domingo, 16 de septiembre de 2018

La carrera



   Dos horas antes de lo previsto para el pistoletazo de salida, el panorama se complicó sobremanera. No había previsión de lluvia, pero el bochorno que flotaba en el ambiente y un firmamento plagado de nubarrones, con acompañamiento de rayos y truenos, desmentían a todas las aplicaciones y páginas webs que había consultado. Desde mi atalaya de un noveno piso asistía a la visión de un manto de agua que comenzó a caer sin compasión. Raquel, alias la Runner, me comunicó vía whtasapp que, en esas condiciones, seguramente suspenderían la carrera. Así las cosas, temía que mi debut quedase postergado para una mejor ocasión. No es que tuviera unas ganas locas de correr, pero llevaba toda la semana esperando a que llegara el día para mi bautismo de fuego en una prueba de atletismo, espoleado por José Medina -más conocido como el Tocayo-, mirobrigense de pro al que le debo el haberme involucrado en este embolado. A pesar del contratiempo meteorológico, decidimos seguir adelante con nuestros planes y los tres acudimos puntuales a nuestra cita de las 21:15 horas para dirigirnos en coche hacia la Plaza Mayor, salida y meta del evento. Cuatro gotas de agua no iban a dar al traste con nuestro propósito de quemar calorías.

   El Tocayo vino acompañado de su mujer, que hizo las veces de chófer. La dulzura de Amalia rivaliza con su gentileza y amabilidad. Parece mentira que sea de Mérida. No se aprecia en ella ningún rasgo de sonca, así que supongo que los años vividos fuera de la capital extremeña habrán amortiguado esa tacha. Aparcamos a unos diez minutos del centro. Llovía a cántaros; una lluvia fina y copiosa que calaba hasta los tuétanos. Los pocos transeúntes que nos cruzamos nos miraban extrañados, preguntándose dónde diablos irían aquellos chalados en calzonas, mallas y zapatillas. Cuando llegamos a la plaza subimos las escalinatas del ayuntamiento y nos cobijamos bajo su atrio porticado. Mientras calentábamos observamos cómo el grueso de los participantes se arremolinaban en los soportales, a la espera de si la organización, finalmente, suspendería o no la prueba. Las torres de Bujaco y de los Púlpitos, testigos privilegiados, asistían expectantes, oteando con curiosidad toda aquella marabunta. El Tocayo se resistía a que, una vez allí, tuviéramos que volvernos de vacío. Raquel, entre estiramientos y rotaciones de articulaciones varias, también se mostraba dispuesta a tomar la salida por muchos chuzos de punta que cayeran. Por lo que a mí respecta, para no ser menos y a pesar de mi lamentable condición física, hacía visible mi ilusión por correr; ilusión que, como tendrá ocasión de comprobar el lector si continúa leyendo estas líneas, se tornó al poco tiempo en pesadilla.


   De repente, una voz por megafonía rompió la monotonía y el estado de aletargamiento en el que nos hallábamos los corredores. Habría prueba. Imagínense a los cerca de quinientos inscritos tomando posiciones para salir pitando en cuanto dieran la señal correspondiente. Y allí estaba yo, enfundado en mi camiseta de la V Intramuros Urban Trail Night, presto y dispuesto a recorrer una legua en derredor del casco antiguo y a disfrutar, en la medida de lo posible, de la experiencia. La alegría me duró poco. Fue terminar de subir los peldaños que conducen al Arco de la Estrella y comenzar a abrir la boca en procura de bocanadas de aire que echarme al coleto. A los doscientos metros ya percibía que las sensaciones no eran del todo buenas, rompiendo a sudar como un animal. Cincuenta metros más allá ya iba echando los bofes. Y al cabo de poco más de un kilómetro ya no podía con el pellejo, preguntándome que quién me mandaba a mí meterme en aquel berenjenal. Qué manera de exudar, señores; que manera de sufrir; qué manera de penar. 

   El caso es que iba yo entregado a mis pensamientos más peregrinos, pendiente de coordinar la respiración con el trote cochinero que llevaba, cuando de repente, entre resoplidos y bufidos, me percaté de la presencia de una cara que me era sumamente familiar. Qué casualidad que de entre todos los competidores tuviera justo a mi lado en ese momento al segundo expresidente que ha parido la Junta de Extremadura, escoltado por uno de sus más fieles escuderos, un tal Juan Parejo al que, al parecer, le chiflan estas cosas de las maratones, medias maratones y demás acontecimientos. Así que, ni corto ni perezoso, para hacer un poco más llevadero el trance por el que estaba atravesando, decidí saludarlo y estrechar la mano de quien había sido mi jefe supremo entre 2011 y 2015. Monago, un poco extrañado y ajeno a la circunstancia de que yo hubiera formado parte de su fiel infantería, correspondió a mi atrevimiento esbozando una media sonrisa y musitando algo así como que él también se alegraba de conocerme, pero que quizás aquella no era la mejor coyuntura para entablar relaciones. En esto he de darle la razón al señor expresidente de la Junta de Extremadura, sobre todo porque, al igual que yo, muchos de los fulanos que pululaban por allí imitaron mi gesto, y supongo que Monago bastante tendría con mantenerse en pie como para andar atendiendo las salutaciones de todo aquel que le reconocía en aquellas lides. Pero que quede aquí el detalle de que un servidor estuvo hombro con hombro con el señor Monago, ambos dos a calzón quitado y dándolo todo.

