La ciudad de Sevilla ha visto durante su excelsa historia pasear por sus calles a multitud de ilustres ciudadanos. Entre ellos destacaron a mediados del siglo XIX los duques de Montpensier: don Antonio de Orleans y doña Luisa Fernanda de Borbón. Estos insignes vecinos, sobre todo el señor duque, se distinguieron por su afición a la intriga. Por eso a nadie extrañó que, cuando se preparaba el derrocamiento de Isabel II, el duque contribuyera económicamente a derribar el ancestral trono de su cuñada, financiando la Gloriosa revolución que en 1868 conformó un conglomerado heterogéneo de fuerzas políticas para desterrar a los borbones de la corona de España, poniendo así fin a una época caracterizada en los últimos años por el nivel de corrpución que alcanzaba hasta las más altas esferas - más de uno, incluyendo a la reina madre y algunos destacados políticos, hicieron negocios con el ferrocarril, la bolsa y el impulso urbanizador de las grandes ciudades-. Con ese objetivo don Antonio cedió parte de su patrimonio al servicio de los aires revolucionarios y no dudó en hipotecar hasta el Palacio de San Telmo, su residencia particular, con tal de depositar en aquellas manos un buen puñado de millones de pesetas con los que poder reclamar, llegado el momento, sus derechos a ocupar el trono de España, pues no otro era el fin último perseguido con aquel desprendido gesto. El experimento, a la larga, resultó fallido puesto que, pasados tan solo seis años de aquella iniciativa, volvió a ceñir la corona de España otro Borbón: Alfonso XII, hijo para más señas de Isabel II. Al duque le había salido cara aquella hipoteca.
Ese mismo palacio es en la actualidad sede de la presidencia de la Junta de Andalucía, ocupada a día de hoy por José Antonio Griñán. Como es sabido, Andalucía está a punto de celebrar elecciones autonómicas y, según todas las encuestas, el partido socialista perderá en esta comunidad el poder que detenta desde hace treinta años. Es notorio que cuando los socialistas ven peligrar su chiringuito se suelen poner asaz nerviosos. No toleran que haya una opción política que pueda sustituirles en el ejercicio del poder. Parece ser que ellos son los únicos legitimados para llevar las riendas del gobierno, y no aceptan que los votos que en su día ayudaron a Felipe González a cambiar la cazadora de pana por los trajes de chaqueta se conviertan ahora en el plácet para que los señoritos del Partido Popular les releguen a la soledad de la oposición. Se creen los mesías del pueblo andaluz, los únicos con las aptitudes necesarias para mostrarles el camino de la salvación. Y para evitar que ese pueblo tenga la tentación de cambiar de líderes, no dudan en utilizar toda clase de subterfugios para tratar de confundirlos.
Flaco favor hacen a la democracia quienes sólo piensan en no ser desposeídos de los resplandecientes oropeles otorgados por el coche y el sillón oficiales. Los discícipulos de Manuel Chaves y compañía no pueden, cada cuatro años, dedicarse a pasear el consabido doberman de todas las campañas electorales para meter el miedo en el cuerpo a la ciudadanía con eslóganes alusivos a la maldad congénita de la derecha. Sería mucho pedir que los socialistas se abstuvieran de usar esas argucias, pero lo realmente grave es la inconsciencia del PSOE ante el hecho de que si el Partido Popular llega al poder se deberá más a deméritos propios que a aciertos ajenos. Espero que no sean tan insensatos como para pensar que el pueblo quedará omnubilado ante la campaña de desprestigio desplegada sobre el PP. Su deporte favorito no puede consistir en echar balones fuera y mirar para otro lado cuando la sociedad andaluza está siendo zaherida por toda una red de corrputelas que han dado lugar a un sin fin de subvenciones ilegales y jubilados de postín.
El paso del tiempo es implacable y las circunstancias han cambiado. Si hubo un tiempo en que desde el Palacio de San Telmo se urdían estratagemas para terminar con un régimen caduco y corrupto, ahora es el ocupante de ese palacio contra el que se dirigen las miradas de los ciudadanos cansados de asistir al espectáculo de que otros se llenen los bolsillos a su costa, y que suspiran por cambiar una administración encallada en el pasado. Si los Montpensier lucharon por laminar a una dinastía que en los últimos años de su reinado había degenerado hacia caminos que nunca debieron transitarse, ahora el habitante de ese mismo palacio se ha convertido en el blanco de las críticas de una gran mayoría social dispuesta a socavar los muros de un régimen cubierto por el oprobio de la corrupción. A diferencia de los mecanismos utilizados por Montpensier, en este caso serán las urnas las que decidan si se pone término o no a una situación insostenible. No creo que el propio don Antonio tuviera dudas en reconocer su falta de ética en el uso de los artifícios para conseguir sus objetivos. Esa misma falta de ética es la que no ha tenido reparo en reconocer la directoria de una empresa pública al servicio de la Junta de Andalucía, dispuesta a poner en almoneda sus principios al mejor postor.
El partido socialista no es quién para repartir certificados de demócratas; no debería perder los estribos ante la eventualidad de que el Partido Popular gane las elecciones y pueda constituir gobierno en una comunidad autónoma que no está acostumbrada a la alternancia en el poder. En eso, precisamente, consiste la democracia: en que los ciudadanos deciden con su voto a quiénes elevar a las alturas durante la siguiente legislatura. Nunca entenderé el empeño de los socialistas por tratar a los electores como si fueran párbulos, haciéndoles creer que si vienen otros a regir sus destinos poco menos que el suelo se abrirá a sus pies para dejarlos caer al abismo del infierno.
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