domingo, 3 de septiembre de 2017

Confesiones de un SEFOCUMA (III). Vida cuartelaria.


   La rutina diaria en el acuartelamiento Alférez Rojas Navarrete comenzaba con el toque de diana, a las siete en punto de la mañana. Era escuchar por megafonía los tres primeros tonos del trompetín, el último de ellos lánguido y perezoso, y saltábamos como resortes de las camas al tiempo que el imaginaria, somnoliento, se desgañitaba al grito de “¡¡Compañía, diana!!”. Cegados por los fluorescentes recién encendidos, el caos, los agobios y las carreras se apoderaban de las camaretas, tropezándonos los unos con los otros en un pandemonio que, bien pensado, era lo más parecido que veríamos a lo que se supone que sería el fragor de la batalla. Había quienes, previsores, los primeros días dormían con el mimeta puesto; otros, que no lo éramos tanto, confiábamos en nuestras habilidades para que no nos pillara el toro. Algunos, incluso, se levantaban diez o quince minutos antes de lo previsto, con el consiguiente mosqueo de los que aprovechábamos hasta el último momento para seguir con la oreja planchada. Y es que el tiempo era oro. Después del sobresalto inicial, aún tenían que pasar algunos minutos hasta que conseguíamos sacudirnos la modorra. Asaltábamos los lavabos y nos encarábamos ante unos espejos que reflejaban rostros entre reflexivos y preocupados, inquiriendo los motivos por los que nos habíamos metido en aquel follón. Después de afeitarnos a toda prisa, lo prioritario era encasquetarse cuanto antes los pantalones y las botas. Si al enemigo se le ocurría atacarnos por sorpresa, dispuesto a pegarnos un tirito entre ceja y ceja sin previo aviso, aparte de estar bien acicalados, más nos valía que nos pillara debidamente pertrechados con el equipo básico de combate. Si era cuestión de irse para el otro barrio, al menos que fuera con honor… y con las botas puestas, por aquello de la dignidad y todo eso, evitando en la medida de lo posible una muerte grotesca.


   Antes de bajar a la primera formación de la mañana, previa al desayuno, había que dejarlo todo en perfecto orden de revista. Nada de colgar en las literas las camisetas, gayumbos, calcetines y toallas, y ni mucho menos desperdigar las mochilas en lo alto de las taquillas. No se permitía ni una mota de polvo en unas camaretas que debían permanecer convenientemente ventiladas para evitar que aquello se pareciera lo más mínimo a una cochiquera. Mitigar el inevitable hedor desprendido por el factor humano en un recinto que acogía a decenas de reclutas, constituía una misión de muy difícil cumplimiento. Incurrir en faltas de ese tipo era indicativo de una actitud impropia, en cuanto que ello se traslucía en el pecado de la desidia, algo imperdonable para un soldado y motivo de castigo severo. El coraje en el campo de batalla tenía que correr parejo con una exquisita observancia en todo lo relativo al aseo personal, limpieza y mantenimiento del equipo, instalaciones y resto del material. Ya podías ser un lince durante las prácticas de tiro, desfilar con la vistosidad de un legionario o pasar la pista de obstáculos cual boina verde, que si luego descuidabas esos otros aspectos, de nada servía.

   
Las primeras horas de la mañana las dedicábamos a las actividades que requerían un mayor esfuerzo físico. Todavía recuerdo la primera vez que salimos al campo para hacer el orden de combate, donde adquiríamos las habilidades necesarias para aniquilar al enemigo en enfrentamiento cuerpo a cuerpo, a cara de perro. Después de una pequeña marcha a paso ligero, nos plantábamos en un terrero distante unos dos o tres kilómetros del cuartel. Nos solía acompañar el sargento Prendes, con su gorra calada hasta las cejas y cuya visera acariciaba unas gafas de sol estilo aviador que infundían por igual temor y respeto; siempre abierto de piernas como un compás y con los brazos cruzados sobre el pecho. Ésa era la pose con la que no paraba de darnos órdenes a grito pelado desde lo alto de una loma. Muchos nos preguntábamos cuántas veces habría visto el sargento La chaqueta metálica, pues el tipo bordaba el papel del despiadado Hartman. Y allí estábamos nosotros, echando los bofes, a la espera de recibir instrucciones concretas para convertirnos en auténticas máquinas de matar, provistos de nuestros cascos -yo he visto en las novatadas universitarias a estudiantes portar orinales en la cabeza con mayor elegancia de lo que lo hacíamos nosotros con los cascos en aquellas circunstancias-, mochilas, pecos y cetme. Con el asustadizo rostro camuflado bajo una espesa capa de pinturas de guerra, escudriñábamos al compañero que teníamos a nuestro lado en un esfuerzo por reconocer de quién coño sería el careto de ojos saltones que nos observaba con el miedo dibujado en la mirada. “¿Lusarreta, eres tú?”, se oía susurrar a alguien. “Ni de coña, tío, soy Torresano”, contestaba el aludido algo ofendido por el equívoco.
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   Pasábamos el rato entre culatazo vertical va, culatazo horizontal viene; que si enemigo a la derecha, que si enemigo a la izquierda; que si parada alta, parada baja… y todo el surtido de movimientos que se puedan ustedes imaginar. Aprovechábamos cualquier resquicio para recuperar algo de resuello, lo cual sucedía sobre todo cuando nos tirábamos cuerpo a tierra Tendrían que haber visto las boqueadas que pegábamos con tal de rellenar los pulmones con una buena ración de aire vivificador. Mientras el sargento Prendes nos daba pistas de por dónde se acercaría nuestro temido adversario -dispuesto, como no podía ser menos, a rebanarnos el pescuezo con toda solemnidad-, nosotros ejecutábamos los ejercicios correspondientes con el aplomo del que éramos capaces. Cuando nos ordenaban reptar o rodar, debido al desconocimiento de dónde teníamos que colocar correctamente el fusil, nuestros exhaustos cuerpos se llenaban de magulladuras causadas por los golpes que nos producíamos con la maldita bocacha apagallamas. Ese binomio de palabras no se me ha olvidado desde entonces. Con el cargador y las cachas tampoco nos llevábamos demasiado bien, aunque hay que reconocer que las lesiones eran de menor cuantía. Más de uno temimos por nuestra futura paternidad por culpa de aquellos leñazos en sálvase la parte. En cambio, incomprensiblemente, no nos preocupáramos demasiado cuando dejábamos de notar sensibilidad en el cuero cabelludo, merced a esos infaustos cascos que se nos clavaban como auténticos alfileres e impedían que pensáramos con la claridad de ideas suficiente como para que estuviéramos más pendientes del enemigo que de nuestro propio riego sanguíneo. 

