miércoles, 29 de agosto de 2012

El abejorro incorregible.


En las convulsas e históricas jornadas de abril de 1931, tres días antes de la proclamación de la II República española, nacía en Jerez de la Frontera (Cádiz) un retoño que al cabo de los años llegaría a alcanzar tanta o mayor notoriedad que Azaña y Alcalá-Zamora juntos, cierto es que por méritos bien distintos de los que adornaron a los precursores de una nueva etapa de nuestra historia política. Desde luego, será difícil que su nombre pase al ostracismo del olvido, siquiera sea por la extravagancia de los comportamientos que han regido su conducta desde un fatídico 23 de febrero de 1983. Como se ve, dos fechas trascendentales para la historia de España enmarcan el discurrir de nuestro personaje de ostentoso apellido y castizo nombre, pues también fue un 23 de febrero -aunque de 1981- cuando la locomotora que acaba de poner en marcha nuestra incipiente democracia estuvo a punto de descarrilar en un traicionero repecho en el que esperaban agazapados Tejero y Milans del Bosch. Desvelemos, pues, la identidad del empresario que puso a prueba los nervios del PSOE al poco de aterrizar Felipe González en La Moncloa: no es otro que el singular e irrepetible don José María Ruiz Mateos y Jiménez de Tejada, a la sazón Marqués de Olivara por obra y gracia de la República de San Marino.

   El viejo gentleman jerezano -aunque no gaste esmoquin, ni vaya tocado por chistera ni porte bastón alguno-, creador de uno de los mayores holdings empresariales de nuestro país (RUMASA), continúa estando de actualidad casi treinta años después de que su imperio se derrumbase ante la carga explosiva que supuso un malhadado decreto-ley de expropiación. Miguel Boyer accionó el mecanismo que terminaría de un plumazo con los altos vuelos de una abeja descarriada. Hoy su protagonismo judicial y periodístico trae causa de las cenizas que dejó el fuego mal apagado de un emporio que aglutinaba a cientos de empresas y daba empleo a más de sesenta mil personas. Desde entonces Ruiz Mateos juró venganza eterna, a imagen y semejanza del Conde de Montecristo, para quien le había hecho caer en desgracia. A partir de ahí el díscolo desheredado, poseedor de una lengua viperina acostumbrada a lanzar improperios trenzadados de tres en tres (“¡sinvergüenza, mariconcillo, descarado!”), no dejaría de incordiar al ministro con ínfulas de intelectual.

Y a fe que la promesa se llevó a efecto con esmerada saña: el despojo de firmas como el Banco Atlántico o Galerías Preciados no caería en saco roto mientras al miembro supernumerario del Opus Dei le quedasen fuerzas para denunciar lo que él y su familia consideraban un auténtico expolio. Quién no recuerda a Ruiz Mateos protagonizando su estrafalario show, casi siempre en lo alto de las escalinatas de cualquier juzgado desde el que, ataviado con el traje de Superman o con la indumentaria propia de un preso, aventaba soflamas contra los malvados socialistas ante la algarabía de la concurrencia. Pero si hay una imagen que ha pasado a la posteridad es la del fértil padre de familia propinando, mayo de 1989, un seco puñetazo en el rostro desencajado del pobre Boyer. El mandoble, acompañado de su celebérrimo “¡que te pego, leche!”, se convirtió en todo un símbolo para una España provinciana en la que las correrías de Ruiz Mateos rivalizaban con las hazañas de otro prófugo, famoso éste por cumplir el ideal de muchos currantes: robar 300 millones de las antiguas pesetas a la empresa de seguridad para la que trabajaba y escaparse a Brasil a dilapidar el botín. Por lo tanto, aquél 1989 no sólo se recordará por ser el año en que Felipe González conseguiría su última mayoría absoluta, por la muerte de la Pasionaria, por el Nobel de literatura concedido a Camilo José Cela o por la caída del muro de Berlín; si por algo acudirá a nuestra memoria colectiva será por la imagen del consorte de la Preysler aturdido ante el soberano sopapo soltado por uno de sus mayores damnificados, y todo ello en plena sede judicial.

