La
rutina diaria en el acuartelamiento Alférez Rojas Navarrete
comenzaba con el toque de diana, a las siete en punto de la mañana.
Era escuchar por megafonía los tres primeros tonos del trompetín,
el último de ellos lánguido y perezoso, y saltábamos como resortes
de las camas al tiempo que el imaginaria, somnoliento, se desgañitaba
al grito de “¡¡Compañía, diana!!”. Cegados por los
fluorescentes recién encendidos, el caos, los agobios y las carreras
se apoderaban de las camaretas, tropezándonos los unos con los otros
en un pandemonio que, bien pensado, era lo más parecido que veríamos
a lo que se supone que sería el fragor de la batalla. Había
quienes, previsores, los primeros días dormían con
el mimeta puesto; otros, que no lo éramos tanto,
confiábamos en nuestras habilidades para que no nos pillara el toro.
Algunos, incluso, se levantaban diez o quince minutos antes de lo
previsto, con el consiguiente mosqueo de los que aprovechábamos
hasta el último momento para seguir con la oreja planchada. Y es que
el tiempo era oro. Después del sobresalto inicial, aún tenían que
pasar algunos minutos hasta que conseguíamos sacudirnos la modorra.
Asaltábamos los lavabos y nos encarábamos ante unos espejos que
reflejaban rostros entre reflexivos y preocupados, inquiriendo los
motivos por los que nos habíamos metido en aquel follón. Después
de afeitarnos a toda prisa, lo prioritario era encasquetarse cuanto
antes los pantalones y las botas. Si al enemigo se le ocurría
atacarnos por sorpresa, dispuesto a pegarnos un tirito entre ceja y
ceja sin previo aviso, aparte de estar bien acicalados, más nos
valía que nos pillara debidamente pertrechados con el equipo básico
de combate. Si era cuestión de irse para el otro barrio, al menos
que fuera con honor… y con las botas puestas, por aquello de la
dignidad y todo eso, evitando en la medida de lo posible una muerte
grotesca.
Antes
de bajar a la primera formación de la mañana, previa al desayuno,
había que dejarlo todo en perfecto orden de revista. Nada de colgar
en las literas las camisetas, gayumbos, calcetines y toallas, y ni
mucho menos desperdigar las mochilas en lo alto de las taquillas. No
se permitía ni una mota de polvo en unas camaretas que debían
permanecer convenientemente ventiladas para evitar que aquello se
pareciera lo más mínimo a una cochiquera. Mitigar el inevitable
hedor desprendido por el factor humano en un recinto que acogía a
decenas de reclutas, constituía una misión de muy difícil
cumplimiento. Incurrir en faltas de ese tipo era indicativo de una
actitud impropia, en cuanto que ello se traslucía en el pecado de la
desidia, algo imperdonable para un soldado y motivo de castigo
severo. El coraje en el campo de batalla tenía que correr parejo con
una exquisita observancia en todo lo relativo al aseo personal,
limpieza y mantenimiento del equipo, instalaciones y resto del
material. Ya podías ser un lince durante las prácticas de tiro,
desfilar con la vistosidad de un legionario o pasar la pista de
obstáculos cual boina verde, que si luego descuidabas esos otros
aspectos, de nada servía.
Las
primeras horas de la mañana las dedicábamos a las actividades que
requerían un mayor esfuerzo físico. Todavía recuerdo la primera
vez que salimos al campo para hacer el orden de combate, donde
adquiríamos las habilidades necesarias para aniquilar al enemigo en
enfrentamiento cuerpo a cuerpo, a cara de perro. Después de una
pequeña marcha a paso ligero, nos plantábamos en un terrero
distante unos dos o tres kilómetros del cuartel. Nos solía
acompañar el sargento Prendes, con su gorra calada hasta las cejas y
cuya visera acariciaba unas gafas de sol estilo aviador que infundían
por igual temor y respeto; siempre abierto de piernas como un compás
y con los brazos cruzados sobre el pecho. Ésa era la pose con la que
no paraba de darnos órdenes a grito pelado desde lo alto de una
loma. Muchos nos preguntábamos cuántas veces habría visto el
sargento La chaqueta metálica, pues el tipo bordaba el
papel del despiadado Hartman. Y allí estábamos nosotros, echando
los bofes, a la espera de recibir instrucciones concretas para
convertirnos en auténticas máquinas de matar, provistos de nuestros
cascos -yo he visto en las novatadas universitarias a estudiantes
portar orinales en la cabeza con mayor elegancia de lo que lo
hacíamos nosotros con los cascos en aquellas circunstancias-,
mochilas, pecos y cetme. Con el asustadizo rostro camuflado bajo una
espesa capa de pinturas de guerra, escudriñábamos al compañero que
teníamos a nuestro lado en un esfuerzo por reconocer de quién coño
sería el careto de ojos saltones que nos observaba con el miedo
dibujado en la mirada. “¿Lusarreta, eres tú?”, se oía susurrar
a alguien. “Ni de coña, tío, soy Torresano”, contestaba el
aludido algo ofendido por el equívoco.