   El caso es que, por unas causas o por otras, al cuarto de hora de empezar las prácticas de orden cerrado la mayoría ya estábamos para pocos trotes. En cuanto nos daban permiso para beber, echábamos mano de la cantimplora como almas que lleva el diablo. Y pensar que una sola gota de agua puede suponer la felicidad absoluta... Ante este panorama desolador, si el enemigo hubiera sido real y no ficticio, no habría tenido que dedicarse muy a fondo en tratar de liquidarnos durante aquellas sesiones camperas, puesto que nosotros solitos nos encargaríamos de alcanzar la línea de asalto en las condiciones más deplorables: unos porque no sentíamos los huevos y otros porque no sabían dónde tenían la mollera, el caso es que aquella panda de lisiados no hubiéramos conquistado ni el patio de recreo de un parvulario.

 
 A la vuelta de tamañas exhibiciones de ardor guerrero, desandábamos el camino recorrido recitando los típicos cánticos que nos insuflaran de moral suficiente como para llegar a la compañía sin mayor novedad que la de algún compañero desvanecido por el agotamiento. Sujetando el cetme como podíamos y arrastrando los pies llenos de ampollas con la cadencia que marcaban los versos que entonábamos con dificultad, entrábamos por las puertas del acuartelamiento con el orgullo de quienes habían superado una prueba más en el itinerario hacia la tan ansiada estrella de alférez. A veces era tal la fatiga, que más de uno pensábamos para nuestro coleto que al carajo aquéllo del honor y la gloria, y se nos pasaba por la sesera derrumbarnos como un saco de arena para que nos recogieran en vehículo, ahorrándonos así algún que otro kilómetro de agonía. Pero ante ese deseo chapucero se imponía el deber de sacrificio. Ya podíamos ir a rastras, sin una micra de oxígeno que mitigara nuestra angustia, que si alguno finalmente se desplomaba yo les aseguro que era más producto del síncope que del engaño. Después de romper filas, íbamos hasta las camaretas molidos como perros, satisfechos y animosos ante la perspectiva de que al día siguiente la tortura sería menor.


   Una de las actividades más importantes de nuestra formación militar se centraba en el orden cerrado, algo así como el arte y la ciencia por los que se adquiere la destreza necesaria para desfilar y realizar movimientos -con o sin armas- con la distinción y el realce exigidos a un futuro oficial de infantería. Disciplina menos sufrida que la del orden de combate, pero que también suponía un cierto desgaste físico. A pesar de todo, la cosa era bastante más relajada que cuando pegábamos barrigazos en el campo. “¡Somolinos, qué le pasa, ¿es usted disléxico?! He dicho ‘izquierda’, no ‘derecha’. Me da nota”. “¡Merchán, como no coja usted el paso le voy a meter un paquete de hostia! Me da nota también”. “¡Señores, quiero ver esos cetmes asomando por encima del hombro; que parecen pollas flácidas, coño!”. Esas eran las lindezas con las que nos motivaban. Pero el pifostio lo montábamos cuando oíamos la voz preventiva de ‘media vuelta’: desde que se anunciaba hasta que se ejecutaba la orden, las gotas de sudor brotaban a espuertas por los poros más insospechados. La mayoría sabíamos que la íbamos a cagar,  por mucho que nos esforzáramos en representarnos mentalmente lo de ‘patada, giro por la derecha y patada de nuevo’. No había manera. Si el brigada Fermín, el sargento Prendes, el teniente San Miguel o el alférez Serna querían putearnos de verdad, sólo les bastaba con pronunciar aquellas dos palabrejas para que se frotasen las manos y se pusiesen a pedir notas como locos. Era un espectáculo inenarrable asistir a la descomposición de las secciones. Tengo que reconocer que aquellas jornadas en la explanada de desfiles fueron gloriosas e inolvidables, aunque supongo que los mandos no pensarían lo mismo. Siempre guardaré la imagen del brigada retorciéndose el bigotazo mientras, cabizbajo, no paraba de realizar movimientos de desaprobación ante el desastre que contemplaba. Realmente parecía que éramos malos de solemnidad, algo así entre lo patético y lo esperpéntico. Lo bueno era que teníamos un amplio margen de mejora...

viernes, 18 de agosto de 2017

Confesiones de un SEFOCUMA (II). Llegada a Rabasa y toma de contacto.





    El grueso principal de la expedición arribó a Alicante a última hora del domingo. La antigua Akra Leuké cartaginesa, que sirviera de punta de lanza para los planes de conquista que el imperio púnico reservaba para la Península Ibérica, se encargó de recibir con los brazos abiertos a una nueva promoción de Alumnos Aspirantes a Alférez, nomenclatura con la que se nos designaba en los centros de formación castrenses. Acompañados por la soledad de la noche, bajo un luminoso manto de estrellas y con el castillo de Santa Bárbara asomando en lo alto del monte Benacantil como testigo de excepción, nos dirigimos al acuartelamiento cansados y nerviosos. En esa primera toma de contacto ya dio la cara uno de nuestros principales enemigos, que bien se encargaría de hacer estragos durante aquellos dos meses: la humedad. Quienes más la padecimos fuimos los oriundos de climas secos; podíamos aguantar el calor con entereza, pero eso de estar todo el día sudando la gota gorda era harina de otro costal. Nos minaba las fuerzas y la moral hasta tal extremo, que a veces sufríamos más por ese motivo que por el propio rigor de la preparación física.

    Llegamos al acuartelamiento en taxis y autobuses urbanos. En cuanto alcanzamos a divisar el blanco intenso de la muralla que rodeaba al recinto, coronada por almenas y salpicada cada ciertos metros de recias garitas, comprobamos que había más camaradas esperando en el cuerpo de guardia. Los saludos y presentaciones se sucedieron con regocijo y emoción, en un alarde de abrazos y palmadas en la espalda difíciles de igualar. La entrada principal, con su barrera de seguridad flanqueada por dos arcaicas piezas de artillería, representaba el rubicón que se interponía entre el plácido universo que estábamos a punto de abandonar y la cruda realidad que nos aguardaba. Cuando el suboficial de cuartel creyó oportuno que allí ya estábamos estorbando, decidió que era el momento propicio para conducirnos a los barracones donde se ubicaban las compañías. En ese trayecto algunos ya empezamos a acongojarnos. Mientras caminábamos al encuentro de lo que se convertiría en nuestro futuro hogar, me sorprendí a mí mismo preguntándome si no habría sido mejor haberme quedado en Cáceres haciendo fotocopias en cualquier servicio de reprografía de cualquier instituto de enseñanza secundaria o, mejor aún, en la conserjería, dedicado a la ardua tarea de apretar el timbre para avisar al alumnado de los recreos y de los cambios de clase. No en vano, esa era la mili que estaban haciendo algunos de mis amigos. Y sin embargo, allí estaba yo, a casi setecientos kilómetros de casa por el prurito de mantener intactas lo de las convicciones personales
 

