Al capitán de Infantería Don Francisco Javier Rina Simón,
por ofrecerme la materia prima que sirve de sustento a este artículo.
Reconozco, tal y como reseñé en el artículo dedicado en su día al maestro
Juan José Padilla, que no soy un gran aficionado a los toros: mis conocimientos
en este campo son muy limitados, tan es así que no forma parte de mis planes
cometer la torpeza de hablar demasiado de aquello que desconozco. A pesar de
ello, en aquella oportunidad me decidí a darle rienda suelta a la pluma para
dedicarle unas líneas a la gesta del jerezano después de su reaparición tras la
grave cogida que sufrió en Zaragoza, en octubre de 2011. Quise, humildemente,
contribuir al homenaje que se merecía por la valentía y el coraje demostrados
más allá de la plaza, retomando los trastos de torear a pesar de la tragedia
que a punto estuvo de costarle la vida. Pues bien, hoy retorno al albero para
dar noticia de otra figura que ha captado mi atención por lo singular de su
personalidad. Se preguntarán ustedes a qué se debe esta súbita querencia mía
por las tablas. Si el artículo consagrado a Padilla estuvo presidido por el
impacto que me causó la fortaleza de un hombre capaz de sobreponerse a las
adversidades –convendrán conmigo que torear con un ojo de menos no es pecata
minuta-, la parrafada de hoy trae causa de la lectura de la obra en que ando
enfrascado estos días. Me estoy refiriendo a “Juan Belmonte, matador de toros”,
escrita por el periodista Manuel Chaves Nogales en 1935 y en la que da cuenta de
cómo un mozo desarrapado del barrio sevillano de Triana se convierte en la más
grande figura del toreo, narrando sus inicios como torerito que se lanzaba
desnudo al encuentro de novillos a los que sacarles dos o tres capotazos
furtivos a la luz de la luna, hasta que se convierte en mito viviente cuyos
seguidores llevan en volandas por el puente de Triana después de cada tarde de
gloria en la Maestranza. Los entendidos no dudan en calificarla como una de las
mejores biografías jamás escrita en lengua castellana, siendo este otro de los
alicientes que excitan mi natural curiosidad por conocer lo que sobre el mundo
de los toros tuvo que decir uno de los mejores periodistas de su tiempo.
Pero el verdadero protagonista de este artículo no es ni Juan
Belmonte ni Chaves Nogales, por mucho que sus cuantiosos méritos sean
merecedores de ser traídos a este modesto rincón de la blogosfera, y a pesar de
estar persuadido de no ser yo el mejor cronista para poner de manifiesto esa
tarea. Sea como fuere, los aplausos del respetable van hoy dirigidos a Rodolfo
Rodríguez “El Pana”. ¿Que quién es “El Pana”? Pues hasta ayer ni yo mismo
lo sabía. De no ser por un amigo, que fue quien precisamente también me
descubrió la obra de Chaves Nogales, Rodolfo Rodríguez seguiría siendo para mí
un auténtico desconocido. Este amigo mío -militar vocacional al que dedico este
post, de esos que viven la profesión con orgullo, como un acto de fe- tuvo la
ocurrencia de descubrirme a uno de los personajes más curiosos con los que me
haya topado. El Pana, oriundo de México, hijo de la miseria, del hambre y de
las penalidades que a la postre terminan por cincelar un carácter profundo y peculiar,
desprende cierta melancolía bohemia en su porte y en su verbo. Humilde,
honesto, sentimental, extravagante, con un cierto punto de locura; místico y surrealista; panadero –de ahí su apodo- y sepulturero antes que
torero; alcohólico y delincuente a quien las cornadas de la vida le han dejado
más cicatrices que las de los morlacos; pasional y entregado, heterodoxo y
romántico, soberbio y vanidoso... Un
torero de pies a cabeza que luchó por el sueño de todo espada que se precie:
morir en la plaza, como Manolete. No lo consiguió, aunque, como él mismo ha
dicho, hizo todo lo posible por lograrlo, buscando a la mujer de negro con
ahínco y nobleza. Cansado de ser un cuerdo mediocre, a El Pana le dio por
ser un loco genial
Pues bien, este hombre, con sus virtudes y sus defectos, con sus luces y
sus sombras, protagonizó el 7 de enero de 2007 uno de los acontecimientos que
más se recuerdan en el mundo de la tauromaquia, no tanto por la gran faena que
cuajó –que también- sino por el brindis que ofreció. El escenario, la
Monumental de México DF; la ocasión, su retirada de los ruedos. Todo estaba
preparado para que El Pana pusiera fin a su carrera en el mismo coso en el que
había tomado la alternativa casi treinta años antes. Llegó a la cita vestido
de rosa y plata, a lomos de una calesa. A las cuatro en punto de la tarde hizo
el paseíllo como de costumbre: puro en la boca, capote sin liar y arrastrar de
zapatillas por la arena. El tendido, salpicado por incondicionales seguidores
-entre los que se encontraba el maestro de Galapagar José Tomás- y simples
aficionados ávidos por ver en acción por última vez a aquel a quienes muchos
tildaban de genio incomprendido, fue testigo de cómo un astado de nombre Rey
Mago cambió por completo los designios previstos para el de Apizaco.
La faena, con ser histórica, será recordada no tanto por los muletazos,
trincheras, chicuelinas, molinetes, verónicas, revoleras, manoletinas y demás
lances ejecutados con la pureza de los clásicos, sino por el brindis dedicado
a unas protagonistas muy especiales. El Pana, consciente de que ese momento
sería el epílogo a toda una carrera plagada de fracasos, decepciones, infortunios
y frustaciones –también hubo éxitos, aunque menos- se encaminó hacia la
barrera, y ante el micrófono ofrecido por el periodista que retransmitía el
evento para la televisión mexicana, lejos de reprochar a los empresarios y
compañeros de profesión que durante tantos años le hubieran dado la espalda por
no saber entender su singular talento, dedicó el que iba a ser su último toro a
las mujeres de mala vida que tanto le habían ayudado cuando la mayoría
renegaban de su presencia. Esto fue lo que dijo: “Quiero brindar ese toro, mi
último toro de mi vida de torero en esta plaza, a todas las daifas, meselinas,
meretrices, prostitutas, suripantas, buñis, putas, a todas aquellas que
saciaron mi hambre y mitigaron mi sed cuando El Pana no era nadie, que me
dieron protección y abrigo en sus pechos y en sus muslos base de mis soledades.
Que Dios las bendiga por haber amado tanto. Va por ustedes”.
No me digan que no es para quitarse el sombrero. Y después de
esto vino la apoteosis final, con una faena que desde ese mismo instante pasó a
engrosar los anales de la tauromaquia toda, no solo de la mexicana. Y lo que
iba a ser el punto y final se convirtió en un punto y seguido, pues aquel día,
con 54 años a las espaldas, El Pana no se cortó la coleta sino que, por contra,
obtuvo el mayor triunfo de su vida. Ahora casi todos reconocen su
grandeza, comparable a la de compatriotas como Azurra, Procura o Gaona. La
gloria le llegó tarde pero, al menos, el ídolo puede disfrutar de los frutos otorgados
por un pueblo que le admira.
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