   José y Raquel no paraban de animarme. Por mucho que yo les conminara insistentemente a que siguieran adelante sin mí -con el oculto propósito, la verdad sea dicha, de hacer mutis por el foro en cuanto los viera doblar el primer recodo-, no había manera de quitármelos de encima. El Tocayo se empeñaba una y otra vez en que él se había comprometido a correr la prueba al ritmo que yo marcara y que así iba a ser hasta que cruzáramos la línea de meta. ¡Ojalá se hubiera apiadado de mí y hubiera hecho caso de mis plegarias! ¡Si él supiera que estaba deseando tirar la toalla para poner fin a tanto padecimiento! Raquel, por su parte, me aconsejaba que respirara por la boca y que, ya de paso, me callara un poquito para guardar fuerzas, pues, al parecer, en mi delirio no paraba de soltar insensateces del tipo: si llego a saber yo esto...; por qué no hacemos trampas, como Pedro Sánchez con su doctorado si, total, no se va a enterar nadie; esto ya está pasando de castaño oscuro, tocayo, que llevas veinte minutos anunciándome que estamos a punto de terminar; ¿otra cuestecita más…?; anda, mira qué bien, ahora hay que subir por unas escaleras... “Jose, ¿vas bien?”, me preguntaba la Runner, sabedora por mi excesiva sudoración y mi rostro desencajado que no podía ni con los cordones. Pero ni por esas, oigan. Por muy calladito que me estuviera -siguiendo a pies juntillas las recomendaciones recibidas-, no había suficiente aire en los alrededores como para que mis pulmones y mis piernas respondieran al unísono. Me duele admitirlo, pero tengo para mí que hasta Falete se habría comportado con más desenvoltura y dignidad.  

   No veía la hora de que aquello llegara a su fin. Al pasar por la calle Pizarro, de buena gana me habría quedado a repostar algo de líquido en el Capitán Haddock o en el Mastro Piero. Tanto el Tocayo como la Runner trataban de insuflarme ánimos apelando a mi fortaleza psíquica. “¡Venga, vamos, que tú puedes con esto; que es todo psicológico!”. Psicológico o no, el caso es que ya estaba en un tris de abandonar cuando, en uno de los escasos momentos de lucidez que me iluminaron, me percaté de que los gritos de ánimo de mis dos compañeros aumentaban en grado superlativo, dándome a entender que con un poquito más de esfuerzo alcanzaría la tierra prometida. Me dije que aquello no podía ser una engañifa, convenciéndome de ello cuando pasé junto al Palacio Episcopal: si mis cálculos no fallaban -lo cual no resultaba muy improbable, puesto que a esas alturas de la competición mi mente estaba para pocas probaturas- la plaza estaría a tiro de piedra. Así que recompuse la ruina de mi figura como buenamente pude, aligeré el paso con la esperanza de que, efectivamente, la cosa tocara a su fin… y cuál no sería mi sorpresa cuando me vi enfilando la recta final escoltado y llevado en volandas por mis compañeros de fatiga, siendo recibidos por una salva de aplausos por parte del público asistente que, a pesar de la lluvia, permanecía a la espera. ¡Qué emocionante, señores! Después de haber estado poco menos que para intubarme durante buena parte del recorrido, no daba crédito por haber concluido mi primera participación como aficionado en este mundillo del atletismo amateur. Todo sea por contribuir a la fiesta del noventa y cinco aniversario de El Periódico Extremadura -organizadores del evento junto a la tienda deportiva Pulsaciones- y a la satisfacción de que el dinero recaudado irá destinado a la asociación Alzehi Cáceres. Sólo por esto último ha merecido la pena. Runner, Tocayo…, sin vosotros habría naufragado a las primeras de cambio, así que gracias por vuestra paciencia y apoyo.

P.D.: No me esperéis para la carrera de la mujer.

jueves, 19 de julio de 2018

Paymogo en el recuerdo


   Hay quienes insisten en la creencia de desaconsejar la visita de aquellos lugares que nos colmaron de dicha durante nuestra infancia, alegando para ello el daño irreparable que ocasionaría a nuestro espíritu constatar cuán equivocada estaba nuestra memoria y qué distorsionados se hallaban nuestros recuerdos. Con esa misma convicción defiendo yo exactamente la teoría contraria, sin más argumentos que los de verificar la ilusión derrochada por mis padres al recorrer las calles del pueblo que enmarcaron las vivencias de unos años duros pero felices al fin y al cabo. Ese es el motivo que nos llevó a mi hermano Kiko y a mí a poner en práctica el viaje proyectado varios meses atrás con el propósito de que afloraran en nuestros progenitores los sentimientos de una época pasada en la que el vigor de la juventud y el deseo de prosperar se esgrimían como las armas propicias para superar los obstáculos que se interponían en la consecución de sus metas.

   Paymogo es un pequeño pueblo de la provincia de Huelva que a duras penas alcanza los mil habitantes. Geográficamente situado en la frontera con Portugal, su emplazamiento estratégico hizo que durante las décadas de los 70 y los 80 viviera su período de esplendor. Casi medio centenar de guardias civiles se encargaban, entre otros cometidos, de mantener la zona del Andévalo a salvo de los contrabandistas que, con riesgo de sus vidas, cruzaban la rivera del Chanza para vender en el país vecino todo tipo de mercancías con las que obtener los recursos suficientes para alimentar a unas familias tan numerosas en su composición como misérrimas en su condición. Por aquel entonces Paymogo era un puesto de línea dirigido por un teniente, uno de los cuales vino procedente de Guinea Ecuatorial, donde contrajo unas fiebres espantosas. El cuartel se encontraba enclavado -igual que en la actualidad, en eso no ha habido variación alguna- en una calle alargada, más bien estrecha y de trazo rectilíneo, coronada en su punto más alto por la fortaleza conocida como El Castillo (iglesia parroquial de Santa María Magdalena) y que desembocaba en la plazoleta del Ayuntamiento. En esa calle, precisamente, es donde se concentraba la mayor parte de miembros del Instituto Armado. Me vienen a la memoria, entre otros, Felipe, Borrero, Espejo, Ángel, Pino, Infante, Jerónimo, Cesáreo... Otros se repartían diseminados por el resto del pueblo: Mesa, Campillejo, Moreno, Cándido (que murió sin llegar a cumplir los sesenta años y una de cuyas hijas, Tote, es la actual alcaldesa), Gaspar, Patiño, Esteban, Simón, Adame, Florido... Pues bien, esas callejuelas por las que correteé hasta lo siete años, que constituyen el escenario de mi despertar a la vida y dan testimonio fiel de mis primeras travesuras, son las que he vuelto a pisar el fin de semana pasado en compañía de mi hermano menor y de mis padres. 


