miércoles, 18 de septiembre de 2019

Todos a la calle


Sucede en ocasiones que cuando el cronista se ve sobrepasado por las circunstancias, puede adoptar, como mecanismo de defensa, dos posturas antagónicas aunque igualmente válidas: o permanecer en silencio ante el desolador espectáculo con que nos obsequia nuestra inoperante clase política, o no parar de airear las vergüenzas de unos caballeretes cuya inutilidad está alcanzando cotas jamás vistas hasta la fecha. Lo primero le lleva sucediendo a un servidor desde hace un par de meses. Y es que, por mucho que uno se empeñe en impedirlo, tras titánica y desigual lucha, la resignación termina por ganar una batalla en la que el desgaste psicológico se convierte en el principal arma esgrimida por el adversario. Evidentemente, no es esta la postura más loable, pero a veces no queda más remedio que adoptar esa actitud para no verter palabras gruesas de las que tener que arrepentirse apenas quedan reflejadas en la pantalla del ordenador. Aunque, a decir verdad, esta cautela mía, esta especie de autocensura no debiera de compadecerse ante tanta incompetencia por parte de quienes tienen la obligación de sacarnos lo antes posible de esta parálisis institucional a la que, al parecer, no saben hacer frente. Nunca antes en la historia reciente de nuestro país hemos sido gobernados por tal caterva de ineptos, ni nunca antes la oposición ha resultado ser tan insípida, tan ensimismada de sí misma que da la impresión de que tanto unos como otros se encuentran la mar de a gusto en el papel que les ha tocado representar en este drama.

   Sánchez, Casado, Rivera e Iglesias. Entre estos cuatro, principalmente, anda el juego. Cada uno de ellos con su parte alícuota de responsabilidad. La principal, sin duda, recae sobre un Pedro Sánchez deslumbrado por los oropeles del poder; más atento al postureo que a cualquier otra circunstancia. Un Pedro Sánchez que, en su comparecencia de anoche ante la prensa, dio una muestra más de su indignidad, cargándole el muerto a los demás para justificar su propio fracaso, apareciendo como una víctima más ante la nueva consulta electoral que se avecina. En este comportamiento zafio y cínico tiene mucho que ver su asesor áulico, el mercenario Iván Redondo, que lo mismo sirve a los Stark que a los Lannister, y cuyos conocimientos -por llamarlos de algún modo- traen causa de fuentes tan prestigiosas como El ala oeste de la Casa Blanca o Borgen, a las que el tal Redondo ha emponzoñado en provecho propio. Parece ser que esta dupla de personajes se lo está pasando pipa ideando un maquiavélico plan con el que poner a prueba la paciencia de un electorado que empieza a dar inquietantes muestras de hartazgo ante tanta desfachatez. 
  

 Por lo que respecta al resto del cuarteto, bastante tienen con sofocar los incendios internos de sus respectivas formaciones. Así, mientras que el barbilampiño Casado pretende rememorar el pasado más rancio de la era Aznar, en la creencia equivocada de que así logrará apuntalar su inexistente autoridad, Rivera se contenta con tender puentes de plata a los díscolos que últimamente le están amargando su recién estrenado idilio con Malú. Y en cuanto a Iglesias, la cosa sería como para echarse unas risas si no fuera porque el personaje en cuestión lo encarna un tonto voluntarioso al servicio de una caduca corriente ideológica que la historia se ha encargado de postergar y que el marqués de Galapagar pretende resucitar con buenas y necias palabras. ¿Qué se puede esperar de un populista de tres al cuarto cuya ética personal cedió en cuanto tuvo ocasión de comprarse el famoso casoplón de marras; de un tipo que se dedica a solicitar ministerios como el que acude a un bazar en busca de saldos de ocasión? 

   ¿Y qué hay de los independentistas catalanes? Pues oigan, a lo suyo..., que no es poco. Es decir, a desestabilizar el sistema, a pescar en las revueltas aguas de esta democracia acomplejada -ni tan joven ni tan bisoña- que no termina de desprenderse del tutelaje de unas minorías periféricas con las que lleva coqueteando, a base de chantajes consentidos y bien pagados, desde que a Franco le dio por morirse en la cama y se puso en marcha el proceso de transición democrática. Monigotes como Rufián, Turull o Junqueras son las voces autorizadas a las que Pedro Sánchez sienta a su mesa y presta sus oídos para pedir consejos sobre gobernabilidad. ¿Qué pensará Su Majestad de su primer ministro, de ese politicastro dispuesto a formar gobierno con el apoyo o la aquiescencia de quienes pretenden dinamitar la unidad de España; de alguien que ha dejado por escrito que una de las decisiones más importantes a las que tuvo que enfrentarse cuando se mudó a la Moncloa fue el cambio de colchón de su camastro? Este es el nivel, señores.


   La cosa pinta mal, para qué nos vamos a engañar. Unas nuevas elecciones sólo alargará la agonía. Atrás quedaron los tiempos de las mayorías absolutas. Ha llegado la hora de los acuerdos, de las coaliciones, y si nuestros actuales representantes no lo entienden así, entonces habrá que darles el correspondiente toque de atención. Bueno sería que llegaran otros dispuestos a buscar y a aplicar las soluciones que estos inútiles son incapaces de encontrar. Viene aquí como anillo al dedo aquella famosa sentencia de Estanislao Figueras, primer presidente de la I República cuando, en una sesión del Consejo de Ministros, ante el caos político galopante y en un arrebato de sinceridad, dijo aquello de “señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros”. Al día siguiente cogió el primer tren con destino a Francia y se quitó de en medio. Pues eso, a ver si alguno sigue su ejemplo y le da por apearse en la próxima estación. A lo mejor a partir de ese momento los españoles, tal y como nos ha pedido nuestro presidente en funciones, empezaremos a hablar más claro. Necesitamos estadistas, no petimetres.