martes, 26 de febrero de 2013

La Monarquía no es el problema


   Dice mi amigo Rafa, alias “Aguita” o “Bombillo”, en una conversación que mantuvimos hace unos días por facebook, que el punto de inflexión para que el sistema político cambie se sitúa en la caída de la Monarquía. Según él, desterrados los Borbones las cosas nos irían mucho mejor, confiando en el advenimiento de la III República como bálsamo necesario para aliviar tanta desgracia. El caso es que, con razón o sin ella, no escasean los que piensan igual que mi amigo, sobre todo a raíz de los comportamientos poco edificantes de algún miembro de la Familia Real y su cónyuge. Esta crisis aciaga no sólo ha puesto en duda los cimientos del capitalismo, sino que como sigamos así terminará por derribar la institución sobre la que más consenso había en España. Hay que decirlo bien claro, porque lo contrario sería negar la evidencia: la Monarquía ha perdido en nuestro país el apoyo que tuviera antaño. Su popularidad ha sufrido tal desgaste que más de uno vería con buenos ojos que la más alta magistratura la ocupara un Presidente de la República en lugar de Don Juan Carlos o, llegado el momento, el futuro Felipe VI. Si algo se respetaba en este país era a la Corona, pero ya ni eso nos queda, aunque también sea cierto que buena parte de culpa se deba a deméritos propios. A nadie se le escapa, ni siquiera a los republicanos más entusiastas, que la Monarquía juancarlista ha prestado altos servicios en aras a la creación y consolidación de una democracia renacida tras un paréntesis demasiado largo y cruento de casi cuarenta años entre Guerra Civil y dictadura franquista. Pero esa intachable hoja de servicios no es obstáculo para que en la actualidad cualquiera haga chistes malos a costa de la Familia Real, algo impensable hace tan solo unos años. De hecho, los hay quienes piden abiertamente su abdicación, incluso en las Cortes Generales.

   Como resulta natural por parte de un monárquico convencido como el que suscribe, utilicé los argumentos que me parecieron más apropiados para que el compañero Bombillo tratara de entender que el paro, los desahucios, la corrupción y demás lastres de nuestra democracia no se van a solucionar con un Estado que enarbole la enseña tricolor. Un cambio en el modelo de Estado no conlleva necesariamente que desaparezcan como por ensalmo las cadenas que nos afligen. Para empezar, le comenté, las dos experiencias históricas previas vividas bajo ese régimen de gobierno no fueron ni mucho menos satisfactorias, si no todo lo contrario: el caos protagonizado por los regidores republicanos nos generan las dudas suficientes como para que ahora nos convirtamos en crédulos corderitos capaces de hacernos creer que van a gestionar los intereses generales con la responsabilidad que exigen las circunstancias. Ante este razonamiento por mi parte, el amigo Bombillo me sacó el tema del referéndum sobre la forma de Estado, que sea el pueblo el que decida si queremos Monarquía o República. Seguro como estoy de que España sigue siendo monárquica, le contesté que ese envite lo tenemos ganado por goleada, aunque le reconocí que seguramente se dejarían sentir los efectos de los últimos acontecimientos relacionados con las accidentadas cacerías del Rey, los tejemanejes de Urdangarín y la Infanta Cristina, así como las sombras de sospecha vertidas por la aparición estelar e inesperada de Corina –la misma que no se corta un pelo al asegurar que mantiene una “amistad especial” con Su Majestad-. Me eché el farol de que yo sería el primero en apoyar esa consulta popular con la total seguridad de una victoria absoluta a favor del campo monárquico.

   Mi siguiente línea de defensa la basé en que si queremos cambiar el sistema no es necesario sustituir a una Monarquía por una República, sino que el acento habría que ponerlo en la clase política. El problema no es el Rey, sino los políticos... y no todos. En estos temas no es saludable generalizar por cuanto lo que ello supone de injusticia para quienes se dedican con honradez al ejercicio de su función de representación popular. Lo que sucede es que el mal comportamiento de unos pocos, que son los que acaparan toda la atención mediática, termina por estigmatizar a todo el colectivo. Hay prohombres de la cosa pública que llevan en el cargo los suficientes años como para que empecemos a sospechar que están ahí no por dedicación sino por comodidad, que ellos mismos han sido parte del problema y que eso les incapacita para convertirse en parte de la solución. Necesitamos una renovación de la actual casta política con el objetivo de darles un toque de atención para que dejen de pensar en ganar las próximas elecciones, exigiéndoles que tengan la altura de miras deseable como para afrontar con sentido común los retos planteados ante la situación excepcional que nos está tocando vivir; que se centren en resolver los problemas de verdad y que salgan del mundo irreal en el que a veces parecen vivir con tal de conseguir un puñado de votos que les mantenga en la poltrona. La “revolución desde arriba” que propugnara don Antonio Maura en los primeros años del siglo XX no es posible en la coyuntura actual; ningún político goza del prestigio suficiente como para liderar un movimiento de cambio que imprima un giro de ciento ochenta grados a un sistema bipartidista que se ha demostrado inoperante para afrontar los grandes desafíos del futuro. Muchos de los políticos actuales que siguen en primera línea proceden de la época de la Transición, lo cual es mérito suficiente como para que les agradezcamos los servicios prestados, pero lo que en su tiempo sirvió para adentrarnos en la senda democrática no tiene por qué ser válido para los tiempos actuales. Como afirmó Julio Anguita en un programa de televisión la semana pasada, la Transición ha muerto. En este sentido, también César Vidal ha manifestado recientemente que a los españoles nos cuesta mucho enterrar a nuestros muertos: el modelo de la Transición hace mucho tiempo que ha dejado de ser operativa, ahora corre por nuestra cuenta dar sepultura a un lustroso cadáver que tanto y tan bueno ha hecho por nuestro país. Entiéndase bien, dentro de esa quema excluyo, por supuesto, a la Monarquía, puesto que no se trata de una institución coyuntural, sino que es algo consustancial en la historia de España.