   Allá por el verano de 1982 la familia Méndez Palma abandonaba Paymogo rumbo a Herrera de Alcántara, nuevo destino de mi padre. Mi memoria suele flaquear con más frecuencia de lo que sería menester, pero en este caso me acuerdo de la fecha porque por entonces se celebraba el mundial de fútbol de España, con Naranjito como mascota. Después de aquéllo continuamos yendo al pueblo como mínimo una vez al año, puesto que mis abuelos maternos -Cándida y Antonio Joaquín- siguieron residiendo allí cuatro o cinco años más, hasta que definitivamente ellos también se mudaron a su natal Santana de Cambas. ¡Qué diferencia de sentimientos entre aquella lejana partida, a lomos de un Seat 124 y con el llanto de mi madre acompañándonos durante buena parte del trayecto, con nuestro retorno triunfal de hace unos días! Conforme nos íbamos acercando, mis padres daban rienda suelta al caudal inmenso de recuerdos atesorados en su memoria. Una vez que pasamos por Rosal de la Frontera y, sobre todo, por Santa Bárbara de las Casas, la agitación iba en aumento. En breve entraríamos en nuestra Ítaca particular.


  Llegamos al Hostal Paymogo rebasado el mediodía, con el cielo plagado de alguna que otra nube y con una ligera brisa impropia de la estación del año en que nos encontramos. Mario, dueño del establecimiento, y su hija nos agasajaron con una cordial bienvenida. Después de subir el equipaje a las habitaciones, dimos buena cuenta de un ágape reparador: ensalada con productos naturales de la huerta del propio Mario, arroz con carne, presa ibérica, lagarto y fruta de temporada, todo ello regado con vino de rioja, cerveza y refrescos. Descansamos lo justo para echarnos cuanto antes a las calles que tan vívidas permanecían en nuestro imaginario colectivo. Comenzamos la ronda de visitas en casa de María, viuda de Juan Moreno. Y allí estaba María, al fondo, sentada en su sillón, con su níveo cabello, sus intensos ojos azules, su cara de niña traviesa, su perenne sonrisa y los achaques propios de la edad que la tienen algo diezmada pero que no han logrado borrar ni su ímpetu ni sus ganas de vivir. En las paredes del comedor, atestadas de fotos de nietos en su primera comunión, ocupa un lugar destacado la del patriarca, en una instantánea tomada durante una celebración religiosa. Moreno fue un hombre bueno a quien la parca sorprendió antes de lo previsto. Junto a María se encontraban su hija Paqui -delgada, atezada y vivaracha- y varios de sus nietos. Al cabo apareció Godoy, la viva estampa de su padre. Unos y otros se sucedían en el uso de la palabra, evocando toda clase de anécdotas relativas a un tiempo remoto y henchido de esperanzas.

   Con la misma amabilidad con que nos atendió la familia de Moreno, así nos fueron recibiendo uno a uno el resto de compañeros de mi padre a los que fuimos cumplimentando: Borrero, Canito, Mari (la viuda de Vicente Moreno)… El ritual se repetía invariablemente, salvo con Toñi, la hija de Espejo, a la que nos encontramos en compañía de los suyos en plena calle: aporreábamos la puerta, abríamos el postigo y preguntábamos por los ocupantes con la incertidumbre de si, a pesar de los años transcurridos, iban a identificar los rostros que se recortaban al otro lado. Después del desconcierto inicial, terminábamos por fundirnos en un festín de besos y abrazos. Y nuevamente tenía lugar la enumeración de anécdotas, relatadas como si hubieran sucedido ayer mismo, con una precisión impresionante. Los ojos de sus relatores brillaban con un fulgor especial. Mi hermano y yo nos admirábamos por la vitalidad de unos hombres que frisaban, cuando no superaban con creces, las ocho décadas de vida, y que se reían a carcajada limpia añorando tiempos pretéritos. Y allí estaban también sus mujeres, siempre en un segundo plano, inseparables compañeras de quienes dedicaron los mejores años de sus vidas a defender el orden y la ley.

   Mari, la viuda de Vicente Moreno, acudió a nuestro encuentro jubilosa de volver a vernos ante presencia tan inesperada. Del mismo modo, su semblante no podía ocultar la pena tan honda producida por la repentina muerte de su marido unos meses atrás. De figura aparentemente frágil, me dio la impresión de que ha sabido sobreponerse a tan duro golpe gracias a su fortaleza interior, a su tenacidad y, cómo no, al apoyo de sus parientes y amigos. Todos nos conmovimos ante la entereza con que nos contó las circunstancias del fallecimiento de Vicente. Algo más tarde, por la noche, la vimos en el quiosco de chucherías que regenta en el paseo, lamentándose porque los chiquillos andaban en un evento deportivo en el campo de fútbol y eso no le venía bien al negocio. 


   De regreso al hostal, hicimos una última parada para saludar a Francisca, vecina de mis padres por la calle a la que daba nuestra puerta falsa. Parece que por ella no han pasado los años, tan lozana y juvenil como la recordaba. Goza de buena salud, al menos mejor que la de su hermano. Me sobrecogieron sus muestras de cariño. Con pesar, rechazamos su ofrecimiento para tomarnos un café, pero se hacía tarde y la jornada siguiente teníamos que desplazarnos hasta Santana de Cambas.

   Al amanecer de nuestro segundo día no pude sustraerme al impulso de pasarme por el edificio que albergaba las escuelas y que en la actualidad se halla, lamentablemente, en estado de ruina. Paseé por unas aulas en las que aprendí las primeras letras y en las que aún resonaba el eco de las voces de los niños de entonces. De sus paredes todavía cuelgan las pizarras garabateadas de tiza, así como dibujos y murales elaborados por los colegiales correspondientes. Anduve por todas y cada una de las clases, tratando de recordar en cuáles de ellas aposenté mis reales, pero entre los escombros con los que me tropezaba a cada paso y las mesas y pupitres amontonados por el suelo, resultaba muy complicado representarme una imagen que coincidiera con la que conservo almacenada en mi retina de aquellos días esplendorosos. Aún así, me pareció vislumbrar un fogonazo en el que aparecía la imagen de un niño menudo de ojos grandes trotando como un animalillo salvaje por aquellos pasillos, peleándose con un babi que le impedía avanzar a la velocidad que él pretendía...

