martes, 13 de marzo de 2018

Confesiones de un SEFOCUMA (IV): Entre fogones y divisas.





   No se comía del todo mal en Rabasa. Es más, puedo asegurar que algunos de mis compañeros salieron de allí con algunos kilitos de más. No era lo habitual, pero sí: hubo quien disfrutaba delante de un plato de espinacas igual que si se estuviera zampando uno de ostras. El que antes de pisar el acuartelamiento mostrara remilgos culinarios, allí se le disiparon de golpe al segundo día de estar pegando barrigazos y culatazos. Mano de santo eso de salir al campo desde bien tempranito, pasando las oportunas fatigas, para que, llegada la hora de reponer fuerzas, nos sentáramos todos a la mesa sin rechistar por el menú. No había tiempo para ponerse exquisitos con esas menudencias.


   Por lo general, en cuanto a cantidad, íbamos bien surtidos. Saciábamos nuestro incombustible apetito con buenas raciones de grasas, proteínas, carbohidratos... y algún que otro ingrediente inesperado. Y es que, al cabo de algunos días, alguien soltó que llevaba demasiado tiempo sin aliviarse con la misma frecuencia con la que lo venía haciendo desde antes de vestirse de caqui. Los demás, que hasta ese momento no habíamos dicho ni pío al respecto, pero que llevábamos el mismo tiempo reteniendo espermatozoides, comenzamos a sospechar si entre el menú no se incluiría algún chorrito de bromuro con el que aliñar la ensalada. Casualidad o no, aquello no era para nada normal, y mucho menos en ejemplares con la testosterona a flor de piel. Pudiera pensarse que una combinación prolongada entre el cansancio físico y psicológico podría jugar en nuestra contra y provocar efectos letales en nuestra prodigiosa imaginación, algo que, sin embargo, desechamos casi de inmediato: ni aunque todos los males del mundo se hubieran concentrado en el Acuertalamiento Alférez Rojas Navarrete, ello no sería obstáculo para dejar de atender tales menesteres. Finalmente, igual que aparecieron las dudas, se disiparon casi sin enterarnos, quizás debido a que pusimos el esmero necesario para solucionar el problema. Les puedo confirmar que superamos con éxito aquel escollo: cada uno a su manera, salimos victoriosos de aquel combate y nunca más se volvió a mencionar el tema en cuestión.




   Siguiendo con el asunto de la pitanza, tampoco vamos a poner reparos en cuanto a su calidad. Sabíamos que no estábamos en un hotel de cinco estrellas, así que, cuando nos plantábamos con nuestra bandeja en el primer hueco que veíamos libre, no nos fijábamos en si los san jacobos estaban más quemados de la cuenta o no, o si las alubias desprendían un sospechoso olorcillo a lata que echaba para atrás. Todo era bienvenido en aquellas circunstancias, sobre todo cuando el objetivo era el de no pasar hambre y recuperar las reservas de energía lo antes posible. Por eso, cada vez que formábamos para ir a los comedores, lo hacíamos contentos y dichosos, sabedores de que nuestros agradecidos estómagos iban a ver recompensada su prolongada espera con viandas que, sin ser delicatessen, ingeríamos con fruición, disfrutando como si se tratase del mayor espectáculo del mundo al que uno pudiera asistir. Y vaya que si lo era. Tengo para mí que más de uno reprimía las lágrimas por pudor, por aquello del que dirán de todo un soldadito español al que se le ablanda el corazón ante un puchero de garbanzos cocinado como Dios manda.