.
Pasábamos
el rato entre culatazo vertical va, culatazo horizontal viene; que si
enemigo a la derecha, que si enemigo a la izquierda; que si parada
alta, parada baja… y todo el surtido de movimientos que se puedan
ustedes imaginar. Aprovechábamos cualquier resquicio para recuperar
algo de resuello, lo cual sucedía sobre todo cuando nos tirábamos
cuerpo a tierra Tendrían que haber visto las boqueadas que pegábamos
con tal de rellenar los pulmones con una buena ración de aire
vivificador. Mientras el sargento Prendes nos daba pistas de por
dónde se acercaría nuestro temido adversario -dispuesto, como no
podía ser menos, a rebanarnos el pescuezo con toda solemnidad-,
nosotros ejecutábamos los ejercicios correspondientes con el aplomo
del que éramos capaces. Cuando nos ordenaban reptar o rodar, debido
al desconocimiento de dónde teníamos que colocar correctamente el
fusil, nuestros exhaustos cuerpos se llenaban de magulladuras
causadas por los golpes que nos producíamos con la maldita bocacha
apagallamas. Ese binomio de palabras no se me ha olvidado desde
entonces. Con el cargador y las cachas tampoco nos llevábamos
demasiado bien, aunque hay que reconocer que las lesiones eran de
menor cuantía. Más de uno temimos por nuestra futura paternidad por
culpa de aquellos leñazos en sálvase la parte. En cambio,
incomprensiblemente, no nos preocupáramos demasiado cuando dejábamos
de notar sensibilidad en el cuero cabelludo, merced a esos infaustos
cascos que se nos clavaban como auténticos alfileres e impedían que
pensáramos con la claridad de ideas suficiente como para que
estuviéramos más pendientes del enemigo que de nuestro propio riego
sanguíneo.
El caso es que, por unas causas o por otras, al cuarto de hora de empezar las prácticas de orden cerrado la mayoría ya estábamos para pocos trotes. En cuanto nos daban permiso para beber, echábamos mano de la cantimplora como almas que lleva el diablo. Y pensar que una sola gota de agua puede suponer la felicidad absoluta... Ante este panorama desolador, si el enemigo hubiera sido real y no ficticio, no habría tenido que dedicarse muy a fondo en tratar de liquidarnos durante aquellas sesiones camperas, puesto que nosotros solitos nos encargaríamos de alcanzar la línea de asalto en las condiciones más deplorables: unos porque no sentíamos los huevos y otros porque no sabían dónde tenían la mollera, el caso es que aquella panda de lisiados no hubiéramos conquistado ni el patio de recreo de un parvulario.
El caso es que, por unas causas o por otras, al cuarto de hora de empezar las prácticas de orden cerrado la mayoría ya estábamos para pocos trotes. En cuanto nos daban permiso para beber, echábamos mano de la cantimplora como almas que lleva el diablo. Y pensar que una sola gota de agua puede suponer la felicidad absoluta... Ante este panorama desolador, si el enemigo hubiera sido real y no ficticio, no habría tenido que dedicarse muy a fondo en tratar de liquidarnos durante aquellas sesiones camperas, puesto que nosotros solitos nos encargaríamos de alcanzar la línea de asalto en las condiciones más deplorables: unos porque no sentíamos los huevos y otros porque no sabían dónde tenían la mollera, el caso es que aquella panda de lisiados no hubiéramos conquistado ni el patio de recreo de un parvulario.