   Amigo Bombillo, no podemos comenzar a construir el nuevo edificio por el tejado. Es decir, para iniciar el cambio por el que clama un sector importante de la sociedad no es necesario ir preparando el camino del exilio a los Borbones. La Monarquía Parlamentaria no debe representar un problema para que el sistema que se pretende modificar sea justo y representativo del verdadero sentir de la opinión pública, si no todo lo contrario: si ha habido una institución que ha velado por las esencias democráticas, ésa ha sido la Corona. Monarquía y libertades no son incompatibles, lo cual no es óbice para reclamar una mayor transparencia en la gestión del presupuesto dedicado a la Casa Real. Desde el respeto por la discrepancia de ideas, te animo a que sigas en tu lucha para conseguir cambiar las cosas, para que un joven de treinta y tantos años no tenga que pasar diariamente por la pesadilla de tener que buscar hasta debajo de las piedras un empleo con el que poder pagar la hipoteca de su casa y evitar así que lo desahucien, asistiendo con impotencia cómo se desvanecen las ilusiones de tantos años de sacrificio. En esa batalla estamos todos, pero no os dejéis deslumbrar por las promesas de los que gobernaron durante siete años y tuvieron la llave para modificar lo que ahora, en la oposición, critican con encono. No existen recetas mágicas para salir de esta crisis y quien diga lo contrario es un embaucador sin escrúpulos dispuesto a utilizar la desesperación ajena en beneficio propio.

jueves, 14 de febrero de 2013

La flaca memoria de Rubalcaba


   En junio de 1971 el diario The New York Times revelaba los “Papeles del Pentágono”, una serie de documentos sobre la guerra del Vietnam que ponían de manifiesto las mentiras vertidas a la opinión pública norteamericana por parte de las Administraciones Kennedy y Johnson sobre la necesidad y evolución del conflicto que más ha marcado a la historia de la primera potencia mundial. Un año después, el Washington Post iniciaba las investigaciones relacionadas con el caso Watergate, que terminarían con la dimisión del presidente Richard Milhous Nixon en agosto de 1974, convirtiéndose en el primer presidente de los Estados Unidos obligado a abandonar su cargo. Estos son, quizás, los casos más emblemáticos en que la prensa ha puesto contra las cuerdas al todopoderoso gobierno de los Estados Unidos. Pues bien, en España el diario El País -otrora símbolo, junto al desaparecido Diario 16, de la naciente democracia que se iniciaba con el proceso de la Transición- ha tratado de emular a esos dos gigantes del periodismo publicando los llamados “Papeles de Bárcenas”, sobre la supuesta trama de financiación ilegal del Partido Popular así como a la posible existencia de una contabilidad en negro de las cuentas del partido que sustenta al gobierno de Mariano Rajoy, y que incluirían pagos de sobresueldos a parte de la cúpula del partido. El buque insignia del grupo PRISA ha lanzado una descarga a la línea de flotación del ejecutivo sin medir las consecuencias de los daños colaterales. Una de dos: o ganan el premio Pulitzer o se hunden en el desprestigio más absoluto.

   Llevamos semanas en que el relamido Luis Bárcenas, antiguo gerente y tesorero del Partido Popular, visita nuestros hogares a la hora del telediario con más asiduidad de la que sería deseable en un Estado que dice denominarse “social y democrático de Derecho”. Este caso supone una muesca más para que la sociedad española afiance la certeza de que sus dirigentes políticos no son los más cautos a la hora de administrar el dinero ajeno. Es injusto generalizar y afirmar que todos los políticos son unos chorizos y unos mangantes, pero lo que sí supone un hecho indubitado es que se está extendiendo por la ciudadanía la sospechosa sensación de que hay unos pocos que se creen tan listos como para llenarse los bolsillos prevaliéndose del cargo que ocupan. Un político, como la mujer del César, no sólo ha de ser honrado sino que también tiene la obligación de parecerlo. Creíamos que esta lección ya la habían aprendido nuestros representantes públicos desde los tiempos de Felipe González, porque es que parece que ya no nos acordamos de lo sucedido en los últimos años de gobierno del felipismo. Y, pese a quien le pese, tuvo que ser José María Aznar el que pusiera coto al estado de corrupción generalizada que heredó de los últimos años de gobierno del compañero Isidoro, el mismo que gastaba chaquetas de pana cuando accedió a la presidencia del Ejecutivo y que la abandonó catorce años después con un fondo de armario bien distinto: por el camino se habían quedado rezagados los principios y valores que enarbolaron para engatusar a millones de españoles que les dieron su apoyo durante tantas convocatorias electorales y que se lo retiraron con rapidez al ser conscientes de que estaban siendo dirigidos por unos embaucadores. Por eso, me extrañaría mucho que el partido político que combatió con tanto ahínco esa lacra del sistema haya tropezado en la misma piedra en que lo hicieran los infaustos gobiernos de González. Por si alguien no lo recuerda, ahí va una muestra:


