No
se comía del todo mal en Rabasa. Es más, puedo asegurar que algunos
de mis compañeros salieron de allí con algunos kilitos de más. No
era lo habitual, pero sí: hubo quien disfrutaba delante de un plato
de espinacas igual que si se estuviera zampando uno de ostras. El que
antes de pisar el acuartelamiento mostrara remilgos culinarios, allí
se le disiparon de golpe al segundo día de estar pegando barrigazos
y culatazos. Mano de santo eso de salir al campo desde bien
tempranito, pasando las oportunas fatigas, para que, llegada la hora
de reponer fuerzas, nos sentáramos todos a la mesa sin rechistar por
el menú. No había tiempo para ponerse exquisitos con esas
menudencias.
Por
lo general, en cuanto a cantidad, íbamos bien surtidos. Saciábamos
nuestro incombustible apetito con buenas raciones de grasas,
proteínas, carbohidratos... y algún que otro ingrediente
inesperado. Y es que, al cabo de algunos días, alguien soltó que
llevaba demasiado tiempo sin aliviarse con la misma frecuencia con la
que lo venía haciendo desde antes de vestirse de caqui. Los demás,
que hasta ese momento no habíamos dicho ni pío al respecto, pero
que llevábamos el mismo tiempo reteniendo espermatozoides,
comenzamos a sospechar si entre el menú no se incluiría algún
chorrito de bromuro con el que aliñar la ensalada. Casualidad o no,
aquello no era para nada normal, y mucho menos en ejemplares con la
testosterona a flor de piel. Pudiera pensarse que una combinación
prolongada entre el cansancio físico y psicológico podría jugar en
nuestra contra y provocar efectos letales en nuestra prodigiosa
imaginación, algo que, sin embargo, desechamos casi de inmediato: ni
aunque todos los males del mundo se hubieran concentrado en el
Acuertalamiento Alférez Rojas Navarrete, ello no sería obstáculo
para dejar de atender tales menesteres. Finalmente, igual que
aparecieron las dudas, se disiparon casi sin enterarnos, quizás
debido a que pusimos el esmero necesario para solucionar el problema.
Les puedo confirmar que superamos con éxito aquel escollo: cada uno
a su manera, salimos victoriosos de aquel combate y nunca más se
volvió a mencionar el tema en cuestión.
Siguiendo
con el asunto de la pitanza, tampoco vamos a poner reparos en cuanto a
su calidad. Sabíamos que no estábamos en un hotel de cinco
estrellas, así que, cuando nos plantábamos con nuestra bandeja en
el primer hueco que veíamos libre, no nos fijábamos en si los san
jacobos estaban más quemados de la cuenta o no, o si las alubias
desprendían un sospechoso olorcillo a lata que echaba para atrás.
Todo era bienvenido en aquellas circunstancias, sobre todo cuando el
objetivo era el de no pasar hambre y recuperar las reservas de
energía lo antes posible. Por eso, cada vez que formábamos para ir
a los comedores, lo hacíamos contentos y dichosos, sabedores de que
nuestros agradecidos estómagos iban a ver recompensada su prolongada
espera con viandas que, sin ser delicatessen, ingeríamos con
fruición, disfrutando como si se tratase del mayor espectáculo del
mundo al que uno pudiera asistir. Y vaya que si lo era. Tengo para mí
que más de uno reprimía las lágrimas por pudor, por aquello del
que dirán de todo un soldadito español al que se le ablanda el
corazón ante un puchero de garbanzos cocinado como Dios manda.
La
visita a los comedores era uno de los momentos predilectos para que
los reclutas comentáramos los distintos avatares de la jornada.
