viernes, 31 de mayo de 2019

Juego de tronos a la malpartideña


   No hace falta reseñar aquí que toda contienda electoral suele librarse de forma cruenta y sin compasión para con el adversario, trufada de navajazos, malas artes y golpes bajos de la peor estofa de los que cuesta zafarse y de los que no siempre sale uno indemne. Parece que todo vale para desacreditar al rival con un arsenal de medias verdades que arrojen sombras sobre su capacidad de gestión, su honradez, su honorabilidad, su dignidad; en suma, sobre su probidad para manejarse en los asuntos públicos. Parte con ventaja quien siembra la duda en este terreno abonado a la injuria y a la calumnia. No es una campaña electoral el mejor de los escenarios para cultivar la amistad y poner en práctica un tratado de buenas costumbres. Esto, que lo da uno por sentado y que no necesita de mayores explicaciones, viene siendo así desde que existen los partidos políticos y desde que sus candidatos pugnan por hacerse acreedores de la confianza del electorado. Con ser esto así, no se trata de una particularidad exclusiva de nuestro país: ocurre en todas partes y en todos sitios se ataca con la misma saña al oponente político con tal de saborear las mieles del sillón institucional. Digamos, pues, sin miedo a equivocarnos, que lo de acribillar a improperios al que te disputa el cargo va de suyo. Todo aquel que se presenta a estas lides debe saber que su persona queda expuesta a la laceración pública, cuando no al escarnio más despiadado. Pero, a pesar de todo, y por muy fiera que sea la pelea -que lo suele ser-, siempre hubo líneas rojas sobre las que existía un consenso implícito en no rebasar: hay que presentar leal batalla, limitando la contienda al ámbito de lo público y dejando a salvo las cuestiones privadas y personales, sobre todo cuando nada aportan al debate.



   Malpartida de Cáceres, el pueblo de los Barruecos y de Juego de Tronos, del Museo Vostell y de la Patatera, de los paraguas de colores, de las cigüeñas, de la plaza de la Nora, de la Charca del Lugar, de San Isidro y de la Soledad, del Palacio de Topete... En Malpartida, como digo, hubo un tiempo en que gobernó el PSOE de don Antonio Jiménez Manzano durante seis legislaturas, cinco de ellas con mayoría absoluta. Pero como todo poder omnímodo sufre el desgaste inexorable del paso del tiempo, don Antonio no fue inmune a esta máxima y su hegemonía comenzó a apagarse en 1999, cuando PP y PSOE empataron en número de concejales y tuvo que venir en rescate de los socialistas el electo por Izquierda Unida, que decantó su voto -en lógica coherencia ideológica- porque las cosas siguieran como hasta entonces. Después de este breve impass en minoría, hubo un resurgimiento en 2003, cuando los socialistas reverdecieron viejos laureles y volvieron a cosechar una nueva mayoría absoluta. El vuelco definitivo se produjo en la siguiente legislatura: el PP de Víctor del Moral se impuso en las urnas por primera vez, y lo hizo por todo lo grande, consiguiendo para sorpresa de casi todos el apoyo suficiente como para gobernar en solitario. Y así sigue la cuestión a día de hoy, con un Partido Popular más fortalecido que nunca y un Partido Socialista que no termina de recuperar el cetro al que se creen llamados por derecho propio. Con estos antecedentes, era de prever una campaña electoral acalorada, en la que se haría necesario bajar al barro para defender con uñas y dientes las posturas encontradas de los contrincantes. Pero nada hacía presagiar que la cuestión tuviera un desenlace a modo de trifulca. 


  A nadie se le escapa que han regresado a Malpartida vientos de discordia que arrastran añejos nubarrones. Y es que hay fotos a las puertas de un museo, protestando por no sé qué censuras, que no contribuyen a crear el clima de convivencia y respeto deseables para que los acontecimientos se desarrollen con total normalidad. También dificulta la consecución de este objetivo supremo propagar con descarada ausencia de fundamentos y sin el menor atisbo de escrúpulos ciertos comentarios insidiosos concernientes a la vida privada del actual regidor, Alfredo Aguilera Alcántara. Ha habido durante esta campaña electoral una especie de densa niebla que lo ha impregnado todo y que ha enrarecido el ambiente hasta convertirlo en casi irrespirable. Guerra sucia lo llaman algunos, cuyos efectos se han visto multiplicados gracias a la inestimable ayuda de las redes sociales, ese arma fatal que en manos frívolas puede convertirse en una auténtica bomba de relojería. Compartiendo la premisa fundamental de que la esencia de la democracia consiste, precisamente, en respetar al rival aún a pesar de no compartir sus ideas, nada se opone a que se plantee noble y leal batalla para contrarrestrar el discurso del adversario. En el tablero de la política siempre tendrán cabida las legítimas ambiciones para tratar de implantar, a través de estrategias más o menos acertadas, el modelo social de uno u otro corte ideológico. Ahora bien, lo que los malpartideños no verán nunca con buenos ojos es una salvamización de la política, actividad lo suficientemente desprestigiada como para que sus protagonistas tomen conciencia cuanto antes de los perniciosos efectos que determinadas actitudes ejercen sobre el electorado. Cuánto mejor nos iría si arrinconáramos las bajas pasiones y las sustituyéramos por virtudes tan en desuso como la honestidad, la generosidad y la integridad. Que cada cual se aplique la receta que más le convenga para sanar de los males que le acucian. El espectáculo poco edificante al que la mayoría de vecinos han asistido en esta última campaña merece un esfuerzo para que, entre todos, consigamos un ambiente de cordialidad que redunde en beneficio de una convivencia pacífica y sin sobresaltos. Aplaquemos nuestro espíritu belicoso y demos ejemplo a las generaciones venideras. Que el diálogo y la tolerancia se abran paso entre el revanchismo y la intransigencia.

martes, 28 de mayo de 2019

Y aquí, ¿no dimite nadie?