    Memorable y solemne fue el momento en que accedimos por primera vez a las compañías. Por todas partes colgaban cuadros y emblemas con motivos militares -como no podía ser menos-, así como leyendas enmarcadas con referencias a alguna que otra gesta heroica de un pasado no muy remoto. Cada compañía contaba con su propio edificio, unos mazacotes de doble altura, más bien estrechos y alargados. La planta baja solía albergar la oficina -que hacía las veces de despacho del capitán-, la armería, los vestuarios de mandos, una sala de reuniones y otra para charlas y conferencias. La planta superior acogía las camaretas y los servicios de la tropa. Las literas y las taquillas se sucedían perfectamente alineadas a lo largo y a ambos lados. Tanto las instalaciones como el mobiliario parecían de la época antediluviana. Tengo para mí que si no fuera por el esmero que las diversas promociones de reclutas ponían en su conservación y mantenimiento, aquello bien podría convertirse en pasto de la codicia de un fondo buitre árabe, o en la anhelada mercancía con la que atestar la flota de furgonetas del Centro Reto. Mano de obra competente y barata que nos afanábamos en el milagro de evitar que todo aquello deviniese en ruina.


    Cuando nos dieron permiso para subir a las camaretas, ya pululaba por allí otro nutrido grupo de compañeros. Otra vez tuvo lugar el ritual de saludos, que no dejaría de repetirse cada vez que se nos unían nuevos rezagados. La pregunta que hacía furor era la de “¿Y tú de dónde eres?”, seguida de un sincero abrazo si la respuesta coincidía con la de tu región de procedencia. En tal caso, aumentábamos un grado más el nivel de intimidad para interesarnos por la carrera que habíamos estudiado o para saber si alguno de nuestros familiares formaba parte de las Fuerzas Armadas, de la Policía Nacional o de la Guardia Civil. Para estos menesteres -como en casi todo, la verdad sea dicha- la policía local no constituía mérito que poder alegar. Ya podía ser uno hijo, hermano, nieto o sobrino de todo un inspector jefe de ese glorioso cuerpo, que eso allí valía tanto como un pinche de cocina en El Bulli.


    No hicimos más que aterrizar y ya nos topamos con nuestras primeras dificultades. Me refiero a la embarazosa situación de tener que meter en las taquillas todo aquello que se suponía que deberíamos distribuir en aquellos armatostes de chapa. Evidentemente, no hacía falta ser ingeniero de caminos para salir airosos del trance, pero la cosa tenía su miga y requería de cierta pericia. Si nos descuidamos, poco menos que tiramos de escuadra y cartabón. Y si ya nos las vimos canutas para colocar la ropa de paisano, imagínense el drama que constituía buscar hueco para la uniformidad y el resto de material militar que todavía debían proporcionarnos. Algunos se las ingeniaron bastante bien; se ve que manejaban el tetris con soltura. Otros, en cambio, sufrimos más de la cuenta para que el asunto adquiriera un estado más o menos decoroso. Dicho lo cual, ello no fue obstáculo para que siempre encontrarámos alguna cavidad destinada a botellines de agua, tetrabriks de zumos, batidos, paquetes de galletas, bocadillos y demás viandas. Con imaginación y paciencia, todo era posible. Estos ojitos han visto apilados en las repisas de aquellas taquillas toda clase de productos comestibles, incluyendo torta del Casar, butifarra catalana o queso manchego. Así la peste que desprendían algunas nada más abrirse… Hay economatos que no disponían, ni por asomo, de la variedad de género que allí se exhibía.


    Para ir ganando tiempo, esa primera noche nos tomaron la filiación y, en función de nuestros apellidos, nos distribuyeron por compañías. A mí me correspondió la tercera sección de la veintiuna compañía, con el capitán Herrero al frente, auxiliado por el brigada Fermín y el sargento Prendes. Si no recuerdo mal, a las veintitrés horas, y con casi todo por hacer, oímos nuestro primer toque de silencio. Para qué mentir: no pegué ojo. Cada dos por tres nos levantábamos con toda clase de cautelas para ir al servicio a aliviar la vejiga, y si daba la casualidad de que coincidíamos con otro noctámbulo, cruzábamos alguna consideración del tipo “¿qué tal lo llevas?”. Las horas se hicieron interminables, entre los suspiros de la mayoría y los ronquidos de unos pocos. Porque esa es otra: dichosas las criaturas que visitan a Morfeo sin dificultad, porque de ellos será el reino de los cielos. Me acuerdo de un canario -Mendoza Reyes, si no me equivoco- que dormía en la cama de abajo de mi litera y que era el terror de mi camareta y de las adyacentes: a los cinco segundos de tumbarse, su aparatosa respiración, por decirlo finamente, comenzaba a taladrarnos los oídos. Por el bien de nuestra salud, no tuvimos más remedio que acudir a la artimaña de turnarnos para tenerlo entretenido con conversaciones de lo más banales con tal de que los demás pudiésemos coger el sueño antes que él. “Canario, ¿cómo se ha dado el día; te han puteado mucho?”, le preguntábamos entre miradas cómplices, haciéndonos los interesantes. A ninguno nos importaba un adarme cómo le había ido el día –allí cada palo aguantaba su vela como buenamente podía-, pero mientras permitíamos que se explayase, el resto acomodábamos la almohada y empezábamos a pillar la postura. Por su parte, el encargado de darle palique alargaba la farsa lo máximo posible para, una vez rendido, dejar al otro con la palabra en la boca a las primeras de cambio. Doy por hecho que el muchacho no se percataría del ardid, porque ni él nunca comentó nada al respecto ni nosotros nos encargamos de desvelárselo.

 
A la mañana siguiente, pálidos por el insomnio y con las bolsas de los ojos hinchadas y cercadas por un tono violáceo de lo más llamativo, nos formaron a las puertas de la compañía para ir a desayunar. Todavía vestidos de civiles, aquélla fue, todo lo suigéneris que se quiera, nuestra primera formación. Excepto para acudir a las letrinas, formábamos para casi todo. Después de reponer fuerzas en los comedores, recalamos en los hangares de logística, donde, por fin, nos hicieron entrega del material. Con las cajas a cuestas, nos distribuyeron por hileras en una explanada cercana para que comprobásemos que no faltaba de nada: mientras un cabo primero, listado en ristre, iba nombrando una prenda tras otra, nosotros levantábamos la mano con el artículo en cuestión para que se cerciora de que, efectivamente, aquello que alzábamos se correspondía con lo que él acaba de decir. Creo que pocos consiguieron las prendas de su talla, así que en cuanto llegamos a las compañías empezamos a intercambiarnos botas, boinas, gorras, pantalones, chaquetas, etc, etc. Aquello era lo más parecido a un mercadillo, voceando a los cuatro vientos lo que unos buscaban y a otros les sobraba. Todo ello para que no hiciéramos demasiado el mamarracho a la hora de portar el atuendo con la marcialidad, propiedad y corrección exigidos por las ordenanzas.


