En las convulsas e
históricas jornadas de abril de 1931, tres días antes de la
proclamación de la II República española, nacía en Jerez de la
Frontera (Cádiz) un retoño que al cabo de los años llegaría a
alcanzar tanta o mayor notoriedad que Azaña y Alcalá-Zamora juntos,
cierto es que por méritos bien distintos de los que adornaron a los
precursores de una nueva etapa de nuestra historia política. Desde
luego, será difícil que su nombre pase al ostracismo del olvido,
siquiera sea por la extravagancia de los comportamientos que han
regido su conducta desde un fatídico 23 de febrero de 1983. Como se
ve, dos fechas trascendentales para la historia de España enmarcan
el discurrir de nuestro personaje de ostentoso apellido y castizo
nombre, pues también fue un 23 de febrero -aunque de 1981- cuando la
locomotora que acaba de poner en marcha nuestra incipiente democracia
estuvo a punto de descarrilar en un traicionero repecho en el que
esperaban agazapados Tejero y Milans del Bosch. Desvelemos, pues, la identidad
del empresario que puso a prueba los nervios del PSOE al poco de
aterrizar Felipe González en La Moncloa: no es otro que el singular
e irrepetible don José María Ruiz Mateos y Jiménez de Tejada, a la
sazón Marqués de Olivara por obra y gracia de la República de San
Marino.
El viejo gentleman
jerezano -aunque no gaste esmoquin, ni vaya tocado por chistera ni
porte bastón alguno-, creador de uno de los mayores holdings
empresariales de nuestro país (RUMASA), continúa estando de
actualidad casi treinta años después de que su imperio se derrumbase ante la carga explosiva que supuso un malhadado
decreto-ley de expropiación. Miguel Boyer accionó el mecanismo que
terminaría de un plumazo con
los altos vuelos de una abeja descarriada. Hoy su protagonismo
judicial y periodístico trae causa de las cenizas que dejó el fuego
mal apagado de un emporio que aglutinaba a cientos de empresas y daba
empleo a más de sesenta mil personas. Desde entonces Ruiz Mateos
juró venganza eterna, a imagen y semejanza del Conde de Montecristo, para quien
le había hecho caer en desgracia. A partir de ahí el díscolo
desheredado, poseedor de una lengua viperina acostumbrada a lanzar
improperios trenzadados de tres en tres (“¡sinvergüenza,
mariconcillo, descarado!”), no dejaría de incordiar al ministro
con ínfulas de intelectual.
Y
a fe que la promesa se llevó a efecto con esmerada saña: el despojo
de firmas como el Banco Atlántico o Galerías Preciados no caería
en saco roto mientras al miembro supernumerario del Opus Dei le
quedasen fuerzas para denunciar lo que él y su familia consideraban
un auténtico expolio. Quién no recuerda a Ruiz Mateos
protagonizando su estrafalario show, casi siempre en lo alto de las
escalinatas de cualquier juzgado desde el que, ataviado con el traje
de Superman o con la indumentaria propia de un preso, aventaba soflamas contra los malvados socialistas ante la algarabía de la
concurrencia. Pero si hay una imagen que ha pasado a la posteridad es
la del fértil padre de familia propinando, mayo de 1989, un seco
puñetazo en el rostro desencajado del pobre Boyer. El mandoble,
acompañado de su celebérrimo “¡que te pego, leche!”, se
convirtió en todo un símbolo para una España provinciana en la que
las correrías de Ruiz Mateos rivalizaban con las hazañas de otro
prófugo, famoso éste por cumplir el ideal de muchos currantes: robar 300
millones de las antiguas pesetas a la empresa de seguridad para la
que trabajaba y escaparse a Brasil a dilapidar el botín. Por lo
tanto, aquél 1989 no sólo se recordará por ser el año en que
Felipe González conseguiría su última mayoría absoluta, por la
muerte de la Pasionaria, por el Nobel de literatura concedido a
Camilo José Cela o por la caída del muro de Berlín; si por algo
acudirá a nuestra memoria colectiva será por la imagen del consorte
de la Preysler aturdido ante el soberano sopapo soltado por uno de
sus mayores damnificados, y todo ello en plena sede judicial.