   Esta breve crónica de mi paso por Paymogo estaría incompleta si no reflejara mi agradecimiento a Paqui y a Domingo, que hicieron de cicerones y que estuvieron pendientes de nosotros en todo momento. Sin su compañía, este reencuentro con nuestras raíces no hubiera sido lo mismo. También quisiera dejar constancia por la atención y el afecto demostrados por Tote y Antonio. La señora alcaldesa de Paymogo no dudó en hacernos un hueco en su agenda con tal de pasar un rato con unos visitantes que perturbaron durante unas horas su rutina diaria. A pesar de nuestros lances en el Facebook, no hay disputa política que resista el envite del cariño y el respeto de los contendientes cuando ambos dos blasonan de sus orígenes paymogueros. Así que, Tote, muchas gracias por todo. Y tampoco quisiera olvidarme de Juan Ángel, al que por motivos de salud nos ha sido imposible ver, pero al que hemos tenido muy presente, al igual que a sus padres Pino y Juana.  


   El domingo por la mañana abandonamos nuestro querido Paymogo en dirección a Linares de la Sierra. Creo que pocas veces he conducido por una carretera tan sinuosa, con unas curvas endiabladas que pusieron a prueba la paciencia de los ocupantes del vehículo. Pensando que lo peor del camino ya lo habíamos dejado atrás, nos quedamos pasmados cuando, al adentramos en el pueblo, nos topamos de bruces con unas calles empedradas, angostas y empinadas hasta decir basta. Íbamos en busca de Felipe y de Ángel, otros dos antiguos compañeros de mi padre con los que compartimos destino en Paymogo y que, siendo ambos oriundos de Linares, decidieron jubilarse entre las montañas y dehesas que conforman el Parque Natural de la Sierra de Aracena y Picos de Aroche. Después de preguntar a una vecina y de tomar como referencia la iglesia de San Juan Bautista -tan descomunal en su planta y alzado que cuesta creer de qué modo pudo construirse en terreno tan agreste-, finalmente dimos con el domicilio del primero de ellos. Nos recibieron con una emoción contagiosa, entre lágrimas que denotaban un aprecio que, lejos de disminuir por tan prolongada ausencia, había aumentado de forma exponencial. Felipe anda un poco delicado de las piernas, con unas rodillas que le están dando demasiada lata y que piden a gritos que un cirujano les meta mano como es debido, pero con el intelecto lúcido y despejado como el de un adolescente. A Victoria, su mujer, se le entrecortaba la voz continuamente. Pili y su hijo fueron testigos de aquella anhelada reunión, planificada dos años atrás cuando coincidimos en la feria ganadera de Zafra. Me consta que Pili siente predilección por mi madre, algo que se hizo patente durante nuestra corta estancia en Linares.

   Saciamos nuestro apetito en El Balcón de Linares, cuyo mirador a la serranía hace honor a su nombre. Nuestros anfitriones encargaron para la ocasión uno de los platos típicos de la zona: la tapita. Diminutivo engañoso a todas luces, pues resulta que la tapita en cuestión estaba compuesta por una fuente gigantesca rebosante de huevos fritos, pimientos y carnes varias. Éramos ocho comensales y no fuimos capaces de terminarnos tamaño manjar. La veterana pareja de guardias civiles se sentó junta y no paró de charlar. Y la misma disposición adoptaron Victoria y mi madre, cuya conversación giraba entorno a unos años duros pero reconfortantes. El resto, maravillados, nos limitábamos a observar la complicidad que seguía existiendo entre ellos, como si no hubieran pasado casi cuarenta años desde la última vez que se vieron.  


   Después de la sobremesa, el hijo de Pili nos condujo hasta la casa de Ángel y Carmen. El segundo de sus vástagos, también llamado Ángel -amigo del alma durante todo el tiempo que duró mi periplo en Paymogo-, acababa de llegar en ese momento de la playa, así que las salutaciones las hicimos a pie de calle. Como nos sucediera con anterioridad, nos desbordó el entusiasmo por el reencuentro. Una vez dentro del hogar familiar, de una frescura envidiable, rememoramos aquellos maravillosos años entre bocado y bocado a unos pasteles servidos por Mati. Entre los diálogos propios de la ocasión, también se deslizó algún que otro comentario de índole técnica, puesto que tanto mi hermano Kiko como Ángel trabajan como informáticos en sendos institutos de Extremadura, y ya saben ustedes lo que sucede cuando se sientan en la misma mesa dos informáticos…

   A Ángel, que fue zapatero antes que guardia, lo encontré en buena forma física, a pesar de arrastrar las consecuencias de un ictus desde hace bastante tiempo. A Carmen tampoco la vi mal, aunque es cierto que los síntomas de la edad, por muy espléndido que uno se conserve, siempre son visibles por mucho que nos empeñemos en lo contrario. Buceando en sus miradas, resulta inevitable volver la vista atrás, a una calle larga y estrecha en la que las ensoñaciones de los chiquillos de entonces han dado paso a la realidad de unos hombres comprometidos en mantener viva la llama de una época irrepetible. Con ese sentimiento pusimos fin a un viaje apasionante que ha servido, entre otras muchas cosas, para restablecer viejos lazos de amistad que nunca llegaron a desatarse del todo.  

miércoles, 6 de junio de 2018

Un kamikace en la Moncloa




  Lo sucedido el viernes pasado en el Congreso de los Diputados constituye una de las sorpresas más extraordinarias que se hayan vivido en nuestra joven democracia. Ni el más optimista ni el más informado de los analistas políticos podía imaginar que el gobierno presidido por Mariano Rajoy sería derrocado en una moción de censura planteada por un partido socialista en horas bajas, y mucho menos después de la previsible estabilidad que se auguraba una vez que el PNV había dado su visto bueno a los presupuestos generales para el año 2019. Lo que parecía un remanso de paz se convirtió, en pocos días, en un torrente desbordado como consecuencia de la publicación de la sentencia judicial del caso Gürtel, en la que se pusieron de manifiesto los trapos sucios del Partido Popular. A partir de ahí se desató la caja de los truenos. Parecía que Rajoy tenía el puesto asegurado hasta la siguiente convocatoria electoral, que el PSOE de Pedro Sánchez, con sus exiguos ochenta y cuatro diputados, no representaba peligro alguno para agotar la legislatura, pero hete aquí que el golpe de gracia asestado por la Audiencia Nacional lo cambiaba todo y daba al traste con un gobierno debilitado por un sinfín de corruptelas que ponían en entredicho su legitimidad para seguir ostentando el poder.



