El caso de José
Bretón se ha visto salpicado por la polémica actuación de policía
científica, cuyo informe oficial aseguraba que los huesos hallados
en la finca de “Las Quemadillas” no pertenecían a restos humanos
sino a pequeños roedores. El tesón de la familia materna, que
encargó un nuevo informe pericial, ha puesto de manifiesto un fatal
error policial que bien podría haberse evitado si se hubiera puesto
más celo en la investigación, aparte de aliviar el dolor de una
madre que, gracias a su férrero carácter, no se ha visto envuelta
en una espiral de locura como la que nos habría alcanzado a la
mayoría de nosotros de haber pasado por una experiencia similar. No
ha estado afortunada la policía, como tampoco lo estuvo en el caso
de Marta del Castillo, lo cual ahonda aún más en la impotencia de
quienes confiamos en el Estado de Derecho para aplacar a aquéllos
que no tienen escrúpulos a la hora de llevar a cabo las mayores
atrocidades de que una mente enfermiza puede ser capaz. Más de un
jefe de policía ha debido de mostrar menos protagonismo mediático y
más dedicación profesional ante un caso que ha sacado a relucir las
vergüenzas de un cuerpo tan solvente como el de la Policía
Nacional. Como dijo el Ministro del Interior, hasta el mejor
escribano hace un borrón, pero sería deseable que las chafarrinadas
surjan en otros ámbitos de menor embergadura y no en uno en el que
se están ventilando cuestiones tan importantes.
Si todo asunto de esta
naturaleza debe ser tratado con la mayor cautela posible para no
dañar la sensibilidad de familiares y amigos, ni que decir tiene que
esa prudencia debe redoblarse con mayor énfasis tratándose de
menores de edad. Eso sería lo lógico en un país civilizado. Pero
siempre hay fisuras por las que se escapan la moderación y mesura
que deben presidir el comportamiento de los encargados de transmitir
la información de sucesos, terreno este último en que abundan los
buitres en busca de carnaza, profesionales del dolor ajeno a la
espera de festines con los que saciar su insana voracidad. Ahí
tenemos a las reinas de la crónica rosa, Ana Rosa Quintana -más
conocida como AR en los ambientes de la farándula, una mala copia de
Opra Winfrey, aunque en los literarios tampoco pasan desapercibidas
sus artimañas para escribir libros- y a Susana Griso. Es cierto que
esta última, procedente del periodismo serio de los informativos, ha
chapoteado menos en el lodo de la telebasura, pero aparte de esto
en nada más se distingue de su correligionaria catódica. Por eso,
no se dejen engañar por sus buenos modales, su hablar calmado y sus
caras angelicales con falsas y forzadas sonrisas: están dispuestas a
servirnos carne cruda con tal de hacer subir el share y ganar a su
contrincante usando los medios que sean precisos, en una especie de
aquelarre en el que diseccionan con fruición los cuerpos inertes
sobre una mesa de frío mármol rebosante de los miles de euros
procedentes de la publicidad, dejando para los estudiantes de
periodismo los principios éticos y morales que deben presidir el
ejercicio de tan digna profesión. Aunque ya no queden hienas como
Jordi González, tampoco faltan víboras como estas dos
pseudoperiodistas con exceso de cinismo y carencia de pudor. Hasta
Nieves Herrero sentiría vergüenza.
Que el peso de la Ley
recaiga sobre los hombros de un ser pusilánime que sigue negándose
a reconocer lo que la madre de los niños sabía desde el mismo
momento de su desaparición. ¿Qué tendrá este asesino en la sangre
para que aún no se haya derrumbado ante el acoso de las pesquisas
policiales y judiciales, a qué espera este monstruo inmundo para
admitir la autoría de un crimen por el que esperemos que pase el
resto de sus días entre rejas? No olvidemos nunca la atrocidad
cometida por este individuo, por si dentro de diez o quince años nos
ponemos sentimentales y asoman a nuestro corazón la compasión y la
piedad, tal y como está sucediendo estos días con el etarra Bolinaga. Para evitar caer en lo que supondría en un
ejercicio imperdonable de amnesia colectiva no es necesario que desde
la caja tonta nos sirvan a todas horas el drama en su faceta más
frívola y escabrosa, basta que no se nos olvide que al carcelero
Bolinaga no le tembló el pulso a la hora de mantener sepultada a su
víctima durante 532 días, ni que el tal Bretón calcinó a sus
hijos sin una lágrima en sus ojos, sin un ápice de arrepentimiento.
Está muy bien todo eso de la reinserción social de los
delincuentes, pero hay casos que no admiten ninguna duda. Entendida
ésta como uno de los nombres de la inteligencia, como dejó escrito
Borges, ello me lleva a defender la cadena perpetua revisable como un
mecanismo penal ante el que futuros asesinos, ya sean etarras o
delincuentes comunes, se lo piensen dos veces antes de llevar a
efecto sus sanguinarios actos.
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