miércoles, 16 de mayo de 2018

Womad, ese montón de basura


    Este fin de semana publicaba Fernando Navarro en el diario El País un artículo criticando el artificio en el que se ha convertido el actual formato del festival de Eurovisión, acontecimiento al que califica como “tinglado decepcionante para la música”. Con el sonoro título de Eurovisión, esa montaña de basura, su autor no deja títere con cabeza, siendo la pareja artística -y parece ser que también sentimental- de Amaia la principal diana a la que dirige los dardos de su ira. Algo no marcha bien, observa, cuando en un evento donde se supone que la música debe ser la protagonista indiscutible, el noble arte de las musas se disfraza de un vacío y espectacular montaje de luces y sonido para mayor gloria del postureo y del frikismo de sus participantes. Pues bien, algo parecido ha pasado este fin de semana en Cáceres durante la celebración de la 27 edición del Womad: la música, los mercadillos de artesanía, los talleres y el resto de actividades paralelas han actuado como meras comparsas en favor de un objetivo principal: atraer a riadas de visitantes con la única finalidad de que dejen aquí sus euros y sus detritos. Sin más. Con lo cual, eso de “encuentro intercultural” se ha convertido simple y llanamente en una quedada de cuatro días donde la mayoría de los asistentes están más pendientes de entrar en trance que del ambiente musical en sí.


    Qué lejos quedan aquellos años en los que el espíritu de un Womad diverso, multicultural, étnico y popular sobrevolaba la Plaza Mayor, Santa María, San Jorge y callejuelas adyacentes. Ahora, sin embargo, todo se reduce a un macrobotellón de jovenzuelos cargados con garrafas hasta los topes de calimocho, que esgrimen con irreverencia sus litronas al viento y que invaden nuestro casco histórico con la excusa de ver sobre el escenario a grupos de los que nunca han oído hablar y de los que, por supuesto, jamás han escuchado una sola nota melódica. Ya apenas quedan womeros como los de antes, aquéllos que venían con sus destartaladas furgonetas, sus rastas, sus perros, sus porros, sus yembés, sus calzones caídos... y permanecían en la ciudad hasta cerca de un mes después de haber terminado el festival porque no tenían una perra gorda con la que marcharse al siguiente sarao. Te los encontrabas por Cánovas, Pintores o Colón, temerosos y despistados, y se te acercaban con toda la amabilidad del mundo para pedirte una pequeña contribución económica con la que, decían, poder levantar el vuelo de allí y huir del calor sofocante que los derrengaba por completo; que lo de la Feria de San Fernando ya lo dejarían para mejor ocasión. Y si la carita de pena del fulano no te terminaba de convencer, bastaba con que cruzaras tu mirada con la del perrillo que, invariablemente, caminaba a su lado para  solidarizarte con el animal y realizar la obra caridad de ese día. Y uno se iba contento para casa después de comprobar que el can movía el rabo en señal de agradecimiento.


   Y a todo esto, tanto la organización como la prensa y el ayuntamiento se muestran satisfechos porque, según su criterio, todo ha salido a pedir de boca, porque Cáceres -exponen ufanos todos ellos- ha vuelto a convertirse en el epicentro cultural de la región, con una repercusión en los medios de comunicación imposible de igualar con ninguna otra campaña publicitaria. Ahora bien, si se limitan a valorar el éxito de esta edición atendiendo únicamente al número de visitantes (las fuentes más optimistas arrojan el dato de unos 155.000), estarían cometiendo el grave error de confundir calidad con cantidad. Si lo que se quiere es que la plaza esté abarrotada de gente cuatro días al año, para eso ya teníamos el botellón, que nos aseguraba el lleno absoluto todos los sábados y fiestas de guardar. Por lo tanto, el balance deber ir más allá de la frialdad de los números e incluir otros datos intangibles, tan determinantes o más que las propias cifras, para evaluar si se han cumplido las expectativas. 

   Sería de lerdos negar  el éxito de convocatoria, pero habría que replantearse el modelo de Womad que queremos. El actual, aunque aparentemente aparezca robusto y vigoroso, empieza a ofrecer síntomas de agotamiento. Pregunten ustedes a los cacereños, a ver cuántos de ellos se han dejado caer por la Plaza Mayor: la mayoría llegaban hasta Gran Vía, oteaban a la muchedumbre y daban media vuelta. Sin ir más lejos, un servidor y su grupo de amigos consiguió a duras penas alcanzar el Foro de los Balbos sorteando todo tipo de obstáculos. Después de tamaña odisea, a la vista de que el panorama no nos motivaba demasiado, volvimos grupas para terminar recalando en el Manómetro. Allí fuimos testigos, entre platos de bacalao a la dorada y tostas de pollo bañadas en torta del Casar, de cómo una extravagante cantante israelí se coronaba reina de Eurovisión. Por lo tanto, que está muy bien eso de que nos visiten de todas las partes del mundo, pero sin que ello suponga dar la espalda a los autóctonos. Womad sí, pero con condiciones y no a cualquier precio. Me temo que, si esto continua igual, el próximo año me veo en el Bartolo tragando pizzas a dos carrillos, con el murmullo de Los Niños de los Ojos Rojos sonando de fondo.