Lo cierto es que aquella agresión, lejos de depararle mayores inconvenientes, fue uno de los motivos que le catapultaron a conseguir dos escaños en las elecciones al Parlamento Europeo celebradas un mes más tarde. La agrupación de electores que encabezaba Ruiz Mateos logró recolectar 600.000 votos, lo cual supongo que no ayudaría demasiado a que los españoles se crearan una idea seria de Europa: asistíamos al poco edificante caso en el que un estrafalario personaje -ex presidiario e imputado en otros asuntos judiciales- tomaba asiento en el mayor parlamento democrático del mundo para, se supone, defender los intereses generales en un mercado común que nos acababa de abrir sus puertas. Muchos ciudadanos lo vieron como una estrategia tras la que parapetarse ante sus continuos problemas legales, censurando el uso de los resortes que proporcionaba la política para eludir sus responsabilidades judiciales. Hay que reconocer que hasta en ésto resultó un pionero: más tarde seguirían su estela, enfundándose el disfraz de político, Jesús Gil y Mario Conde. Por cierto, que este último amenaza con saltar de nuevo a la arena con un partido de nuevo cuño (Sociedad Civil y Democracia) con el que, dice, devolver al pueblo la auténtica soberanía de la que le han despojado; ¡y es que hay quienes siguen pensando que pueden pastorear a la ciudadanía cual dócil rebaño de ovejas! No obstante, retomando el hilo de la cuestión, aquella aventura europeísta del marqués duró lo que tenía que durar. Sus seguidores tuvieron tiempo suficiente de conocer el paño como para no volver a cometer el error de depositar su confianza en alguien más preocupado por su rédito personal que por defender los intereses de quienes le votaron.


A uno le han contado que el paso del tiempo suele actuar como bálsamo para calmar las pasiones de los primeros años, así que yo esperaba de don José María que se volviera un hombre serio y responsable como correspondería a un señor de su edad, dispuesto a emprender nuevas aventuras empresariales bajo sólidos cimientos financieros, apartándose de la imagen que en su día le convirtió en rehén de su propia excentricidad. Y es que cuando los años van cayendo con la misma facilidad con que se hojean las páginas de un libro, el personal termina por volverse más manso y menos disparatado, recobrando de golpe la inocencia de la primera juventud . Confiaba en que Teresa Rivero, su devota compañera de fatigas, hiciera entrar en vereda al provecto patriarca para que abandonara el histriónico culebrón en el que había convertido su vida. Y así se propusieron hacerlo, volviendo a levantar la vieja empresa familiar bajo la denominación de Nueva Rumasa, además de dar el salto al fútbol profesional con la compra del Rayo Vallecano. Parecía que el viento soplaba a favor, que las tormentas desaparecían y el sol resplandecía con todo su esplendor en lo alto de un firmamento libre de nubarrones. Pero ya se sabe que la cabra tira al monte y que lo que aparentaba calma plácida no era más que un paréntesis en el que se cocía la madre de todas las batallas. Y ahí sigue nuestro don José María, erre que erre con su sempiterna querencia por retornar a los toriles carcelarios. Ya nadie lo va a cambiar, por eso debería darse cuenta de que no es de caballeros ir por ahí defraudando a la gente a diestro y siniestro. Su avanzada edad impedirá que ingrese en prisión, si finalmente el juez encuentra pruebas suficientes para sentenciar en su contra, pero ello no es obstáculo para exigirle que deje de cachondearse de la justicia y, sobre todo, que devuelva el dinero a los inversores que un día tuvieron la mala ocurrencia de confiar en él.



lunes, 27 de agosto de 2012

Siria, un grito de desesperación.


