martes, 5 de marzo de 2013

Evocaciones de un escritor.


   Con la gélida mañana despertó un nuevo día inundado por un manto de húmeda y ligera niebla que envolvía las ateridas siluetas de quienes, desde primera hora, se atrevieron a echarse a las calles para aprovechar al máximo un festivo más de los que jalonaban el calendario. A pesar de que la climatología no invitaba a practicar la recomendable actividad de pasear, cualquier excusa era buena para salir de casa. Tenía que sacar fuerzas de flaqueza con tal de no sentirse prisionero de dolorosos recuerdos que no harían sino sumirle en la zozobra de una nostalgia perniciosa que en nada ayudaría en la tarea de sustentar a un espíritu en transición hacia nuevos horizontes. Así que, con la ropa de abrigo suficiente -salvo el gorro de lana y las orejeras, llevaba todo lo demás-, se propuso aparcar por un momento su congénito pesimismo con la intención de redescubrir los rincones más recónditos de su ciudad, confundiéndose con la algarabía de un paisanaje ajeno a sus preocupaciones.

   La estampa que se encontró durante el recorrido no era muy distinta a la de un domingo cualquiera de un otoño casi invernal: parques repletos de niños curiosos perseguidos por unos padres sobreprotectores; grupos de jubilados con el periódico bajo el brazo, marcando el paso con milimétrica cadencia en busca del primer bar en el que tomar algo bien caliente que reconfortara sus enjutos cuerpos; pandillas de joviales adolescentes gastándose bromas picantes propias de la edad; ciclistas kamicazes que desafiaban con imprevistos movimientos al escaso tráfico rodado... Sólo faltaban los devotos a la salida de misa. Y todo ello acompañado por el vuelo rasante de algún pajarillo despistado, por el rumor de las copas de los árboles azotadas por la fuerza de un viento siberiano, por el chasquido de sus hojas caducas al ser pisoteadas por los descuidados transeúntes, por el susurro de los traviesos chorros de agua de las fuentes que encontraba a su paso.

   La melancolía fluía a raudales, convirtiéndose en la nota protagonista de su deambular absorto, sumido en mil cavilaciones de las que sólo despertó al ver la figura de un limpiabotas. Hacía mucho tiempo que no se topaba con uno, aunque también es verdad que pocos se decidían por tomar los hábitos de esa profesión. Si no fuera tan alto bien podría decirse que tampoco andaba escaso de carnes; el rostro curtido por las penalidades lo poblaba una escasa y descuidada barba encanecida. Sus huesudas manos se afanaban en realizar con presteza un trabajo impecable con el calzado de una de las variopintas turistas extranjeras que visitaban la ciudad durante aquellos días de asueto. Su profunda mirada evocaba los recuerdos de un pasado más próspero. Su porte destacaba por el pelo engominado peinado hacia atrás, así como por un desgastado traje gris que había conocido épocas de gloria, acompañado por una camisa blanca coronada por una corbata anudada al estilo inglés. Los zapatos, para dar ejemplo, relucían hasta bajo la espesa niebla que todo lo recubría. Sus cuidados gestos, el modo en que se dirigía a la turista y el perfecto inglés en el que transcurría la conversación entre ellos eran indicios más que suficientes para que, en su conjunto, se adivinara que aquél hombre había vivido épocas mejores. Resultaba encomiable la dignidad con la que desempeñaba su cometido, incluso el entusiasmo con el que trataba de sacar lustre a unas desvencijadas botas a las que sólo un milagro devolverían a su estado natural.

   Pablo se quedó observando con detalle aquella estampa costumbrista que parecía rescatada de principios del siglo XX. No dejaba de preguntarse quién habría sido realmente aquél hombre y qué circunstancias le habrían llevado a esa situación. Resolvió que, una vez concluyera con la turista, él sería el próximo cliente de aquéllas prodigiosas manos que volaban con la habilidad propia de un gran maestro en su oficio. Dicho y hecho: despegar la “guiri” sus botines del reposapiés y plantar los suyos con celeridad fue todo uno. Viéndolo ahí, sentado en su taburete y dando buena cuenta del betún y el cepillo, cualquiera diría que Fulgencio había sido mozo de espadas de uno de los toreros más afamados de la década de los sesenta y los setenta, que había viajado por todo el mundo, que incluso había contraído nupcias con la hija de un Lord británico que vivía en el peñón de Gibraltar, que fruto de ese matrimonio habían nacido dos hijos, que su mala cabeza le llevó a abandonar a su familia hipnotizado por la glauca mirada de una prometedora actriz de la farándula que se quedó en eso, en simple promesa del espectáculo; que cuando el dinero empezó a escasear, a su querida no le dolieron prendas en convertirse en la concubina del empresario que administraba el teatro en el que se representaba la obra en cuyo cartel aparecía ella como primera actriz; que después de aquella estocada Fulgencio no volvió a ser el mismo y que se refugió en el alcohol como compañero de viaje. Su vida naufragaba sin rumbo fijo hasta que un día, instalado en una posada de Madrid, sin más oficio que el ir de parque en parque con su tetrabrick de vino tinto a cuestas, quiso la casualidad que se encontrase con el puesto de un limpiabotas en una de las calles adyacentes a la Puerta del Sol. Lo que más le sorprendió fue que de la silla habilitada para los clientes colgaba un cartel en el que podía leerse “Se traspasa el negocio por jubilación”. Y así fue como se inició en ese noble oficio que le llevó a conocer a personajes como Tierno Galván, Umbral o Cela. Pablo, por su parte, no se atrevió a preguntarle nada, limitándose a observar el faenar de aquel hombrecillo que tarareaba coplas, fandangos y pasodobles cuando la clientela no le daba conversación. Tampoco quería importunarlo con su curiosidad, así que una vez hubo terminado, se alejó del lugar con el pensamiento de que aquél limpiabotas anónimo podría convertirse en el personaje central de la novela que se proponía escribir. A buen seguro que dos tardes con él bastarían para emborronar unos cientos de páginas con las que deleitar a sus futuros lectores. Porque él también había roto con su pasado y había recalado en la gran urbe para dar comienzo a un futuro esplendoroso en el arte de las letras.

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