viernes, 18 de agosto de 2017

Confesiones de un SEFOCUMA (II). Llegada a Rabasa y toma de contacto.





    El grueso principal de la expedición arribó a Alicante a última hora del domingo. La antigua Akra Leuké cartaginesa, que sirviera de punta de lanza para los planes de conquista que el imperio púnico reservaba para la Península Ibérica, se encargó de recibir con los brazos abiertos a una nueva promoción de Alumnos Aspirantes a Alférez, nomenclatura con la que se nos designaba en los centros de formación castrenses. Acompañados por la soledad de la noche, bajo un luminoso manto de estrellas y con el castillo de Santa Bárbara asomando en lo alto del monte Benacantil como testigo de excepción, nos dirigimos al acuartelamiento cansados y nerviosos. En esa primera toma de contacto ya dio la cara uno de nuestros principales enemigos, que bien se encargaría de hacer estragos durante aquellos dos meses: la humedad. Quienes más la padecimos fuimos los oriundos de climas secos; podíamos aguantar el calor con entereza, pero eso de estar todo el día sudando la gota gorda era harina de otro costal. Nos minaba las fuerzas y la moral hasta tal extremo, que a veces sufríamos más por ese motivo que por el propio rigor de la preparación física.

    Llegamos al acuartelamiento en taxis y autobuses urbanos. En cuanto alcanzamos a divisar el blanco intenso de la muralla que rodeaba al recinto, coronada por almenas y salpicada cada ciertos metros de recias garitas, comprobamos que había más camaradas esperando en el cuerpo de guardia. Los saludos y presentaciones se sucedieron con regocijo y emoción, en un alarde de abrazos y palmadas en la espalda difíciles de igualar. La entrada principal, con su barrera de seguridad flanqueada por dos arcaicas piezas de artillería, representaba el rubicón que se interponía entre el plácido universo que estábamos a punto de abandonar y la cruda realidad que nos aguardaba. Cuando el suboficial de cuartel creyó oportuno que allí ya estábamos estorbando, decidió que era el momento propicio para conducirnos a los barracones donde se ubicaban las compañías. En ese trayecto algunos ya empezamos a acongojarnos. Mientras caminábamos al encuentro de lo que se convertiría en nuestro futuro hogar, me sorprendí a mí mismo preguntándome si no habría sido mejor haberme quedado en Cáceres haciendo fotocopias en cualquier servicio de reprografía de cualquier instituto de enseñanza secundaria o, mejor aún, en la conserjería, dedicado a la ardua tarea de apretar el timbre para avisar al alumnado de los recreos y de los cambios de clase. No en vano, esa era la mili que estaban haciendo algunos de mis amigos. Y sin embargo, allí estaba yo, a casi setecientos kilómetros de casa por el prurito de mantener intactas lo de las convicciones personales
 

    Memorable y solemne fue el momento en que accedimos por primera vez a las compañías. Por todas partes colgaban cuadros y emblemas con motivos militares -como no podía ser menos-, así como leyendas enmarcadas con referencias a alguna que otra gesta heroica de un pasado no muy remoto. Cada compañía contaba con su propio edificio, unos mazacotes de doble altura, más bien estrechos y alargados. La planta baja solía albergar la oficina -que hacía las veces de despacho del capitán-, la armería, los vestuarios de mandos, una sala de reuniones y otra para charlas y conferencias. La planta superior acogía las camaretas y los servicios de la tropa. Las literas y las taquillas se sucedían perfectamente alineadas a lo largo y a ambos lados. Tanto las instalaciones como el mobiliario parecían de la época antediluviana. Tengo para mí que si no fuera por el esmero que las diversas promociones de reclutas ponían en su conservación y mantenimiento, aquello bien podría convertirse en pasto de la codicia de un fondo buitre árabe, o en la anhelada mercancía con la que atestar la flota de furgonetas del Centro Reto. Mano de obra competente y barata que nos afanábamos en el milagro de evitar que todo aquello deviniese en ruina.


    Cuando nos dieron permiso para subir a las camaretas, ya pululaba por allí otro nutrido grupo de compañeros. Otra vez tuvo lugar el ritual de saludos, que no dejaría de repetirse cada vez que se nos unían nuevos rezagados. La pregunta que hacía furor era la de “¿Y tú de dónde eres?”, seguida de un sincero abrazo si la respuesta coincidía con la de tu región de procedencia. En tal caso, aumentábamos un grado más el nivel de intimidad para interesarnos por la carrera que habíamos estudiado o para saber si alguno de nuestros familiares formaba parte de las Fuerzas Armadas, de la Policía Nacional o de la Guardia Civil. Para estos menesteres -como en casi todo, la verdad sea dicha- la policía local no constituía mérito que poder alegar. Ya podía ser uno hijo, hermano, nieto o sobrino de todo un inspector jefe de ese glorioso cuerpo, que eso allí valía tanto como un pinche de cocina en El Bulli.


