miércoles, 6 de junio de 2018

Un kamikace en la Moncloa




  Lo sucedido el viernes pasado en el Congreso de los Diputados constituye una de las sorpresas más extraordinarias que se hayan vivido en nuestra joven democracia. Ni el más optimista ni el más informado de los analistas políticos podía imaginar que el gobierno presidido por Mariano Rajoy sería derrocado en una moción de censura planteada por un partido socialista en horas bajas, y mucho menos después de la previsible estabilidad que se auguraba una vez que el PNV había dado su visto bueno a los presupuestos generales para el año 2019. Lo que parecía un remanso de paz se convirtió, en pocos días, en un torrente desbordado como consecuencia de la publicación de la sentencia judicial del caso Gürtel, en la que se pusieron de manifiesto los trapos sucios del Partido Popular. A partir de ahí se desató la caja de los truenos. Parecía que Rajoy tenía el puesto asegurado hasta la siguiente convocatoria electoral, que el PSOE de Pedro Sánchez, con sus exiguos ochenta y cuatro diputados, no representaba peligro alguno para agotar la legislatura, pero hete aquí que el golpe de gracia asestado por la Audiencia Nacional lo cambiaba todo y daba al traste con un gobierno debilitado por un sinfín de corruptelas que ponían en entredicho su legitimidad para seguir ostentando el poder.



    No es la primera vez que en España se plantea una moción de censura, pero sí es la primera que triunfa. De hecho, Mariano Rajoy salió indemne de otra presentada por Podemos en junio del año pasado. En aquella ocasión el PSOE se abstuvo, negándose a hacerles el juego sucio a Pablo Iglesias y sus acólitos, ávidos de poder para aplicar en España sus utópicas políticas chavistas. Desde que Pedro Sánchez sustituyera a Alfredo Pérez Rubalcaba en la Secretaría General de su partido -julio de 2014, tras imponerse en el proceso de primarias y ser ratificado por un congreso extraordinario-, el PSOE se convirtió en una jaula de grillos con dos bandos perfectamente identificados y enfrentados: el de quienes abogaban por un partido serio, con sentido de Estado, enemigo de los extremismos territoriales, representado por Susana Díaz; y el de los partidarios de un delirante Pedro Sánchez, amigo de populismos y con una ambición impropia de un tipo sin experiencia en puestos de responsabilidad. Incluso muchos de los suyos veían en él a un sujeto peligroso que estaba conduciendo al partido al borde del abismo, desnaturalizando el tarro de las esencias socialistas. Y en esto se llegó a la crisis de octubre de 2016, desencadenada por un nuevo fracaso en las elecciones de junio, provocando la dimisión de diecisiete miembros de la Ejecutiva Federal cansados de tanta derrota electoral y tanto despotismo. La guerra soterrada se desarrolló entonces a cara de perro. Los seguidores de Sánchez no dudaron en utilizar todo tipo de estratagemas para salir victoriosos de la contienda. Saltaron todas las alarmas y barones como Susana Díaz y Fernández Vara no tuvieron reparos en dedicar gruesas palabras a un Pedro Sánchez cegado de poder. Finalmente, viéndose acorralado, Sánchez no tuvo más remedio que dimitir de la secretaría general y abandonar su acta de diputado, abriéndose entonces un período de transición pilotado por una comisión gestora que debería dirigir el partido hasta la elección de un nuevo secretario general.


    Y, ¡oh, sorpresa!, que Pedro Sánchez, contra todo pronóstico y en desigual lucha, se impone al férreo aparato de Ferraz y se hace de nuevo con las riendas del PSOE, dejando en la cuneta a Patxi López y a la todopoderosa Susana Díaz, sus contrincantes en las primarias celebradas en mayo de 2017. La militancia habló y se decantó por radicalizar sus postulados, por dar un golpe de timón en el rumbo que hasta ese momento marcaban los jerarcas socialistas. El "no es no" se oficializaba. Rajoy ya sabía quién sería su interlocutor. Y vaya que si lo supo; como que en poco más de un año ha terminado por sacarle, a toda prisa y sin previo aviso, tanto de la Moncloa como de la presidencia del Partido Popular. ¿Quién se lo iba a decir a Mariano, que se las prometía muy felices, vanagloriándose con el canto de sirenas de los palmeros de siempre, pero sin sospechar la puñalada trapera que le propinarían los nacionalistas vascos? Evidentemente, a esta situación se llega por el goteo continuo de los casos de corrupción que arrinconan al PP, sobre todo en comunidades como la valenciana y la madrileña, donde las cloacas ya no dan abasto. En lugar de tomar medidas y atajar de raíz esos comportamientos indignos e incompatibles con la decencia, la honestidad y el servicio público, desde el Partido Popular se ha optado por dar la callada por respuesta, tratando de reducir a casos esporádicos una situación insostenible y generalizada de corrupción en sus estructuras de poder. Los casos Cifuentes y Gürtel constituyen las líneas rojas que han hecho saltar todo por los aires. Y así, partiendo del hecho indubitado de que no hay más culpables que Rajoy y su partido, ahí tenemos de presidente del gobierno a un señor que, habiendo sobrevivido al fuego amigo -el más mortal de las armas de destrucción masiva- se ha plantado en la presidencia del gobierno merced a una moción de censura legítima pero poco recomendable en cuanto a los compañeros de viaje que le acompañan en su nueva andadura.
  


    A partir de ahora se abre un período político inédito y lleno de incertidumbres. El PSOE, en su obsesión por alcanzar el poder, no ha medido los riesgos que supone ir en comandita de independentistas, batasunos y podemitas. La inestabilidad del gobierno es tal que todo el esfuerzo derrochado por Sánchez quedará en precario una vez que se compruebe la inviabilidad del proyecto. España ha quedado en manos de un partido perdedor, electoralmente hablando. Alguien que sabe que no cuenta con el respaldo de la mayoría de la sociedad hubiera declinado el compromiso que Pedro Sánchez, en su inconsciencia, no ha dudado en arrostrar. Lo malo de los kamikaces no es que pongan en juego su vida; lo malo es que también desprecian la de los demás. Pedro el Guapo -como le llaman los suyos-, que ni siquiera era diputado en la actual legislatura, ha pasado de ser un apestado a ocupar la cúspide de un ejecutivo que será tan efímero como insustancial es la figura de quien lo ocupa. El PSOE, sumido en una guerra de guerrillas desde que Zapatero dejó al partido hecho unos zorros, carece de la unidad y fortaleza necesarias como para sortear con éxito los obstáculos a los que se enfrenta la democracia española. La perspectiva del tiempo demostrará el disparate cometido por Sánchez. Desde la Transición, España no había experimentado una crisis institucional de tal calado. Ni Pedro Sánchez ni el PSOE son la solución. Así que, por el bien de todos, que convoque elecciones cuanto antes.

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