    No es la primera vez que en España se plantea una moción de censura, pero sí es la primera que triunfa. De hecho, Mariano Rajoy salió indemne de otra presentada por Podemos en junio del año pasado. En aquella ocasión el PSOE se abstuvo, negándose a hacerles el juego sucio a Pablo Iglesias y sus acólitos, ávidos de poder para aplicar en España sus utópicas políticas chavistas. Desde que Pedro Sánchez sustituyera a Alfredo Pérez Rubalcaba en la Secretaría General de su partido -julio de 2014, tras imponerse en el proceso de primarias y ser ratificado por un congreso extraordinario-, el PSOE se convirtió en una jaula de grillos con dos bandos perfectamente identificados y enfrentados: el de quienes abogaban por un partido serio, con sentido de Estado, enemigo de los extremismos territoriales, representado por Susana Díaz; y el de los partidarios de un delirante Pedro Sánchez, amigo de populismos y con una ambición impropia de un tipo sin experiencia en puestos de responsabilidad. Incluso muchos de los suyos veían en él a un sujeto peligroso que estaba conduciendo al partido al borde del abismo, desnaturalizando el tarro de las esencias socialistas. Y en esto se llegó a la crisis de octubre de 2016, desencadenada por un nuevo fracaso en las elecciones de junio, provocando la dimisión de diecisiete miembros de la Ejecutiva Federal cansados de tanta derrota electoral y tanto despotismo. La guerra soterrada se desarrolló entonces a cara de perro. Los seguidores de Sánchez no dudaron en utilizar todo tipo de estratagemas para salir victoriosos de la contienda. Saltaron todas las alarmas y barones como Susana Díaz y Fernández Vara no tuvieron reparos en dedicar gruesas palabras a un Pedro Sánchez cegado de poder. Finalmente, viéndose acorralado, Sánchez no tuvo más remedio que dimitir de la secretaría general y abandonar su acta de diputado, abriéndose entonces un período de transición pilotado por una comisión gestora que debería dirigir el partido hasta la elección de un nuevo secretario general.


    Y, ¡oh, sorpresa!, que Pedro Sánchez, contra todo pronóstico y en desigual lucha, se impone al férreo aparato de Ferraz y se hace de nuevo con las riendas del PSOE, dejando en la cuneta a Patxi López y a la todopoderosa Susana Díaz, sus contrincantes en las primarias celebradas en mayo de 2017. La militancia habló y se decantó por radicalizar sus postulados, por dar un golpe de timón en el rumbo que hasta ese momento marcaban los jerarcas socialistas. El "no es no" se oficializaba. Rajoy ya sabía quién sería su interlocutor. Y vaya que si lo supo; como que en poco más de un año ha terminado por sacarle, a toda prisa y sin previo aviso, tanto de la Moncloa como de la presidencia del Partido Popular. ¿Quién se lo iba a decir a Mariano, que se las prometía muy felices, vanagloriándose con el canto de sirenas de los palmeros de siempre, pero sin sospechar la puñalada trapera que le propinarían los nacionalistas vascos? Evidentemente, a esta situación se llega por el goteo continuo de los casos de corrupción que arrinconan al PP, sobre todo en comunidades como la valenciana y la madrileña, donde las cloacas ya no dan abasto. En lugar de tomar medidas y atajar de raíz esos comportamientos indignos e incompatibles con la decencia, la honestidad y el servicio público, desde el Partido Popular se ha optado por dar la callada por respuesta, tratando de reducir a casos esporádicos una situación insostenible y generalizada de corrupción en sus estructuras de poder. Los casos Cifuentes y Gürtel constituyen las líneas rojas que han hecho saltar todo por los aires. Y así, partiendo del hecho indubitado de que no hay más culpables que Rajoy y su partido, ahí tenemos de presidente del gobierno a un señor que, habiendo sobrevivido al fuego amigo -el más mortal de las armas de destrucción masiva- se ha plantado en la presidencia del gobierno merced a una moción de censura legítima pero poco recomendable en cuanto a los compañeros de viaje que le acompañan en su nueva andadura.
  


    A partir de ahora se abre un período político inédito y lleno de incertidumbres. El PSOE, en su obsesión por alcanzar el poder, no ha medido los riesgos que supone ir en comandita de independentistas, batasunos y podemitas. La inestabilidad del gobierno es tal que todo el esfuerzo derrochado por Sánchez quedará en precario una vez que se compruebe la inviabilidad del proyecto. España ha quedado en manos de un partido perdedor, electoralmente hablando. Alguien que sabe que no cuenta con el respaldo de la mayoría de la sociedad hubiera declinado el compromiso que Pedro Sánchez, en su inconsciencia, no ha dudado en arrostrar. Lo malo de los kamikaces no es que pongan en juego su vida; lo malo es que también desprecian la de los demás. Pedro el Guapo -como le llaman los suyos-, que ni siquiera era diputado en la actual legislatura, ha pasado de ser un apestado a ocupar la cúspide de un ejecutivo que será tan efímero como insustancial es la figura de quien lo ocupa. El PSOE, sumido en una guerra de guerrillas desde que Zapatero dejó al partido hecho unos zorros, carece de la unidad y fortaleza necesarias como para sortear con éxito los obstáculos a los que se enfrenta la democracia española. La perspectiva del tiempo demostrará el disparate cometido por Sánchez. Desde la Transición, España no había experimentado una crisis institucional de tal calado. Ni Pedro Sánchez ni el PSOE son la solución. Así que, por el bien de todos, que convoque elecciones cuanto antes.