Lo
cierto es que aquella agresión, lejos de depararle mayores
inconvenientes, fue uno de los motivos que le catapultaron a
conseguir dos escaños en las elecciones al Parlamento Europeo
celebradas un mes más tarde. La agrupación de electores que
encabezaba Ruiz Mateos logró recolectar 600.000 votos, lo cual
supongo que no ayudaría demasiado a que los españoles se crearan
una idea seria de Europa: asistíamos al poco edificante caso en el
que un estrafalario personaje -ex presidiario e imputado en otros
asuntos judiciales- tomaba asiento en el mayor parlamento democrático
del mundo para, se supone, defender los intereses generales en un mercado común que nos acababa de abrir sus puertas. Muchos
ciudadanos lo vieron como una estrategia tras la que parapetarse ante
sus continuos problemas legales, censurando el uso de los resortes
que proporcionaba la política para eludir sus responsabilidades
judiciales. Hay que reconocer que hasta en ésto resultó un pionero:
más tarde seguirían su estela, enfundándose el disfraz de
político, Jesús Gil y Mario Conde. Por cierto, que este último
amenaza con saltar de nuevo a la arena con un partido de nuevo cuño
(Sociedad Civil y Democracia) con el que, dice, devolver al pueblo la
auténtica soberanía de la que le han despojado; ¡y es que hay
quienes siguen pensando que pueden pastorear a la ciudadanía
cual dócil rebaño de ovejas! No obstante, retomando el hilo de la
cuestión, aquella aventura europeísta del marqués duró lo que
tenía que durar. Sus seguidores tuvieron tiempo suficiente de
conocer el paño como para no volver a cometer el error de depositar
su confianza en alguien más preocupado por su rédito personal que
por defender los intereses de quienes le votaron.
A
uno le han contado que el paso del tiempo suele actuar como bálsamo para
calmar las pasiones de los primeros años, así que yo esperaba de don
José María que se volviera un hombre serio y responsable como
correspondería a un señor de su edad, dispuesto a emprender nuevas
aventuras empresariales bajo sólidos cimientos financieros,
apartándose de la imagen que en su día le convirtió en rehén de
su propia excentricidad. Y es que cuando los años van cayendo con la misma facilidad con que se hojean las páginas de un libro, el personal termina por volverse más
manso y menos disparatado, recobrando de golpe la inocencia de la
primera juventud . Confiaba en que Teresa Rivero, su devota
compañera de fatigas, hiciera entrar en vereda al provecto patriarca para que
abandonara el histriónico culebrón en el que había convertido su vida. Y así
se propusieron hacerlo, volviendo a levantar la vieja empresa
familiar bajo la denominación de Nueva Rumasa, además de dar el
salto al fútbol profesional con la compra del Rayo Vallecano.
Parecía que el viento soplaba a favor, que las tormentas
desaparecían y el sol resplandecía con todo su esplendor en lo alto
de un firmamento libre de nubarrones. Pero ya se sabe que la cabra
tira al monte y que lo que aparentaba calma plácida no era más que
un paréntesis en el que se cocía la madre de todas las batallas. Y
ahí sigue nuestro don José María, erre que erre con su sempiterna
querencia por retornar a los toriles carcelarios. Ya nadie lo va a
cambiar, por eso debería darse cuenta de que no es de caballeros ir por ahí defraudando a la gente a diestro y siniestro. Su avanzada edad impedirá que ingrese
en prisión, si finalmente el juez encuentra pruebas suficientes para
sentenciar en su contra, pero ello no es obstáculo para exigirle que
deje de cachondearse de la justicia y, sobre todo, que devuelva el
dinero a los inversores que un día tuvieron la mala ocurrencia de
confiar en él.
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