tropelías
varias. La codicia y ese creerse inmunes que tanto caracteriza a
este tipo de bravucones, terminaron por romper el saco de la avaricia
después de mangonear sin recato. Habían sido tantos años de
llevárselo crudo, que supongo que se confiarían y llegarían a
pensar que, si a esas alturas no les habían trincado, bien podían
seguir arriesgándose a llenar la buchaca sin miedo a ser
enchironados. Lo suyo se había convertido en puro vicio, y ya se
sabe que los vicios proporcionan placer hasta que llega el día en
que no puedes controlarlos: ése es el momento en el que ya está
todo perdido, porque careces de la capacidad de reacción necesaria
para enfrentarte a tus demonios.
Y
en esto que, a finales de junio de 2015, tras vencer en las
elecciones autonómicas y contar con el apoyo de Ciudadanos en la
sesión de investidura, alcanzó Cristina Cifuentes la presidencia de
la Comunidad de Madrid con promesas de renovación interna y con
ganas de hacer limpia en las cloacas del partido, que buena falta
hacía. Levantar alfombras y abrir ventanas para regenerar las
instituciones y librarlas de la corrupción, viniera de donde viniera
y cayera quien cayera, fue el eslogan que la hizo popular entre los
madrileños. Pero claro, cuando uno pretende abanderar una cruzada
tan ambiciosa se supone que, como mínimo, debe tener las manos
limpias para evitar que los damnificados puedan volverse en tu
contra. Y eso, a grandes rasgos, es lo que le ha sucedido a
Cifuentes. Ha errado en la estrategia y en el cálculo de los más
que previsibles daños colaterales: la colección de enemigos
cosechados a lo largo de su trayectoria política han hecho
causa común para derribarla sin tapujos. El fuego amigo, como
siempre, ha resultado mortal de necesidad. Los bochornosos episodios
del máster y del vídeo de marras han provocado la caída en
desgracia de quien, aparentemente, era ejemplo de honestidad y se
postulaba como uno de los pesos pesados del Partido Popular a nivel
nacional. Una persona que ha demostrado tan escasos escrúpulos
éticos en su vida privada no está capacitada ni para presidir la
comunidad de vecinos de su bloque. Más allá de posibles patologías
psicológicas que puedan justificar pecados veniales, y
reconociendo que, hasta la fecha, nadie ha podido demostrar que se
haya llevado un duro del erario público, lo cierto es que su actitud
la inhabilita para continuar ocupando ningún cargo político.
A
la hija del general le ha sobrado soberbia y le ha faltado honradez.
Una vez destapada la polémica provocada por el máster,
alguien normal habría dimitido ipso facto, se le habría caído la
cara de vergüenza y se habría enclaustrado en su casita durante una
larga temporada. Sin embargo, Cifuentes, tan pija y tan progre, tan
cínica y tan mentirosa, no ha tenido empacho en fabricar una versión
edulcorada de los hechos con tal de aferrarse, contra viento y marea,
a la poltrona. A pesar de ser pillada en un renuncio de tal magnitud,
ahí seguía ella tratando de convencer de
su inocencia a los incautos que la seguían apoyando, renunciando en
última instancia a un título más falso que Judas. Ha tenido que
ser el hurto de dos botes de crema -a razón de 20 eurillos cada uno-
la espoleta que haya puesto punto y final a una prometedora carrera
política. Indignación es lo que hemos sentido los ciudadanos ante
un espectáculo tan bochornoso, que demuestra tanto la bajeza de la
política de altos vuelos como la falta de escrúpulos morales de
quienes, precisamente, deberían ser modelo de comportamiento. Cuando
a principios de este mes asistíamos a la salva de
aplausos que los delegados de la Convención Nacional del Partido
Popular tributaban en Sevilla a Cristina Cifuentes, una vez que ya se
conocía el affaire del máster, el común de los mortales no dábamos
crédito a lo que contemplaban nuestros ojos: cómo era posible, nos
preguntábamos, que recibiera el apoyo sin fisuras de sus compañeros
de partido, sin un atisbo de autocrítica después de todo lo que
había sucedido. Confundida por los palmeros que la rodeaban,
Cifuentes no se dio cuenta de que a esas alturas de la película su
figura lucía como un exquisito cadáver político al que ni siquiera
llorarían las plañideras de turno. Hasta aquí ha brillado su
estrella, aunque seguro que su luz no se apagará del todo: no tardaremos en verla colocada en algún consejo de administración de postín. La política es despiadada y desagradecida con el débil de espíritu, pero suele devolver los servicios prestados con regalías nada desdeñables.
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