    La cosa ya empezaba a tomar el cariz que se presuponía, tanto que a nuestros instructores les entró la prisa por mandarnos -a la puta carrera, por supuesto- a que dieran buena cuenta de nuestras pobladas cabelleras. El peluquero resultó ser un gaditano con el gracejo típico de aquellas gentes. Entre el instrumental propio de su profesión había un bonito juego de tijeras que supuse utilizaría en exclusiva para trasquilar a los mandos porque, lo que a nosotros se refiere, solo hizo uso de la maquinilla eléctrica, sin compasión y con una soltura que daba gusto verlo. No hay mejor metáfora que simbolice el desmoronamiento espiritual de un hombre que aquellos mechones de cabello cayendo pausadamente a nuestros a pies. Al regresar a la camareta de aquella guisa, los presentes se nos quedaban mirando con extrañeza, preguntándose quién sería aquel fulano que acaba de aparecer con cara de panoli. Y es que una testa rapada cambia tanto las facciones que termina por mudarle a uno hasta la expresión del rostro: lo que antes era una nariz normalita, ahora aparecía aguileña y desafiante; el que tenía unas orejas medio en condiciones, ahora emergían desplegadas en todo su esplendor...

martes, 15 de agosto de 2017

Confesiones de un SEFOCUMA (I). La partida.

   El miércoles de la semana pasada recibía, a media tarde, una llamada telefónica de mi primo Víctor en la que me comunicaba con algo de suspense una noticia muy esperada: su hijo Iván, soldado profesional desde hace dos años, el último de ellos como alumno en la Residencia Militar “Virgen del Puerto” de Santoña, había salido boletinado entre los que, con carácter provisional y a la espera de improbables reclamaciones, han aprobado para acceder a la Escala de Oficiales del Ejército de Tierra. La alegría que ello ha provocado en el núcleo familiar ha sido inmensa, indescriptible, acompañada del orgullo propio que la ocasión merece. Al final, el esfuerzo de Iván se ha visto recompensado con creces. Nadie más que él sabrá realmente lo que ha tenido que luchar para lograr esa meta tan apetecida y, al mismo tiempo, tan complicada de alcanzar. Pues bien, esta buena nueva ha constituido la espoleta necesaria para decidirme a escribir una serie de relatos sobre mi periplo en las Fuerzas Armadas -sí, yo también hice la mili-, lo cual ha supuesto un ejercicio de regresión de dieciocho años atrás, con el peligro que ello conlleva en cuanto a las más que posibles imprecisiones de fechas, nombres, y acontecimientos. A pesar de ello, me propongo reconstruir literariamente una etapa de mi vida, corta pero intensa, marcada por la ilusión ante lo desconocido, el sacrificio físico e intelectual, la férrea disciplina, el espíritu de superación, la solidaridad, el compañerismo y la camaredería.

   En septiembre de 1998, una vez terminada la carrera de Derecho, tomé la decisión de hacer el servicio militar -por entonces todavía obligatorio- a través de las llamadas “milicias universitarias”, conocidas en mi época bajo la denominación de SEFOCUMA (Servicio para la Formación de los Cuadros de Mando). Se trataba de la posibilidad de cumplir con el deber de defender a la patria -los licenciados universitarios, con el empleo de alférez; los diplomados, con el de sargento- una vez superadas las pruebas médicas, físicas y psicotécnicas correspondientes. Antiguamente se realizaban durante varios veranos consecutivos, pero en mi época se unificaron en un sólo período de nueve meses divididos en dos fases: una inicial de tres meses de formación e instrucción militar, y una segunda de seis meses de prácticas en la unidad escogida en función del escalafonamiento resultante de la evaluación obtenida en la primera de las fases.

   No habiendo sido sorteado como excedente de cupo y sin enfermedad o causa impeditiva que alegar a efectos de ser declarado exento o inútil, yo tenía claro que quería hacer la mili, a pesar de que muchos de mis amigos se decantaron por la prestación social sustitutoria. La excepción la personificaba Rina, actual capitán de infantería y que por aquel entonces ya lucía los galones de sargento; lo suyo fue vocacional y lo tuvo claro desde siempre. Sin embargo, hubo otros que, temerosos de la dureza y severidad cuartelarias, y con el fin de escurrir el bulto, no se cansaron de solicitar prórrogas de estudios hasta que la mili dejó de ser obligatoria -año 2001-; así como otros que acudieron a métodos más expeditivos y se inventaron, con la coartada del médico de turno, alguna afección que les librara de tan engorrosa obligación. En mi caso, llevado por un componente de tradición familiar y otro de convicción personal, no vacilé en enfundarme el traje de campaña que con anterioridad ya habían vestido mi padre, mi hermano Eufronio y mis primos Víctor, José Manuel y José Luís -este último en Infantería de Marina-. El caso de mi hermano es llamativo puesto que, con solo diecisiete años, se enroló en el ejército bajo la extinta modalidad del Voluntariado Especial, paso previo a su objetivo final de aprobar para la guardia civil a través del cupo de plazas reservadas para los militares profesionales, algo que consiguió al cabo de los dos años de alistarse.

  Hasta el último curso de carrera no tuve conocimiento de la existencia de las milicias universitarias y, puestos a elegir, prefería pegar barrigazos como futuro alférez que como soldado raso. También, por qué ocultarlo, había un componente crematístico muy a tener en cuenta: si de soldado se cobraba la ridícula cifra de 1.500 pesetas al mes (9 € ), de alférez nos correspondían unas 110.000 (660 €), incentivo más que suficiente por si me cabía alguna duda al respecto. Así que, con el título de licenciado en Derecho recién estrenado, dediqué casi un año a preparar las pruebas teóricas y físicas. Donde más plazas se ofertaban era en el Arma de Infantería, opción por la que me decanté tras superar los exámenes. En la Subdelegación de Defensa de Cáceres me informaron del planning: debería incorporarme al Acuartelamiento Alférez Rojas Navarrete de Rabasa, Alicante, el primer día hábil de septiembre de 1999. Allí pasaría las primeras ocho semanas de instrucción. Una vez concluido ese ciclo, me esperaba el reto de la temida Academia de Infantería de Toledo durante todo un eterno, gélido y doliente mes de noviembre para, finalmente, elegir destino en el Regimiento de Infantería Mecanizada Saboya nº 6, unidad integrada en la Base General Menacho de Badajoz. Pero vayamos por partes. 