   El pueblo sirio lleva sufriendo desde hace año y medio el espantoso drama de una guerra civil que enfrenta a los simpatizantes del presidente Bashar Al-Assad, partidarios de perpetuar el régimen dictatorial, contra aquéllos sectores que desean instaurar cambios políticos, sociales y económicos, englobados estos últimos en las filas del Ejército Libre de Sirira. Pero los tentáculos del poder omnímodo, ejercido sin límites a base del miedo y la represión militar, está dificultando el sueño de muchos por ver a su país libre de unos tiranos que, en un pasado no muy remoto, contaban con el beneplácito de las democracias más representativas: sus enclaves geoestratégicos y sus reservas de petróleo han hecho que los líderes del mundo civilizado cerraran los ojos a cambio de pingües beneficios proporcionados por la firma de suculentos contratos. Y esta situación se ha mantenido inalterable hasta que el pueblo, cansado de tanta injusticia, ha dicho basta de la forma en que suelen hacerlo cuando se está sometido al yugo del despotismo. Pero, como también suele ser habitual en estos casos, el que ha ostentado el poder sin ningún tipo de cortapisas no quiere desprenderse del mismo sin antes enfrentar dura batalla a quienes ponen en duda su legitimidad: supongo que debe ser doloroso eso de tenerlo todo y ,al día siguiente, verse sin nada por obra y gracia de cuatro revolucionarios. De ahí el desenfreno asesino con el que se están empleando las milicias gubernamentales, pasando a cuchillo sin el menor reparo a la indefensa población civil, sembrando el terror entre sus propios paisanos para que no quepa duda de que, si tienen que sucumbir, lo harán sin compasión por el enemigo, protagonizando matanzas a las que, de momento, no se logra o no se quiere poner fin.

   ¿Y la Comunidad Internacional? En el mismo momento en que me formulo esta pregunta compruebo cómo llega a mis oídos la dulce melodía de los grillos, en espera a que salga alguien a la palestra que le eche valor suficiente para dar explicaciones convincentes a quienes se están dejando la vida en las calles de Damasco o Allepo. Mientras esto sucede -no se prevé que sea antes del próximo eclipse total de luna-, me apresuro a responder: pues ahí siguen los componentes de la meritada comunidad dándole vueltas al asunto, con sus impecables informes urdidos por las mentes más preclaras, sus concurridas reuniones al más alto nivel, sus fastuosas cumbres supranacionales, sus ingenuos enviados especiales y demás parafernalia, mientras balas y obuses no paran de de mandar al otro barrio a ingentes almas inocentes. Pero no nos sorprendamos por este indolente comportamiento como si fuera algo novedoso que nos cogiera de imprevisto, no en vano las heridas producidas por el conflicto de los Balcanes siguen estando tan presentes como para cubrir de oprobio a varias generaciones de líderes políticos. La alarmante pasividad de la ONU, como de costumbre, supone un inestimable apoyo para los objetivos de Ashar Al-Assad. No se sabe muy bien a qué hay que esperar para que las Naciones Unidas, siempre dubitativas en los instantes en que debiera mostrarse más enérgica, abandone esta actitud y ponga fin, de una vez por todas, a este desastre humanitario. Sería deseable que el movimiento iniciado en Túnez, bautizado por algún cursi como “la primavera árabe” -seguro que con el propósito de buscar un titular llamativo que sirva para vender más periódicos-, no encuentre un dique de contención en tierra sirias, puesto que esto supondría aplazar un desenlace que tarde o temprano, impulsado por las ansias de libertad, terminará por desalojar del poder al sátrapa que lo detenta con vergonzosa impunidad. Si queremos evitar que aumente el número de víctimas, ahora es el momento inaplazable para poner todos los medios necesarios con los que alcanzar el más noble de los propósitos que puede añorar un pueblo: el derecho a decidir su futuro por sí mismo. De lo contrario, tendremos que asistir, una vez más, al mayúsculo fracaso de una diplomacia que, al parecer, se contenta con el solo hecho de hacer acto de presencia en el teatro de los acontecimientos, sin reparar en que toda un nación ha puesto en sus manos las esperanzas de una vida mejor.

