La
noche se nos presentaba cuajada de estrellas, tórrida como ella
sola, sin una brizna de aire que llevarnos a la cara ni una sola nube
en el horizonte que nos deparase mejores augurios para el día
venidero. Era una de esas noches que hacen justicia a esta tierra
extremeña y a la estación en la que nos encontramos: la
luna, allá en lo alto,
aún
no había conseguido eliminar los efectos de
un ambiente asfixiante,
diríase que incluso bochornoso,
donde a cada paso de
los
turistas
sus
frentes
se poblaban
de densas gotas de sudor que resbalaban, entusiastas y
descontroladas, en una carrera suicida que surcaba las acaloradas
mejillas de quienes, a esas horas, salían
en tromba a las calles
esperando
encontrar un
remanso de frescor.
Impulsados por este ambiente canicular, no tuvimos reparos en llegar
al saludable acuerdo de tomar asiento en una de las muchas terrazas
que salpicaban los soportales del recinto de la Plaza Mayor, con su
Casa Consistorial y el abuelo Mayorga presidiéndolo todo. Tiene su
encanto la Plaza Mayor de Plasencia, coqueta y remozada, ni muy
grande ni demasiado pequeña, sazonada por enhiestas farolas y
férreos bancos en
toda su extensión.
Eso sí, y esto no resta un ápice de belleza a cuanto queda dicho,
echamos
en falta una fuentecilla en su parte central de la que brotase algún
chorro de agua con el que aliviar nuestra
sofoquina. Pero, con todo y con eso, tratando de sustraernos a los
estragos
del
calor sofocante, nos aprestamos a disfrutar y dejarnos llevar por un
entorno
embriagador de imágenes, aromas y sonidos.
Y
allí estábamos nosotros, contemplando la majestuosidad de un
enclave histórico en el que, con
la debida atención, podíamos incluso intuir tanto el susurro del
discurrir de las aguas del Jerte como las pisadas de aquellos que, a
las órdenes de Alfonso VIII de Castilla, fundaron la ciudad
en el año 1186. A cada sorbo de cerveza mi imaginación me
transportaba a callejuelas por las que siglos atrás pasearon
las huestes de aquel rey que tuvo el acierto de grabar en el
escudo de
tan
estratégico territorio para la Reconquista
el lema Ut
placeat Deo et hominibus
(“Para que agrade a Dios y a los hombres”).Y vaya que si nos
placía. Ensimismados andábamos, absortos con
el corretear y el
griterío de la chiquillería, cuando en un extremo de la plaza
comenzó a dibujarse la silueta de un personaje que enseguida
concitó nuestra atención.
Su alta y desgarbada figura estaba graciosamente adornada por una
gorrita de color gris ligeramente ladeada a la izquierda y hacia
arriba, tocado que dejaba entrever una mata de pelo atusado y
rematado en forma de guedejas; portaba a sus espaldas una guitarra
enfundada en un estuche negro que refulgía por el efecto de los
focos de luz que delimitaban el cuerpo central de la plaza con los
soportales que le daban cobijo; su camisa, cruzada por un juego de
tirantes, era de un blanco prístino; su rostro, de un pálido
conmovedor; sus ojos, huidizos, escondidos tras unas gafas de pasta
oscuras; sus andares, pausados, señoriales… De sus manos pendían
un micrófono y un pequeño altavoz con los que se ayudaba para dar
mayor realce a su función. No era el porte habitual ni de un
lugareño ni de un viajero al uso. Poco tardamos en comprobarlo,
ni más ni menos que el tiempo empleado en colocarse la guitarra en
bandolera y comenzar a rasgar sus cuerdas bajo el firmamento
placentino. Y de repente, de esa figura -a primera vista débil y
quebradiza- comenzó a brotar un torrente de voz con la suavidad
suficiente como para que, al compás de los acordes de su inseparable
compañera, envolviera nuestro espíritu en
la calma más absoluta,
generando una atmósfera armoniosa que deleitaba los sentidos hasta
del menos melómano de los allí presentes.
Todo en él era prestancia y distinción.
Y
ahí estaba él, tímido como un pajarillo pero firme
y seguro como un profesional,
temeroso de enfrentarse a
un
público desconocido al que, cada día, antes de salir de casa,
trataba de ponerle cara para hacer más llevadero el trance de que su
talento
fuera juzgado por la indiferencia; disimulando
a duras penas el miedo al fracaso, a no ser comprendido, al qué
dirán; viviendo con desgarro cada letra y cada nota que emergían
de su cuerpo. Y ahí estábamos nosotros, testigos mudos y
asombrados, contemplando
el
alma desnuda, abierta de par en par, de un soñador, de un romántico
al que le dedicamos con entusiasmo una salva de agradecidos aplausos
cuando su voz se apagó y llegaron a su fin los lamentos de su
guitarra. Y, de nuevo, ahí estaba él, paseándose por las mesas con
la gorrilla en la palma de su mano derecha al tiempo que la izquierda
se replegaba sobre la espalda en perfecto ángulo recto, pidiendo con
una amabilidad exquisita una pequeña aportación económica para
continuar en la lucha del día a día, para perder el miedo de
plantarse ante la anónima concurrencia de los días sucesivos. Y, al
cabo de un rato, mientras nos levantábamos de nuestras mesas,
observamos cómo recogía su teatrillo, satisfecho porque -una noche
más- podría mirarse al espejo sin que apareciera el reflejo de un
perdedor. Quizás
su voz no era
tan
impecable
ni podía compararse con la de los mejores, pero lo que le faltaba de
técnica lo suplía con sentimiento, con el corazón. En
algunos
pasajes de éxtasis interpretativo, más que cantar parecía que
recitara
con idéntica
fuerza interior con que lo hiciera García
Lorca
al
leer los versos brindados
con ocasión de la trágica
muerte del
torero
Ignacio Sánchez Mejías. Los
allí congregados no buscábamos una voz perfecta, sino tan solo una
con hondura y verdad.
Y
la hallamos en la figura de un poeta que aquella noche, en la plaza
mayor de Plasencia, nos sedujo con su arte. Y
tal como vino, parsimonioso y expectante, lo
vimos
desaparecer por una de las callejuelas que desembocan
en
las puertas exteriores de la muralla. Y no volveremos a verlo pero, aquella noche, ese hombre se ganó el
respeto de los que asistimos a su representación.