   Desconozco los motivos, pero no mantengo en la retina la despedida que, a buen seguro, me tributaron mis padres y hermanos. Doy fe de que se produjeron las típicas escenas luctuosas, pero no conservo esa estampa en el archivo de mi memoria. De cualquier forma, no iría muy desencaminado si imaginase a mi madre soltando alguna que otra lágrima, a mi padre dándome ánimos para arrostrar las dificultades venideras y a mis hermanos deseándome suerte para afrontar con buenas dosis de valor el nuevo horizonte que se abría ante mis ojos. Ni siquiera me acuerdo de los días previos a mi marcha, cuando se supone que debería estar, si no nervioso, sí inquieto ante el temor de pisar un terrero totalmente ignorado para mí. Nada de nada. Poco menos que parecía que me iba de campamento con los boy scouts. Ahora bien, lo que antes no me había quitado el sueño ni provocado desasosiego alguno, quedó compensado con las pesadillas que, al cabo del tiempo, me seguían originando las penalidades experimentadas durante esos tres meses de academia. Con posterioridad he vuelto a coincidir con algunos compañeros de promoción -Bonilla y Quico Torres, fundamentalmente- y ninguno sabemos a ciencia cierta cómo salimos mentalmente indemnes de aquel trance, porque aquello fue como para haberse vuelto loco. Y es que nos las hicieron pasar putas, sobre todo durante el tétrico mes que pasamos en Toledo. Hubo incluso un compañero al que, estando aún en Rabasa, le tuvieron que dar la blanca porque se le estaba yendo la chaveta: sudaba la gota gorda y se echaba a temblar, literalmente, cada vez que un mando se dirigía a él pegando voces -los mandos, claro está, no paraban de darnos órdenes a grito pelado-, y de madrugada nos sobresaltábamos cada vez que la pobre criatura no paraba de pegar alaridos en la camareta. La mayoría nos hacíamos los dormidos y, al mismo tiempo que nos compadecíamos de él, tratábamos de coger el sueño lo antes posible porque al día siguiente nos esperaría una dura jornada.

   Para no tener que pegarme la paliza de hacer el viaje Cáceres-Alicante del tirón, el fin de semana previo al de mi incorporación a filas hice una parada en Madrid, acompañándome a tal efecto algunos de mis amigos de Cáceres: si no recuerdo mal, vinieron Regidor, Fraile, Alfonso y Barquero. Nos quedamos en casa de Chema, otro amigo emigrado a la capital por motivos profesionales y que por aquel entonces compartía piso junto a tres colegas más, también extremeños, que comenzaban su andadura laboral en ese caos que es Madrid. Así que allí nos apoltronamos como pudimos. Todavía rondan por mi cabeza vagos recuerdos de la noche de aquel sábado y, sobre todo, de la mañana siguiente, debido a alguna que otra anécdota que sigue saliendo a relucir cada vez que nos reunimos. Y es que, en contadas ocasiones, pedir que te preparen un simple Cola Cao puede conducir a una descomunal batalla dialéctica si quien lo solicita es un hombre y la impelida una mujer que cree ver intrincadas connotaciones machistas donde no hubo mala intención. Después de una noche de parranda, y en previsión del agotador viaje que me aguardaba, no estaba uno por la labor de mantener enfrentamientos absurdos, así que supongo que decidí reservar fuerzas y que no tuve reparo en levantarme y prepararme un desayuno como Dios manda, acompañando al Cola Cao de marras de un sabroso zumo de naranja y de un par de tostadas untadas con mantequilla y mermelada.

   Aquella mañana dominical de mi partida, con el cuerpo resentido por la falta de descanso y la mente somnolienta por la escasez de sueño, me presenté en la estación de autobuses de Conde Casal para tomar el primer Auto-Res rumbo a la ciudad portuaria de Alicante. Saltaba a la vista, por los enormes macutos que llevábamos a cuestas, que éramos varios los que en aquel trayecto encaminábamos idéntico destino, sin apenas sospechar que estábamos a punto de adentrarnos en un auténtico campo de minas que puso a prueba tanto nuestra integridad física como psicológica. Puedo asegurar que los que íbamos todavía con la empanada mental típica de quienes habíamos estado siempre bajo el confort y la protección de nuestros padres, maduramos de golpe y porrazo justo en el instante en que cruzamos la barrera de seguridad de Rabasa y nos detuvimos en el puesto de control. A partir de ahí tendríamos que acostumbrarnos a un régimen dispuesto a extraer de nosotros hasta la última gota del ardor guerrero que se presuponía a todo infante del Ejército de Tierra. Y vaya que si nos la sacaron...

domingo, 13 de agosto de 2017

Sueños de un torero


   No hay nada mejor que un sábado en plena canícula agosteña, y con un puente a la vista, para que uno pueda pasear a sus anchas por los centros comerciales, sin los agobios típicos de un fin de semana ordinario, esos en los que no tenemos reparos en tomar al asalto las grandes superficies como si nos fuera la vida en ello, como si en lugar de ir a gastarnos el dinero nos fueran a regalar aquello que nos cuesta un ojo de la cara. El caso es que ayer por la mañana daba gloria bendita caminar por el Faro de Badajoz. Iba con aire distraído, fijando mi atención en los escaparates por si todavía quedaba algún chollo de última hora, sorprendido de no tropezarme cada dos por tres con los demás consumidores que tuvieron la misma ocurrencia de matar el tiempo dejándose media nómina en el Primark. Porque ésa es otra: no sé por qué me da a mí que la única tienda que funciona en condiciones en el Faro es el Primark. Entre éstos y los del Ikea andan marcándonos tendencias en la vestimenta y en la decoración del hogar. No hay más que salir a la calle y, por poco observador que seamos, no tardaremos en percatarnos de que parecemos clones, de que todos vamos pertrechados con los mismos pantalones, polos, camisas, camisetas, zapatillas y demás complementos. No me extraña que nos quedemos atónitos cuando nos cruzamos con alguien vestido con trapos que no nos suena haber visto en las estanterías del Primark, Zara, Spingfield o Pull & Bear; le entran a uno ganas hasta de pararle en mitad de la calle para darle nuestra más sincera enhorabuena y alabar su gusto. Y ya no les cuento si nos da por visitar la casa de algún amigo o familiar, donde no tendremos que esperar a llegar hasta la habitación de matrimonio para darnos cuenta de que las lámparas que cuelgan del techo o la mesa de la cocina los han adquirido en la firma sueca. En fin, es lo que tiene la globalización y el capitalismo salvaje. 



