El paso del tiempo es
inexorable. Al final todos terminamos cediendo a su llamada con mayor
o menor resistencia. El 18 de septiembre le tocó el turno a Santiago
Carrillo: por la tarde se acostó la siesta sin saber que ya nunca
más volvería a levantarse. La maltrecha salud del histórico
dirigente del Partido Comunista de España (PCE), empedernido fumador
de pitillos, cedió ante el peso de los noventa y siete años que le
contemplaban. Su trayectoria vital da para algo de lo que poder
enorgullecerse y para mucho de lo que tener que arrepentirse. Su
biografía está enmarcada entre intensas luces y macabras sombras,
entre una juventud batalladora y años de pragmática madurez. No
puede contarse la historia de España del siglo XX sin hacer mención
a su controvertida y polémica figura.
Fusilamientos de Paracuellos, de Carlos Sáenz de Tejada |
Con el final de la guerra llegaron los treinta y
siete años de exilio. Durante todo ese tiempo, y hasta que consiguió
ser nombrado Secretario General del partido en 1960, se produjo una
lucha soterrada por el poder que dejó más de un cadáver político
en la cuneta. A partir de ahí la prioridad de Carrillo consistió en
organizar una formación con la suficiente fortaleza y base social
como para enfrentarse a las estructuras de la dictadura para poder
socavarlas y contribuir a la caída de Franco. Eso no fue posible
hasta que el Generalísimo murió el 20 de noviembre de 1975, pero
esa larga pugna no resultó infructuosa, sino que dio como resultado
un PCE sólido, tanto o más que el PSOE renovado por Felipe González
y Alfonso Guerra. Por eso, si es imposible olvidar las barbaridades
cometidas por Carrillo durante la guerra civil, también es de
justicia reconocer su decisivo papel para la implantación de la
democracia durante todo el proceso de la Transición. Sin la renuncia
a los postulados marxistas-leninistas, el reconocimiento de la
bandera rojigualda y la aceptación de la Monarquía los
acontecimientos hubieran discurrido por otros derroteros bien
distintos.
Adolfo Suárez no podía ser ajeno a los pasos
dados por el PCE para integrarse en el sistema, de ahí que también
el gobierno tuvo que mover ficha y realizar una serie de concesiones.
La más destacada de ellas tuvo lugar un sábado santo de 1976. El 9
de abril se legalizó al partido comunista, condición indispensable
para dotar de legitimidad a los resultados de las anunciadas
elecciones generales de junio de 1977. Los contactos entre los
enviados del PCE y del gobierno, la reunión secreta entre el propio
Adolfo Suárez y Carrillo, la lección de disciplina del partido
durante el impresionante entierro de los abogados laboralistas
asesinados en la calle Atocha. Todo ello contribuyó a crear el clima
propicio para que el gobierno no pudiera retrasar por más tiempo la
decisión que todos temían pero que nadie negaba que era
indispensable para que España apareciera a ojos de la comunidad
internacional como un país con claras intenciones de dotarse de
instituciones democráticas. En aquellas elecciones de 1977, el PCE
obtuvo 19 diputados y
1.709.890
votos. Desde luego, parecían menos apoyos de los que cabría
suponer a tenor de la presencia en la calle de la que hacían gala
los militantes y seguidores del partido. Esta impresión terminó por
consolidarse en las elecciones generales de 1982, las mismas que ganó
el PSOE por mayoría absoluta (202 escaños) y que dejó al PCE con
una representación de tan solo cuatro diputados. En el seno de la
coalición surgió entonces una corriente crítica liderada por
Gerardo Iglesias que, nueve días después del fracaso en las urnas,
arrebató la secretaría general al viejo camarada. Este proceso
concluyó finalmente con la expulsión de Carrillo y sus seguidores
del partido el 15 de abril de 1985.
Los
asesinatos de Paracuellos y Torrejón serían suficientes para haber
terminado con la carrera política de cualquiera que se propusiera
seguir en la vida pública después de aquellos funestos hechos.
Carrillo, sin embargo, no sólo salió indemne de aquel lance
sangriento, sino que su figura política se ha proyectado a lo largo
y ancho de los últimas cuatro períodos de la historia contemporánea
de nuestro país: II República, Guerra Civil, Transición y
Democracia. Quizás sea, junto con Fraga, Adolfo Suárez, Felipe González y el Rey
Juan Carlos, uno de los personajes más destacados de su tiempo.
Ahora bien, su labor en favor de la restauración democrática no
debe hacernos caer en el elogio fácil que se suele dedicar a quien
pasa a mejor vida. El nombre de Carrillo irá ligado
irremediablemente con la barbarie de miles de asesinatos que, según
la mayoría de testimonios, pudo evitar. Que la historia le recuerde
como genocida o como demócrata variará en función de dónde se
ponga el acento a la hora de valorar su trayectoria.
Si hablamos con la razón en la mano, por lo único que se debe recordar a este genocida, es por eso,por genocida.Para mí, en cuanto entró en España, y dado que aún existía la pena capital,se le debería
ResponderEliminarhaber aplicado por vía de urgencia.
Respetando tu opinión, lo que dices sería tanto como ponerse a la altura de Carrillo, en el sentido de no respetar -en aquellos momentos- la vida humana en función de la ideología que uno profese. Supongo que el viejo camarada no estará en el cielo, a parte de por su ateísmo militante, porque tampoco se lo merecía. Quizás el purgatorio sea un buen lugar para arrepentirse de sus pecados.
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