martes, 26 de julio de 2016

Una noche de verano



   La noche se nos presentaba cuajada de estrellas, tórrida como ella sola, sin una brizna de aire que llevarnos a la cara ni una sola nube en el horizonte que nos deparase mejores augurios para el día venidero. Era una de esas noches que hacen justicia a esta tierra extremeña y a la estación en la que nos encontramos: la luna, allá en lo alto, aún no había conseguido eliminar los efectos de un ambiente asfixiante, diríase que incluso bochornoso, donde a cada paso de los turistas sus frentes se poblaban de densas gotas de sudor que resbalaban, entusiastas y descontroladas, en una carrera suicida que surcaba las acaloradas mejillas de quienes, a esas horas, salían en tromba a las calles esperando encontrar un remanso de frescor. Impulsados por este ambiente canicular, no tuvimos reparos en llegar al saludable acuerdo de tomar asiento en una de las muchas terrazas que salpicaban los soportales del recinto de la Plaza Mayor, con su Casa Consistorial y el abuelo Mayorga presidiéndolo todo. Tiene su encanto la Plaza Mayor de Plasencia, coqueta y remozada, ni muy grande ni demasiado pequeña, sazonada por enhiestas farolas y férreos bancos en toda su extensión. Eso sí, y esto no resta un ápice de belleza a cuanto queda dicho, echamos en falta una fuentecilla en su parte central de la que brotase algún chorro de agua con el que aliviar nuestra sofoquina. Pero, con todo y con eso, tratando de sustraernos a los estragos del calor sofocante, nos aprestamos a disfrutar y dejarnos llevar por un entorno embriagador de imágenes, aromas y sonidos.

   Y allí estábamos nosotros, contemplando la majestuosidad de un enclave histórico en el que, con la debida atención, podíamos incluso intuir tanto el susurro del discurrir de las aguas del Jerte como las pisadas de aquellos que, a las órdenes de Alfonso VIII de Castilla, fundaron la ciudad en el año 1186. A cada sorbo de cerveza mi imaginación me transportaba a callejuelas por las que siglos atrás pasearon las huestes de aquel rey que tuvo el acierto de grabar en el escudo de tan estratégico territorio para la Reconquista el lema Ut placeat Deo et hominibus (“Para que agrade a Dios y a los hombres”).Y vaya que si nos placía. Ensimismados andábamos, absortos con el corretear y el griterío de la chiquillería, cuando en un extremo de la plaza comenzó a dibujarse la silueta de un personaje que enseguida concitó nuestra atención. Su alta y desgarbada figura estaba graciosamente adornada por una gorrita de color gris ligeramente ladeada a la izquierda y hacia arriba, tocado que dejaba entrever una mata de pelo atusado y rematado en forma de guedejas; portaba a sus espaldas una guitarra enfundada en un estuche negro que refulgía por el efecto de los focos de luz que delimitaban el cuerpo central de la plaza con los soportales que le daban cobijo; su camisa, cruzada por un juego de tirantes, era de un blanco prístino; su rostro, de un pálido conmovedor; sus ojos, huidizos, escondidos tras unas gafas de pasta oscuras; sus andares, pausados, señoriales… De sus manos pendían un micrófono y un pequeño altavoz con los que se ayudaba para dar mayor realce a su función. No era el porte habitual ni de un lugareño ni de un viajero al uso. Poco tardamos en comprobarlo, ni más ni menos que el tiempo empleado en colocarse la guitarra en bandolera y comenzar a rasgar sus cuerdas bajo el firmamento placentino. Y de repente, de esa figura -a primera vista débil y quebradiza- comenzó a brotar un torrente de voz con la suavidad suficiente como para que, al compás de los acordes de su inseparable compañera, envolviera nuestro espíritu en la calma más absoluta, generando una atmósfera armoniosa que deleitaba los sentidos hasta del menos melómano de los allí presentes. Todo en él era prestancia y distinción.

   Y ahí estaba él, tímido como un pajarillo pero firme y seguro como un profesional, temeroso de enfrentarse a un público desconocido al que, cada día, antes de salir de casa, trataba de ponerle cara para hacer más llevadero el trance de que su talento fuera juzgado por la indiferencia; disimulando a duras penas el miedo al fracaso, a no ser comprendido, al qué dirán; viviendo con desgarro cada letra y cada nota que emergían de su cuerpo. Y ahí estábamos nosotros, testigos mudos y asombrados, contemplando el alma desnuda, abierta de par en par, de un soñador, de un romántico al que le dedicamos con entusiasmo una salva de agradecidos aplausos cuando su voz se apagó y llegaron a su fin los lamentos de su guitarra. Y, de nuevo, ahí estaba él, paseándose por las mesas con la gorrilla en la palma de su mano derecha al tiempo que la izquierda se replegaba sobre la espalda en perfecto ángulo recto, pidiendo con una amabilidad exquisita una pequeña aportación económica para continuar en la lucha del día a día, para perder el miedo de plantarse ante la anónima concurrencia de los días sucesivos. Y, al cabo de un rato, mientras nos levantábamos de nuestras mesas, observamos cómo recogía su teatrillo, satisfecho porque -una noche más- podría mirarse al espejo sin que apareciera el reflejo de un perdedor. Quizás su voz no era tan impecable ni podía compararse con la de los mejores, pero lo que le faltaba de técnica lo suplía con sentimiento, con el corazón. En algunos pasajes de éxtasis interpretativo, más que cantar parecía que recitara con idéntica fuerza interior con que lo hiciera García Lorca al leer los versos brindados con ocasión de la trágica muerte del torero Ignacio Sánchez Mejías. Los allí congregados no buscábamos una voz perfecta, sino tan solo una con hondura y verdad. Y la hallamos en la figura de un poeta que aquella noche, en la plaza mayor de Plasencia, nos sedujo con su arte. Y tal como vino, parsimonioso y expectante, lo vimos desaparecer por una de las callejuelas que desembocan en las puertas exteriores de la muralla. Y no volveremos a verlo pero, aquella noche, ese hombre se ganó el respeto de los que asistimos a su representación.