A la vista de los resultados electorales arrojados por las urnas en la jornada del pasado domingo, dos cosas quedan meridianamente claras: que el PSOE ha logrado sus mejores datos desde las autonómicas de 2007, también con Fernández Vara como candidato, en las que se alzó con la mayoría absoluta con treinta y ocho escaños; y, por otro lado, que con Monago se ha involucionado nada menos que veintiocho años, cuando en las autonómicas de 1991 el Partido Popular (entonces la Alianza Popular liderada por don Adolfo Díaz Ambrona) consiguió diecinueve representantes en la Asamblea de Extremadura. Desde que Monago fuera elegido presidente del Partido Popular en noviembre de 2008, y después de su inesperada y mal gestionada victoria de mayo de 2011, con algo más de trescientos mil votos y un total de treintaidós diputados, su trayectoria y su gestión han ido claramente en declive. Hablando siempre en clave autonómica, en los comicios de 2015 alcanzó veintiocho escaños, con una pérdida electoral de cerca de setentaiún mil votos con respecto a la consulta anterior. Fracaso estrepitoso que se ha confirmado anteayer, con unos escuálidos veinte diputados y algo más de ciento sesenta y ocho mil votos. Es decir, que desde los fastos del 2011, cada vez que se abren las urnas el señor Monago multiplica por dos la pérdida de escaños. Lo cual no es impedimento para que el interfecto se haya descolgado con unas cándidas declaraciones en las que ha tenido a bien manifestar que la cosa no está tan mal; que, a pesar de la debacle, se han obtenido mejores resultados que en las recientes elecciones generales y que, por eso mismo, de momento ni se le pasa por la cabeza el dimitir. Vamos, que hay partido para muchos años, ha concluido. No deja uno de sorprenderse ante el arte del funambulismo desplegado por expertos en ponerse de perfil y hacer como que la feria no va con ellos con tal de esquivar las responsabilidades a las que están sujetos. ¿Se estará tan a gusto en la oposición como cabe suponer? ¿Eso de ganarse unos buenos cuartos a costa del erario púbico será tan apetitoso como nos imaginamos el común de los mortales? Parece ser que sí.

   Alguien debería susurrarle al oído al señor Monago que no mezcle las peras con las manzanas. Que no haga trampas, que no se vota igual en unas generales que en unas autonómicas, del mismo modo que los ciudadanos se fijan más en las cualidades personales de los candidatos a las municipales que en las siglas del partido por el que se presentan. No ha lugar a la extrapolación de los sufragios en este campo. Lo contrario es una engañifa típica de ineptos. Desde el 2011 para acá el Partido Popular se ha dejado por el camino alrededor de ciento veintidós mil votos. Ha pasado de treintaidós diputados a veinte. Con lo cual, echen ustedes las cuentas de lo que sucedería en las próximas elecciones de continuar esta tendencia y de mantenerse el candidato Monago como caudillo de las alicaídas huestes populares. Y digo yo que aunque uno no quiera irse motu proprio, ¿no habrá nadie en ese partido que le enseñe la puerta de salida al señor Monago? Es tan fácil como agradecerle los servicios prestados y punto. Él, al menos, sí tiene un puesto de trabajo al que regresar; cosa que no puede predicarse del ejército de caminantes blancos que pululan por la vida política con la congoja de saberse absolutamente prescindibles fuera de un hemiciclo que les viene grande y para el que no están cualificados. Ha llegado la hora ineludible de la renovación y cuanto antes se pongan manos a la obra menos dolorosa será la travesía del desierto. Hay gente dentro de ese partido perfectamente válida para dar un paso adelante y no arredrarse ante las previsibles dificultades. Lo que hace falta son ganas y coraje para afrontar el reto.

   Se impone la incuestionable dictadura de los números, por mucho que el señor Monago se empeñe en retorcer el lenguaje con tal de salir airoso de este brete. La cruda realidad es tozuda y no se puede pretender tergiversarla impunemente. El fracaso del Partido Popular no admite enjuagues de ningún tipo. El verso suelto ha llegado a su fin. Carece de ritmo. No lo resucitaría ni el más brioso de los sonetos de Quevedo ni la más selecta de las comedias de Lope. Señor Monago, por el bien de su partido, márchese. Ya que no ha demostrado su señorío en la derrota, hágalo con ese desprendido gesto del adiós que murmuran a sus espaldas muchos de sus correligionarios pero que, merced a los favores debidos, no se atreven a verbalizar en su presencia. Usted no puede encabezar la regeneración de un partido al que, es cierto, llevó en volandas hasta sus mayores cotas de popularidad, pero al que también está arrastrando hacia el más profundo de los infiernos. Despréndase de su ropaje de estadista, sea humilde y dimita. Usted, que le ha regalado la mayoría abosluta a un PSOE que todavía no terminar de creérselo, no posee la legimitidad moral necesaria para capitanear el proyecto del centroderecha extremeño. Usted, que tuvo durante cuatro años el honor de presidir la Junta de Extremadura y que, después de una nefasta gestión de gobierno -no le perdonaremos que haya alimentado a un monstruo llamado Iván Redondo- ha dejado al partido hecho unos zorros, usted, insisto, no merece continuar ni un segundo más al frente del partido. Abandone su trono y deje expedito el camino para que vengan otros a embridar el desaguisado creado por su desmedida ambición de poder. Siga el ejemplo del rey emérito y retírese de la vida pública.