El
grueso principal de la expedición arribó a Alicante a última hora del domingo. La antigua Akra Leuké cartaginesa, que sirviera de
punta de lanza para los planes de conquista que el imperio púnico
reservaba para la Península Ibérica, se encargó de recibir con los
brazos abiertos a una nueva promoción de Alumnos Aspirantes a
Alférez, nomenclatura con la que se nos designaba en los centros de
formación castrenses. Acompañados por la soledad de la noche, bajo
un luminoso manto de estrellas y con el castillo de Santa Bárbara
asomando en lo alto del monte Benacantil como testigo de excepción,
nos dirigimos al acuartelamiento cansados y nerviosos. En esa primera
toma de contacto ya dio la cara uno de nuestros principales enemigos,
que bien se encargaría de hacer estragos durante aquellos dos meses:
la humedad. Quienes más la padecimos fuimos los oriundos de climas
secos; podíamos aguantar el calor con entereza, pero eso de estar
todo el día sudando la gota gorda era harina de otro costal. Nos
minaba las fuerzas y la moral hasta tal extremo, que a veces
sufríamos más por ese motivo que por el propio rigor de la
preparación física.
Llegamos
al acuartelamiento en taxis y autobuses urbanos. En cuanto alcanzamos
a divisar el blanco intenso de
la muralla que rodeaba
al
recinto, coronada
por almenas y
salpicada
cada ciertos metros de recias garitas, comprobamos que había más
camaradas esperando en el cuerpo de guardia. Los
saludos y
presentaciones
se
sucedieron
con regocijo y emoción, en un alarde
de abrazos y palmadas en la espalda difíciles
de igualar.
La entrada
principal,
con
su barrera de seguridad
flanqueada
por dos arcaicas
piezas de artillería,
representaba el rubicón que se interponía entre el plácido
universo que estábamos a punto de abandonar y la cruda realidad que
nos aguardaba. Cuando el suboficial de cuartel
creyó oportuno que
allí ya
estábamos estorbando,
decidió que era el momento propicio para conducirnos a
los barracones donde se ubicaban las compañías. En ese trayecto
algunos
ya empezamos a acongojarnos.
Mientras caminábamos al
encuentro de lo que se convertiría en nuestro futuro
hogar,
me
sorprendí a
mí mismo
preguntándome
si no habría sido mejor haberme quedado en Cáceres haciendo
fotocopias en cualquier servicio de reprografía de cualquier
instituto de enseñanza secundaria o, mejor aún, en la conserjería,
dedicado a la ardua tarea de apretar el timbre para avisar al alumnado de los
recreos y de los cambios de clase. No en vano, esa era la mili que
estaban haciendo algunos de mis amigos. Y sin
embargo, allí estaba yo, a casi setecientos kilómetros de casa por
el prurito de mantener intactas lo de las convicciones personales.
Memorable y solemne fue
el momento en que accedimos por primera vez a las compañías. Por
todas partes colgaban cuadros y emblemas con motivos militares -como
no podía ser menos-, así como leyendas enmarcadas con referencias a
alguna que otra gesta heroica de un pasado no muy remoto. Cada
compañía contaba con su propio edificio, unos mazacotes de doble
altura, más bien estrechos y alargados. La planta baja solía
albergar la oficina -que hacía las veces de despacho del capitán-,
la armería, los vestuarios de mandos, una sala de reuniones y otra
para charlas y conferencias. La planta superior acogía las camaretas
y los servicios de la tropa. Las literas y las taquillas se sucedían
perfectamente alineadas a lo largo y a ambos lados. Tanto las
instalaciones como el mobiliario parecían de la época
antediluviana. Tengo para mí que si no fuera por el esmero que las
diversas promociones de reclutas ponían en su conservación y
mantenimiento, aquello bien podría convertirse en pasto de la
codicia de un fondo buitre árabe, o en la anhelada mercancía con la
que atestar la flota de furgonetas del Centro Reto. Mano de obra
competente y barata que nos afanábamos en el milagro de evitar que
todo aquello deviniese en ruina.
Cuando
nos dieron permiso para subir a las camaretas, ya pululaba por allí
otro nutrido grupo de compañeros. Otra vez tuvo lugar el ritual de
saludos, que no dejaría de repetirse cada vez que se nos unían
nuevos rezagados. La pregunta que hacía furor era la de “¿Y tú
de dónde eres?”, seguida de un sincero abrazo si la respuesta
coincidía con la de tu región de procedencia. En tal caso,
aumentábamos un grado más el nivel de intimidad para interesarnos
por la carrera que habíamos estudiado o para saber si alguno de
nuestros familiares formaba parte de las Fuerzas Armadas, de la
Policía Nacional o de la Guardia Civil. Para estos menesteres -como
en casi todo, la verdad sea dicha- la policía local no constituía
mérito que poder alegar. Ya podía ser uno hijo, hermano, nieto o
sobrino de todo un inspector jefe de ese glorioso cuerpo, que eso
allí valía tanto como un pinche de cocina en El Bulli.
No
hicimos más que aterrizar y ya nos topamos con nuestras primeras
dificultades. Me refiero a la embarazosa situación de tener que meter
en las taquillas todo aquello que se suponía que deberíamos
distribuir en aquellos armatostes de chapa. Evidentemente, no hacía
falta ser ingeniero de caminos para salir airosos del trance, pero la
cosa tenía su miga y requería de cierta pericia. Si nos
descuidamos, poco menos que tiramos de escuadra y cartabón. Y si ya
nos las vimos canutas para colocar la ropa de paisano, imagínense el
drama que constituía buscar hueco para la uniformidad y el resto de
material militar que todavía debían proporcionarnos. Algunos se las
ingeniaron bastante bien; se ve que manejaban el tetris con soltura.
