Las volutas de humo se
reflejaban en los gruesos cristales de sus gafas,
ascendiendo lentamente e inundando la amplia estancia bañada por la
esplendorosa luz del día que penetraba por el ventanal del lado
este, el que se asomaba a la avenida principal. De todo el edificio
ése era, sin lugar a dudas, el mejor despacho. Despacho que Filomeno
Antúnez, director del matutino “La Crónica” desde hacía más
de 15 años, recostado sobre la silla de cuero negro, con los pies
extendidos sobre una alargada mesa de caoba, las manos apoyadas en la
nuca, el chaleco desabrochado y la corbata sin anudar, podía
asegurar que se había ganado por méritos propios. El cenicero
rebosante de colillas a medio consumir y su cara de preocupación
denotaban que algo fuera de lo común rondaba por la cabeza de uno de
los periodistas más prestigiosos de la ciudad. No se trataba de
problemas relacionados con la tirada del periódico, ni de ninguna
nueva demanda contra el editor o de la caída de ingresos por
publicidad; él era perro viejo en el oficio y esas menudencias no le
solían quitar el sueño. Tendría que tratarse de un asunto mucho
más grave como para que Antúnez perdiera la sonrisa que solía
lucir invariablemente debajo de su poblado mostacho. Eso era lo que
se imaginaba Daniel Olivares, redactor de la sección de Nacional, al
ver la cara de su jefe desde su propio despacho, no tan bien situado
ni tan bien decorado como el del director. Se sentía culpable por
haber creado esa situación, no en vano él era el padre de la
noticia sobre la que Antúnez elucubraba y a la que ambos habían
dedicado los últimos meses de su vida. Ahora ya tenía atados todos
los cabos como para que se publicara, siempre que el director diera
el visto bueno. Y no era fácil que eso sucediera puesto que el
asunto iba a hacer correr ríos de tinta.
El director consumió
la última bocanada del pitillo. Esta vez lo apuró hasta la boquilla
y dejó que se apagara en el mar de pavesas en que se había
convertido el cenicero. En ese momento recordó que le había
prometido a su mujer que dejaría de fumar, pero eran tantas las
promesas incumplidas que una más tampoco importaría lo más mínimo.
Su mujer no se lo tendría en cuenta. Al pasar al lado de la
abarrotada estantería, no pudo evitar fijar su mirada en una
fotografía en la que se le veía junto a Emilio Romero, el viejo
director del diario Pueblo de quien tanto aprendió y a quien tanto
le debía. Se preguntó qué actitud adoptaría
su maestro ante la decisión a la que tenía que enfrentarse.
Para Don Emilio el periodismo era como una especie de religión ante
la que el profesional que se tuviera como tal debía confesarse al
final de cada jornada, preguntándose si había obrado en función de
lo que marcaban los cánones. Cuando se trataba de hacer aflorar la
verdad, los sentimentalismos debían quedar en un segundo plano. Don
Emilio podría tener muchos defectos, pero resultaba indudable que
también dispuso de un olfato especial para oler la noticia allá
donde se produjera, el mismo fino olfato heredado por su discípulo y
que ahora se debatía entre vender su alma al diablo y seguir
disfrutando del estatus de director, o ser fiel a sus ideales
-aquéllos por los que se hizo periodista- e ir a muerte con su
redactor hasta el final de aquélla historia que los dos habían
jurado mantener en el más absoluto de los secretos hasta que las
distintas fuentes confirmaran sus sospechas. Aquel momento crucial
había llegado; sólo faltaba que Antúnez se decantara de uno u otro
lado. Olivares era consciente de esa lucha interna por parte de su
director, y temía que éste al final cediera ante las presiones. Sin
embargo, no perdía la fe en aquél hombre y en su palabra dada.
Sin apartar la mirada
de la foto de su benefactor, su mente se trasladó a los tiempos de
vino y rosas en los que las jornadas maratonianas de trabajo
concluían a altas horas de la madrugada en el bar de la calle
Postas, reunidos en animada tertulia con los compañeros de otros
diarios de la competencia. Tiempos en los que seguir una historia
durante semanas y ver publicado el resultado en primera plana, con tu
nombre al pie de la noticia por la que te habías estado batiendo el
cobre, suponía el mayor triunfo al que aspiraba un recién llegado
como él. Tiempos en los que tenías que patear las calles en busca
de algo decente que poder llevar a la rotativa, hablando con la
policía, los delincuentes, jueces, abogados y demás personajes que
poblaban el submundo de los sucesos. No había mejor escuela que la
de conversar acodado en la barra de cualquier garito de mala muerte
con el rufián de turno para hacerte acreedor de las confidencias de
quienes manejaban el cotarro. Lo mismo ocurría con el no menos
degradado mundillo de la política, la banca, las empresas de altos
vuelos y la crónica negra: siempre había alguien dispuesto a contar
lo que sabía a cambio de algún que otro favor sin importancia.
