Dice mi amigo Rafa,
alias “Aguita” o “Bombillo”, en una conversación que mantuvimos hace unos días
por facebook, que el punto de inflexión para que el sistema político cambie se sitúa en la caída de la Monarquía. Según él, desterrados los Borbones
las cosas nos irían mucho mejor, confiando en el advenimiento de la III
República como bálsamo necesario para aliviar tanta desgracia. El caso es que,
con razón o sin ella, no escasean los que piensan igual que mi amigo, sobre
todo a raíz de los comportamientos poco edificantes de algún miembro de la
Familia Real y su cónyuge. Esta crisis aciaga no sólo ha puesto en duda los
cimientos del capitalismo, sino que como sigamos así terminará por derribar la
institución sobre la que más consenso había en España. Hay que decirlo bien
claro, porque lo contrario sería negar la evidencia: la Monarquía ha perdido en
nuestro país el apoyo que tuviera antaño. Su popularidad ha sufrido tal
desgaste que más de uno vería con buenos ojos que la más alta magistratura la
ocupara un Presidente de la República en lugar de Don Juan Carlos o, llegado el
momento, el futuro Felipe VI. Si algo se respetaba en este país era a la Corona,
pero ya ni eso nos queda, aunque también sea cierto que buena parte de culpa se
deba a deméritos propios. A nadie se le escapa, ni siquiera a los republicanos
más entusiastas, que la Monarquía juancarlista ha prestado altos servicios en
aras a la creación y consolidación de una democracia renacida tras un paréntesis
demasiado largo y cruento de casi cuarenta años entre Guerra Civil y dictadura
franquista. Pero esa intachable hoja de servicios no es obstáculo para que en
la actualidad cualquiera haga chistes malos a costa de la Familia Real, algo impensable
hace tan solo unos años. De hecho, los hay quienes piden abiertamente su
abdicación, incluso en las Cortes Generales.
Como resulta
natural por parte de un monárquico convencido como el que suscribe, utilicé los
argumentos que me parecieron más apropiados para que el compañero Bombillo
tratara de entender que el paro, los desahucios, la corrupción y demás lastres
de nuestra democracia no se van a solucionar con un Estado que enarbole la
enseña tricolor. Un cambio en el modelo de Estado no conlleva necesariamente
que desaparezcan como por ensalmo las cadenas que nos afligen. Para empezar, le
comenté, las dos experiencias históricas previas vividas bajo ese régimen de
gobierno no fueron ni mucho menos satisfactorias, si no todo lo contrario: el
caos protagonizado por los regidores republicanos nos generan las dudas
suficientes como para que ahora nos convirtamos en crédulos corderitos capaces de hacernos creer que van a gestionar los intereses generales con la responsabilidad
que exigen las circunstancias. Ante este razonamiento por mi parte, el amigo
Bombillo me sacó el tema del referéndum sobre la forma de Estado, que sea el
pueblo el que decida si queremos Monarquía o República. Seguro como estoy de
que España sigue siendo monárquica, le contesté que ese envite lo tenemos
ganado por goleada, aunque le reconocí que seguramente se dejarían sentir los efectos
de los últimos acontecimientos relacionados con las accidentadas cacerías del
Rey, los tejemanejes de Urdangarín y la Infanta Cristina, así como las sombras
de sospecha vertidas por la aparición estelar e inesperada de Corina –la misma
que no se corta un pelo al asegurar que mantiene una “amistad especial” con Su
Majestad-. Me eché el farol de que yo sería el primero en apoyar esa consulta
popular con la total seguridad de una victoria absoluta a favor del campo
monárquico.
Mi siguiente
línea de defensa la basé en que si queremos cambiar el sistema no es necesario
sustituir a una Monarquía por una República, sino que el acento habría que
ponerlo en la clase política. El problema no es el Rey, sino los políticos... y
no todos. En estos temas no es saludable generalizar por cuanto lo que ello supone
de injusticia para quienes se dedican con honradez al ejercicio de su función
de representación popular. Lo que sucede es que el mal comportamiento de unos
pocos, que son los que acaparan toda la atención mediática, termina por estigmatizar
a todo el colectivo. Hay prohombres de la cosa pública que llevan en el cargo
los suficientes años como para que empecemos a sospechar que están ahí no por
dedicación sino por comodidad, que ellos mismos han sido parte del problema y
que eso les incapacita para convertirse en parte de la solución. Necesitamos
una renovación de la actual casta política con el objetivo de darles un toque
de atención para que dejen de pensar en ganar las próximas elecciones, exigiéndoles
que tengan la altura de miras deseable como para afrontar con sentido común los
retos planteados ante la situación excepcional que nos está tocando
vivir; que se centren en resolver los problemas de verdad y que salgan del
mundo irreal en el que a veces parecen vivir con tal de conseguir un puñado de
votos que les mantenga en la poltrona. La “revolución desde arriba” que
propugnara don Antonio Maura en los primeros años del siglo XX no es posible en
la coyuntura actual; ningún político goza del prestigio suficiente como para
liderar un movimiento de cambio que imprima un giro de ciento ochenta grados a
un sistema bipartidista que se ha demostrado inoperante para afrontar los
grandes desafíos del futuro. Muchos de los políticos actuales que siguen en
primera línea proceden de la época de la Transición, lo cual es mérito
suficiente como para que les agradezcamos los servicios prestados, pero lo que
en su tiempo sirvió para adentrarnos en la senda democrática no tiene por qué
ser válido para los tiempos actuales. Como afirmó Julio Anguita en un programa
de televisión la semana pasada, la Transición ha muerto. En este sentido,
también César Vidal ha manifestado recientemente que a los españoles nos cuesta
mucho enterrar a nuestros muertos: el modelo de la Transición hace mucho tiempo
que ha dejado de ser operativa, ahora corre por nuestra cuenta dar sepultura a
un lustroso cadáver que tanto y tan bueno ha hecho por nuestro país. Entiéndase bien, dentro de esa quema excluyo, por supuesto, a la Monarquía, puesto que no se trata de una institución coyuntural, sino que es algo consustancial en la historia de España.
Amigo Bombillo,
no podemos comenzar a construir el nuevo edificio por el tejado. Es decir, para
iniciar el cambio por el que clama un sector importante de la sociedad no es
necesario ir preparando el camino del exilio a los Borbones. La Monarquía
Parlamentaria no debe representar un problema para que el sistema que se
pretende modificar sea justo y representativo del verdadero sentir de la
opinión pública, si no todo lo contrario: si ha habido una institución que ha
velado por las esencias democráticas, ésa ha sido la Corona. Monarquía y
libertades no son incompatibles, lo cual no es óbice para reclamar una mayor
transparencia en la gestión del presupuesto dedicado a la Casa Real. Desde el
respeto por la discrepancia de ideas, te animo a que sigas en tu lucha para
conseguir cambiar las cosas, para que un joven de treinta y tantos años no
tenga que pasar diariamente por la pesadilla de tener que buscar hasta debajo
de las piedras un empleo con el que poder pagar la hipoteca de su casa y evitar
así que lo desahucien, asistiendo con impotencia cómo se desvanecen las ilusiones de tantos años de sacrificio. En esa batalla estamos todos, pero no os dejéis deslumbrar
por las promesas de los que gobernaron durante siete años y tuvieron la llave para
modificar lo que ahora, en la oposición, critican con encono. No existen recetas mágicas para salir de esta crisis y quien diga lo contrario es un embaucador sin escrúpulos dispuesto a utilizar la desesperación ajena en beneficio propio.
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