   Bashar Al-Assad es un cadáver político al que la inmensa mayoría de sus conciudadanos ha decidido dar la espalda; ya no están dispuestos a seguir gobernados por un sistema corrupto y dictatorial, incapacitado a todas luces para liderar un nuevo modelo social. La comunidad internacional no debe abandonar a su suerte a un grupo de revolucionarios que no ha dudado en arrostrar las dificultades que conlleva hacer frente a todo un aparataje político caracterizado por el autoritarismo. Lo contrario sería esparcir semillas de resentimiento entre una población que, estoy seguro, anda preguntándose cómo es posible que, una vez encendida la antorcha de la democracia, falten portadores que la lleven al pebetero de las libertades. Y un pueblo resentido y frustrado es capaz de acometer las mayores atrocidades, por muy nobles que sean sus objetivos. Por eso, no nos sorprendamos si volvemos a ser testigos de actos de brutalidad como los que sobrecogieron al mundo cuando los antiguos súbditos de Gadafi decidieron que ya había llegado la hora del otrora admirado coronel.

sábado, 25 de agosto de 2012

Salteadores de caminos del siglo XXI


   La crisis económica por la que atravesamos desde hace ya demasiado tiempo ha contribuido a crear una nueva modalidad de salteadores de caminos: la de quienes se dedican a irrumpir en centros comerciales y en propiedades ajenas como modo de protesta y reivindicativo de los derechos de los más desfavorecidos, de aquellas capas de la sociedad en las que la crisis se está cebando de modo despiadado. Dicen actuar en defensa de quienes ya no disponen de recursos para subsistir, de aquéllos que se están quedando en la cuneta de un sistema que ha fracasado y que pretenden demonizar por seguir perpetuando la distancia que separa a ricos y pobres. Se han erigido en una especie de Robin Hood, sustituyendo los bosques de Sherwood por las grandes superficies comerciales.

   El primero en iniciar esa altruista y encomiable labor de robar a los pérfidos ricos - ¡ a saber cómo habrán conseguido amasar su fortuna!- para repartir lo recaudado entre los pobres y oprimidos ha sido el camarada Sánchez Gordillo, el mismo que tiene la sana costumbre de viajar en primera clase cada vez que embarca en un avión, supongo que no sólo por el hecho de evitar el engorro de que se le hinchen las piernas en la incómoda clase turista, sino también por no verse envuelto en una más que probable confusión de identidad con Yaser Arafat y al pasaje le dé por asediarlo con impúdicas peticiones de autográfos. Una de las principales características del amigo Gordillo, aparte de haber estado cobrando dos sueldos -uno como parlamentario andaluz y otro como maestro de EGB- sin que se haya dado cuenta, es la de ser alcalde del archiconocido municipio de Marinaleda desde el año 1979. Y se preguntarán ustedes, con toda la razón del mundo, si en todo ese tiempo no ha habido nadie capaz de hacer frente al susodicho regidor. Si me lo permiten, les sirvo la respuesta en bandeja: a ver quién apea del consistorio a una persona que ha conseguido que en su pueblo haya una tasa del 0% de paro (aunque dos terceras partes de su población activa estén sujetos al PER), que uno se pueda hacer su propia vivienda no pagando más de 15 euros al mes (lo de menos es que el suelo haya sido expropiado “by the face”) y, como colofón, que le asignen un sueldo neto de 1.128 euros por 35 horas semanales de trabajo en una cooperativa ubicada en un terreno cuyos legítimos propietarios fueron invitados amablemente a ceder en favor de la lucha proletaria. Convendrán conmigo en que estos argumentos sobran para explicar el por qué de las cosas.

