En la mayoría de las encuestas con que, de vez en cuando, nos surten los
medios de comunicación sobre cuáles son las cuestiones que más preocupan a los
españoles, un año tras otro ocupan siempre las mismas posiciones del escalafón
temas como el paro, el terrorismo, la clase política, el mal
funcionamiento de la Justicia, la inmigración y la inseguridad ciudadana. Y sin
embargo, para sorpresa de muchos, es inconcebible que no aparezca en ese
listado el problema de la educación, lo cual denota la falta de conciencia que
existe en este asunto: cuando una sociedad es incapaz de detectar un defecto
tan evidente dentro de su sistema de convivencia, esa ceguera constituye de por
sí un problema añadido.
Los postulados de la educación en España, desde que se
plantearan modernamente por vez primera en la Constitución de Cádiz de 1812,
pasando por los intentos que, con mayor o menor fortuna, pretendieron regular
este sector de la realidad, han sido utilizados como arma arrojadiza entre los
distintos gobiernos que han pretendido poner orden en este campo. El gran hito
en esta materia lo constituyó la Ley de Instrucción Pública, de 9 de septiembre
de 1857, conocida como Ley Moyano en referencia al ministro que la impulsó, y
cuya vigencia se extiende hasta la aprobación en 1970 de la Ley General
de Educación (LGE). Desde entonces, se han sucedido una serie de medidas legislativas
que han tratado de regular el sistema educativo. Todas ellas presentan el común
denominador de establecer la estructura básica y los principios que deben
presidir el sistema en cuestión, pero todos ellos se olvidan o postergan un
punto crucial para el éxito de los mismos: la autoridad del profesorado.
Pertenezco a una generación que se ha formado con la
LGE, sistema riguroso y exigente en el que la figura del profesor se
respetaba como si de una deidad se tratara. Mientras estábamos en clase
atendíamos a sus explicaciones como si escucháramos el sermón del cura en la
iglesia. Por temer, recelábamos hasta de estornudar. No se nos ocurría armar el
más mínimo jaleo y si teníamos que preguntar algo, el “don” o “doña” siempre
por delante: “Don Jesús, que no entiendo muy bien eso de la fotosíntesis”; o “
Doña Sagrario, que no me queda muy claro lo de las propiedades de los verbos
transitivos”. Es decir, que nos portábamos como unos santos varones, so pena de
sufrir castigos como no salir al recreo, estar de pie frente a la pared (con el
susurro de los demás niños repiqueteando en nuestra conciencia), o el más
expeditivo de ser expulsado de clase. Dios no quisiera que la paciencia del
maestro le hiciera escoger este método de corrección en lugar de los otros. Lo
contrario suponía exponernos al riesgo de que nuestros padres se enterasen de
que en la escuela o en el instituto no destilábamos la bondad que mostrábamos en casa. Por nada del mundo deseábamos que nuestros progenitores fueran
llamados por el director del centro; preferíamos mil veces un tirón de orejas,
unos buenos reglazos en la palma de las manos o, incluso, un buen estirón de
patillas antes que someternos a ese trance. Sería algo así como una especie de
deshonra que los padres de los demás alumnos se enteraran que habíamos sido
llamados a capítulo.
Bien claro nos lo quedaban nuestros padres: “¡Que no me vengan
con quejas de que te portas mal en clase!”. Y sobraban todas las palabras, no
había nada más que añadir; la sentencia era tan clara que no admitía dudas a
interpretaciones más flexibles. En caso de contravención, seríamos sometidos a
un juicio sumarísimo que conllevaría, aparte de algún cachete, quedarnos sin
salir y sin paga. Con esa máxima, pues, acudíamos todos los días al colegio,
cual espada de Damocles a la que nos horrorizaría ver caer porque eso supondría
destapar la caja de Pandora. Si eso sucedía
estábamos perdidos, por mucho que juráramos que nosotros no teníamos nada que
ver con la trastada que nos imputaba el profesor. En estos casos no había
derecho de réplica ni argumentos en los que apoyar nuestra defensa: su palabra
iba a misa, era un dogma de fe que no admitía revisión.
Como se observará, en la actualidad las circunstancias han
cambiado mucho y para mal. Parece como si todo lo que antecede estuviera
referido poco menos que a principios del siglo XX. Y nada más lejos de la
realidad. El período de tiempo en que los maestros, profesores y alumnos nos
regíamos por esos principios datan, en lo que a mí respecta, desde mediados de
los setenta hasta principios de los noventa, cuando estudiábamos la EGB, el BUP
y el COU de toda la vida. Pero, a lo que se ve, todo se ha trastocado desde
entonces sin solución de continuidad: la mayoría del alumnado asiste a clases
sin ningún tipo de respeto ni por por el resto de compañeros ni por los sufridos
profesores, más pendientes estos últimos de poner orden en las aulas que de
impartir la lección. Tan precaria es su situación, que se ven atados de pies y
manos ante el hecho nada inusual de que sus clases estén plagadas de
alborotadores. Por no poder hacer, no pueden ni expulsarlos,
limitándose su actuación a rellenar un parte de aviso, pero el pimpollo,
por desgracia, tiene derecho a permanecer en el aula.
Si en otra época eran los alumnos quienes debíamos tener miedo
al profesor, en la actualidad sucede todo lo contrario. Si ahora el pupilo llega a casa
quejándose de que el profesor le ha llamado la atención, no le falta tiempo al
padre de turno para, con el niño a cuestas, presentarse en el centro educativo
exigiendo ver de inmediato a aquél que ha osado levantarle la voz a su vástago.
Y así, tenemos que presenciar ese espectáculo en que el padre, con su criatura
delante, escupiendo a los cuatro vientos que es imposible que su hijo haya
hecho lo que dicen que ha hecho porque su hijo es buenísimo, pone a parir al
profesor en un despliegue de gestos y oratoria que ruborizaría al más
pintado. Después de eso al educador no le queda más mecanismo para tratar de
reconducir la situación que plegarse a las amenazas, clamando en vano por el
auxilio de un sistema con el que se sienten desamparados. Y los
educandos, que son demasiado listos para lo que quieren, hacen todo lo posible
por ponerse a la dudosa altura de sus progenitores y no defraudarlos.
Se trata de un problema de educación. Lo padres tienen
que ser conscientes de que sus hijos tienen que venir educados de casa, que en
los colegios e institutos se limitan a formarlos intelectualmente. Los poderes públicos tienen que quitarse la venda de los ojos y dejar de negar la realidad cuanto antes. Deben
desplegar un conjunto de medidas cuyo frontispicio pase por reconocer al
profesorado el estatus de autoridad, pues de lo contrario el sistema seguirá
degenerando sin freno hacia comportamientos aún más degradantes de los que
acostumbran a sufrir cada día unos desmotivados e impotentes profesores. Han
pasado de ser venerados a ser vilipendiados. Hay que reconquistar el terrero
perdido, porque no todo son buenas vacaciones y mejor sueldo, fama injusta
endosada por la opinión pública: a más de uno quería yo ver dando clases pues,
hoy por hoy, no se diferencia mucho del domador de leones que se encierra con
las fieras en una jaula.
Muy bien expresado en tu artículo lo que pensamos, hoy en día, cualquiera que esté relacionado con la docencia.
ResponderEliminarGracias por tu comentario. El artículo lo escribí después de que un amigo, profesor de instituto, tuviera un pequeño incidente con los padres de algunos alumnos. El mundo al revés: los alumnos acusan en balde y el profesor de tiene que echar a temblar.
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