Antúnez demostró ser un todoterreno como reportero, así como una innata habilidad para esquivar tanto las envidias más o menos soterradas como los halagos descaradamente interesados. Sus
superiores así se lo reconocieron, asignándole con el paso de los años
tareas de mayor responsabilidad, hasta llegar a la que ejercía en la
actualidad y que sabía que tendría que abandonar en caso de que se
decidiera por publicar lo que a todas luces suponía el mayor escándalo de los últimos años.
A aquellas horas de la
mañana la redacción estaba prácticamente vacía. Desde su
puesto, Olivares observaba cómo el rostro de su jefe se empapaba en
sudor, volviéndose cada vez más pálido a medida que avanzaban los
minutos. Estaba siendo un verano muy caluroso y a pesar de que las
agujas del reloj aún no marcaban las once, se adivinaba que la
canícula iba a seguir apretando con justicia. También era mala
época para que a uno le despidieran del trabajo: un periodista en paro implicaba el pasar por una serie de penalidades que no todos
estaban dispuestos a arrostrar, por muy buen currículum que uno se
hubiera labrado. Olivares no le perdía de vista, lamentándose de
que el futuro de ambos dependiera de algo tan incomprensible como que
podían verse de patitias en la calle por su compromiso con la
verdad. Lo cierto es que existían poderosas razones para que ciertas
personalidades de la vida social y política hicieran votos para que
determinadas cuestiones no salieran a la luz, más aún si tales
circunstancias afectaban a la cúpula directiva del propio
periódico. Ni Antúnez ni Olivares se imaginaban ejerciendo otra
profesión que no fuera el periodismo; no sabían hacer otra cosa, y
después de aquello nada volvería a ser igual para ellos. Los dos
tenían mujer e hijos a los que mantener, hipotecas y facturas que
pagar, y eran perfectamente conscientes de que esas horas iban a
condicionar su porvenir más inmediato. Se habían conocido en una de
las noches interminables de la calle Postas, entre tragos de whisky
que alimentaban las esperanzas de unos y confirmaban las desilusiones
de otros, cuando Antúnez ya era casi una eminencia y Olivares
comenzaba a dar sus primeros coletazos como plumilla de a tanto la
pieza. Hicieron buenas migas desde el primer momento y el director
consiguió que lo admitiesen como personal fijo en la plantilla de
“La Crónica”, motivo más que suficiente para que Olivares le
estuviera eternamente agradecido.
La puerta del despacho
se abrió, pero el director -con el enésimo cigarrillo de la mañana entre los
dedos- se quedó inmóvil, posando su mirada perdida a uno y otro lado de la redacción. Su aspecto delataba las noches de
insomnio que aquella noticia le había ocasionado desde hacía días,
cuando el jefe de Nacional le confirmó que, efectivamente, una
quinta fuente había corroborado lo que ambos ya conocían. Olivares,
con las mangas de la camisa dobladas hasta los codos, se incorporó
del asiento pero tampoco se atrevió a dirigir sus pasos hacia
ninguna dirección; simplemente permaneció de pie a la espera de lo
que Antúnez tuviera que decir. La imagen de esos dos hombres en
actitud expectante provocó cierta curiosidad entre el resto de
compañeros, convidados de piedra de una escena en la que sólo sus
protagonistas principales eran sabedores de su gravedad. Finalmente el director se decidió y avanzó con paso firme hasta donde le esperaba aquel joven periodista en quien había depositado toda su confianza. Frente a frente, con los ojos cargados de emoción, sobraron las palabras para que Olivares se percatara de que la decisión estaba tomada. Después de darse un apretón de manos, cada uno volvió a su puesto con la convicción de que habían hecho lo correcto. En ese momento la redacción comenzó a llenarse de los periodistas y colaboradores dispuestos a ocupar sus atestadas mesas con el anhelado propósito de cambiar el mundo a través de sus artículos, todos ellos ajenos a los momentos de tensión vividos entre aquellas paredes en las que se había decidido que primaría el derecho de los lectores a conocer la verdad fuera cuales fuesen los peligros que la acecharan. La verdad como virtud y no como utopía.
Magnifico relato, buen adelanto para una novela como Dios manda.
ResponderEliminarAdelante campeón!!!!