Conociendo estos antecedentes, se habrán hecho cargo de la dificultad que entraña la empresa de convertir en oposición política a quien lleva gobernando la friolera de treinta y tres años. Es como si se hubiera establecido un “statu quo” en el que los marinaleños pensaran que más allá de Gordillo sólo les esperan las tinieblas y el el caos, radicando en esta falsa creencia el principal escoyo para conseguir un recambio a quien desea perpetuarse en el poder, desterrando del ideario popular la imagen mesiánica del que aspira a convertirse en salvador de los desheredados. Quizás si sus seguidores supieran que todo esto tiene truco, que no es oro todo lo que reluce, que la riqueza de su querida tierra prometida se basa en más de un 75% en subvenciones públicas, y no en el esfuerzo de quienes trabajan los medios de producción, serían conscientes de que su admirado redentor es totalmente prescindible. Lo malo es que después de tanto tiempo creyendo en una idea germinada en lo más profundo de la conciencia colectiva, derribar esa creencia arraigada durante lustros es una tarea abocada al fracaso si no se emprende con firme voluntad e incansable determinación. De esa falta de virtudes, precisamente, se sirven Gordillo y sus adláteres para continuar en la picota.

Y como todo movimiento sísmico que se precie suele tener sus réplicas en los territorios colindantes, Extremadura no ha escapado a esa ley de la naturaleza y no han faltado simpatizantes de la obra de Gordillo a este lado del Guadiana. Por estos parajes, en lugar de asaltar mercadonas se ha decido hacer lo propio con los carrefoures, quizás por eso de que los gabachos nunca han sido santo de nuestra devoción y aún tenemos muy presente los camiones atestados de frutas volcados en la frontera. Pues bien, el cabecilla de estas protestas locales es otro diputado autonómico por Izquierda Unida: Víctor Manuel Casco. Ambos dos, además de ser duchos en Historia, comparten la condición de parlamentarios por Izquierda Unida en sus respectivas circunscripciones electorales. Como rasgo diferenciador, además del hecho de que el maestro supremo casi dobla en edad al discípulo extremeño, podemos reseñar que aquél no tiene en su nombre de pila ninguna reminiscencia que recuerde a una de las dinastías monárquicas de mayor tradición europea. Quizás ese sea el motivo por el que Cascos se empeñe en dejar bien claro que, además de blasflemo, rojo y ateo, por encima de todo es republicano, ahuyentando de esta modo cualquier atisbo de parentesco con la rama de los Saboya. Ahora bien, como suele ser habitual en toda imitación, ésta también cuenta con un signo distintivo que la hace ser diferente de su matriz: mientras que en tierras andaluzas no se andan con remilgos ni circunloquios abusurdos a la hora de llamar a las cosas por su nombre, aquí han decidido que la actuación emprendida llevase la vitola de “expropiación de alimentos”, dándole un toque singular a lo que no deja de ser un robo o un hurto, según la cuantía de lo sustraído.

   Más allá de lo anecdótico que pudieran resultar estas medidas de protesta, con las que se puede o no estar de acuerdo, lo cierto es que toda reivindicación es respetable siempre que no se pierdan las formas. Lo que no se puede aceptar es una coyuntura de hechos consumados en la que, bordeando los límites establecidos por el ordenamiento jurídico, se trate de poner en evidencia el fracaso de un sistema económico. Para nadie es grato comprobar las consecuencias devastadoras a las que nos está sometiendo esta crisis inmisericorde, pero de ahí a que apliquemos la justicia social por nuestra cuenta media un abismo. Por supuesto que hay que mantener un espíritu combativo para conseguir ideales hasta el momento utópicos, pero para revestir esa lucha de legitimidad y conquistar mayores espacios de libertad resulta imprescindible hacerlo sin traspasar las líneas de la legalidad. No creo, sinceramente, que estas medidas de protesta sean las más adecuadas para revertir una situación a todas luces injusta. Por eso, debemos buscar otros mecanismos para mostrar nuestro justificado descontento, pero no nos dejemos llevar por argumentos cargados de demagogia que no conducen sino a una mayor frustración por parte de quienes confían a ciegas en sus representantes.