El pueblo sirio lleva
sufriendo desde hace año y medio el espantoso drama de una guerra
civil que enfrenta a los simpatizantes del presidente Bashar
Al-Assad, partidarios de perpetuar el régimen dictatorial, contra
aquéllos sectores que desean instaurar cambios políticos, sociales
y económicos, englobados estos últimos en las filas del Ejército
Libre de Sirira. Pero los tentáculos del poder omnímodo, ejercido
sin límites a base del miedo y la represión militar, está
dificultando el sueño de muchos por ver a su país libre de unos
tiranos que, en un pasado no muy remoto, contaban con el beneplácito
de las democracias más representativas: sus enclaves geoestratégicos
y sus reservas de petróleo han hecho que los líderes del mundo
civilizado cerraran los ojos a cambio de pingües beneficios
proporcionados por la firma de suculentos contratos. Y esta situación
se ha mantenido inalterable hasta que el pueblo, cansado de tanta
injusticia, ha dicho basta de la forma en que suelen hacerlo cuando
se está sometido al yugo del despotismo. Pero, como también suele ser habitual en estos casos, el que ha ostentado el
poder sin ningún tipo de cortapisas no quiere desprenderse del mismo
sin antes enfrentar dura batalla a quienes ponen en duda su
legitimidad: supongo que debe ser doloroso eso de tenerlo todo y ,al día siguiente, verse sin nada por
obra y gracia de cuatro revolucionarios. De ahí el desenfreno asesino con el que se están
empleando las milicias gubernamentales, pasando a cuchillo sin el
menor reparo a la indefensa población civil, sembrando el terror
entre sus propios paisanos para que no quepa duda de que,
si tienen que sucumbir, lo harán sin compasión por el enemigo,
protagonizando matanzas a las que, de momento, no se logra o no se
quiere poner fin.
¿Y
la Comunidad Internacional? En el mismo momento en que me formulo esta pregunta compruebo cómo llega a mis oídos la dulce melodía de los grillos, en espera a que salga alguien a la palestra que le eche valor suficiente para dar explicaciones convincentes a quienes se están dejando la vida en las calles de Damasco o Allepo. Mientras esto sucede -no se prevé que sea antes del próximo eclipse total de luna-, me apresuro a responder: pues ahí siguen los componentes de la meritada comunidad dándole vueltas al asunto, con sus
impecables informes urdidos por las mentes más preclaras, sus
concurridas reuniones al más alto nivel, sus fastuosas cumbres
supranacionales, sus ingenuos enviados especiales y demás
parafernalia, mientras balas y obuses no paran de de mandar al otro barrio a ingentes almas inocentes. Pero no nos sorprendamos por este indolente comportamiento como si fuera algo novedoso que nos cogiera de imprevisto, no en vano las heridas producidas por el conflicto de los
Balcanes siguen estando tan presentes como para cubrir de oprobio a
varias generaciones de líderes políticos. La
alarmante
pasividad
de la ONU, como de costumbre, supone un inestimable apoyo para los
objetivos de Ashar Al-Assad. No se sabe muy bien a qué hay que
esperar para que las Naciones Unidas, siempre dubitativas en los
instantes en que debiera mostrarse más enérgica, abandone esta
actitud
y ponga fin, de una vez por todas, a este desastre humanitario. Sería
deseable que el movimiento iniciado en Túnez, bautizado por algún
cursi como “la primavera árabe” -seguro que con el propósito de
buscar un titular llamativo que sirva para vender más periódicos-,
no encuentre un dique de contención en tierra sirias, puesto que
esto supondría aplazar un desenlace que tarde o temprano, impulsado por
las ansias de libertad, terminará por desalojar
del poder al sátrapa que lo detenta con vergonzosa impunidad. Si
queremos evitar que aumente el número de víctimas, ahora es el
momento inaplazable para poner todos los medios necesarios con los
que alcanzar el más noble de los propósitos que puede añorar un
pueblo: el derecho a decidir su futuro por sí mismo. De lo
contrario, tendremos que asistir, una vez más, al mayúsculo fracaso
de una diplomacia que, al parecer, se contenta con el solo hecho de
hacer acto de presencia en el teatro de los acontecimientos, sin
reparar en que toda un nación ha puesto en sus manos las esperanzas
de una vida mejor.
Bashar
Al-Assad es un cadáver político al que la inmensa mayoría de sus
conciudadanos ha decidido dar la espalda; ya no están dispuestos a
seguir gobernados por un sistema corrupto y dictatorial, incapacitado
a todas luces para liderar
un nuevo modelo social. La comunidad internacional no debe abandonar
a su suerte a un grupo de revolucionarios que no ha dudado en
arrostrar las dificultades que conlleva hacer frente a todo un
aparataje político caracterizado por el autoritarismo. Lo contrario
sería esparcir semillas de resentimiento entre una población que,
estoy seguro, anda preguntándose cómo es posible que, una vez
encendida la antorcha de la democracia, falten portadores que la
lleven al pebetero de las libertades. Y un pueblo resentido y frustrado es capaz de acometer las mayores atrocidades, por muy nobles que sean sus objetivos. Por eso, no nos sorprendamos si volvemos a ser testigos de actos de brutalidad como los que sobrecogieron al mundo cuando los antiguos súbditos de Gadafi decidieron que ya había llegado la hora del otrora admirado coronel.
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