domingo, 3 de septiembre de 2017

Confesiones de un SEFOCUMA (III). Vida cuartelaria.


   La rutina diaria en el acuartelamiento Alférez Rojas Navarrete comenzaba con el toque de diana, a las siete en punto de la mañana. Era escuchar por megafonía los tres primeros tonos del trompetín, el último de ellos lánguido y perezoso, y saltábamos como resortes de las camas al tiempo que el imaginaria, somnoliento, se desgañitaba al grito de “¡¡Compañía, diana!!”. Cegados por los fluorescentes recién encendidos, el caos, los agobios y las carreras se apoderaban de las camaretas, tropezándonos los unos con los otros en un pandemonio que, bien pensado, era lo más parecido que veríamos a lo que se supone que sería el fragor de la batalla. Había quienes, previsores, los primeros días dormían con el mimeta puesto; otros, que no lo éramos tanto, confiábamos en nuestras habilidades para que no nos pillara el toro. Algunos, incluso, se levantaban diez o quince minutos antes de lo previsto, con el consiguiente mosqueo de los que aprovechábamos hasta el último momento para seguir con la oreja planchada. Y es que el tiempo era oro. Después del sobresalto inicial, aún tenían que pasar algunos minutos hasta que conseguíamos sacudirnos la modorra. Asaltábamos los lavabos y nos encarábamos ante unos espejos que reflejaban rostros entre reflexivos y preocupados, inquiriendo los motivos por los que nos habíamos metido en aquel follón. Después de afeitarnos a toda prisa, lo prioritario era encasquetarse cuanto antes los pantalones y las botas. Si al enemigo se le ocurría atacarnos por sorpresa, dispuesto a pegarnos un tirito entre ceja y ceja sin previo aviso, aparte de estar bien acicalados, más nos valía que nos pillara debidamente pertrechados con el equipo básico de combate. Si era cuestión de irse para el otro barrio, al menos que fuera con honor… y con las botas puestas, por aquello de la dignidad y todo eso, evitando en la medida de lo posible una muerte grotesca.


   Antes de bajar a la primera formación de la mañana, previa al desayuno, había que dejarlo todo en perfecto orden de revista. Nada de colgar en las literas las camisetas, gayumbos, calcetines y toallas, y ni mucho menos desperdigar las mochilas en lo alto de las taquillas. No se permitía ni una mota de polvo en unas camaretas que debían permanecer convenientemente ventiladas para evitar que aquello se pareciera lo más mínimo a una cochiquera. Mitigar el inevitable hedor desprendido por el factor humano en un recinto que acogía a decenas de reclutas, constituía una misión de muy difícil cumplimiento. Incurrir en faltas de ese tipo era indicativo de una actitud impropia, en cuanto que ello se traslucía en el pecado de la desidia, algo imperdonable para un soldado y motivo de castigo severo. El coraje en el campo de batalla tenía que correr parejo con una exquisita observancia en todo lo relativo al aseo personal, limpieza y mantenimiento del equipo, instalaciones y resto del material. Ya podías ser un lince durante las prácticas de tiro, desfilar con la vistosidad de un legionario o pasar la pista de obstáculos cual boina verde, que si luego descuidabas esos otros aspectos, de nada servía.

   
Las primeras horas de la mañana las dedicábamos a las actividades que requerían un mayor esfuerzo físico. Todavía recuerdo la primera vez que salimos al campo para hacer el orden de combate, donde adquiríamos las habilidades necesarias para aniquilar al enemigo en enfrentamiento cuerpo a cuerpo, a cara de perro. Después de una pequeña marcha a paso ligero, nos plantábamos en un terrero distante unos dos o tres kilómetros del cuartel. Nos solía acompañar el sargento Prendes, con su gorra calada hasta las cejas y cuya visera acariciaba unas gafas de sol estilo aviador que infundían por igual temor y respeto; siempre abierto de piernas como un compás y con los brazos cruzados sobre el pecho. Ésa era la pose con la que no paraba de darnos órdenes a grito pelado desde lo alto de una loma. Muchos nos preguntábamos cuántas veces habría visto el sargento La chaqueta metálica, pues el tipo bordaba el papel del despiadado Hartman. Y allí estábamos nosotros, echando los bofes, a la espera de recibir instrucciones concretas para convertirnos en auténticas máquinas de matar, provistos de nuestros cascos -yo he visto en las novatadas universitarias a estudiantes portar orinales en la cabeza con mayor elegancia de lo que lo hacíamos nosotros con los cascos en aquellas circunstancias-, mochilas, pecos y cetme. Con el asustadizo rostro camuflado bajo una espesa capa de pinturas de guerra, escudriñábamos al compañero que teníamos a nuestro lado en un esfuerzo por reconocer de quién coño sería el careto de ojos saltones que nos observaba con el miedo dibujado en la mirada. “¿Lusarreta, eres tú?”, se oía susurrar a alguien. “Ni de coña, tío, soy Torresano”, contestaba el aludido algo ofendido por el equívoco.
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   Pasábamos el rato entre culatazo vertical va, culatazo horizontal viene; que si enemigo a la derecha, que si enemigo a la izquierda; que si parada alta, parada baja… y todo el surtido de movimientos que se puedan ustedes imaginar. Aprovechábamos cualquier resquicio para recuperar algo de resuello, lo cual sucedía sobre todo cuando nos tirábamos cuerpo a tierra Tendrían que haber visto las boqueadas que pegábamos con tal de rellenar los pulmones con una buena ración de aire vivificador. Mientras el sargento Prendes nos daba pistas de por dónde se acercaría nuestro temido adversario -dispuesto, como no podía ser menos, a rebanarnos el pescuezo con toda solemnidad-, nosotros ejecutábamos los ejercicios correspondientes con el aplomo del que éramos capaces. Cuando nos ordenaban reptar o rodar, debido al desconocimiento de dónde teníamos que colocar correctamente el fusil, nuestros exhaustos cuerpos se llenaban de magulladuras causadas por los golpes que nos producíamos con la maldita bocacha apagallamas. Ese binomio de palabras no se me ha olvidado desde entonces. Con el cargador y las cachas tampoco nos llevábamos demasiado bien, aunque hay que reconocer que las lesiones eran de menor cuantía. Más de uno temimos por nuestra futura paternidad por culpa de aquellos leñazos en sálvase la parte. En cambio, incomprensiblemente, no nos preocupáramos demasiado cuando dejábamos de notar sensibilidad en el cuero cabelludo, merced a esos infaustos cascos que se nos clavaban como auténticos alfileres e impedían que pensáramos con la claridad de ideas suficiente como para que estuviéramos más pendientes del enemigo que de nuestro propio riego sanguíneo. 