   Cuando se va a un centro comercial, normalmente se hace por dos motivos: el primero y más elemental, para dejarnos como mínimo un par de billetes de veinte euros en comprar productos que, la mayoría de las veces, no necesitamos; el segundo, y no menos frecuente, porque hayamos quedado con alguien. En mi caso, ayer se cumplieron a pies juntillas esos dos objetivos, con la salvedad de que mantuve la cartera intacta, más allá de un par de refrescos con que aliviarnos de la calor. Lo que de verdad me llevó al Faro fue reencontrarme con Pilar, una amiga de Monesterio a la que no veía desde diciembre pasado. Nos citamos en la famosa fuente, esa misma en la que te puedes topar con alguien de tu pueblo al que hace semanas que no ves y que, por esos caprichos del destino, también anda por allí al acecho de pescar algo en las rebajas. Pilar -tan alta y tan rubia, con ese deje sevillano que acentúan su gracia y su salero- iba acompañada de una de sus hermanas y del hijo de ésta última. En tiempos ya me había comentado que tenía un sobrino que traía a toda la familia por la calle de la amargura porque el muchacho quiere ser torero. Efectivamente, en cuanto le vi me di cuenta de sus hechuras: alto, de fina estampa, piel morena, mirada serena, ademanes sobrios y armoniosos, porte serio y con las cosas claras desde los nueve años, edad a la que, después de asistir a un festejo taurino con su padre, le reveló sus designios. Lo primero que hice al estrecharle la mano fue mostrar mis respetos por alguien que tiene la ilusión puesta en formarse para dedicarse a una profesión en la que la muerte puede aparecer en cualquier momento como invitada inesperada. Profesión que, por desgracia, no cuenta hoy en día con la comprensión de quienes están dispuestos a prohibir todo aquello que no sea de su agrado, no se sabe muy bien si por convicción personal o por otro tipo de razones más espurias.



El municipio pacense de Monesterio tiene que sentirse orgulloso de que uno de sus paisanos pasee su nombre por la geografía española. José Antonio Delgado Gómez, que así es como se llama el zagal, cuenta tan solo con diecisiete años. Hace uno que ingresó en la Escuela de Tauromaquia de Badajoz y el día de su alternativa como novillero, el 15 de mayo en Entrín Bajo, ya saboreó las mieles del triunfo saliendo a hombros por la puerta grande. Algo menos de dos meses después vuelve a repetir éxito en Cabeza la Vaca, en esta ocasión arropado por los espadas Manuel Díaz ‘El Cordobés’ y Manuel Jesús ‘El Cid’. Y es que José Antonio ‘Monesterio’ ya apunta maneras. Por lo poco que hablé con él, tiene metido entre ceja y ceja que quiere triunfar en el mundo de los toros y que es consciente de la dureza de su profesión y de los sacrificios que deberá afrontar hasta alcanzar la meta deseada. Él mejor que nadie sabe de las dificultades que va encontrarse por el camino, pero eso no es impedimento para que durante su aprendizaje disfrute y se ilusione con la pasión propia de un soñador con los pies en la tierra. A buen seguro que Luis Reina y Luis Reinoso  ‘El Cartujano’, sus maestros en la escuela de tauromaquia, sabrán sacarle el arte y la sabiduría que atesora para que, en un día no muy lejano, mientras espera en el callejón a que suenen clarines y timbales previos al paseíllo, pueda compartir cartel con sus admirados Perera y Manzanares. Espero que esa tarde de gloria, en el marco incomparable de una plaza abarrotada, el respetable no se canse de enarbolar pañuelos al aire al grito de “¡torero, torero!”. Desde aquí, solo me queda desearle que su esfuerzo y el sacrificio de sus padres den los frutos apetecidos; que mantenga la cabeza fría y evite las distracciones propias de su edad para que, más pronto que tarde, podamos verlo vestido de luces y dirigirnos a él con un... "¡suerte, maestro!". 

lunes, 20 de marzo de 2017

La lideresa que surgió de la nada

   
   ¿Quién es Susana Díaz? ¿Quién es esta señora que aspira a liderar al PSOE a nivel nacional y, así, unir su nombre a los del descerebrado de Pedro Sánchez, al del taimado Rubalcaba, al del planetario Zapatero o al del estratega Felipe González? ¿De dónde ha salido la actual presidenta de la Junta de Andalucía? ¿Quién es la mujer que ansía medir sus fuerzas junto a las del mencionado Pedro Sánchez y a las del desagradecido Patxi López - ese cuyo único hito en política es ser hijo de su padre, el histórico Eduardo López Albizu “Lalo”, y que cada sillón institucional logrado se lo debe a terceros- en una guerra sin cuartel en la carrera hacia la secretaría general del PSOE? ¿Qué virtudes posee la que, según todas las encuestas y opiniones autorizadas, puede llegar a ser la primera mujer presidenta de España? Demasiadas incógnitas las que se ciernen sobre esta trianera que, de cumplirse los pronósticos, puede convertirse en la candidata que le dispute a Mariano Rajoy el inquilinato de la Moncloa. Analicemos, pues, los méritos, de una criatura que tardó la friolera de diez años en sacarse la carrera de Derecho - se cree que el amigo Pepiño Blanco sigue en ello; es de esperar que el día menos pensado obtenga también su título universitario- y que no ha cotizado a la Seguridad Social como trabajadora por cuenta ajena o propia ni un solo día de su vida, entretenida como estaba en coleccionar a toda costa cargos políticos.


   Susana Díaz era un personaje anónimo para el gran público, uno de esos politiquillos de medio pelo que se sienten más a gusto en un discreto segundo plano, alejados del foco mediático pero con igual o mayor capacidad de decisión que los que se matan por figurar en primera fila, hasta que llegó el imputado Griñán y le confió las riendas de la Consejería de Presidencia e Igualdad de la Junta de Andalucía en mayo de 2012. Hasta ese momento su carrera había sido meteórica a la par que desconocida. En 1999, a la tierna edad de 26 años, es nombrada concejala del ayuntamiento de Sevilla, cargo en el que se mantiene hasta el 14 de marzo de 2004, fecha en la que consigue el acta de diputada en las elecciones que gana el inefable ZP. En la Carrera de San Jerónimo se tira cuatro años sin que se le recuerde intervención alguna digna de mención. A principios de 2008 deja los madriles y pone rumbo al parlamento andaluz: entre ese año y el 2012 calienta el escaño, sin más, y encima -supongo que como premio al trabajo bien hecho, a su valía y dedicación- también tiene tiempo para que la nombren senadora, cargo efímero que ocupa entre el 21 de diciembre de 2011 y el 6 de mayo de 2012. Al día siguiente de este cese, el 7 de mayo, Griñán le concede la cartera de Presidencia e Igualdad en el gobierno de coalición que forma junto con IU-Andalucía. Finalmente, tras la renuncia de su mentor político, accede a la presidencia de la Junta el 7 de septiembre de 2013. Por lo tanto, he aquí a un portento de mujer que se ha dedicado a rodearse de los afectos e influencias necesarios para concatenar la retahíla de cargos públicos que han terminado por encumbrarla a la primera línea de la política. Esta señora, de la que prácticamente no sabíamos nada hace escasos cuatro años, es la que parte el bacalao en el PSOE. Ésta es la figura de relumbrón, el pilar sobre el que se pretende reconstruir un partido que ha perdido el norte, que anda a navajazos entre las distintas banderías que lo conforman y en el que una parte importante de su electorado ha abandonado su ideario socialdemócrata para echarse en brazos de la más deleznable demagogia populista. 
   