Otros, en cambio, sufrimos más de la cuenta para que el asunto
adquiriera un estado más o menos decoroso. Dicho lo cual, ello no
fue obstáculo para que siempre encontrarámos alguna cavidad
destinada a botellines de agua, tetrabriks de zumos, batidos,
paquetes de galletas, bocadillos y demás viandas. Con imaginación y
paciencia, todo era posible. Estos ojitos han visto apilados en las
repisas de aquellas taquillas toda clase de productos comestibles,
incluyendo torta del Casar, butifarra catalana o queso manchego. Así
la peste que desprendían algunas nada más abrirse… Hay economatos
que no disponían, ni por asomo, de la variedad de género que allí
se exhibía.
Para
ir ganando tiempo, esa primera noche nos tomaron la filiación y, en
función de nuestros apellidos, nos distribuyeron por compañías. A
mí me correspondió la tercera sección de la veintiuna compañía,
con el capitán Herrero al frente, auxiliado por el brigada Fermín y
el sargento Prendes. Si no recuerdo mal, a las veintitrés horas, y
con casi todo por hacer, oímos nuestro primer toque de silencio.
Para qué mentir: no pegué ojo. Cada dos por
tres nos levantábamos con toda clase de cautelas para ir al servicio
a aliviar la vejiga, y si daba la casualidad de que coincidíamos con
otro noctámbulo, cruzábamos alguna consideración del tipo “¿qué
tal lo llevas?”. Las horas se hicieron interminables, entre los
suspiros de la mayoría y los ronquidos de unos pocos. Porque esa es
otra: dichosas las criaturas que visitan a Morfeo sin dificultad,
porque de ellos será el reino de los cielos. Me acuerdo de un
canario -Mendoza Reyes, si no me equivoco- que dormía en la cama de
abajo de mi litera y que era el terror de mi camareta y de las
adyacentes: a los cinco segundos de tumbarse, su aparatosa
respiración, por decirlo finamente, comenzaba a taladrarnos los
oídos. Por el bien de nuestra salud, no tuvimos más remedio que
acudir a la artimaña de turnarnos para tenerlo entretenido con
conversaciones de lo más banales con tal de que los demás
pudiésemos coger el sueño antes que él. “Canario, ¿cómo se ha
dado el día; te han puteado mucho?”, le preguntábamos entre
miradas cómplices, haciéndonos los interesantes. A ninguno nos
importaba un adarme cómo le había ido el día –allí cada palo
aguantaba su vela como buenamente podía-, pero mientras permitíamos
que se explayase, el resto acomodábamos la almohada y empezábamos a
pillar la postura. Por su parte, el encargado de darle palique
alargaba la farsa lo máximo posible para, una vez rendido, dejar al
otro con la palabra en la boca a las primeras de cambio. Doy por
hecho que el muchacho no se percataría del ardid, porque ni él
nunca comentó nada al respecto ni nosotros nos encargamos de
desvelárselo.
A
la mañana siguiente, pálidos por el insomnio y con las bolsas de
los ojos hinchadas y cercadas por un tono violáceo de lo más
llamativo, nos formaron a las puertas de la compañía para ir a
desayunar. Todavía vestidos de civiles, aquélla fue, todo lo
suigéneris que se quiera, nuestra primera formación. Excepto para
acudir a las letrinas, formábamos para casi todo. Después
de reponer fuerzas en
los comedores,
recalamos en los hangares de logística, donde, por fin, nos hicieron
entrega del material. Con las cajas a cuestas, nos distribuyeron por
hileras en una explanada cercana para que comprobásemos que no
faltaba de nada: mientras
un cabo primero, listado en ristre, iba nombrando una
prenda tras otra, nosotros levantábamos la mano con el artículo en
cuestión para que se cerciora de que, efectivamente, aquello que
alzábamos se correspondía con lo que él acaba de decir. Creo que
pocos consiguieron las prendas de su talla, así que en cuanto
llegamos a las compañías empezamos a intercambiarnos botas, boinas,
gorras, pantalones, chaquetas, etc, etc. Aquello era lo más
parecido a un mercadillo, voceando a los cuatro vientos lo que unos
buscaban y a otros les sobraba. Todo ello para que no hiciéramos
demasiado el mamarracho a la hora de portar el atuendo con la
marcialidad, propiedad y corrección exigidos por las ordenanzas.
La
cosa ya empezaba a tomar el cariz que se presuponía, tanto que a
nuestros instructores les entró la prisa por mandarnos -a la puta
carrera, por supuesto- a que dieran buena cuenta de nuestras pobladas
cabelleras. El peluquero resultó ser un gaditano con el gracejo
típico de aquellas gentes. Entre el instrumental propio de su
profesión había un bonito juego de tijeras que supuse utilizaría
en exclusiva para trasquilar a los mandos porque, lo que a nosotros se
refiere, solo hizo uso de la maquinilla eléctrica, sin compasión y
con una soltura que daba gusto verlo. No hay mejor metáfora que
simbolice el desmoronamiento espiritual de un hombre que aquellos
mechones de cabello cayendo pausadamente a nuestros a pies. Al
regresar a la camareta de aquella guisa, los presentes se nos
quedaban mirando con extrañeza, preguntándose quién sería aquel
fulano que acaba de aparecer con cara de panoli. Y es que una testa
rapada cambia tanto las facciones que termina por mudarle a uno hasta
la expresión del rostro: lo que antes era una nariz normalita, ahora
aparecía aguileña y desafiante; el que tenía unas orejas medio en
condiciones, ahora emergían desplegadas en todo su esplendor...
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