   El caso es que, por unas causas o por otras, al cuarto de hora de empezar las prácticas de orden cerrado la mayoría ya estábamos para pocos trotes. En cuanto nos daban permiso para beber, echábamos mano de la cantimplora como almas que lleva el diablo. Y pensar que una sola gota de agua puede suponer la felicidad absoluta... Ante este panorama desolador, si el enemigo hubiera sido real y no ficticio, no habría tenido que dedicarse muy a fondo en tratar de liquidarnos durante aquellas sesiones camperas, puesto que nosotros solitos nos encargaríamos de alcanzar la línea de asalto en las condiciones más deplorables: unos porque no sentíamos los huevos y otros porque no sabían dónde tenían la mollera, el caso es que aquella panda de lisiados no hubiéramos conquistado ni el patio de recreo de un parvulario.

 
 A la vuelta de tamañas exhibiciones de ardor guerrero, desandábamos el camino recorrido recitando los típicos cánticos que nos insuflaran de moral suficiente como para llegar a la compañía sin mayor novedad que la de algún compañero desvanecido por el agotamiento. Sujetando el cetme como podíamos y arrastrando los pies llenos de ampollas con la cadencia que marcaban los versos que entonábamos con dificultad, entrábamos por las puertas del acuartelamiento con el orgullo de quienes habían superado una prueba más en el itinerario hacia la tan ansiada estrella de alférez. A veces era tal la fatiga, que más de uno pensábamos para nuestro coleto que al carajo aquéllo del honor y la gloria, y se nos pasaba por la sesera derrumbarnos como un saco de arena para que nos recogieran en vehículo, ahorrándonos así algún que otro kilómetro de agonía. Pero ante ese deseo chapucero se imponía el deber de sacrificio. Ya podíamos ir a rastras, sin una micra de oxígeno que mitigara nuestra angustia, que si alguno finalmente se desplomaba yo les aseguro que era más producto del síncope que del engaño. Después de romper filas, íbamos hasta las camaretas molidos como perros, satisfechos y animosos ante la perspectiva de que al día siguiente la tortura sería menor.


   Una de las actividades más importantes de nuestra formación militar se centraba en el orden cerrado, algo así como el arte y la ciencia por los que se adquiere la destreza necesaria para desfilar y realizar movimientos -con o sin armas- con la distinción y el realce exigidos a un futuro oficial de infantería. Disciplina menos sufrida que la del orden de combate, pero que también suponía un cierto desgaste físico. A pesar de todo, la cosa era bastante más relajada que cuando pegábamos barrigazos en el campo. “¡Somolinos, qué le pasa, ¿es usted disléxico?! He dicho ‘izquierda’, no ‘derecha’. Me da nota”. “¡Merchán, como no coja usted el paso le voy a meter un paquete de hostia! Me da nota también”. “¡Señores, quiero ver esos cetmes asomando por encima del hombro; que parecen pollas flácidas, coño!”. Esas eran las lindezas con las que nos motivaban. Pero el pifostio lo montábamos cuando oíamos la voz preventiva de ‘media vuelta’: desde que se anunciaba hasta que se ejecutaba la orden, las gotas de sudor brotaban a espuertas por los poros más insospechados. La mayoría sabíamos que la íbamos a cagar,  por mucho que nos esforzáramos en representarnos mentalmente lo de ‘patada, giro por la derecha y patada de nuevo’. No había manera. Si el brigada Fermín, el sargento Prendes, el teniente San Miguel o el alférez Serna querían putearnos de verdad, sólo les bastaba con pronunciar aquellas dos palabrejas para que se frotasen las manos y se pusiesen a pedir notas como locos. Era un espectáculo inenarrable asistir a la descomposición de las secciones. Tengo que reconocer que aquellas jornadas en la explanada de desfiles fueron gloriosas e inolvidables, aunque supongo que los mandos no pensarían lo mismo. Siempre guardaré la imagen del brigada retorciéndose el bigotazo mientras, cabizbajo, no paraba de realizar movimientos de desaprobación ante el desastre que contemplaba. Realmente parecía que éramos malos de solemnidad, algo así entre lo patético y lo esperpéntico. Lo bueno era que teníamos un amplio margen de mejora...