miércoles, 16 de mayo de 2018

Womad, ese montón de basura


    Este fin de semana publicaba Fernando Navarro en el diario El País un artículo criticando el artificio en el que se ha convertido el actual formato del festival de Eurovisión, acontecimiento al que califica como “tinglado decepcionante para la música”. Con el sonoro título de Eurovisión, esa montaña de basura, su autor no deja títere con cabeza, siendo la pareja artística -y parece ser que también sentimental- de Amaia la principal diana a la que dirige los dardos de su ira. Algo no marcha bien, observa, cuando en un evento donde se supone que la música debe ser la protagonista indiscutible, el noble arte de las musas se disfraza de un vacío y espectacular montaje de luces y sonido para mayor gloria del postureo y del frikismo de sus participantes. Pues bien, algo parecido ha pasado este fin de semana en Cáceres durante la celebración de la 27 edición del Womad: la música, los mercadillos de artesanía, los talleres y el resto de actividades paralelas han actuado como meras comparsas en favor de un objetivo principal: atraer a riadas de visitantes con la única finalidad de que dejen aquí sus euros y sus detritos. Sin más. Con lo cual, eso de “encuentro intercultural” se ha convertido simple y llanamente en una quedada de cuatro días donde la mayoría de los asistentes están más pendientes de entrar en trance que del ambiente musical en sí.


    Qué lejos quedan aquellos años en los que el espíritu de un Womad diverso, multicultural, étnico y popular sobrevolaba la Plaza Mayor, Santa María, San Jorge y callejuelas adyacentes. Ahora, sin embargo, todo se reduce a un macrobotellón de jovenzuelos cargados con garrafas hasta los topes de calimocho, que esgrimen con irreverencia sus litronas al viento y que invaden nuestro casco histórico con la excusa de ver sobre el escenario a grupos de los que nunca han oído hablar y de los que, por supuesto, jamás han escuchado una sola nota melódica. Ya apenas quedan womeros como los de antes, aquéllos que venían con sus destartaladas furgonetas, sus rastas, sus perros, sus porros, sus yembés, sus calzones caídos... y permanecían en la ciudad hasta cerca de un mes después de haber terminado el festival porque no tenían una perra gorda con la que marcharse al siguiente sarao. Te los encontrabas por Cánovas, Pintores o Colón, temerosos y despistados, y se te acercaban con toda la amabilidad del mundo para pedirte una pequeña contribución económica con la que, decían, poder levantar el vuelo de allí y huir del calor sofocante que los derrengaba por completo; que lo de la Feria de San Fernando ya lo dejarían para mejor ocasión. Y si la carita de pena del fulano no te terminaba de convencer, bastaba con que cruzaras tu mirada con la del perrillo que, invariablemente, caminaba a su lado para  solidarizarte con el animal y realizar la obra caridad de ese día. Y uno se iba contento para casa después de comprobar que el can movía el rabo en señal de agradecimiento.


   Y a todo esto, tanto la organización como la prensa y el ayuntamiento se muestran satisfechos porque, según su criterio, todo ha salido a pedir de boca, porque Cáceres -exponen ufanos todos ellos- ha vuelto a convertirse en el epicentro cultural de la región, con una repercusión en los medios de comunicación imposible de igualar con ninguna otra campaña publicitaria. Ahora bien, si se limitan a valorar el éxito de esta edición atendiendo únicamente al número de visitantes (las fuentes más optimistas arrojan el dato de unos 155.000), estarían cometiendo el grave error de confundir calidad con cantidad. Si lo que se quiere es que la plaza esté abarrotada de gente cuatro días al año, para eso ya teníamos el botellón, que nos aseguraba el lleno absoluto todos los sábados y fiestas de guardar. Por lo tanto, el balance deber ir más allá de la frialdad de los números e incluir otros datos intangibles, tan determinantes o más que las propias cifras, para evaluar si se han cumplido las expectativas. 

   Sería de lerdos negar  el éxito de convocatoria, pero habría que replantearse el modelo de Womad que queremos. El actual, aunque aparentemente aparezca robusto y vigoroso, empieza a ofrecer síntomas de agotamiento. Pregunten ustedes a los cacereños, a ver cuántos de ellos se han dejado caer por la Plaza Mayor: la mayoría llegaban hasta Gran Vía, oteaban a la muchedumbre y daban media vuelta. Sin ir más lejos, un servidor y su grupo de amigos consiguió a duras penas alcanzar el Foro de los Balbos sorteando todo tipo de obstáculos. Después de tamaña odisea, a la vista de que el panorama no nos motivaba demasiado, volvimos grupas para terminar recalando en el Manómetro. Allí fuimos testigos, entre platos de bacalao a la dorada y tostas de pollo bañadas en torta del Casar, de cómo una extravagante cantante israelí se coronaba reina de Eurovisión. Por lo tanto, que está muy bien eso de que nos visiten de todas las partes del mundo, pero sin que ello suponga dar la espalda a los autóctonos. Womad sí, pero con condiciones y no a cualquier precio. Me temo que, si esto continua igual, el próximo año me veo en el Bartolo tragando pizzas a dos carrillos, con el murmullo de Los Niños de los Ojos Rojos sonando de fondo.

viernes, 27 de abril de 2018

Sostiene Cifuentes


   Sostiene Cifuentes que ha sido objeto de chantaje y extorsión, que dimite de la presidencia de la Comunidad de Madrid... con la cabeza bien alta. De blanco puro, con su rubia melena recogida en su larga coleta, se plantó delante de la prensa para, sostiene, esbozar las razones que la han llevado a tomar esta dolorosa decisión. Con voz pastosa y con dificultades en la vocalización, sostiene que esta situación es fruto de su política de “tolerancia cero” con los corruptos, algo que sus adversarios no le han perdonado. Sostiene, en fin, que llevaba meditando su posible renuncia desde que saliera a la luz lo de su feo asunto del máster que le regalaron por la cara, pero que no lo hizo porque nadie en su partido se lo exigió. Todo lo cual lo sostiene con tono desafiante, como retando a un duelo a primera sangre a quien ponga en duda su honorabilidad. Al fin y al cabo, sostiene, la cosa no era para tanto. Sostiene, también, que a lo largo de su vida ha podido cometer errores, que quizás (como cualquier mortal, dice) ha cruzado algún que otro semáforo en rojo, pero que eso no justifica las líneas, también rojas, que han rebasado sus enemigos en una persecución personal que, sostiene apesadumbrada, viene padeciendo desde hace ya demasiado tiempo. Que una vez que la prensa ha aireado el vídeo en el que se la ve en el cuartucho de un centro comercial, acompañada del guardia de seguridad que la condujo hasta allí ante la sospecha de que había introducido en su bolso -sostiene que involuntariamente- dos frascos de crema facial antiedad, no le ha quedado más remedio que tirar la toalla para preservar su dignidad y la de su familia. Y todo esto es lo que sostiene la señora Cifuentes en su descenso a los infiernos.