Un partido político como el PSOE, absolutamente necesario para garantizar la estabilidad de una democracia que está siendo vilmente hostigada por la desvergüenza de una extrema izquierda digna de épocas pretéritas, corre el serio riesgo de elegir a los líderes equivocados para afrontar su imperiosa regeneración. No es cuestión de decantarse por lo menos malo, que de aídos pajines estamos ya escarmentados, sino de tener la suficiente altura de miras como para otorgar el bastón de mando a quien demuestre la preparación necesaria para encarar con probabilidades de éxito los retos que se avecinan. La desgracia del PSOE, entre otras muchas, es que no se atisba en el horizonte inmediato ninguna figura de renombre que les saque del atolladero en el que les ha metido -con la inestimable anuencia de sus dirigentes, simpatizantes, afiliados y votantes- uno de los políticos más nefastos que ha dado este país: Pedro Sánchez, ese encantador de serpientes al que sus propios compañeros de siglas tuvieron que apear del camino ante los insospechados derroteros que tomaba la cosa. Susana Díaz no es el remedio a todo este embrollo; al contrario, se va a erigir en un error más dentro de ese fracaso colectivo en el que anda enfrascado el principal partido de la oposición, tan falto de ideario como sobrado de escándalos. Si lo mejor que tiene el PSOE para oponer al Partido Popular es la campeona del paro de una Comunidad Autónoma corrompida hasta la entrañas por el escándalo de los ERE, entonces el PSOE -y, por extensión, España- tiene un grave problema. Que sigan buscando porque esa no es la solución. Podrá serlo a corto plazo, a modo de remiendo transitorio, pero ni mucho menos servirá para reparar la crisis interna que amenaza con llevar al socialismo a su mínima expresión.

viernes, 10 de marzo de 2017

Casa Suárez

   

   Hacía demasiado tiempo que no veía a Carrachi, por eso me alegré enormemente cuando, a principios del mes pasado, me propuso que quedáramos con otros amigos para cenar el sábado que mejor nos conviniera a todos. La fecha elegida fue hace una semana, en el Manómetro, en el céntrico Paseo de Cánovas. Para la ocasión creamos, cómo no, el consabido grupo de whatsapp para dejar constancia de las incidencias que se fueran produciendo hasta que se acercase el momento. Llegado el día, cuando me presenté en el local acompañado de Jorge -Barquero se unió a nosotros un poco más tarde-, en cuanto vi a Juanma nos fundimos en un sincero y emotivo abrazo, de esos en los que no hay duda de que te alegras de verdad de ver a esa persona. Después de las palmadas en la espalda y de los saludos protocolarios, de interesarnos por la familia y por el trabajo, y antes incluso de pedir la primera cerveza de la noche, Juanma me dio una noticia que me tuvo paralizado durante unos instantes, incrédulo ante lo que acababa de escuchar. “¿No sabes que ha cerrado Suárez?” Inesperadas palabras que sacudieron con violencia una parte de mi ser. Me lo quedé mirando fijamente, inquisitivo, sopesando su significado y trascendencia. 


   Casa Suárez es un emblema en Malpartida de Cáceres. Situado en la plaza mayor, sus puertas han permanecido abiertas durante casi treinta y cinco años, tiempo más que suficiente para que los malpartideños hayan disfrutado de uno de los establecimientos con más solera del pueblo. Su típica fachada, con el escudo de armas dándote la bienvenida bajo un dintel coronado por un pequeño tejado a modo de ornamento, es lo primero con lo que se encontraba la clientela. Una vez dentro, te topabas con la imponente estampa de Alonso y su enorme sonrisa, su amabilidad, su educación; siempre alegre, siempre dicharachero, sirviendo copas y poniendo tapas con la eficiencia que dan los años y la pasión por lo que haces. Si tenía un mal día, que los habrá tenido, los parroquianos no se lo notábamos, y eso es muy de agradecer porque muchos acuden a acodarse a la barra de un bar precisamente para olvidarse por un momento de sus problemas. Apurabas tu consumición a pequeños sorbos -que es como mejor saben las cosas, como las caladas de un cigarro-, dabas cuenta de la tapita de rigor, cambiabas impresiones sobre la caza, la pesca, el fútbol, la política y demás zarandajas y te ibas para casa reconfortado por haber pasado un rato agradable en buena compañía.


   Con mi mala memoria sería un milagro por mi parte que me acordara de la primera vez que entré en Casa Suárez. Por aquel entonces, mediados de los ochenta, Alonso no estaba solo; contaba con la compañía del involvidable Pablín, su hermano del alma: su imagen aparece algo difuminada en mi memoria, aunque su recuerdo es imborrable. Formaban un tándem que marcó época. Como digo, no sabría precisar esa primera vez en que mi escuálida figura cruzó aquél umbral, aunque no iría muy desencaminado si afirmara que sería un domingo cualquiera, previo paso a oír misa. Después de los sermones de don Román no existía nada mejor que bajar correteando hasta la plaza, hacer un rodeo hasta la confitería de Choni -a la que, por cierto, no se le ha rendido el reconocimiento que merece- para pertrecharnos de un buen puñado de chucherías, y acercarse luego hasta Suárez para pedir un refresco con el que saciar el gaznate. No sé por qué, pero Suárez siempre era el primer bar de la plaza en el que hacíamos parada y fonda. Y allí nos sentábamos con nuestros padres el tiempo justo para bebernos compulsivamente la primera coca-cola y salir pitando a subirnos en la fuente o comenzar a dar patadas a la pelota bajo un cielo que aún no estaba anegado por una ristra de paraguas multicolor. Cuando nos aburríamos de eso, acudíamos raudos en procura del segundo refrigerio y ya, de paso, le echábamos una moneda de cinco duros a la maquinita de los videojuegos. Eran gloriosas las partidas del Out Run o del Ghosts'nGoblins. Más de uno nos dejábamos allí la paga de varias semanas: conducir un coche de carreras, con su volante, su acelerador -el freno no lo utilizábamos tanto- y su cambio de marchas provocaba las delicias y supuso una auténtica revolución para los niños de entonces; y no menos emocionante nos parecía ir  dando saltos por mitad de un cementerio con un caballero ataviado de armadura, disparando lanzas y esquivando a muertos vivientes. Arcade representó para mi generación lo que la playstation para los jóvenes de ahora. Qué paciencia demostraron Alonso y PablínPablín y Alonso -que tanto monta, monta tanto-, sobre todo cuando no nos cansábamos de pedirles vasos de agua mientras aporreábamos como posesos los botones de la máquina recreativa.