    No hicimos más que aterrizar y ya nos topamos con nuestras primeras dificultades. Me refiero a la embarazosa situación de tener que meter en las taquillas todo aquello que se suponía que deberíamos distribuir en aquellos armatostes de chapa. Evidentemente, no hacía falta ser ingeniero de caminos para salir airosos del trance, pero la cosa tenía su miga y requería de cierta pericia. Si nos descuidamos, poco menos que tiramos de escuadra y cartabón. Y si ya nos las vimos canutas para colocar la ropa de paisano, imagínense el drama que constituía buscar hueco para la uniformidad y el resto de material militar que todavía debían proporcionarnos. Algunos se las ingeniaron bastante bien; se ve que manejaban el tetris con soltura. Otros, en cambio, sufrimos más de la cuenta para que el asunto adquiriera un estado más o menos decoroso. Dicho lo cual, ello no fue obstáculo para que siempre encontrarámos alguna cavidad destinada a botellines de agua, tetrabriks de zumos, batidos, paquetes de galletas, bocadillos y demás viandas. Con imaginación y paciencia, todo era posible. Estos ojitos han visto apilados en las repisas de aquellas taquillas toda clase de productos comestibles, incluyendo torta del Casar, butifarra catalana o queso manchego. Así la peste que desprendían algunas nada más abrirse… Hay economatos que no disponían, ni por asomo, de la variedad de género que allí se exhibía.


    Para ir ganando tiempo, esa primera noche nos tomaron la filiación y, en función de nuestros apellidos, nos distribuyeron por compañías. A mí me correspondió la tercera sección de la veintiuna compañía, con el capitán Herrero al frente, auxiliado por el brigada Fermín y el sargento Prendes. Si no recuerdo mal, a las veintitrés horas, y con casi todo por hacer, oímos nuestro primer toque de silencio. Para qué mentir: no pegué ojo. Cada dos por tres nos levantábamos con toda clase de cautelas para ir al servicio a aliviar la vejiga, y si daba la casualidad de que coincidíamos con otro noctámbulo, cruzábamos alguna consideración del tipo “¿qué tal lo llevas?”. Las horas se hicieron interminables, entre los suspiros de la mayoría y los ronquidos de unos pocos. Porque esa es otra: dichosas las criaturas que visitan a Morfeo sin dificultad, porque de ellos será el reino de los cielos. Me acuerdo de un canario -Mendoza Reyes, si no me equivoco- que dormía en la cama de abajo de mi litera y que era el terror de mi camareta y de las adyacentes: a los cinco segundos de tumbarse, su aparatosa respiración, por decirlo finamente, comenzaba a taladrarnos los oídos. Por el bien de nuestra salud, no tuvimos más remedio que acudir a la artimaña de turnarnos para tenerlo entretenido con conversaciones de lo más banales con tal de que los demás pudiésemos coger el sueño antes que él. “Canario, ¿cómo se ha dado el día; te han puteado mucho?”, le preguntábamos entre miradas cómplices, haciéndonos los interesantes. A ninguno nos importaba un adarme cómo le había ido el día –allí cada palo aguantaba su vela como buenamente podía-, pero mientras permitíamos que se explayase, el resto acomodábamos la almohada y empezábamos a pillar la postura. Por su parte, el encargado de darle palique alargaba la farsa lo máximo posible para, una vez rendido, dejar al otro con la palabra en la boca a las primeras de cambio. Doy por hecho que el muchacho no se percataría del ardid, porque ni él nunca comentó nada al respecto ni nosotros nos encargamos de desvelárselo.

 
A la mañana siguiente, pálidos por el insomnio y con las bolsas de los ojos hinchadas y cercadas por un tono violáceo de lo más llamativo, nos formaron a las puertas de la compañía para ir a desayunar. Todavía vestidos de civiles, aquélla fue, todo lo suigéneris que se quiera, nuestra primera formación. Excepto para acudir a las letrinas, formábamos para casi todo. Después de reponer fuerzas en los comedores, recalamos en los hangares de logística, donde, por fin, nos hicieron entrega del material. Con las cajas a cuestas, nos distribuyeron por hileras en una explanada cercana para que comprobásemos que no faltaba de nada: mientras un cabo primero, listado en ristre, iba nombrando una prenda tras otra, nosotros levantábamos la mano con el artículo en cuestión para que se cerciora de que, efectivamente, aquello que alzábamos se correspondía con lo que él acaba de decir. Creo que pocos consiguieron las prendas de su talla, así que en cuanto llegamos a las compañías empezamos a intercambiarnos botas, boinas, gorras, pantalones, chaquetas, etc, etc. Aquello era lo más parecido a un mercadillo, voceando a los cuatro vientos lo que unos buscaban y a otros les sobraba. Todo ello para que no hiciéramos demasiado el mamarracho a la hora de portar el atuendo con la marcialidad, propiedad y corrección exigidos por las ordenanzas.


    La cosa ya empezaba a tomar el cariz que se presuponía, tanto que a nuestros instructores les entró la prisa por mandarnos -a la puta carrera, por supuesto- a que dieran buena cuenta de nuestras pobladas cabelleras. El peluquero resultó ser un gaditano con el gracejo típico de aquellas gentes. Entre el instrumental propio de su profesión había un bonito juego de tijeras que supuse utilizaría en exclusiva para trasquilar a los mandos porque, lo que a nosotros se refiere, solo hizo uso de la maquinilla eléctrica, sin compasión y con una soltura que daba gusto verlo. No hay mejor metáfora que simbolice el desmoronamiento espiritual de un hombre que aquellos mechones de cabello cayendo pausadamente a nuestros a pies. Al regresar a la camareta de aquella guisa, los presentes se nos quedaban mirando con extrañeza, preguntándose quién sería aquel fulano que acaba de aparecer con cara de panoli. Y es que una testa rapada cambia tanto las facciones que termina por mudarle a uno hasta la expresión del rostro: lo que antes era una nariz normalita, ahora aparecía aguileña y desafiante; el que tenía unas orejas medio en condiciones, ahora emergían desplegadas en todo su esplendor...

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