   En fin, con este primer párrafo redactado al estilo Sostiene Pereira, novela del italiano Antonio Tabucchi, quiero poner de manifiesto las puñaladas traperas que se vienen propinando entre sí las distintas facciones en las que se descompone el Partido Popular de Madrid. Desde que Esperanza Aguirre convocara, a mediados de septiembre de 2012, una rueda de prensa para anunciar su dimisión como presidenta de la Comunidad, el juego sucio ha sido la moneda de cambio utilizada para cobrarse las venganzas entre las distintas familias populares. Su sustituto en el cargo, Ignacio González, ha estado algo más de seis meses en prisión provisional (desde el 21 de abril hasta el 8 de noviembre de 2017) por su implicación en las presuntas irregularidades durante su mandato como presidente del Canal de Isabel II. Por su parte, Francisco Granados, fiel escudero de la lideresa, permaneció encarcelado entre el 31 de octubre de 2014 y el 14 de junio de 2017 por su presunta implicación en el caso Gürtel. Granados y González, expertos en navegar por los hediondos lodazales de los bajos fondos, medraron en sus carreras políticas bajo el paraguas protector de Esperanza Aguirre, que recompensaba sus lealtades otorgándoles los puestos institucionales más apetitosos. Ambos dos, al parecer, traicionaron su confianza y ahora aquélla los repudia entre sollozos y gimoteos poco convincentes. Cuesta creer que la señora Aguirre no estuviera al tanto de la carrera delictiva que sus subordinados estaban llevando a cabo desde que se dieron cuenta que la política era el mejor medio para forrarse a base de tropelías varias. La codicia y ese creerse inmunes que tanto caracteriza a este tipo de bravucones, terminaron por romper el saco de la avaricia después de mangonear sin recato. Habían sido tantos años de llevárselo crudo, que supongo que se confiarían y llegarían a pensar que, si a esas alturas no les habían trincado, bien podían seguir arriesgándose a llenar la buchaca sin miedo a ser enchironados. Lo suyo se había convertido en puro vicio, y ya se sabe que los vicios proporcionan placer hasta que llega el día en que no puedes controlarlos: ése es el momento en el que ya está todo perdido, porque careces de la capacidad de reacción necesaria para enfrentarte a tus demonios.


   Y en esto que, a finales de junio de 2015, tras vencer en las elecciones autonómicas y contar con el apoyo de Ciudadanos en la sesión de investidura, alcanzó Cristina Cifuentes la presidencia de la Comunidad de Madrid con promesas de renovación interna y con ganas de hacer limpia en las cloacas del partido, que buena falta hacía. Levantar alfombras y abrir ventanas para regenerar las instituciones y librarlas de la corrupción, viniera de donde viniera y cayera quien cayera, fue el eslogan que la hizo popular entre los madrileños. Pero claro, cuando uno pretende abanderar una cruzada tan ambiciosa se supone que, como mínimo, debe tener las manos limpias para evitar que los damnificados puedan volverse en tu contra. Y eso, a grandes rasgos, es lo que le ha sucedido a Cifuentes. Ha errado en la estrategia y en el cálculo de los más que previsibles daños colaterales: la colección de enemigos cosechados a lo largo de su trayectoria política han hecho causa común para derribarla sin tapujos. El fuego amigo, como siempre, ha resultado mortal de necesidad. Los bochornosos episodios del máster y del vídeo de marras han provocado la caída en desgracia de quien, aparentemente, era ejemplo de honestidad y se postulaba como uno de los pesos pesados del Partido Popular a nivel nacional. Una persona que ha demostrado tan escasos escrúpulos éticos en su vida privada no está capacitada ni para presidir la comunidad de vecinos de su bloque. Más allá de posibles patologías psicológicas que puedan justificar pecados veniales, y reconociendo que, hasta la fecha, nadie ha podido demostrar que se haya llevado un duro del erario público, lo cierto es que su actitud la inhabilita para continuar ocupando ningún cargo político.


   A la hija del general le ha sobrado soberbia y le ha faltado honradez. Una vez destapada la polémica provocada por el máster, alguien normal habría dimitido ipso facto, se le habría caído la cara de vergüenza y se habría enclaustrado en su casita durante una larga temporada. Sin embargo, Cifuentes, tan pija y tan progre, tan cínica y tan mentirosa, no ha tenido empacho en fabricar una versión edulcorada de los hechos con tal de aferrarse, contra viento y marea, a la poltrona. A pesar de ser pillada en un renuncio de tal magnitud, ahí seguía ella tratando de convencer de su inocencia a los incautos que la seguían apoyando, renunciando en última instancia a un título más falso que Judas. Ha tenido que ser el hurto de dos botes de crema -a razón de 20 eurillos cada uno- la espoleta que haya puesto punto y final a una prometedora carrera política. Indignación es lo que hemos sentido los ciudadanos ante un espectáculo tan bochornoso, que demuestra tanto la bajeza de la política de altos vuelos como la falta de escrúpulos morales de quienes, precisamente, deberían ser modelo de comportamiento. Cuando a principios de este mes asistíamos a la salva de aplausos que los delegados de la Convención Nacional del Partido Popular tributaban en Sevilla a Cristina Cifuentes, una vez que ya se conocía el affaire del máster, el común de los mortales no dábamos crédito a lo que contemplaban nuestros ojos: cómo era posible, nos preguntábamos, que recibiera el apoyo sin fisuras de sus compañeros de partido, sin un atisbo de autocrítica después de todo lo que había sucedido. Confundida por los palmeros que la rodeaban, Cifuentes no se dio cuenta de que a esas alturas de la película su figura lucía como un exquisito cadáver político al que ni siquiera llorarían las plañideras de turno. Hasta aquí ha brillado su estrella, aunque seguro que su luz no se apagará del todo: no tardaremos en verla colocada en algún consejo de administración de postín. La política es despiadada y desagradecida con el débil de espíritu, pero suele devolver los servicios prestados con regalías nada desdeñables.

