martes, 20 de octubre de 2020

Jerez del alma mía

 

   Aun sin ser este un blog de viajes, no me resisto a consignar en esta bitácora las impresiones de mis cada vez más frecuentes visitas a Jerez de los Caballeros. La primera vez que tuve la oportunidad de hacerlo, allá por el 2015, me maravilló el inesperado espectáculo de pasear por las callejas de esta Noble y Leal Ciudad, declarada Conjunto Histórico Artístico Monumental en 1966, y que en nada desmerecería si la UNESCO tuviera a bien concederle el título de Patrimonio de la Humanidad. Por Jerez han campado todos los pobladores que, desde la Antigüedad y a excepción -que se sepa- de los cartagineses, se fijaron en la península Ibérica como objetivo para cumplir sus planes de expansión imperiales. Fenicios, romanos, visigodos y musulmanes enseñorearon sus ejércitos por estos territorios, dejando a su paso su indeleble huella cultural. Tras la dominación árabe, la ciudad fue reconquistada en el año 1230 por Alfonso IX de León, para terminar cediéndola a la Orden del Temple. Comienza aquí un período de esplendor que llegaría a su fin con la caída en desgracia de los templarios (1312), y que se reanudaría con el descubrimiento del Nuevo Mundo, acontecimiento que daría oportunidad a dos jerezanos -como a tantos otros ilustres extremeños- de inscribir sus nombres en las páginas de la Historia: Vasco Núñez de Balboa y Hernando de Soto, descubridores, respectivamente, del Océano Pacífico y de La Florida. Respecto de este último, se disputan su cuna tanto la localidad de Barcarrota como la ciudad de Badajoz. Sea como fuere, las riquezas procedentes de las Indias dieron pie a que Jerez de los Caballeros brillara con luz propia e hiciera gala de blasonados palacios y casas señoriales, así como de una notable variedad de iglesias, ermitas y conventos salpicados a lo largo y ancho de su término municipal. Todo ello es mérito más que suficiente como para que Jerez se convierta en visita obligada para quienes gusten de perderse por los recovecos de la historia.

   Lo primero que llama poderosamente la atención del turista, una vez sobrepuesto al sobresalto experimentado por lo abrupto del terreno, es su espectacular skyline. Tres esbeltos torreones -pertenecientes a las parroquias de San Bartolomé, de San Miguel Arcángel y de Santa Catalina, a los que se unen el campanario de Santa María de la Encarnación, así como la denominada Torre del Reloj- rasgan el cielo en una especie de carrera simbólica por ser los primeros en alcanzar la gloria divina. Pero Jerez es, ante todo, ciudad templaria, ofreciendo extraordinaria muestra de ello tanto su fortaleza como su muralla. Desde una de sus torres, la del Homenaje, conocida también como Torre Sangrienta, cuenta la leyenda que fueron degollados los últimos caballeros del Temple que se opusieron a la disolución de la Orden decretada por el Papa Clemente V. Tan orgullosa se siente Jerez de sus orígenes templarios, que desde hace diecisiete años viene celebrando, en el mes de julio, un festival en el que sus habitantes recrean el ambiente de un tiempo próspero y lejano, sin escatimar en abalorios, atavíos, cotas, mallas, celadas, espadas, pendones y estandartes.

   Hay que perderse por Jerez sin rumbo fijo, sin prestar mucha atención al plano que trata de guiar nuestros pasos. Simplemente, hay que dejarse llevar. Y así, llegará un momento en que nos topemos con el coqueto y recién remozado parquede Santa Lucía, cuya balconada con vistas al valle del río Ardila, a la Sierra de Freganal y a las últimas estribaciones de Sierra Morena suponen un auténtico remanso de paz. En su zona alta, junto al bar de La Florida -donde, por cierto, sirven una deliciosa presa ibérica- nos da la bienvenida una estatua de Cristóbal Colón inaugurada en 1970, cuando aún no existía esa estúpida corriente revisionista que pretende juzgar nuestro ayer con los ojos del presente. De momento, a nadie en Jerez le ha dado por derribar o por cubrir de pintura las esculturas del Almirante o de Hernando de Soto, en un ejercicio de sentido común que se echa en falta en otros lugares donde un puñado de ignorantes se dedican a mancillar una de las más gloriosas páginas de nuestra historia…

   Y es que la historia de la humanidad es una sucesión de patadas en la puerta de aquellos
pueblos que desean entrar y asentarse en territorio ajeno, seguida de la reacción de los autóctonos contra los bárbaros invasores, valiéndose tanto unos como otros de los más despiadados medios para salirse con la suya. No tenemos noticia de que ni los Barca ni los Scipiones ni los Omeyas pidieran permiso a la autoridad competente para plantar sus estandartes en nuestras fronteras, como tampoco lo pidieron los castellanos que cruzaron el Atlántico rumbo a las Indias Occidentales y que, en un golpe de suerte, terminaron por darse de bruces con un Nuevo Mundo. Solo Napoleón llamó a la puerta: su perfidia y su genialidad convencieron a un crédulo Carlos IV y a un ambicioso Godoy de que no formaba parte de los planes de la Grande Armée someter a España, deponer a los Borbones y sustituirlos por los Bonaparte. Las tretas del Petit Cabrón nos costaron una cruenta guerra de liberación que se prolongó durante seis interminables años. Y así es, señores míos, como se forja la historia de las civilizaciones. Todo lo demás no son más que monsergas con las que manipular las mentes de las nuevas generaciones de analfabetos. Vayan ustedes a pedirles explicaciones a Tiro, Cartago, Roma, Damasco o París de las fechorías que sus representados perpetraron por Iberia, Hispania o Al-Andalus, a ver qué respuesta obtienen.

   

   En fin, divagaciones aparte surgidas al calor de la más candente actualidad, merece la pena perderse por el Ceret fenicio, la Caeriana romana o la Xerixa árabe. Merece la pena darse un paseo hasta el embalse de La Albuera, también conocido como La Charca, y respirar el aroma que desprenden sus higueras, chumberas y moreras; visitar el Museo de Arte Sacro, la Casa Museo de Vasco Núñez de Balboa o el Belén bíblico que cada año se instala en el Mercado de Abastos; procesionar con sus cofradías en una Semana Santa declarada de interés turístico nacional; degustar sus exquisitos manjares en el Salón del Jamón Ibérico o en cualquiera de sus bares y restaurantes: la Espuela, la Ermita, el Oasis, la Cervecería Jerez... En todas y cada una de estas tascas puede el visitante satisfacer su apetito con deliciosas viandas y suculentos caldos. Porque, en la actualidad, Jerez de los Caballeros es, sin desmerecer el imperio levantado por Ricardo Leal, mucho más que Cristian Lay: es cultura, pasión, gastronomía y naturaleza. Por eso, incluso en tiempos de pandemia, si tienen ocasión y rondan por la nacional 435 sin saber muy bien a dónde ir, concédanle una oportunidad a la improvisación, acérquense  a Jerez y no duden en hacer parada y fonda en un enclave que no defraudará al más exigente de los turistas.