Cuando
una sociedad entra en crisis -y no me refiero solo a la económica,
sino sobre todo a la de los valores y los principios por los que debe
regirse una democracia-, es en esos momentos de debilidad de espíritu
cuando salen a relucir los defectos más perniciosos del sistema.
Aquellos que durante largos años se sintieron protegidos por el
cautivador manto del felipismo y el zapaterismo nunca pensaron que
llegaría el momento en que sus artificios contables para despistar a los organismos públicos de los que percibían la subvenciones con las que financiaban todo tipo de actividades serían
descubiertos , incluidas pantagruélicas comilonas en la feria de
Sevilla. Y es que hay ciertos individuos que se creen por encima del
bien y del mal, que piensan que siempre saldrán triunfantes ante
cualquier tipo de prueba que se les presente, incluída la de
postrarse ante el altar de la Justicia para rendir cuentas de sus
actos. La torpeza de estos señores supera, que ya es decir, a su
ambición. Aunque, eso sí, al final acaban caminando al encuentro
de la toga y la puñetas con una sospechosa sonrisa en los labios que
le hace a uno plantearse
la siguiente disyuntiva: o son más estúpidos de lo que parecen o
confían demasiado en que su influencia les salvará del trance de
engrosar la población carcelaria de este país. En mi caso, me
decanto más por la primera opción: la de considerar a ciertos
sindicalistas como meros trileros con el suficiente nivel de
inconsciencia como para emprender
el paseíllo hasta el banquillo de los acusados con esos aires de
jaque que, ya de por sí, no les deja en muy buena posición.

Abundan las ocasiones en que los sindicatos,
arropados por el
reconocimiento otorgado por el artículo 7 de la Constitución, se creen extramuros del sistema judicial. Hay ciertos temas con los que no están dispuestos a lidiar, con los que se muestran inflexibles, diríamos incluso que intolerantes, más aún cuando se pone en entredicho el desdoro de su honradez. Pero su sutiliza va mucho más allá, pretendiendo –con éxito la mayoría de las veces, todo hay que decirlo- confundir a la opinión pública para dar una imagen de víctimas que no se corresponde con la realidad. Solo les falta por decir que son objeto de una caza de brujas al más puro estilo del macarthismo. Bastaría con enunciar la teoría de que quienes delinquen son las personas, y no las organizaciones, para echar por tierra una defensa tan endeble como esa. Así, cuando las investigaciones judiciales señalan a algunos dirigentes de UGT como implicados en la trama de los ERES falsos de Andalucía, no se está criminalizando a todo el colectivo, sino sólo a aquéllos respecto de los cuales la Justicia comienza a tener indicios de que podrían no haber obrado con arreglo a la ley. Los sindicatos tienen la mala costumbre, al igual que los partidos políticos, de personalizar como ataque a toda la organización actuaciones que van dirigidas exclusivamente a depurar responsabilidades personales de dirigentes que se creían más listos que los demás. No se cuestiona aquí que toda la UGT de Andalucía sean unos mangantes sino, simplemente, que algunos de sus integrantes han mangoneado más de la cuenta, poniendo de manifiesto que también ellos pueden sucumbir a la codicia del vil metal. Pretender aparentar lo contrario sería confundir los términos, labor a la que se dedica una serie de alborotadores profesionales con el objetivo de
que la contemplación ensimismada de los árboles impida ver el
bosque al resto de la ciudanía. Es decir: enreda, que algo quedará.
Esa es su misión y a fe que lo están consiguiendo. Los sindicatos,
digámoslo alto y claro, no están ungidos por el dogma de la
infalibilidad; eso está reservado para otras magistraturas superiores.
La izquierda política y sindical - o sea, PSOE, IU, UGT y CC.OO- tiene la virtud de encandilar a sus afiliados para que acudan en tropel al toque de generala cada vez que sus líderes reclaman su presencia, y no digamos cuando de lo que se trata es de limpiar el honor supuestamente mancillado por los medios de comunicación y por la juez Alaya. En ese tipo de artimañas, insisto, son unos expertos. Y es que, por mucho que se empeñen, ni siquiera los sindicalistas son unos santos varones. No hay más que recordar – y vamos en este punto a usar la memoria histórica que tanto les gusta- su estrecha colaboración con la Dictadura de Primo de Rivera o, ya más cercano en el tiempo y mucho más prosaico, el escándalo de la cooperativa PSV. Estas gentes, como no podía ser menos, también cometen errores, y no precisamente menores, de ahí que necesitemos de la luz y taquígrafos que la juez Alaya está aplicando a las corruptelas internas de unos dirigentes sobre los que pesa la sombra de la sospecha. El acoso que la instructora de los ERES está padeciendo estos días empieza a parecerse demasiado a la cacería sufrida por Marino Barbero allá por la década de los ochenta y noventa del siglo pasado, cuadno fue el encargado de instruir el asunto FILESA por financiación ilegal del PSOE. Pues para aquellos que alardean de demócratas y no pierden ocasión de colocarse detrás de una pancarta con el brazo izquierdo en alto, puño cerrado con crispación y entonación doliente de los versos de la Internacional, mancillando las legítimas reivindicaciones de la lucha obrera, recordarles que acudir a las puertas de los juzgados para insultar y amedrentar a la autoridad judicial no es el ejercicio de tolerancia más decente que digamos. Marino Barbero se vio obligado a dimitir como Magistrado del Tribunal Supremo por las terribles presiones y críticas que los miembros del gobierno de entonces y del partido que lo sustentaba realizaron a su labor de investigación. Esperemos que Alaya no corra la misma suerte.

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