La crisis económica por
la que atravesamos desde hace ya demasiado tiempo ha contribuido a
crear una nueva modalidad de salteadores de caminos:
la de quienes se dedican a irrumpir en centros comerciales y en
propiedades ajenas como modo de protesta y reivindicativo de los
derechos de los más desfavorecidos, de aquellas capas de la sociedad
en las que la crisis se
está cebando de modo despiadado. Dicen actuar en defensa de quienes
ya no disponen de recursos para subsistir, de aquéllos que se están
quedando en la cuneta de un sistema que ha fracasado y que pretenden
demonizar por seguir perpetuando la distancia que separa a ricos y
pobres. Se han erigido en una especie de Robin Hood, sustituyendo los
bosques de Sherwood por las grandes superficies comerciales.
El primero en iniciar
esa altruista y encomiable labor de robar a los pérfidos ricos - ¡
a saber cómo habrán conseguido amasar su fortuna!- para repartir lo
recaudado entre los pobres y oprimidos ha sido el camarada Sánchez
Gordillo, el mismo que tiene la sana costumbre de viajar en primera
clase cada vez que embarca en un avión, supongo que no sólo por el
hecho de evitar el engorro de que se le hinchen las piernas en la
incómoda clase turista, sino también por no verse envuelto en una
más que probable confusión de identidad con Yaser Arafat y al
pasaje le dé por asediarlo con impúdicas peticiones de autográfos.
Una de las principales características del amigo Gordillo, aparte de
haber estado cobrando dos sueldos -uno como parlamentario andaluz y
otro como maestro de EGB- sin que se haya dado cuenta, es la de ser
alcalde del archiconocido municipio de Marinaleda desde el año 1979.
Y se preguntarán ustedes, con toda la razón del mundo, si en todo
ese tiempo no ha habido nadie capaz de hacer frente al susodicho
regidor. Si me lo permiten, les sirvo la respuesta en bandeja: a ver
quién apea del consistorio a una persona que ha conseguido que en su
pueblo haya una tasa del 0% de paro (aunque dos terceras partes de su
población activa estén sujetos al PER), que uno se pueda hacer su
propia vivienda no pagando más de 15 euros al mes (lo de menos es
que el suelo haya sido expropiado “by the face”) y, como colofón,
que le asignen un sueldo neto de 1.128 euros por 35 horas semanales
de trabajo en una cooperativa ubicada en un terreno cuyos legítimos
propietarios fueron invitados amablemente a ceder en favor de la
lucha proletaria. Convendrán conmigo en que estos argumentos sobran
para explicar el por qué de las cosas.
Conociendo estos
antecedentes, se habrán hecho cargo de la dificultad que entraña la
empresa de convertir en
oposición política a quien lleva gobernando la friolera de treinta
y tres años. Es como si se hubiera establecido un “statu quo” en
el que los marinaleños pensaran que más allá de Gordillo sólo les
esperan las tinieblas y el el caos, radicando en esta falsa creencia
el principal escoyo para conseguir un recambio a quien desea
perpetuarse en el poder, desterrando del ideario popular la imagen
mesiánica del que aspira a convertirse en salvador de los
desheredados. Quizás si sus seguidores supieran que todo esto tiene
truco, que no es oro todo lo que reluce, que la riqueza de su querida
tierra prometida se basa en más de un 75% en subvenciones públicas,
y no en el esfuerzo de quienes trabajan los medios de producción,
serían conscientes de que su admirado redentor es totalmente
prescindible. Lo malo es que después de tanto tiempo creyendo en una
idea germinada en lo más profundo de la conciencia colectiva,
derribar esa creencia arraigada durante lustros es una tarea abocada
al fracaso si no se emprende con firme voluntad e incansable
determinación. De esa falta de virtudes, precisamente, se sirven
Gordillo y sus adláteres para continuar en la picota.
Y como todo movimiento
sísmico que se precie suele tener sus réplicas en los territorios
colindantes, Extremadura no ha escapado
a esa ley de la naturaleza y no han faltado simpatizantes de la obra
de Gordillo a este lado del Guadiana. Por estos parajes, en lugar de
asaltar mercadonas se ha decido hacer lo propio con los
carrefoures, quizás por eso de que los gabachos nunca han sido santo
de nuestra devoción y aún tenemos muy presente los camiones
atestados de frutas volcados en la frontera. Pues bien, el cabecilla
de estas protestas locales es otro diputado autonómico por Izquierda
Unida: Víctor Manuel Casco. Ambos dos, además de ser duchos en
Historia, comparten la condición de parlamentarios por Izquierda
Unida en sus respectivas circunscripciones electorales. Como rasgo
diferenciador, además del hecho de que el maestro supremo casi dobla
en edad al discípulo extremeño, podemos reseñar que aquél no
tiene en su nombre de pila ninguna reminiscencia que recuerde a una
de las dinastías monárquicas de mayor tradición europea. Quizás
ese sea el motivo por el que Cascos se empeñe en dejar bien claro
que, además de blasflemo, rojo y ateo, por encima de todo es
republicano, ahuyentando de esta modo cualquier atisbo de parentesco
con la rama de los Saboya. Ahora bien, como suele ser habitual en
toda imitación, ésta también cuenta con un signo distintivo que la
hace ser diferente de su matriz: mientras que en tierras andaluzas no
se andan con remilgos ni circunloquios abusurdos a la hora de llamar
a las cosas por su nombre, aquí han decidido que la actuación
emprendida llevase la vitola de “expropiación de alimentos”,
dándole un toque singular a lo que no deja de ser un robo o un
hurto, según la cuantía de lo sustraído.
Más allá de lo
anecdótico que pudieran resultar estas medidas de protesta, con las
que se puede o no estar de acuerdo, lo cierto es que toda
reivindicación es respetable siempre que no se pierdan las formas.
Lo que no se puede aceptar es una coyuntura de hechos consumados en
la que, bordeando los límites establecidos por el ordenamiento
jurídico, se trate de poner en evidencia el fracaso de un sistema
económico. Para nadie es grato comprobar las consecuencias
devastadoras a las que nos está sometiendo esta crisis
inmisericorde, pero de ahí a que apliquemos la justicia social por
nuestra cuenta media un abismo. Por supuesto que hay que mantener un espíritu combativo para conseguir ideales hasta el momento utópicos, pero para revestir esa lucha de legitimidad y conquistar mayores espacios de
libertad resulta imprescindible hacerlo sin traspasar las líneas de
la legalidad. No creo, sinceramente, que estas medidas de protesta sean las más adecuadas para revertir una situación a todas luces injusta. Por eso, debemos buscar otros mecanismos para mostrar nuestro justificado descontento, pero no nos dejemos llevar por argumentos cargados de demagogia que no conducen sino a una mayor frustración por parte de quienes confían a ciegas en sus representantes.
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