 
 

martes, 24 de abril de 2018

Esperando a Baroja


   Resulta cuanto menos desalentador acudir a la biblioteca pública de tu ciudad y comprobar que hay más ejemplares de las novelas de Tom Clancy que de las de Pío Baroja. Sale uno de casa un domingo, desapacible en lo meteorológico, en busca de las Memorias del escritor vasco y, del casi centenar de obras que escribió, menos de una docena son las que cuelgan de las estanterías de la biblioteca “A. Rodríguez-Moñino/M. Brey” de Cáceres, la mitad de ellas volúmenes dedicados a Las Inquietudes de Shanti Andía y a Zalacaín el aventurero. Ni rastro de Desde la última vuelta del camino, La casa de Aizgorri o Miserias de la guerra. Y, sin embargo, a los encargados de confeccionar su fondo bibliográfico no se les ha escapado ni uno solo de la treintena de títulos que componen la obra del antedicho autor norteamericano, mostrando una desdeñosa preferencia por los agentes de la CIA Jack Ryan y John Clarck en detrimento del liberal y masón Aviraneta o del atormentado Fernando Ossorio. Dirá su directora que ellos se limitan a adquirir lo que demandan los usuarios -best sellers de poca monta cuya calidad literaria no soportaría la crítica de cualquier juntaletras escaso de talento como el que suscribe-, argumento carente de peso e igualmente válido para justificar los sálvames y tronistas que pueblan la parrilla televisiva de un canal de televisión de cuyo nombre no quiero acordarme... Me parece muy bien que entre los anaqueles figuren las creaciones que con tanto esmero han pergeñado Dan Brown, John Grisham, Ken Follet, María Dueñas o Ruíz Zafón; pero, con mayor motivo, junto a ellas no pueden faltar Baroja, Azorín, Galdós, Cela, Delibes, Pardo Bazán, Clarín…, por circunscribir el asunto a este ramillete de ilustres novelistas patrios de los dos últimos siglos. Es decir, que si para hacer hueco a los maestros hay que purgar a, pongamos por caso, Boris Izaguirre, Jorge Javier Vázquez, Maxim Huerta o a Blue Jeans, yo me apunto a la quema. Mis respetos, por supuesto, a quien demuestra la valentía de enfrentarse a un folio en blanco -porque, además, ellos también cuentan con su público-, pero cuando de lo que se trata es de establecer prioridades, se impone una selección natural donde no tienen cabida los mediocres.


    En estos tiempos de crisis, un libro es poco menos que un objeto de lujo. Uno decente, con una edición más o menos cuidada, normalmente no suele bajar de los 20 euros. Con ese dinero yo conozco a más de uno que prefiere alternar de cañas con su cuadrilla de amigos, o destinarlo a la compra del último modelo de zapatillas de running (que es lo que se lleva ahora), antes que invertirlos en adquirir la última novela de Pérez Reverte. Por eso, para que la carencia de cuartos deje de constituir  la excusa con la que seguir perpetuando esta preocupante dinámica, qué menos que las bibliotecas públicas cuenten con un catálogo digno, tanto como para que los poquitos lectores que aún quedamos no nos veamos abocados a caer en los tentáculos del ebook como único remedio para conseguir a nuestros autores predilectos. En un país donde el 40 % de la población no lee un solo libro a lo largo del año, hay que ponérselo fácil al lector, esa rara avis que alimenta el alma a base de renglones por los que desfilan un universo de personajes envueltos en aventuras rebosantes de pasiones inconfesables, de amores no correspondidos, de intrigas, conspiraciones y traiciones por doquier. Una sociedad que da la espalda a la lectura es una sociedad inculta, manipulable, miedosa, desnortada, sin valores en los que asentar las esperanzas e ilusiones de su proyecto vital. 


    Desde que en 1995 la Conferencia General de la UNESCO aprobara, a propuesta del gobierno español, la fecha del 23 de abril como Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor para conmemorar el fallecimiento, allá por 1616, de tres “monstruos” de la talla de Shakespeare, Garcilaso de la Vega y Cervantes -éste, en realidad, murió un 22 de abril, aunque fue enterrado al día siguiente-, más de cien países vienen celebrando desde entonces esta efemérides. Pero no todo se resuelve dedicando al libro un día en el calendario o rebajando el IVA por el que tributan del 21 al 4 por ciento. Si de verdad los Estados mostraran una mínima preocupación por la calidad cultural, intelectual y educativa de sus conciudadanos, consagrarían sus esfuerzos a promover una política integral que paliara los sonrojantes índices de lectura que, por ejemplo, asolan España. En esto, como en otras muchas cosas, somos puro páramo. Y mucho más ahora, donde las redes sociales acaparan el protagonismo que, en condiciones normales, debería tener la literatura. Lo que ya no acierto a averiguar es si a los gobernantes les interesa un pueblo instruido, cultivado, con sentido crítico; aunque, bien mirado, creo que la duda, en este caso, ofende. Hay que tratar por todos los medios de arañar tiempo a lectura para quitárselo al facebook, al twitter, al instagram y demás artilugios que aborregan al personal hasta límites insospechados. Partiendo del hecho indiscutible de que el mundo se ha vuelto loco, los libros siguen siendo el mejor refugio para sustraerse a la esquizofrenia colectiva en la que andamos inmersos. Por eso, yo seguiré esperando con paciencia a que don Pío, desde la vuelta del camino, aparezca por la biblioteca pública de Cáceres para zambullirme en sus Memorias.