  • Caso de los Fondos Reservados: desvío de partidas destinadas a la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico por valor de 5 millones de euros entre los años 1987 y 1993 para uso privado, enriquecimiento peronal y pago de sobresueldos y gratificaciones a altos funcionarios del Ministerio del Interior.
  • Caso Filesa: financiación ilegal del PSOE a través de las empresas Filesa, Malesa y Time-Export, que entre 1988 y 1990 cobraron importantes cantidades de dinero en concepto de estudios de asesoramiento para destacados bancos y empresas de primera línea que nunca llegaron a realizarse.
  • Caso Juan Guerra, hermano del vicepresidente Alfonso Guerra, condenado por delitos de cohecho, fraude fiscal, tráfico de influencias, prevaricación, malversación de fondos y usurpación de funciones.
  • Caso Ibercorp, especulación bursátil con valores bancarios por parte de Mariano Rubio, entonces gobernador del Banco de España, ese señor que firmaba los billetes.
  • Caso Salanueva, ex directora del Boletín Oficial del Estado condenada por malversación de fondos al adquirir papel prensa por un valor de 2.395 millones de pesetas, precio muy superior al del mercado, causando un perjuicio al BOE y a Hacienda de cerca de 1.000 millones de pesetas.
  • Caso Expo´92, cohecho, prevaricación y un agujero de más de 210 millones de euros. Fue archivada por el juez Garzón tras siete años de instrucción.
  • Caso Roldán, director General de la Guardia Civil entre 1986 y 1993, enriquecido ilícitamente con el robo de 400 millones de pesetas de fondos reservados y 1.800 millones más en comisiones de obras del Instituto Armado.
  • Caso Palomino, cuñado de Felipe González, ganó 346 millones de pesetas gracias a la venta de su empesa, en quiebra técnica a CAE (luego comprada por Dragados), cuya cartera de obras para el Ministerio de Obras Públicas (MOPU) se multiplicó.
  • Caso Alberó, ministro de Agricultura, Pesca y alimentación entre julio de 1993 y mayo de 1994, que poseía una cuenta en Ibercorp con 21 millones de pesetas en dinero negro.


Quiero con ello decir que no acepto las clases de ética y de honradez política que destilan Rubalcaba y sus acólitos. Mire usted, don Alfredo, que con el currículum de su partido salga ahora a la palestra a exigir la dimisión de Rajoy es como para hacérselo mirar. Usted carece de legitimidad moral para reclamar dimisión alguna. Lo que sí podrá hacer es pedirle al señor Rajoy que dé todas las explicaciones necesarias, pero no tenga la cara dura de actuar como si usted no hubiera roto nunca un plato. No se rasgue tanto las vestiduras por los 22 millones de euros del amigo Bárcenas porque, sin ir más lejos y sin quitarle la gravedad que el asunto requiere, ustedes, los intachables socialistas que dicen luchar por el bienestar y el progreso de la clases desfavorecidas, son protagonistas de un fraude de casi 1.000 millones de euros en su feudo andaluz. No se tome como una verdad incuestionable aquello que publica su diario de referencia , tenga al menos el recato y la decencia de esperar a que la Policía, la Fiscalía o quien corresponda autentifiquen la veracidad de los documentos en los que basa su petición de dimisión del presidente del Gobierno. Disimule un poco más sus ansias de poder, porque en este asunto se ha tirado a la piscina sin quitarse la ropa y sin comprobar si hay el agua suficiente que amortigüe el tripe salto mortal con tirabuzón de espaldas que ha protagonizado. Haga una oposición constructiva y no escatime esfuerzos para aunar voluntades que tiendan a la recomposición de unas siglas históricas a las que usted representa como Secretario General, tan hechas jirones que no se sabe muy bien si se trata de un partido de ámbito nacional o, por el contrario, de una serie de grupúsculos escindidos de Ferraz que defienden una cosa y la contraria dependiendo del territorio en el que se asientan. Actúe de brújula para sus compañeros del País Vasco y, sobre todo, de Cataluña para poner fin a esa impresión de desconcierto que sienten sus votantes y no dedique tantos esfuerzos en deslegitimar al gobierno y a jalear a sus bases para que ocupen las sedes del PP cada vez que surge una cuestión que no resulta de su agrado. Lo tengo por un tipo inteligente, pero últimamente deja usted mucho que desear.