   Pues bien, parece ser que el bueno de Alonso ha puesto el punto y final a su periplo de detrás de la barra, y con ello se echa el cierre a un tiempo -ni mejor ni peor que éste, pero sí distinto, bastante distinto- que, por qué no decirlo, me gusta recordar con nostalgia. Bien ganado se tiene el descanso. En lo que a mí respecta, no tengo más que palabras de agradecimiento, puesto que en todo momento y ocasión me trató con exquisita corrección. Cuando trasladaron a mi padre a Cáceres, cada vez que me pasaba por allí me preguntaba por él, así que hoy no me quedará más remedio que contarle que Alonso, el de Casa Suárez, ha colgado los hábitos, y estoy seguro de que se le escapará alguna que otra anécdota acaecida mientras se tomaba un vinito entre aquellas cuatro paredes convertidas en testigo de una época de la que cada vez van quedando menos huellas, pero que aquellos que la vivimos no nos resignamos a olvidar sin más. No sé si dentro de cincuenta años alguien se acordará de que en Malpartida de Cáceres se rodaron escenas de Juego de Tronos, o de que en 2015 Los Barruecos resultó elegido el mejor rincón de España por la guía Repsol; de lo que sí estoy seguro es de que siempre habrá alguien que, cada vez que pase por la plaza, extenderá el brazo señalando con emoción: “Mira, ahí es donde estaba Casa Suárez”. Buena suerte, Alonso. Los malpartideños estamos en deuda contigo. 

domingo, 5 de febrero de 2017

La náusea

   Tranquilidad, que no voy a disertar sobre la sesuda obra de Jean Paul Sartre; mis menguados y dispersos conocimientos literarios no dan para tanto. No. Pero sí voy a hablarles de las sensaciones que me ha generado el visionado durante este fin de semana de Network, película que se estrenó allá por 1976 y que cuenta en su reparto estelar, entre otros, con Peter Finch, Faye Dunaway, William Holden y Robert Duvall. Trata sobre el enfermizo mundo de la televisión y de la dictadura de las audiencias, de hasta dónde son capaces de llegar unos jefazos sin escrúpulos con tal de mantener pegados a la pantalla a una audiencia aborregada, acrítica y sin referentes en los que verse reflejados. Pues bien, hay una escena en la que el presentador del programa de noticias sobre el que gira el argumento monta en cólera y les suelta a los telespectadores una impetuosa perorata con el fin de hacerles despertar de su letargo, instándoles a romper con ese estado de ensimismamiento del que se hayan presos, animándoles a pasar a la acción y a no mostrarse indiferentes ante la inmundicia que les rodea: “Estoy más que harto y no quiero seguir soportándolo” son las palabras literales con las que trata de persuadir a esa misma audiencia para que abran las ventanas de sus casas y griten con rabia desatada esa consigna. Pues eso, precisamente, es lo que me he propuesto en el día de hoy: vomitar todo aquello que me produce hartazgo abriendo mi particular ventana, que no es otra que la de este blog.


   Estoy harto de políticos corruptos, de los ERE´s de Andalucía, de la caja b del Partido Popular, del caradura de Bárcernas y de su mujer, del bigotes y de la Gürtel; de que la justicia siga sin actuar contra el clan de los Pujol, de la independencia de Cataluña, de Artur Mas y de Carles Puigdemont. Estoy profundamente harto del falso buenismo de Mariano Rajoy, del cansino de Pedro Sánchez, del don perfecto de Albert Rivera y de las luchas internas de Podemos; del engreído y pedante de Pablo Iglesias y de su camarada Iñigo Errejón; de los caretos de Montoro y De Guindos cuando nos quieren hacer comulgar con ruedas de molino; de que nos digan que estamos saliendo de la crisis y de que no se solucione el problema del paro. Estoy harto de las puertas giratorias de los políticos, de que los ciudadanos hayamos sido los paganinis del rescate a la banca, de los nuevos ricos que engordan sin escrúpulos sus ya de por sí henchidas cuentas corrientes. Estoy harto de las promesas incumplidas de Fernández Vara, de que siga sin implantar la jornada de 35 horas para los funcionarios, de la Administración paralela que se ha montado con las empresas públicas y de que estemos rodeados de contratados a dedo para mayor escarnio de los empleados públicos. Estoy harto de los chanchullos en las oposiciones, de incompetentes presidentes de tribunales que se van de rositas después de liarla parda… Estoy harto de que las encuestas electorales se equivoquen una otra y vez, de la soberbia de quienes te miran por encima del hombro por creerse más que los demás, de los que tratan a patadas a los débiles y se muestran mansos y dóciles ante el poderoso; de los sermones de los curas, de la fila única del Carrefour y del "yo no soy tonto" del Mediamark. Estoy harto de la indecencia de Urdangarín y de su señora esposa la infanta doña Cristina, de Bárbara Rey y de la doble vida del rey emérito.


   Estoy harto de la telebasura, del circo de Gran Hermano y de Sálvame, de Paz Padilla, de Belén Esteban, de la Patiño y de Kiko Hernández; de las ridículas y vergonzantes entrevistas de Pablo Motos, de la presidiaria de la Pantoja y del parásito de Paquirrín; de los chistes malos de Matías Prats, de la manipulación informativa, de la estúpida e interminable publicidad; del insolente de Risto Mejide, de la enteradilla de Ana Rosa Quintana y del hipócrita del Gran Wyoming; de los contertulios, que todo lo saben; de los vestidos de la Pedroche, de los programas de cocina y del numerito que montan cada año los actores en la gala de los Goya. Estoy harto del negro del whatsapp, de los zotes que pretenden sentar cátedra con un tweet de cuarenta caracteres, de los que se pasan el día colgando fotos de sus tristes vidas en el facebook; de la mala educación y de la falta de respeto; de la sección de “deportes” de los informativos, de Cristiano y de Mesi, de Guardiola, de Zidane y de Luis Enrique, del Marca y del AS. Estoy harto de que en los 40 Principales, Cadena 100, Kiss FM… repitan siempre la misma bazofia. Estoy harto del IVA cultural, de lo buenos que somos todos en Navidad, de las heces de los perros en las aceras, de que te llamen facha por llevar una pulsera con la bandera de España en la muñeca. Estoy harto de este fracasado sistema educativo, del pasotismo de los alumnos y de la tontuna que tienen los padres en todo lo alto. Estoy harto de que me cobren 1,50 por un refresco, del precio de la gasolina; de las compañías de teléfonos móviles y del pollo que tienes que montar para que te den de baja. Estoy harto de Donald Trump, de hacer cola para pagar en el NIRRI... y de los ruidos de mi vecina del cuarto. Estoy profundamente harto de todo eso y de mucho más.