lunes, 24 de septiembre de 2012

Carrillo, héroe o villano.


El paso del tiempo es inexorable. Al final todos terminamos cediendo a su llamada con mayor o menor resistencia. El 18 de septiembre le tocó el turno a Santiago Carrillo: por la tarde se acostó la siesta sin saber que ya nunca más volvería a levantarse. La maltrecha salud del histórico dirigente del Partido Comunista de España (PCE), empedernido fumador de pitillos, cedió ante el peso de los noventa y siete años que le contemplaban. Su trayectoria vital da para algo de lo que poder enorgullecerse y para mucho de lo que tener que arrepentirse. Su biografía está enmarcada entre intensas luces y macabras sombras, entre una juventud batalladora y años de pragmática madurez. No puede contarse la historia de España del siglo XX sin hacer mención a su controvertida y polémica figura.

Fusilamientos de Paracuellos, de
 Carlos Sáenz de Tejada
A Carrillo le tocó vivir una época convulsa en la que las pasiones se excitaron hasta el extremo. Fue en los primeros meses de la guerra civil cuando se produjo el acontecimiento que le ha perseguido durante toda su vida: entre el 7 de noviembre y el 4 de diciembre de 1936, con el gobierno de la República iniciando su huida a Valencia, y siendo Carrillo Consejero de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid en representación de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), tuvieron lugar las matanzas de Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz. Alguien, desde la Dirección General de Seguridad -dependiente del departamento que dirigía Carrillo- dio la orden de trasladar a los presos desde las cárceles de Madrid a las de Valencia. Con este sistema de sacas, practicadas con nocturnidad, se pretendía evitar que, ante la cercanía de las tropas nacionales a la capital, los militares confinados pudieran ponerse a las órdenes del general Varela. El destino que les esperaba era el de los fusilamientos en masa a manos de milicianos republicanos. Entre 2.500 y 5.000 personas perdieron la vida en aquella masacre de la que Carillo jamás reconoció participación directa alguna, aunque en alguna entrevista dejó entrever que, quizás por omisión, sí se le podría exigir su parte de responsabilidad.

Con el final de la guerra llegaron los treinta y siete años de exilio. Durante todo ese tiempo, y hasta que consiguió ser nombrado Secretario General del partido en 1960, se produjo una lucha soterrada por el poder que dejó más de un cadáver político en la cuneta. A partir de ahí la prioridad de Carrillo consistió en organizar una formación con la suficiente fortaleza y base social como para enfrentarse a las estructuras de la dictadura para poder socavarlas y contribuir a la caída de Franco. Eso no fue posible hasta que el Generalísimo murió el 20 de noviembre de 1975, pero esa larga pugna no resultó infructuosa, sino que dio como resultado un PCE sólido, tanto o más que el PSOE renovado por Felipe González y Alfonso Guerra. Por eso, si es imposible olvidar las barbaridades cometidas por Carrillo durante la guerra civil, también es de justicia reconocer su decisivo papel para la implantación de la democracia durante todo el proceso de la Transición. Sin la renuncia a los postulados marxistas-leninistas, el reconocimiento de la bandera rojigualda y la aceptación de la Monarquía los acontecimientos hubieran discurrido por otros derroteros bien distintos.

Adolfo Suárez no podía ser ajeno a los pasos dados por el PCE para integrarse en el sistema, de ahí que también el gobierno tuvo que mover ficha y realizar una serie de concesiones. La más destacada de ellas tuvo lugar un sábado santo de 1976. El 9 de abril se legalizó al partido comunista, condición indispensable para dotar de legitimidad a los resultados de las anunciadas elecciones generales de junio de 1977. Los contactos entre los enviados del PCE y del gobierno, la reunión secreta entre el propio Adolfo Suárez y Carrillo, la lección de disciplina del partido durante el impresionante entierro de los abogados laboralistas asesinados en la calle Atocha. Todo ello contribuyó a crear el clima propicio para que el gobierno no pudiera retrasar por más tiempo la decisión que todos temían pero que nadie negaba que era indispensable para que España apareciera a ojos de la comunidad internacional como un país con claras intenciones de dotarse de instituciones democráticas. En aquellas elecciones de 1977, el PCE obtuvo 19 diputados y 1.709.890 votos. Desde luego, parecían menos apoyos de los que cabría suponer a tenor de la presencia en la calle de la que hacían gala los militantes y seguidores del partido. Esta impresión terminó por consolidarse en las elecciones generales de 1982, las mismas que ganó el PSOE por mayoría absoluta (202 escaños) y que dejó al PCE con una representación de tan solo cuatro diputados. En el seno de la coalición surgió entonces una corriente crítica liderada por Gerardo Iglesias que, nueve días después del fracaso en las urnas, arrebató la secretaría general al viejo camarada. Este proceso concluyó finalmente con la expulsión de Carrillo y sus seguidores del partido el 15 de abril de 1985.

Los asesinatos de Paracuellos y Torrejón serían suficientes para haber terminado con la carrera política de cualquiera que se propusiera seguir en la vida pública después de aquellos funestos hechos. Carrillo, sin embargo, no sólo salió indemne de aquel lance sangriento, sino que su figura política se ha proyectado a lo largo y ancho de los últimas cuatro períodos de la historia contemporánea de nuestro país: II República, Guerra Civil, Transición y Democracia. Quizás sea, junto con Fraga, Adolfo Suárez, Felipe González y el Rey Juan Carlos, uno de los personajes más destacados de su tiempo. Ahora bien, su labor en favor de la restauración democrática no debe hacernos caer en el elogio fácil que se suele dedicar a quien pasa a mejor vida. El nombre de Carrillo irá ligado irremediablemente con la barbarie de miles de asesinatos que, según la mayoría de testimonios, pudo evitar. Que la historia le recuerde como genocida o como demócrata variará en función de dónde se ponga el acento a la hora de valorar su trayectoria. 

2 comentarios:

  1. Si hablamos con la razón en la mano, por lo único que se debe recordar a este genocida, es por eso,por genocida.Para mí, en cuanto entró en España, y dado que aún existía la pena capital,se le debería
    haber aplicado por vía de urgencia.

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    1. Respetando tu opinión, lo que dices sería tanto como ponerse a la altura de Carrillo, en el sentido de no respetar -en aquellos momentos- la vida humana en función de la ideología que uno profese. Supongo que el viejo camarada no estará en el cielo, a parte de por su ateísmo militante, porque tampoco se lo merecía. Quizás el purgatorio sea un buen lugar para arrepentirse de sus pecados.

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