Con la gélida mañana
despertó un nuevo día inundado por un manto de húmeda y ligera
niebla que envolvía las ateridas siluetas de quienes, desde primera
hora, se atrevieron a echarse a las calles para aprovechar al máximo
un festivo más de los que jalonaban el calendario. A pesar de
que la climatología no
invitaba a practicar la recomendable actividad de pasear, cualquier
excusa era buena para salir de casa. Tenía que sacar fuerzas de
flaqueza con tal de no sentirse prisionero de dolorosos
recuerdos que no harían sino sumirle en la zozobra de una
nostalgia perniciosa que en nada ayudaría en la tarea de sustentar a
un espíritu en transición hacia nuevos horizontes. Así que, con la
ropa de abrigo suficiente -salvo el gorro de lana y las orejeras,
llevaba todo lo demás-, se propuso aparcar por un momento su
congénito pesimismo con la intención de redescubrir los
rincones más recónditos de su ciudad, confundiéndose con la
algarabía de un paisanaje ajeno a sus
preocupaciones.
La
estampa que se encontró durante el recorrido no era muy distinta a
la de un domingo cualquiera de un otoño casi invernal: parques
repletos de niños curiosos perseguidos por unos padres
sobreprotectores; grupos de jubilados con el periódico bajo el
brazo, marcando el paso con milimétrica cadencia en busca del primer
bar en el que tomar algo bien caliente que reconfortara sus enjutos
cuerpos; pandillas de joviales adolescentes gastándose bromas
picantes propias de la edad; ciclistas kamicazes que desafiaban con
imprevistos movimientos al escaso tráfico rodado... Sólo
faltaban los devotos a la salida de misa. Y todo ello acompañado por
el vuelo rasante de algún pajarillo despistado, por el rumor de las
copas de los árboles azotadas por la fuerza de un viento siberiano,
por el chasquido de sus hojas caducas al ser pisoteadas por los
descuidados transeúntes, por el susurro de los traviesos chorros de
agua de las fuentes que encontraba a su paso.
La melancolía fluía a raudales, convirtiéndose en la nota
protagonista de su deambular absorto, sumido en mil cavilaciones de
las que sólo despertó al ver la figura de un limpiabotas. Hacía
mucho tiempo que no se topaba con uno, aunque también es verdad que
pocos se decidían por tomar los hábitos de esa profesión. Si no
fuera tan alto bien podría decirse que tampoco andaba escaso de
carnes; el rostro curtido por las penalidades lo poblaba una escasa y
descuidada barba encanecida. Sus huesudas manos se afanaban en
realizar con presteza un trabajo impecable con el calzado de una de
las variopintas turistas extranjeras que visitaban la ciudad durante
aquellos días de asueto. Su profunda mirada evocaba los recuerdos de
un pasado más próspero. Su porte destacaba por el pelo engominado
peinado hacia atrás, así como por un desgastado traje gris que había conocido
épocas de gloria, acompañado por una camisa blanca coronada por una
corbata anudada al estilo inglés. Los zapatos, para dar ejemplo,
relucían hasta bajo la espesa niebla que todo lo recubría. Sus
cuidados gestos, el modo en que se dirigía a la turista y el
perfecto inglés en el que transcurría la conversación entre ellos
eran indicios más que suficientes para que, en su conjunto, se
adivinara que aquél hombre había vivido épocas mejores.
Resultaba encomiable la dignidad con la que desempeñaba su cometido,
incluso el entusiasmo con el que trataba de sacar lustre a unas
desvencijadas botas a las que sólo un milagro devolverían a su
estado natural.
Pablo se quedó observando con detalle aquella estampa costumbrista
que parecía rescatada de principios del siglo XX. No dejaba de
preguntarse quién habría sido realmente aquél hombre y qué
circunstancias le habrían llevado a esa situación. Resolvió que,
una vez concluyera con la turista, él sería el próximo cliente de
aquéllas prodigiosas manos que volaban con la
habilidad propia de un gran maestro en su oficio. Dicho y hecho:
despegar la “guiri” sus botines del reposapiés y plantar los
suyos con celeridad fue todo uno. Viéndolo ahí, sentado en su taburete y
dando buena cuenta del betún y el cepillo, cualquiera diría que
Fulgencio había sido mozo de espadas de uno de los toreros más
afamados de la década de los sesenta y los setenta, que había
viajado por todo el mundo, que incluso había contraído nupcias con la hija
de un Lord británico que vivía en el peñón de Gibraltar, que
fruto de ese matrimonio habían nacido dos hijos, que su mala cabeza
le llevó a abandonar a su familia hipnotizado por la glauca mirada
de una prometedora actriz de la farándula que se quedó en
eso, en simple promesa del espectáculo; que cuando el dinero empezó
a escasear, a su querida no le dolieron prendas en convertirse en la
concubina del empresario que administraba el teatro en el que se
representaba la obra en cuyo cartel aparecía ella como primera
actriz; que después de aquella estocada Fulgencio no volvió a ser
el mismo y que se refugió en el alcohol como compañero de viaje. Su
vida naufragaba sin rumbo fijo hasta que un día, instalado en una
posada de Madrid, sin más oficio que el ir de parque en parque
con su tetrabrick de vino tinto a cuestas, quiso la casualidad que se
encontrase con el puesto de un limpiabotas en una de las calles
adyacentes a la Puerta del Sol. Lo que más le sorprendió fue que de
la silla habilitada para los clientes colgaba un cartel en el que
podía leerse “Se traspasa el negocio por jubilación”. Y así
fue como se inició en ese noble oficio que le llevó a conocer a
personajes como Tierno Galván, Umbral o Cela. Pablo, por su parte,
no se atrevió a preguntarle nada, limitándose a
observar el faenar de aquel hombrecillo que tarareaba coplas,
fandangos y pasodobles cuando la clientela no le daba conversación.
Tampoco quería importunarlo con su curiosidad, así que una vez hubo
terminado, se alejó del lugar con el pensamiento de que aquél limpiabotas anónimo podría convertirse en el personaje central de la novela que se proponía escribir. A buen seguro que dos tardes con él bastarían para emborronar unos cientos de páginas con las que deleitar a sus futuros lectores. Porque él también había roto con su pasado y había recalado en la gran urbe para dar comienzo a un futuro esplendoroso en el arte de las letras.
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