    La visita a los comedores era uno de los momentos predilectos para que los reclutas comentáramos los distintos avatares de la jornada. En un sitio donde todo se hacía a la puta carrera, resultaba curioso que para algo que de verdad no nos importaba hacer a toda prisa – llegar cuanto antes para dar buena cuenta de la carta que nos tenían preparada los cocinillas -, íbamos a paso de maniobra y teníamos que esperar pacientemente a que tocara nuestro turno. En aquellas majestuosas instalaciones y bajo la escrutadora mirada del oficial y suboficial de cuartel, que trataban de poner orden en una atmósfera colapsada de carcajadas, tintinear de cubiertos y descorchar de botellas,  aprovechábamos la ocasión para disertar sobre lo divino y lo humano. En un principio las conversaciones giraban en torno a los temas más variopintos: que si vaya dolorcito que me ha salido en la rodilla, que si hay que joderse con la mala ostia que calza siempre el sargento Fulanito, que si vaya putada que me hayan puesto la tercera imaginaria... Eso sí, había dos cuestiones que acaparaban nuestros desconsuelos: las agujetas y las ampollas. Botas y cetmes protagonizaban nuestras peores pesadillas. Los que debieran ser nuestros aliados, se convirtieron en nuestros archienemigos. La mayoría teníamos el brazo derecho insensibilizado, hecho un guiñapo, y es que nos tomábamos demasiado en serio la advertencia de nuestros mandos de que el fusil debía ser una prolongación más de nuestro cuerpo. Por eso, nada nos acojonaba más que extraviarlo: nos habríamos dejado cortar un dedo antes de acudir sollozando al cabo furriel con el cuento de que habíamos perdido el armamento y la munición. Por suerte, ni yo ni ninguno de mis compañeros tuvimos que pasar por tal apuro. Y, con respecto a lo de las ampollas, qué quieren que les diga: yo he visto a tíos hechos y derechos mentar a su propia madre y retorcerse de dolor cuando, al descalzarse después de una jornada de perros, comprobaban que tenían los pies hechos un cristo, supurando pus a borbotones. No era extraño vernos rebajados de botas, cojeando de una forma tan ostentosa que poco menos que parecía que nos habían implantado una prótesis. Tengo que decir que la mayoría hacíamos todo lo posible para no rebajarnos, puesto que para nosotros suponía como una especie de deshonor vestir el uniforme con zapatillas deportivas. Por eso nos mostrábamos compresivos con quienes aparecían de esa guisa; bastante tenían ellos como para que encima fueran objeto de burla por parte del resto de compañeros.



    Conforme avanzaban los días, uno se iba adaptando a las exigencias de nuestra condición de mílites a marchas forzadas. Íbamos cogiendo soltura en cuestiones básicas como el saludo a los mandos, sobre todo cuando te los encontrabas de sopetón por mitad de las instalaciones y teníamos que improvisar como buenamente podíamos. Las primeras veces que paseabas por el patio teníamos verdadero pánico a cruzarnos con alguno de ellos. Caminábamos como en tensión, mirando a diestra y siniestra, tratando de escrutar por dónde podría aparecer algún pez gordo con los entorchados suficientes como para comenzar a cambiar la color del rostro, sudar la gota gorda y echarse a temblar al instante. Como aún no éramos muy duchos en eso de los empleos, cuando los veías venir de lejos tratabas de aguzar la vista para discernir el rango del fulano que se acercaba.

          - Bonilla, ¿qué es aquello que relumbra allí a lo lejos?
- Vete tú a saber. Cualquier cosa.
- Tú qué opinas: ¿alférez o comandante?
- Opino que nos va a caer un marrón del copón; así que, que Dios nos pille confesados ...
  
  La diferencia es más sutil de la que ustedes se puedan imaginar a primera vista. Distinguir si una estrella era de seis u ocho puntas, de mayor o menor grosor o si estaba más o menos centrada en la hombrera, tenía su dificultad, así que nos encomendábamos a la Virgen de los Remedios -patrona de Alicante- para acertar el tiro y no herir sensibilidades, que en el ámbito castrense puede acarrear consecuencias imprevisibles. Había ocasiones en que a todo un teniente coronel le degradábamos a capitán, o a un teniente recién salido de la academia le dábamos tal espaldarazo en el escalafón, que ríanse ustedes de los ascensos de Franco por méritos de guerra. Todo ello, evidentemente, con el consiguiente mosqueo o júbilo, según los casos, por parte de los interfectos. Eso sí, era tal el ímpetu y la marcialidad que derrochábamos en el saludo que, a pesar de los equívocos, la cosa siempre terminaba con una sonrisa guasona o con una mirada indulgente. En lo que no había margen de error era en la distinción, en cuanto al tratamiento, entre un cabo primero y un sargento primero: ya se encargaban los suboficiales de advertirnos que por ahí no pasaban. Vamos, que no se habían chupado ellos tres años de academia y otros siete de antigüedad como para que ahora unos recién llegados los despacharan con un simple “a la orden de usted, mi primero”. Era muy probable que rodaran cabezas si eso llegaba a suceder.  

3 comentarios:

  1. Que pena que ya se hayan perdido estas historias de la mili. El 99 % de la gente que la hizo la recuerda con cariño. Que pena que se privó de ella a estas generaciones.

    ResponderEliminar
  2. Pues sí, Chema, una pena. Aunque muchos decían que era tiempo perdido, a quienes la hicimos nos sirvió, entre otras muchas cosas, para inculcarnos valores como la disciplina, el sacrificio, el compañerismo... Hay que hacer como en Francia, que están estudiando reimplantarla.

    ResponderEliminar
  3. hola! aquí un Alférez del Sefocuma 2000. Muchas gracias por tus relatos. Son totalmente certeros. Se leen sólos. Hay más? Me he quedado en el IV. Un marcial saludo

    ResponderEliminar