A
la vuelta de tamañas exhibiciones de ardor guerrero, desandábamos
el camino recorrido recitando los típicos cánticos que nos
insuflaran de moral suficiente como para llegar a la compañía sin
mayor novedad que la de algún compañero desvanecido por el
agotamiento. Sujetando el cetme como podíamos y arrastrando los pies
llenos de ampollas con la cadencia que marcaban los versos que
entonábamos con dificultad, entrábamos por las puertas del
acuartelamiento con el orgullo de quienes habían superado una prueba
más en el itinerario hacia la tan ansiada estrella de alférez. A
veces era tal la fatiga, que más de uno pensábamos para nuestro
coleto que al carajo aquéllo del honor y la gloria, y se nos pasaba
por la sesera derrumbarnos como un saco de arena para que nos
recogieran en vehículo, ahorrándonos así algún que otro kilómetro
de agonía. Pero ante ese deseo chapucero se imponía el deber de
sacrificio. Ya podíamos ir a rastras, sin una micra de oxígeno que
mitigara nuestra angustia, que si alguno finalmente se desplomaba yo
les aseguro que era más producto del síncope que del engaño.
Después de romper filas, íbamos hasta las camaretas molidos como
perros, satisfechos y animosos ante la perspectiva de que al día
siguiente la tortura sería menor.
Una
de las actividades más importantes de nuestra formación militar se
centraba en el orden cerrado, algo así como el arte y la ciencia por
los que se adquiere la destreza necesaria para desfilar y realizar
movimientos -con o sin armas- con la distinción y el realce exigidos
a un futuro oficial de infantería. Disciplina menos sufrida que la
del orden de combate, pero que también suponía un cierto desgaste
físico. A pesar de todo, la cosa era bastante más relajada que
cuando pegábamos barrigazos en el campo. “¡Somolinos, qué le
pasa, ¿es usted disléxico?! He dicho ‘izquierda’, no ‘derecha’.
Me da nota”. “¡Merchán, como no coja usted el paso le voy a
meter un paquete de hostia! Me da nota también”. “¡Señores,
quiero ver esos cetmes asomando por encima del hombro; que parecen
pollas flácidas, coño!”. Esas eran las lindezas con las que nos
motivaban. Pero el pifostio lo montábamos cuando oíamos la voz
preventiva de ‘media vuelta’: desde que se anunciaba hasta que se
ejecutaba la orden, las gotas de sudor brotaban a espuertas por los
poros más insospechados. La mayoría sabíamos que la íbamos a
cagar, por mucho que nos esforzáramos en representarnos
mentalmente lo de ‘patada, giro por la derecha y patada de nuevo’.
No había manera. Si el brigada Fermín, el sargento Prendes, el
teniente San Miguel o el alférez Serna querían putearnos de verdad,
sólo les bastaba con pronunciar aquellas dos palabrejas para que se
frotasen las manos y se pusiesen a pedir notas como locos. Era un
espectáculo inenarrable asistir a la descomposición de las
secciones. Tengo que reconocer que aquellas jornadas en la explanada
de desfiles fueron gloriosas e inolvidables, aunque supongo que los
mandos no pensarían lo mismo. Siempre guardaré la imagen del
brigada retorciéndose el bigotazo mientras, cabizbajo, no paraba de
realizar movimientos de desaprobación ante el desastre que
contemplaba. Realmente parecía que éramos malos de solemnidad, algo
así entre lo patético y lo esperpéntico. Lo bueno era que teníamos
un amplio margen de mejora...
Increíble!! Eres un fenómeno. No se si lo haces a propósito pero siempre que leo tus relatos me entra la risa. Y te aseguro que eso es muy difícil. Un abrazo
ResponderEliminarJajajaja. Muchas gracias, Chema. Me alegra sacarte una sonrisa. Pues hombre, trato de escribirlos haciendo uso de la ironía por que si no... era para echarse a llorar con lo canutas que las pasamos. Un abrazo!!
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