Sucede
en ocasiones que cuando el cronista se ve sobrepasado por las
circunstancias, puede adoptar, como mecanismo de defensa, dos
posturas antagónicas aunque igualmente válidas: o permanecer en
silencio ante el desolador espectáculo con que nos obsequia nuestra
inoperante clase política, o no parar de airear las vergüenzas de
unos caballeretes cuya inutilidad está alcanzando cotas jamás
vistas hasta la fecha. Lo primero le lleva sucediendo a un servidor
desde hace un par de meses. Y es que, por mucho que uno se empeñe en
impedirlo, tras titánica y desigual lucha, la resignación termina
por ganar una batalla en la que el desgaste psicológico se convierte
en el principal arma esgrimida por el adversario. Evidentemente, no
es esta la postura más loable, pero a veces no queda más remedio
que adoptar esa actitud para no verter palabras gruesas de las que
tener que arrepentirse apenas quedan reflejadas en la pantalla del
ordenador. Aunque, a decir verdad, esta cautela mía, esta especie de
autocensura no debiera de compadecerse ante tanta incompetencia por
parte de quienes tienen la obligación de sacarnos lo antes posible
de esta parálisis institucional a la que, al parecer, no saben hacer
frente. Nunca antes en la historia reciente de nuestro país hemos
sido gobernados por tal caterva de ineptos, ni nunca antes la
oposición ha resultado ser tan insípida, tan ensimismada de sí
misma que da la impresión de que
tanto unos como otros se encuentran la mar de a gusto en el
papel que les ha tocado representar en este drama.
Sánchez,
Casado, Rivera e Iglesias. Entre estos cuatro, principalmente, anda
el juego. Cada uno de ellos con su parte alícuota de
responsabilidad. La principal, sin duda, recae sobre un Pedro Sánchez
deslumbrado por los oropeles del poder; más atento al postureo que a
cualquier otra circunstancia. Un Pedro Sánchez que, en su
comparecencia de anoche ante la prensa, dio una muestra más de su
indignidad, cargándole el muerto a los demás para justificar su
propio fracaso, apareciendo como una víctima más ante la nueva
consulta electoral que se avecina. En este comportamiento zafio y
cínico tiene mucho que ver su asesor áulico, el mercenario Iván
Redondo, que lo mismo sirve a los Stark que a los Lannister, y cuyos
conocimientos -por llamarlos de algún modo- traen causa de fuentes
tan prestigiosas como El ala oeste
de la Casa Blanca o Borgen, a
las que el tal Redondo ha emponzoñado en provecho
propio. Parece ser que esta dupla de personajes se lo está
pasando pipa ideando un maquiavélico plan con el que poner a
prueba la paciencia de un electorado que empieza a dar inquietantes
muestras de hartazgo ante tanta desfachatez.
Por
lo que respecta al resto del cuarteto, bastante tienen con sofocar
los incendios internos de sus respectivas formaciones. Así, mientras
que el barbilampiño Casado pretende rememorar el pasado más rancio
de la era Aznar, en la creencia equivocada de que así logrará
apuntalar su inexistente autoridad, Rivera se contenta con tender
puentes de plata a los díscolos que últimamente le están amargando
su recién estrenado idilio con Malú. Y en cuanto a Iglesias, la
cosa sería como para echarse unas risas si no fuera porque el
personaje en cuestión lo encarna un tonto voluntarioso al servicio
de una caduca corriente ideológica que la historia se ha encargado
de postergar y que el marqués de Galapagar pretende resucitar con
buenas y necias palabras. ¿Qué se puede esperar de un populista de
tres al cuarto cuya ética personal cedió en cuanto tuvo ocasión de
comprarse el famoso casoplón de
marras; de un tipo que se dedica a solicitar ministerios como el que
acude a un bazar en busca de saldos de ocasión?
¿Y
qué hay de los independentistas catalanes? Pues oigan, a lo suyo..., que no es poco. Es decir, a desestabilizar el sistema, a pescar
en las revueltas aguas de esta democracia acomplejada -ni tan joven
ni tan bisoña- que no termina de desprenderse del tutelaje de unas
minorías periféricas con las que lleva coqueteando, a base de
chantajes consentidos y bien pagados, desde que a Franco le dio por
morirse en la cama y se puso en marcha el proceso de transición
democrática. Monigotes como Rufián, Turull o Junqueras son
las voces
autorizadas a
las que Pedro Sánchez sienta a su mesa y presta sus oídos para
pedir consejos sobre gobernabilidad. ¿Qué pensará Su Majestad de
su primer ministro, de ese politicastro dispuesto a formar gobierno
con el apoyo o la aquiescencia de quienes pretenden dinamitar la unidad
de España; de alguien que ha dejado por escrito que una de las
decisiones más importantes a las que tuvo que enfrentarse cuando se
mudó a la Moncloa fue el cambio de colchón de su camastro? Este es
el nivel, señores.
La
cosa pinta mal, para qué nos vamos a engañar. Unas nuevas
elecciones sólo alargará la agonía. Atrás quedaron los tiempos
de las mayorías absolutas. Ha llegado la hora de los acuerdos, de las
coaliciones, y si nuestros actuales representantes no lo entienden
así, entonces habrá que darles el correspondiente toque de
atención. Bueno sería que llegaran
otros dispuestos a buscar y a aplicar las soluciones que estos
inútiles son incapaces de
encontrar. Viene aquí como anillo al dedo aquella famosa
sentencia de Estanislao Figueras, primer presidente de la I República
cuando, en una sesión del Consejo de Ministros, ante el caos
político galopante y en un arrebato de sinceridad, dijo aquello de
“señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos
nosotros”. Al día siguiente cogió el primer tren con destino a
Francia y se quitó de en medio. Pues eso, a ver si alguno sigue su
ejemplo y le da por apearse en la próxima estación. A lo mejor
a partir de ese momento los españoles, tal y como nos ha pedido
nuestro presidente en funciones, empezaremos a hablar más claro. Necesitamos estadistas, no petimetres.
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