En un sitio donde todo se hacía a la puta carrera, resultaba curioso
que para algo que de verdad no nos importaba hacer a toda prisa
– llegar cuanto antes para dar buena cuenta de la carta que
nos tenían preparada los cocinillas -, íbamos a paso de
maniobra y teníamos que esperar pacientemente a que tocara
nuestro turno. En aquellas majestuosas instalaciones y bajo la
escrutadora mirada del oficial y suboficial de cuartel, que trataban
de poner orden en una atmósfera colapsada de carcajadas, tintinear
de cubiertos y descorchar de botellas, aprovechábamos la
ocasión para disertar sobre lo divino y lo humano. En un principio
las conversaciones giraban en torno a los temas más variopintos: que
si vaya dolorcito que me ha salido en la rodilla, que si hay que
joderse con la mala ostia que calza siempre el sargento Fulanito, que
si vaya putada que me hayan puesto la tercera imaginaria... Eso sí,
había dos cuestiones que acaparaban nuestros desconsuelos: las
agujetas y las ampollas. Botas y cetmes protagonizaban nuestras
peores pesadillas. Los que debieran ser nuestros aliados, se
convirtieron en nuestros archienemigos. La mayoría teníamos el
brazo derecho insensibilizado, hecho un guiñapo, y es que nos
tomábamos demasiado en serio la advertencia de nuestros mandos de
que el fusil debía ser una prolongación más de nuestro cuerpo. Por
eso, nada nos acojonaba más que extraviarlo: nos habríamos dejado
cortar un dedo antes de acudir sollozando al cabo furriel
con el cuento de que habíamos perdido el armamento y la
munición. Por suerte, ni yo ni ninguno de mis compañeros tuvimos
que pasar por tal apuro. Y, con respecto a lo de las ampollas, qué
quieren que les diga: yo he visto a tíos hechos y derechos mentar a
su propia madre y retorcerse de dolor cuando, al descalzarse después
de una jornada de perros, comprobaban que tenían los
pies hechos un cristo, supurando pus a borbotones. No era
extraño vernos rebajados de botas, cojeando de una forma tan
ostentosa que poco menos que parecía que nos habían implantado una
prótesis. Tengo que decir que la mayoría hacíamos todo lo posible
para no rebajarnos, puesto que para nosotros suponía como
una especie de deshonor vestir el uniforme con zapatillas
deportivas. Por eso nos mostrábamos compresivos con
quienes aparecían de esa guisa; bastante tenían ellos como para que
encima fueran objeto de burla por parte del resto de compañeros.
Conforme
avanzaban los días, uno se iba adaptando a las exigencias de
nuestra condición de mílites a marchas forzadas.
Íbamos cogiendo soltura en cuestiones básicas como el
saludo a los mandos, sobre todo cuando te los encontrabas de sopetón
por mitad de las instalaciones y teníamos que improvisar como
buenamente podíamos. Las primeras veces que paseabas por el
patio teníamos verdadero pánico a cruzarnos con alguno de
ellos. Caminábamos como en tensión, mirando a diestra y
siniestra, tratando de escrutar por dónde podría aparecer algún
pez gordo con los entorchados suficientes como para comenzar a
cambiar la color del rostro, sudar la gota gorda y echarse a
temblar al instante. Como aún no éramos muy duchos
en eso de los empleos, cuando los veías venir de lejos tratabas de
aguzar la vista para discernir el rango del fulano que se
acercaba.
- Bonilla, ¿qué es aquello que relumbra allí a lo lejos?
- Bonilla, ¿qué es aquello que relumbra allí a lo lejos?
-
Vete tú a saber. Cualquier cosa.
-
Tú qué opinas: ¿alférez o comandante?
-
Opino que nos va a caer un marrón del copón; así que,
que
Dios nos pille confesados ...
La
diferencia es más sutil de la que ustedes se puedan imaginar a
primera vista. Distinguir si una estrella era de seis u ocho puntas, de mayor o menor grosor o si estaba más o menos
centrada en la hombrera, tenía su dificultad, así que nos
encomendábamos a la Virgen de los Remedios -patrona de Alicante-
para acertar el tiro y no herir sensibilidades, que en el ámbito
castrense puede acarrear consecuencias imprevisibles. Había
ocasiones en que a todo un teniente coronel le degradábamos a
capitán, o a un teniente recién salido de la academia le dábamos
tal espaldarazo en el escalafón, que ríanse ustedes de los ascensos
de Franco por méritos de guerra. Todo ello, evidentemente, con el
consiguiente mosqueo o júbilo, según los casos, por parte de los
interfectos. Eso sí, era tal el ímpetu y la
marcialidad que derrochábamos en el saludo que, a pesar de
los equívocos, la cosa siempre terminaba con una sonrisa guasona o
con una mirada indulgente. En lo que no había margen de error era en la
distinción, en cuanto al tratamiento, entre un cabo
primero y un sargento primero: ya se encargaban los suboficiales
de advertirnos que por ahí no pasaban. Vamos, que no se habían
chupado ellos tres años de academia y otros siete de antigüedad
como para que ahora unos recién llegados los despacharan con
un simple “a la orden de usted, mi primero”. Era muy
probable que rodaran cabezas si eso llegaba a suceder.
Que pena que ya se hayan perdido estas historias de la mili. El 99 % de la gente que la hizo la recuerda con cariño. Que pena que se privó de ella a estas generaciones.
ResponderEliminarPues sí, Chema, una pena. Aunque muchos decían que era tiempo perdido, a quienes la hicimos nos sirvió, entre otras muchas cosas, para inculcarnos valores como la disciplina, el sacrificio, el compañerismo... Hay que hacer como en Francia, que están estudiando reimplantarla.
ResponderEliminarhola! aquí un Alférez del Sefocuma 2000. Muchas gracias por tus relatos. Son totalmente certeros. Se leen sólos. Hay más? Me he quedado en el IV. Un marcial saludo
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